Ten cuidado, Irene
Por Corín Tellado
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"—Es un tipo formidable — dijo entre dientes.
Cosme siguió la trayectoria de sus ojos.
—¿Te refieres a Eloy Morís?
—El único hombre que veo en la calle.
—Es Eloy. Y si no quitas tu coche de ahí me temo que te lo aplaste con su camión.
Irene alzándose de hombros.
—Tú debes pensar que estamos en la edad de piedra. Si ese soberbio tipo destroza mi cacharro, ya lo pagará.
—Bueno, eso te lo crees tú. Tiene un cuñado abogado, capaz de engañar al mejor tribunal. Además es el alcalde.
—¿Ese Eloy?
—El cuñado."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Ten cuidado, Irene - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—Irene, Irene de mi vida…
—A otra con esas palabritas, Cosme. Yo no leo novelas.
—Pero, Irene…
—Lo dicho, Cosme. Detesto las palabritas almibaradas.
—Yo te quiero…
Y el pobre Cosme Prida, de profesión holgazán, puso expresión desolada. Irene ni se preocupó de mirarlo. En aquel momento llamaba su atención un camión monumental, cargado de ladrillos, que atravesaba la ancha calle impidiendo el paso a los peatones.
—Irene…
—Sigue si quieres, Cosme.
—Pero no me oyes ni me miras.
—¿No? Te escucho. Es ridículo cuanto dices, pero divertido. Es la primera vez que me hacen una declaración de amor tan particular.
—Es la quinta…
—¿La quinta?—rió.
Y por supuesto, siguió divertida las incidencias del camión que quedó atravesado en la calle. ¿A quién se le ocurría conducir un camión semejante sobre aquella calzada?
—La quinta vez que te deolaro mi amor.
El conductor del camión bajaba de éste en aquel instante y discutía con el guardia. Esto regocijó a Irene Villanueva, hasta hacerla reír. Cosme aprovechó para insistir.
—Irene, amor mío…
—No soy amor tuyo — dijo Irene sin perder de vista al fornido conductor del camión y al guardia.
—Escucha, cariño…
—Tampoco soy tu cariño.
Guardia y conduotor se iban calle abajo. El conductor tenía el pelo de un rubio oscuro, enmarañado, unos ojos que parecían claros y un andar peculiar. A Irene le divertían estos hombres fornidos, que son capaces de fastidiar a un guardia y de levantar un peso de cien kilos como si fuera un palillo de dientes. Cuando conductor y guardia se perdieron calle abajo, Irene, con un suspiro se dignó mirar a Cosme y soltó el cascabel de su risa.
Era una muchacha morena, de pelo corto, ojos negros y brillantes, nariz recta, boca provocadora, dientes muy blancos y cuerpo esbelto y cimbreante. Contaría, a lo sumo, diecinueve años, y se reía de Cosme Prida bonitamente.
Era una mañana de sol esplendoroso. Corría el mes de junio, y en el pueblo costero, centro de veraneo de los opulentos que deseaban descansar y desdeñaban las playas de moda, se había reunido aquel año gente muy principal. Irene Villanueva y sus padres, era la primera vez que veraneaban allí, al menos desde que Irene dejó el colegio del Sagrado Corazón, dos años antes. Don Angel Villanueva era oriundo de allí y poseía una casa solariega en la plaza mayor, y era en el pueblo costero como un reyezuelo. Claro que esto tenía muy sin cuidado a don Angel, que era amante de su hogar, sencillo, sin complicaciones sicológicas y consentidor de las exageradas peculiaridades de su única hija. Esta estaba de mal humor, porque deseaba veranear en una playa de moda, y don Angel y su esposa habían dicho nones. Y cuando don Angel se ponía terco, no había fuerza humana que lo sacara de sus trece; lo peor de todo era que don Angel se encaramaba con frecuencia en dicho número.
Irene dejó el colegio a los diecisiete años. Hasta entonces los Villanueva habían veraneado en el pueblo (y me refiero a los padres). Una vez la niña presentada en sociedad en la capital de España, durante dos años la llevaron a veranear a San Sebastián, pero aquel año, contra los deseos de su hija, allí estaban, en aquel pueblo que, en opinión de Irene, era odioso.
