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Los músicos del tren y otras historias
Los músicos del tren y otras historias
Los músicos del tren y otras historias
Libro electrónico253 páginas3 horas

Los músicos del tren y otras historias

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¡Un novel de ochenta años!

Alguien dirá que hay muchos motivos sobre los que escribir, y yo no pienso llevarle la contraria. Sí te diré, apreciado lector, que a mí me gusta sentarme en la terraza de un café e imaginarme lo que les acontece a los que deambulan por la calle; lo que tendría que decirse esa pareja de la mesa próxima que están enmudecidos; el problema que le atosiga al solitario que ingiere con rapidez su copa. A veces, también me gusta escribir sobre mis recuerdos y mis sentimientos.

Aproximadamente, esto es lo que encontrarás enestos relatos.

¡Un novel de ochenta años!

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 mar 2019
ISBN9788417669614
Los músicos del tren y otras historias
Autor

Miguel Gonzalvo

Miguel Gonzalvo Cuartero nació en Zaragoza en 1939. Aunque toda su vida tuvo una inquietud literaria, durante más de cuarenta años se dedicó a la enseñanza. Una vez jubilado, reemprendió la escritura y es ahora, a los ochenta años, cuando decide publicar su obra. Un solitario en el café es su segundo libro editado. El primero, Los músicos del tren y otras historias, también publicado en Caligrama hace pocos meses, ha tenido un éxito inesperado.

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    Los músicos del tren y otras historias - Miguel Gonzalvo

    LOS VIAJES

    Los músicos

    del tren

    —¡Hombre, Benito! Porque tú eres Benito, ¿no?

    —Claro, y tú eres Julián.

    —Sí, pero a mí es más fácil reconocerme.

    Se miraban, se sonreían. Se estrecharon con efusión las manos.

    Eran del mismo pueblo y se acababan de encontrar en el tren que por las tardes recorre todos los pueblos de la Ribera. Benito era un hombre treintañero que iba a su pueblo para pasar unos días de fiestas. Julián era de parecida edad, pero muy estropeado, cargado desde el nacimiento con dos jorobas, las piernas cortas y no derechas, la piel cetrina, oscurecida por la intemperie y otras malezas. Un acordeón, colgado de sus hombros, indicaba cómo se ganaba la vida. Una mujer regordeta, que se escondía tímidamente tras la chepa espaldar de su compañero, con un ojo aguanoso, lo acompañaba.

    —¡Por lo menos hace diez años que no nos vemos! —exclamó Julián.

    —Es que yo subo poco al pueblo; una vez al año, para las fiestas, y en alguna otra ocasión, pero viajes contados.

    —Pues es raro que no hayamos coincidido, porque yo, desde hace años, hago esta ruta. Lo que pudo pasar es que te bajaras antes de que llegáramos al vagón en que tú viajabas.

    Julián habla como siempre, ordenadamente, de manera cuidada.

    —¿Y cómo te va? Te veo muy bien, Benito.

    —No me puedo quejar, trabajando mucho, pero saliendo adelante.

    —Cuando te fuiste a la capital, trabajabas en el arte del hierro.

    —Y en él sigo. Monté con un socio un taller de cerrajería, y en él estamos metidos. A ti ya te veo. —Benito hace una pausa, mira a Julián y, con una sonrisa lastimera, pregunta—: ¿Puedes vivir de esto?

    —Y si no, ¿de qué? ¿Dónde echo este cuerpo? Aquí, en verano, como son las fiestas de estos pueblos, hay un poco más de alegría, y la gente, cuando está contenta, abre la mano. Pero el invierno es más duro, algunos años muy duro.

    Benito echó mano a la cartera y sacó dos duros.

    —Toma —le dijo a Julián—. Los guardas para el invierno, o si quieres, te pegas una buena cena esta noche.

    Julián sonreía contento.

    —Tú siempre has sido generoso con todos, sobre todo conmigo.

    Benito le preguntó por la compañera.

    —Sí, esta chica es muy buena, y entre los dos nos ganamos, algunos días, la vida; otros, el cielo. Yo toco y ella canta. En alguna copla cantamos los dos, pero yo ya no llego y, si me da la tos, se estropea el espectáculo.

    Julián hizo una pausa y recobró el aliento; a las claras se veía que no estaba muy fino del pecho. Luego siguió:

    —Aunque tengo estudiado que, si toso, a veces la gente se compadece y afloja la pela. Pero a mí me gusta actuar bien. Yo toco y ella canta.

    —¿Qué cantáis?

