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A través de los espejos (1ª Parte)
A través de los espejos (1ª Parte)
A través de los espejos (1ª Parte)
Libro electrónico353 páginas5 horas

A través de los espejos (1ª Parte)

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Información de este libro electrónico

Cuando piensas que tu vida ya no tiene sentido, y esta te demuestra que queda mucho por descubrir.

Ángela y Mario se casan en secreto, sufriendo ese mismo día un accidente en el que él muere y Ángela se ve arrastrada a una depresión en la que se acomoda. Un día irrumpe en su vida Fernando, un chico que compartió terapias con ella, dispuesto a ayudarla. Ángela termina por descubrir que tiene en su mano una invitación al mayor parque temático que existe: la vida. Donde cada atracción es una emoción diferente y nosotros decidimos en cuál subirnos. Nosotros elegimos qué sentir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento17 sept 2019
ISBN9788417915872
A través de los espejos (1ª Parte)
Autor

Maika M. Molina

Maika M. Molina, natural de Pamplona, tiene cuarenta y ocho años. En la infancia hasta la adolescencia se dedicó a la poesía y después de muchos años ha sentido el impulso de escribir y transmitir pensamientos, sentimientos, emociones y sensaciones que comenzaron a brotar de su interior. Tras la publicación de A través de los espejos y Clara perdona, cierra esta trilogía con Entre almas, por medio de la que desea seguir deleitando a sus lectores.

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    A través de los espejos (1ª Parte) - Maika M. Molina

    1

    Recuerdos lejanos que se quedaron.

    Sueños hermosos que se olvidaron.

    Poco brillo en unos ojos negros,

    que con el tiempo se apagaron.

    Sonrisa que se ha vuelto desconocida.

    Pasos que no llevan a ninguna parte.

    Deseos que no saben a nada,

    porque ya nadie puede amarte.

    Búsqueda incansable de un no sé qué,

    quizá de algo que tuviste

    y giras el anillo en tu dedo,

    llorando aquello que perdiste.

    Desolada en el fondo de la habitación.

    Silencio largo y lleno de temor.

    Angustia en la oscuridad.

    Corazón vacío de amor.

    Ángela regresaba a su casa después de un insulso día de trabajo, caminando con desgana, como los últimos cinco años de su patética vida. Sus inexpresivos ojos escondidos tras una capa de pelo lacio acompañados de una indumentaria gris y apagada, repelía a todos los que con ella se cruzaban. Ya estaba acostumbrada a sus miradas atravesadas e indiferentes. Al fin y al cabo a ella también le causaban indiferencia todos aquellos personajes teatrales con los que tenía que compartir su desventurada existencia. Cada día se sentía más vacía de todo. A veces asumía que no era un ser humano, sino un alma en pena vagando por esta vida sin derecho a robar el aire de los demás. Atrapada y sin poder marcharse al lugar donde debía estar.

    Desde el día tan fatídico que cambió su espíritu esperanzador por la oscuridad en la que estaba, los años se sucedían lenta y tortuosamente recordándole a cada momento, el sinsentido de ser. Lo que en su día le robó la vida le parecía tan injusto, como el que ella se hubiese quedado aquí y no consiguiera poner fin a su agonía.

    Varios intentos de suicidio, así como su repulsión a la familia, le habían confinado en un lúgubre apartamento en el que apenas entraba luz ni oxígeno suficiente, esperando no despertar cualquier mañana que se sucedía a una larga noche que le permitía dormir unas horas.

    Una vida patética y sin sentido. Una tristeza constante que la envolvía entre sus fauces, para seguir con un sufrimiento perdurable que consideraba merecido por haber sobrevivido al destino de Mario.

    Hacía tiempo que se había convencido que estaba aquí para pagar alguna especie de deuda kármica o algo así, porque si no, ya podría haberse ido las veces que insistió en desaparecer del mapa. Hay personas que se van volando como los pájaros y ella, tenía que arrastrarse como las serpientes y aguantar la espera hasta que la muerte le concediera permiso para dejar esta vida. Su existencia y su destino en manos de otro que decidiera por ella. Eso no le gustaba. Debería haber una condición humana en la que uno abandona esta vida cuando quiere y no, cuando una sombra que se balancea sobre nuestras cabezas decide.