En aquel instante, pensando en todo eso, oía la declaración de Cosme, mientras bebía a pequeños sorbos una cerveza. La terraza estaba casi solitaria. La pandilla aún no había llegado y sólo, al fondo de la terraza, había una pareja de novios haciéndose arrumacos y bobadas. Para Irene todo lo que llevara la palabra amor era una solemne tontería.
* * *
— Te digo, Irenita…
La paciencia de la hija de don Angel Villanueva tocó a su fin.
—A mí — gruñó — no me llames Irenita. Es el colmo, ¿te enteras, Cosme? Yo no soy una imbécil sentimental, entérate de una vez. — Y mirando al pobre Cosme, que tenía cara de canguro, rezongó —: No me gustas nada.
Cosme ya lo sabía, pero había oído decir que «pobre porfiado, saca mendrugo». Quién sabe, tal vez él… ¡Era tan guapa aquella condenada desdeñosa! Diablo, era más que guapa; era enloquecedora.
—Escucha, Irene…
La joven cruzó una pierna sobre otra y miró a Cosme de frente. Iba a decir algo, pero por una esquina de la calle apareció el conductor del camión y dejó de mirar a Cosme para centrar su atención en el hombre que esperaba ver esposado, y, en cambio, aparecía solo con una mano en el bolsillo del pantalón de dril, un cigarro en la boca y con expresión malhumorada. Era alto y fornido. Vestía un pantalón de dril, camisa blanca arremangada hasta el codo y abierta en el pecho, dejando ver un tórax velludo e imponente.
—Es un tipo formidable — dijo entre diontes.
Cosme siguió la trayectoria de sus ojos.
—¿Te refieres a Eloy Morís?
—El único hombre que veo en la calle.
—Es Eloy. Y si no quitas tu coche de ahí me temo que te lo aplaste con su camión.
Irene alzóse de hombros.
—Tú debes pensar que estamos en la edad de piedra. Si ese soberbio tipo destroza mi cacharro, ya lo pagará.
—Bueno, eso te lo crees tú. Tiene un cuñado abogado, capaz de engañar al mejor tribunal. Además es el alcalde.
—¿Ese Eloy?
—El cuñado.
El conductor del camión dobló la calle y se dirigió a la terraza del café. Pasó junto a ellos. Irene parpadeó. Era aún más imponente visito de cerca. Tenía unos ojos grises o azules (no pudo verlos bien) de centelleante mirar, una boca relajada, de vicioso dibujo, que no sonreía.
Al pasar la miró de refilón y no le prestó atención alguna, lo que descompuso íntimamente a Irene. Ella estaba habituada a que todos los hombres la miraran con admiración. Eloy Morís, al pasar, puso una enorme manaza en el hombro de Cosme y dijo :
—Hola, muchacho.
Y siguió su camino.
Se sentó en el tablero de una mesa y pidió en voz alta, bronca y fiera, una cerveza.
—¿Qué te pasaba con el guardia? — preguntó Cosme.
Eloy alzóse de hombros.
—Lo de siempre. Estas malditas calles son tan estrechas y encima siempre hay obstáculos. Ese diminuto y ridículo coche…
Irene saltó indignada:
— Ese ridículo coche es un «Pegaso» último modelo, y es mío.
Eloy posó en ella sus descomunales ojos de fría expresión.
—¿Sí? Pues ya puede quitarlo de aquí, a menos que se decida a perderlo. Por su culpa el camión quedó atravesado.
—No quitaré el auto de ahí, y usted tendrá, que retroceder.
—Bueno — rió el conductor sin prestarle atención—, allá usted.
Bebió un trago la cerveza y puso un billete sobre la mesa.
Se alejó con el cigarro balanceándose en la boca.
—Irene—dijo Cosme alarmado, olvidado ya de su quinta declaración—, ten cuidado.
—¿Cuidado de qué?
—Eloy hace siempre lo que dice.
—En primer lugar lo tengo asegurado a todo riesgo,