    —Dos tipos de piezas que tienen mucho público: pasodobles y tangos. Hay que alternar. A su voz le va más el tango, que ella lo dice muy bien, casi con dolor. Pero esta canción es seria y a veces trágica, y hay que mezclarla con el pasodoble. —Aquí el músico hace una pausa para tranquilizar sus pulmones—. Espera, que le voy a hablar a la Vicenta de ti.

    Julián hace como un amago de volver la cabeza, pero se dirige de nuevo a su amigo:

    —Fíjate, Benito, si es prudente esta chica, que en todo el rato que llevamos hablando se ha quedado detrás y ni una sola vez se ha acercado para curiosear.

    Julián llama con cariño a su compañera:

    —Vicenta, mira, pequeña, este es Benito, amigo desde que éramos chicos en el pueblo.

    Ella se aproxima y saluda con respeto:

    —¿Cómo está usted?

    Julián le continuó hablando:

    —Me ha dado una propina para que cenemos bien esta noche.

    Vicenta sonrió.

    —Muchas gracias.

    Julián, como ya tenía cubiertas las necesidades del día, optó por perder un rato de tiempo hablando con su amigo.

    —Benito siempre ha sido muy bueno —le decía a su compañera—. Y muy fuerte. —Ahora se volvió para mirar a Benito—. Aún me acuerdo de aquella tarde en que me estaban cascando los hijos del Pichasanta y del Molinero, allí en la plazoleta del Horno, y viniste tú y me los quitaste de encima.

    —Sí, me acuerdo algo, pero poco —comentó Benito sin darle importancia.

    —Si no llegas tú, me desloman. ¡Cómo pegaban los jodidos! Y eso que yo me ovillé como un erizo.

    —¿Y tú qué les habías hecho?

    —Poca cosa, pero con mala leche. Pues que yo y mi primo, el Olegario, el hijo de mi tía la Sarteneta —aclara Julián, mientras Benito asiente con la cabeza—, les quitamos todas las acerolas que había en un cerollero que el Pichasanta tenía en una viña del Baldío, y alguien nos vio. Como a mí hasta de lejos se me conoce, se lo dijeron al dueño. Y luego el hijo, con su amigo, quiso cobrarse todo el fruto en mis costillas.

    Benito veía resollar a Julián y escuchaba con pena su relato.

    —¿Y luego te molestaron más?

    —No, porque yo les decía que te lo diría a ti, y por aquellos días, yo procuraba ir por donde tú ibas, o si parabas en la plaza, me aproximaba a ti, aunque tú no me hubieras llamado.

    —¡Cómo discurrías!

    —Tal como estoy hecho, Benito. Si no llego a discurrir, ya me hubiera muerto de hambre.

    —Muy bien —dice Benito—. ¡Hala! Cantad algo y luego pasa la gorra, a ver si hoy tenéis un buen día.

    —¡Ya lo hemos tenido! —exclama, jubiloso, Julián, y luego pregunta—: ¿Qué quieres, pasodoble o tango?

    Benito dirige su mirada clara a través de la ventana al paisaje repleto de frutales que cruza el tren. Duda un momento y, después, como si fuera una decisión muy meditada, contesta:

    —Tango.

    Julián habla con Vicenta. Esta parece que se aclara la garganta bebiendo un sorbo de un frasco. Se miran los dos. «¿Ya?», pregunta Julián con un gesto, y ella asiente con un movimiento de cabeza. Enseguida, el bullicio de esa parte del vagón se apaga, subyugado por el sonido del acordeón. Suena un tango. En el momento justo, se oye la voz rota, cascada y aguardentosa de Vicenta:

    —Caminito que el tiempo ha borrado...

    Se puede observar que algunos viajeros tararean, casi íntimamente, la canción. Cuando solo suena la música, el silencio vuelve a adueñarse del vagón. Al reanudar el canto, en la segunda estrofa, la voz de Vicenta es más fina, más melodiosa.

    —Desde que se fue, triste vivo yo.

    A Benito, que es un hombre muy sentimental, con los primeros compases se le ha erizado el vello de los brazos. Ha sido un momento. Al escuchar esta segunda estrofa, de sus ojos azules se ha desprendido una lágrima que ni se ha preocupado en ocultar. Los aplausos de los viajeros traen de nuevo a Benito al tren. Mientras Vicenta inclina la cabeza y, a la vez, echa la pierna izquierda hacia atrás, saludando, Julián recorre medio vagón recogiendo la generosidad de los oyentes.