    Al volver la esquina próxima a su portal, tropezó con alguien y se le escapó una reprimenda hacía sí misma. —¿Cuántas veces tengo que decirme que no me asome por una esquina tan pegada a la asquerosa pared?

    —¿Ángela?— El hombre la conocía.

    Ella apretó los parpados para serenarse antes de mirar a aquel que la nombraba. No lo conocía. En su vida no había amigos ni enemigos y ese rostro no pertenecía al pasado. Aunque cinco años sumergida en su oscuridad, bien podían estar llevándola a la confusión.

    —Hola Ángela, ¿qué tal estás?

    Ella seguía mirándole e intentando poner aquel rostro en un lugar que le fuese familiar.

    —Por tu expresión diría que no me recuerdas.

    —Pues estás en lo cierto. Me tengo que ir— soltó a regañadientes.

    El hombre se movió en la misma dirección que ella para frenarla sutilmente y continúo hablando. —Es normal que no me recuerdes. Si me pones una larga melena y una barba desaliñada, quizá te venga a la memoria.

    —¿Y por qué iba a esforzarme en hacer eso?

    —Por los días que compartimos. Mejor dicho, las terapias que compartimos.

    Volvió a mirarlo sin éxito. Habían pasado tres años desde que tuvo que trasportar su cuerpo hasta la última de aquellas terapias de grupo, donde nadie escuchaba sus lamentos por puro egoísmo y la llevaron al desengaño con respecto a que eso la ayudase a superar la pérdida de Mario. —Aquello lo tengo olvidado y el tiempo ayuda bastante a eso. Ahora si me dejas pasar, tengo que irme.

    —¿Conseguiste ver a Mario?

    A Ángela le dio un vuelco el corazón. Hacía años que no oía el nombre de él en boca de nadie. La expresión de sus ojos se volvió confusa y a modo de susurro salió su contestación: —no.

    —Entonces es que no has encontrado la manera adecuada de que ocurra.

    Ángela parecía salir del trance. Parpadeaba atónita con lo que aquel hombre le estaba diciendo. Un hombre que se llamaba... —¿Quién eres?

    —Soy Fernando. Hace cuatro años coincidimos en el grupo de terapia del doctor Garcés. Recuerdo tus enfados,— esbozó una sonrisa —éramos un atajo de egoístas, ¿eh?

    —Evidentemente yo también fui muy egoísta, ya que no termino de recordarte. El Fernando que en estos momentos me viene a la cabeza, no tiene nada que ver con lo que ven mis ojos ahora.

    —Te invito a un café, ¿qué te parece? Seguro que no sueles tomar café acompañada, pero por los viejos tiempos podíamos compartir un rato y charlar.

    —Veo que tú has conseguido sobreponerte a lo que fuese que te sucediera en aquel entonces, pero yo no. No me gusta entrar en ningún sitio.

    —Entonces vayamos a un banco del parque. Y aunque veo por tu expresión que buscas una buena negativa, te diré que te hará bien compartir unos minutos de tu vida conmigo.

    Ángela encogió los hombros aceptando concederle unos minutos. Al fin y al cabo sus lamentos podían esperar hasta la hora de la cena. Pasearon hasta el parque más cercano y mientras Fernando le contaba cosas, Ángela iba sumergida en su silencio desconectada totalmente de lo que la rodeaba, como era habitual.

    —Veo que no has escuchado nada de lo que he dicho y haces bien. No quiero condicionar tu perspectiva de la realidad en la que vives.

    Eso si lo escuchó. —¿La realidad en la que vivo? Creo que vivo donde vivimos todos los demás, en este lúgubre mundo que solo proporciona dosis de amargura.

    —No me hagas mucho caso, solo hablo con referencia a lo que veo y mis ojos bien pueden engañarme— le iba diciendo mientras tomaban asiento.

    —No. Continúa. Has conseguido captar mi atención.