    Cuando termina la colecta, mete el dinero en el bolsillo, sin contarlo, con elegancia, y viene donde está, sonriente y sofocada, Vicenta. Se despiden de Benito:

    —Vas al pueblo, ¿verdad? —pregunta Julián.

    —Sí, a recordar un poco las alegrías y las penas

    —Eso, así es siempre. Me he alegrado mucho de verte bueno y de que te vayan bien las cosas. Muchas gracias por la propina, Benito.

    —¿Vosotros no bajáis?

    —No, nosotros vivimos en Sabiñán. Allí tenemos una caseta, una antigua cuadra, pero la hemos adecentado y está para vivir —explica Julián. Luego se vuelve a su compañera—: Vicenta, dile adiós a este amigo.

    —Adiós, señor, muchas gracias.

    —Ha cantado usted muy bien.

    —¿Le ha gustado? —Después añade con cierta coquetería—: A mí me gusta cantar con sentimiento.

    —Que os vaya muy bien, Julián.

    —Igualmente. Hasta la próxima, Benito.

    Benito se incorpora del asiento, coge su pequeño equipaje y se dirige hacia la puerta de salida. El tren va frenando. Resopla la máquina. La estación está llena de público. La llegada del tren a la estación de un pueblo es un gran espectáculo gratuito.

    Fantasmas en el expreso

    —A mí, como he salido pocas veces del pueblo, este viaje me hace mucha ilusión —comentó una alumna.

    —Y a mí también, porque yo nunca he viajado de noche —añadió otra compañera.

    —Yo he oído que los trenes antes tenían leyendas, algo de misterio, como en las películas —expuso un chico.

    Y casi todos los alumnos fueron expresando sus ilusiones y sus deseos.

    —¿Este tren no tendrá alguna historia oculta? —preguntó otro chico—. Sería bueno que nos viéramos involucrados en una aventura.

    Era un grupo de veinte estudiantes de Bachillerato de un instituto de Monzón, en Huesca, que iba a Salamanca de viaje cultural. Los profesores de Historia y Literatura habían hecho la propuesta del viaje, que en un principio había sido aceptada con frialdad, pero según se aproximaba la fecha de partida, la ilusión aumentaba. Habían subido al tren en Monzón-Río Cinca cerca de la una de la madrugada. El revisor bajó del tren para indicarles los tres departamentos contiguos que tenían reservados en aquel expreso nocturno, que había salido de Barcelona hacía tres horas y acabaría su viaje en Salamanca la mañana siguiente.

    Los acompañaba el profesor de Historia, y desde que habían subido al tren, no habían dejado de hablar y de hacer cábalas sobre el tren nocturno, sobre Salamanca y sobre la universidad. En este momento, el tren se detenía. A través de las ventanillas, llegaban las luces de la estación de Zaragoza. Con las caras pegadas a los cristales, miraban el movimiento de las personas que circulaban por el andén. Minutos después, el tren recuperó la marcha. Salió de la estación.

    Nuevamente la noche. Al principio, aún se veían algunas luces de las barriadas ciudadanas. Al poco, ya nada. La oscuridad. El cansancio hacía mella en todos ellos. Además, al día siguiente tenían que caminar mucho en Salamanca. El profesor los animó a recogerse en sus literas y procurar dormir, pero ellos se resistían a finalizar la tertulia. Uno de ellos se dirigió al profesor:

    —Pero todavía no nos ha dicho si este tren tiene alguna leyenda.

    —Eso, ¿tiene alguna? —preguntó una alumna.

    —Este tren en el que viajamos —explicó el profesor— ya sabéis que se llama Pío Baroja, pero hace años al expreso nocturno que hacía esta ruta desde Barcelona hasta Vigo o La Coruña se le llamaba Shanghái.

    —¡Vaya nombre de película!

    —De piratas chinos.

    —Y de espías.

    —Cuando le pusieron ese nombre, seguro que solía pasar algo.

    El profesor observaba cómo la imaginación juvenil recreaba una atmósfera de película, de misterio alrededor del tren. Él no sabía por qué a aquel tren lo llamaban así, y si le hubieran preguntado en otras circunstancias el origen del nombre, tal vez hubiera dado otras posibles razones o hubiera guardado silencio, pero aquí, con los alumnos tan ilusionados con este viaje nocturno a Salamanca, el profesor no estaba dispuesto a cortar ese vuelo de la imaginación. Y claro, cuando saltó la pregunta, él no la rechazó. Fue un chico quien preguntó:

    —Profe, ¿por qué lo llamaban así?

    —Eso —insistió otro alumno—. ¿Qué misterios pasaban en él?