    —Me alegro. Cada uno estamos sumergidos en nuestra propia realidad según la entendemos. Tú pareces, y siempre puedo estar equivocado, estancada. Estás en la parte más baja de la escala emocional. No parece que hayas superado lo que te sucedió entonces y arrastras la misma depresión todavía.

    —Eso es asunto mío.

    —¿Crees que verlo te sacaría del trance en el que estás atrapada?

    Ángela se levantó medio enfadada. —Creo que lo que no entendiste es, que yo no me consideraba merecedora de seguir viviendo, cuando él se había ido para siempre. Y el que me digas que si quiero verlo cuando eso no es posible, me pone nerviosa.

    —Es posible— le aseguró. —Solo quiero saber si todavía quieres.

    Ángela no sabía qué pensar de aquel hombre. Tal vez estaba loco y suelto por las calles porque era inofensivo o tal vez debería salir corriendo y poner distancia entre ellos, pero sus pies no parecían querer moverse. Por otro lado, esa mínima probabilidad de que pudiese volver a ver a Mario también la retenía en ese lugar. Se debatió entre creerle o ignorarle y entonces, una chispa de esperanza brotó de no se sabe dónde y la obligó a sentarse de nuevo.

    —Claro que quiero verlo. Pero creo que te equivocas pensando que puede ocurrir. Los muertos están muertos y cuando se van no regresan.

    —Si te explico el cómo y cuándo puede darse ese encuentro, quizá te hagas un lío o pienses que soy un loco o una especie de estafador místico, así que solo te voy a dar un par de datos y mi número de teléfono para que, cuando hayas analizado la cuestión, me llames y me digas qué opinas.

    Aquello era nuevo en la vida de Ángela, pero solo con pensar en esa posibilidad, su cabeza reaccionaba de forma distinta. Así que se dejó llevar por los acontecimientos a ver qué salía de todo ello. —De acuerdo. Entraré en tu juego por el respeto que me has inspirado al recordar las cosas que dije y que creí que nadie escuchaba.

    —Bien, pero recuerda que es tu juego y no el mío. El número cuatro es vuestra conexión. ¿Por qué el cuatro? Porque si coges las letras de vuestros nombres y las enumeras en el orden alfabético que ocupan y vas sumando los dígitos hasta conseguir uno solo, verás que es el cuatro. También os une el verde, que a su vez tiene que ver con el cuatro.

    —Para, para. No estoy entendiendo nada.

    Fernando sacó una libreta y escribió su nombre.

    ÁNGELA: 1+14+7+5+12+1= 40= 4+0= 4

    Ella lo miraba viendo una especie de personaje sacado de la literatura fantástica, donde los brujos y hechiceros juegan con la lógica matemática.

    —¿Ahora lo entiendes? Tu expresión me dice que lo entiendes, aunque no estás dispuesta a aceptar, de momento, lo que te estoy diciendo. Por eso quiero que hagas tus propias averiguaciones y conjeturas.

    —¿Y el verde, qué tiene que ver?

    —En el arco iris, ese color ocupa el cuarto lugar y en la línea de chakras ocupa el mismo lugar, además de ser el del corazón.

    —¿Cómo? No entiendo de muchas cosas y lo que me dices escapa de mi compresión. Pero, ¿el corazón no se pinta rojo por ser el color más intenso, además de representar el amor?

    —El amor bien podría representarse con el blanco, que es el color que los reúne a todos en sí mismo sin condiciones, como el amor más puro.

    —Bueno, ya—. Se levantó con determinación. —Hace mucho que mi cabeza dejó de funcionar y pensar, así que todo esto está provocando que me duela.

    Fernando escribió su número de teléfono rápidamente en una esquina de la hoja que había usado, la arrancó y se la dio antes de que saliera acelerada. Ángela observó su nombre en el papel y lo primero que le vino a la cabeza fueron cosas relacionadas con el ocultismo.

    —Si no me llamas lo entenderé— le dijo mientras ella se iba alejando. —¡Ojalá consigas despertar!

    Desapareció entre los edificios que rodeaban el parque, refunfuñando. Haber escuchado el nombre de Mario le había abierto momentáneamente la puerta de la ilusión, que mantenía herméticamente cerrada. Ahora sabía que iba a pasar unos malos días. Cada vez que sentía una chispa de bienestar, su cabeza la bombardeaba con pensamientos dolorosos y se dedicaba a hurgar en su herida sin dejar que cicatrizase y añadía más leña al fuego.

    Llegó a casa tan abatida como tantas otras veces y fue directamente a su cama, donde se metió vestida y se tapó hasta la cabeza con la manta medio arremolinada de color verde. Se sumergió como cada día en su mísera vida y recuerdos tormentosos.

    Tenía ya una rutina con respecto a ellos. Empezaba por los conflictos familiares que tanto daño le habían causado en su adolescencia. Una madre que le daba la razón a su marido como una tonta y un padre que se había propuesto amargarle la vida hasta la saciedad. Aquel maldito hombre autoritario que se inventaba normas constantemente, que había que acatar sí o sí, y al que nadie podía discutirle nada ni levantarle la voz por encima del leve aleteo de una mosca. Un hombre que no atendía a razones, porque él ya tenía las suficientes para salirse siempre con la suya, dejando a los demás a la altura del betún. Nadie mejor que él sabía cómo había que vivir la vida, qué criterios y pautas se tenían que seguir para ser personas como dios manda. Él lo sabía todo y de lo que más sabía era, de cómo infundir respeto y miedo en su familia.

    Su madre y ella, bueno, más bien ella ya que su madre a veces parecía feliz viviendo bajo aquella dictadura, sufría una constante tensión. Cada día se mantenía alerta ante alguna nueva norma que pudiese aparecer y controlando cada movimiento para evitar disgustarlo, así como evitar sus gritos y el temblor inevitable al que su cuerpo se veía sometido en esas circunstancias. Vivía confinada en su habitación, porque en ella se sentía medianamente segura. Cuando estudiaba, un ojo lo tenía en los libros y el otro en la puerta, controlando el más leve movimiento o sonido, que pudiese venir de detrás de ella.

    Con su padre nunca sabía qué se podía esperar. Más de una vez y sin motivo aparente, por lo menos para ella, entraba en su dormitorio inyectado en rabia y lo ponía todo patas arriba. La insultaba, la ofendía, se quejaba de todo, del polvo, del desorden, golpeaba con el puño sobre la mesa de estudio mientras la miraba con una expresión sanguinaria y la menospreciaba hablando entre dientes. Ángela se tensaba y evitaba respirar hasta que salía por la puerta dando un portazo. Entonces venían las lágrimas silenciosas. No se atrevía ni a gemir con naturalidad para que el ogro no la escuchase y eso diese pie a su regreso. Se limpiaba las lágrimas con sus manos temblorosas y con pasos sigilosos recorría la habitación colocando de nuevo cada cosa en su lugar. Pasado un rato entraba su madre para ver qué tal estaba y justificar a su marido. «Hoy ha tenido un mal día, te quiere mucho y solo quiere lo mejor para ti, en el fondo es un buen hombre, quiere que tengas lo que él nunca tuvo, haz caso a lo que te dice y no se enfadará...» Aquella mujer parecía creerse realmente lo que decía. Muchas veces tenía la sensación de no ser su hija. Que no pertenecía a esa familia.

    Por las noches, cuando todo cobraba un silencio inmaculado, se imaginaba en un mundo feliz con una familia maravillosa. Rodeada de sonrisas y recibiendo cariñosos abrazos de sus seres queridos.

    Este pensamiento le hacía pasar a la segunda fase. Cuando conoció a Mario. ¡Qué época más maravillosa! En aquel entonces no le importaban tanto las broncas de su padre. La fuerza que le daba Mario era su vía de escape, sumado a la pizca de coraje que le daba saber que era mayor de edad, la hacían aguantar mejor. La mayoría de los días eran más soportables.

    Mario había entrado en su vida como un torbellino. Atravesaba también conflictos familiares, pero era más optimista que ella. Su simpatía y alegría no descansaban. Siempre estaba motivado y era un soñador. Pronto se contagió de todo aquello. ¡Menudo regalo de primavera! Los pocos ratos que podían pasar juntos, eran la mejor de las medicinas para el alma.