    Menos mal que el profesor veía, desde hacía rato, llegar la pregunta y había preparado una respuesta.

    —En aquel tren, y tal vez en este, que en parte es su sucesor, ocurrían algunas cosas misteriosas. Hace muchos años, cuando las locomotoras funcionaban con carbón, en las noches frías de invierno, cuando el tren bajaba de Castejón de Ebro, en Navarra, hacia Logroño, al tomar una curva muy grande y ancha del terreno, las ruedas del tren rechinaban por efecto de los frenos.

    »La caldera de la locomotora despedía, junto con el humo, gran cantidad de chispas que, por efecto de las bajas temperaturas, se convertían casi en gotas de fuego helado, aunque esto parezca una paradoja. Por efecto de la velocidad, algunas se quedaban pegadas a los cristales de las ventanas durante unos minutos. El efecto era bonito y, para mucha gente, sobrecogedor.

    —¿Usted lo vio?

    —Sí, lo vi una vez.

    —¿Qué le pareció?

    —Pues a mí también me impresionó. Y, además, en aquel viaje, tuve la suerte de que en mi departamento venía un señor muy culto, conocedor de fábulas y leyendas, y nos explicó que ese fenómeno de las chispas de fuego helado pegadas a las ventanas, que sucedía en las noches más frías de invierno, no era solamente un fenómeno físico, sino que tenía un origen esotérico, casi escatológico.

    »Representaba las almas o los espíritus de los soldados de unos batallones carlistas y cristinos que se enfrentaron en el siglo xix por estas tierras en días duros de un invierno muy frío, y que fueron olvidados por sus jefes. Los numerosos heridos quedaron abandonados en el campo hasta su muerte, y los espíritus vagaban por el monte pidiendo protección y justicia.

    »Al pasar el tren, se unían al calor del fuego, pidiendo un recuerdo al adherirse a las ventanas.

    Todos los chicos estaban entusiasmados con la historia y un poco compungidos, casi prestos a organizar algo para ayudar a los pobres espíritus errantes. Hasta el mismo profesor estaba a punto de creerse la historia que acababa de inventar. Pero es que un profesor rodeado de buenos alumnos en un tren nocturno es capaz de inventar muchas cosas y hasta de llegar a creérselas.

    —Pero eso no puede ser. Si aquellos pobres soldados murieron en 1860, supongamos, no pueden andar sus espíritus pidiendo consuelo ciento y pico años más tarde —argumentó una chica con mucha seguridad aparente.

    —¡Uy, que no! —protestó un chico—. Yo he visto una película, Súplicas del más allá, que trata un tema parecido. Espíritus de gente que llevaba quinientos años muerta se aparecían a sus herederos pidiéndoles oraciones, actos de caridad y alguno hasta actos violentos contra otra familia.

    —Pues sí que… —se lamentó la chica.

    —Ha estado muy bien eso que nos ha contado —observó otro muchacho—. Pero esta noche no veremos ese fenómeno, porque estamos en primavera muy avanzada y, además, este tren no echa chispas. Es una lástima.

    —Pero seguro que usted conoce algún otro misterio de aquel tren que todavía pervive en estos trenes nuevos —sugirió una alumna.

    —Eso —pidieron casi todos los del grupo—. ¿Recuerda algo de entonces que pueda suceder esta noche?

    —¡Hombre! —exclamó el profesor—. Parece que estáis convocando a los fantasmas.

    —Cuente, cuente.

    —Bueno, os cuento otra cosa, pero luego hay que apagar las luces y cada pájaro a su nido. Hay que descansar unas horas, porque mañana lo necesitaremos.

    —De acuerdo, otra historia y a dormir.

    —Que no sea de mucho miedo —pidió una chica.

    —Si estáis con nosotros —dijo un alumno sacando pecho—, ¿qué os va a pasar?

    —Venga, dejad los chismes. Cuente usted.

    —Lo que os cuento ahora no solamente ocurría en el viejo Shanghái, sino también en los trenes modernos. Tal vez en este también suceda, porque el hecho no está originado por el tren ni por el tipo de vagones, sino por la noche y el territorio que se atraviesa.

    —¡Qué nervios! Cuente —pidió una alumna.

    —¡Vaya emoción! —exclamaron varios.

    —Pues el suceso es el siguiente: entre las estaciones, aproximadamente, de Logroño y de Palencia o Valladolid, cuando la noche es más intensa y mayor el cansancio de los viajeros, suele acontecer que alguien monta en el tren y, aprovechándose del sueño profundo de los pasajeros, toma una o dos maletas y

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