    Él había dejado los estudios y se había puesto a trabajar bajo las órdenes de su padre como peón de albañil. Al terminar la jornada se escapaba a verla. Ella miraba por los cristales de su dormitorio y él se mantenía apoyado en el árbol que había enfrente. Sus miradas lo decían todo y los sábados y domingos se iban hasta las afueras de la ciudad, para evitar que los pillasen juntos. Sobre todo el padre de ella.

    Allí se hacían confidencias, se prometían muchas cosas, lloraban juntos, reían juntos, se abrazaban y besaban sin miedo, eran felices. Un par de jóvenes queriendo dar la vuelta al mundo cogidos de la mano.

    Ángela sentía que eso tenía que ser en realidad la vida y aprovechaba cada minuto al máximo, antes de regresar a su mazmorra donde el ogro la esperaba inspeccionándola de pies a cabeza. Le olía las manos para asegurarse de que no fumaba. La miraba fijamente a los ojos esperando encontrar alguna rojez que le indujera a pensar que había bebido alcohol, pero ella estaba aprendiendo mucho al lado de Mario. Si tomaba algún licor, procuraba que fuese a una hora que prudencialmente le diese tiempo para despejarla de sus efectos al llegar el momento de regresar a casa y tenía un bote de colirio para no levantar sospechas. Durante el primer año de noviazgo aprendió muchas técnicas para llevar una doble vida y disfrutar de la felicidad que le brindaba el momento.

    El día que estaban celebrando el cumpleaños de Mario en el descampado junto a sus amigos, aparecieron sus padres en coche y se la llevaron de allí. No entendía cómo podían haberla descubierto y además saber dónde estaba exactamente, pero fue la primera vez que se enfrentó a su padre. Una lucha verbal en la que ninguno de los dos cedía terreno y en la que su madre se mantenía al margen y se dedicaba a llorar. Ángela por fin había estallado y no se achicó ni un ápice ante su padre, que también luchaba por no ceder un palmo. Se dijeron de todo lo peor que podía salir por sus bocas y los gritos se escuchaban por todo el vecindario. En un momento de acaloramiento y estando en el límite de llegar a las manos, la madre se interpuso entre ellos y con una autoridad que escapaba a la comprensión de Ángela, los mandó a cada uno a una esquina de la casa. Ella se encerró en su dormitorio y su padre salió al balcón a inhalar grandes cantidades de aire.

    Una hora más tarde, su madre entró a verla dándole permiso para seguir viendo a ese chico, siempre y cuando no cometiera ninguna estupidez. No sabía cómo, pero esa mujer que solía decir amén a todo, había conseguido el permiso de su padre para seguir viendo a Mario.

    Desde aquel día empezaron a planificar su vida juntos. Pensaron en buscarse una casa, ella terminaría sus estudios y mientras vivirían de lo que él ganaba. En los viajes que iban a realizar, en todas las aventuras que les aguardaban, en casarse. El siguiente año estuvo repleto de planes, hasta que comentaron lo de la boda.

    Aquello fue un jarro de agua helada para las dos familias, que ni siquiera se conocían. Entonces llegaron más restricciones, castigos, encierros. Había que evitar esa boda y quitarles esa idea de la cabeza.

    Nadie estaba dispuesto a ceder y menos los enamorados, que planificaron a escondidas la unión y la ejecutaron.

    El recuerdo de ese día la llevaba a la tercera fase. Despertarse en el hospital, descubriendo que hacía dos meses que Mario se había ido para siempre y rodeada de gente sin escrúpulos. Dos familias cortadas por el mismo patrón.

    Le vino la imagen del rostro del padre de Mario a un palmo de su nariz, cuando permanecía tumbada en la cama del hospital, diciéndole: —de mi familia no vas a pillar un céntimo. Conseguiré anular este absurdo matrimonio—. Y sus propios padres considerando merecido lo que le había ocurrido a Mario por pretender robarle a su hija. Ángela se negó a firmar ningún documento de los que le traían y las dos familias se enfrascaban en peleas verbales delante de ella, decidiendo su futuro, como si su opinión importase bien poco. Cuando regresó a casa del hospital y guardando silencio hasta estar medianamente recuperada, preparó un bolso con lo necesario y abandonó la casa y su pasado dando un portazo.

    Sus pensamientos negativos eran un bálsamo al que estaba habituada. Ya no había lágrimas, pero conseguía hacer perdurar los recuerdos; y tras terminar el recorrido, concilió el sueño.

    2

    A la mañana siguiente, cuando salió de casa para ir al trabajo, el frío la animó a meter las manos en los bolsillos y encontró la nota de Fernando. Hizo un bolo con ella con pretensiones de tirarla, pero algo se lo impedía. La volvió a leer y la guardó con cuidado de no perderla.

    La jornada la pasó sopesando el día anterior y en qué podía haber de cierto en las palabras de Fernando ¿De verdad existía esa remota posibilidad de ver, aunque fuese una sola vez, a Mario? La respuesta afirmativa que le dio había sonado bastante rotunda y ella no tenía conocimientos como para rebatírselo. ¿Cuál sería esa fórmula mágica? Su idea de volver a verlo era atravesando las puertas de la muerte y sin garantías claro, y ahora, alguien a quien apenas conocía y llevaba casi cuatro años sin ver, le estaba ofreciendo la posibilidad de que ocurriese en vida.

    Le fue creciendo la curiosidad y decidió adentrarse en ese mundo desconocido, si es que él todavía estaba dispuesto a ayudarla. Cuando regresó a casa, llamó a Fernando para disculparse por haberse marchado de aquella manera.

    —No tienes que pedir disculpas, solo tienes que ver lo poco que te beneficia compadecerte. Son muchos años ya encerrada en una desesperación que no te está llevando a ninguna parte y que te imposibilita tener autoestima. Sé que una pérdida paraliza—. Guardó silencio unos segundos. —Mereces más de lo que te estás haciendo. Afrontar tus miedos sería un buen comienzo.

    —No te llamé para escuchar tu análisis sobre mi y... — se dio cuenta que de nuevo sentía enfado y respiró hondo —... tienes razón. Debería hacer algo con mi vida, pero llevo tanto tiempo en esta situación que no sé salir de ella. Lo cierto es que no me lo había propuesto hasta que me lo has dicho.

    —El miedo es un gran aliado de cualquier sentimiento negativo. Puedes empezar pensando en qué te impide salir de la depresión. Qué temes, si traspasaras los límites que te has impuesto.

    —¿Y necesito hacer eso para llegar a ver a Mario?

    —No, pero pregúntate esto ¿Mario te reconocería en la mujer que eres hoy? Piénsalo y ya hablaremos—. Colgó sin esperar respuesta.

    Una buena pregunta. Se miró las manos y entre sus dedos vio el negro pantalón que llevaba. Se echó un vistazo por donde la vista le alcanzaba y pensó que realmente nunca le había gustado ese color. Se dirigió al espejo y se observó como hacía años que no lo hacía. Vio sus ojeras, su tez pálida. Apartó el pelo de su cara poniéndolo tras las orejas y observó la cicatriz que recorría su perfil izquierdo desde la ceja hasta la mandíbula inferior. Se acercó al espejo a mirarse con más detenimiento y recorrió con los dedos la línea rosada que portaba desde hacía más de cinco años. Tenía que reconocer que los médicos habían hecho un buen trabajo. No tenía profundidad ni se notaban las marcas de los puntos. Era una cicatriz bien disimulada, como si hubiesen pintado la raya con un rotulador. Pero aún no estaba preparada para mostrarla al mundo. Volvió a cubrirla con el pelo y decidió no pensar en ello por el momento.

    Cinco años de dejadez, de padecimientos, de silencios, de soledad. La respuesta a la pregunta era, no. Si Mario estuviese vivo y se lo encontrase en la calle después de todos esos años, hubiese pasado por su lado sin reconocerla. Quizá con la misma indiferencia que provocaba en los

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