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Las soledades salvajes
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Las soledades salvajes
Libro electrónico226 páginas2 horas

Las soledades salvajes

Por Carre

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El momento abierto e ineludible de la decisión.

Julian Storm se halla atrapado en una exasperante espera desde que su mujer lo abandonó. Desde entonces, vive en la Ciudad de México entregado al entretenimiento, insatisfecho y culpable, dejando pasar el tiempo con algo nuevo del aquí y del ahora. Pero hay días en que no soporta la espera y marcha en pos de su determinación. Entonces, sale a la calle y encuentra los mismos rostros, las mismas voces, yendo de una tentativa a otra. El infierno de lo mismo.

Un día, Adriana irrumpe en su vida con su enigmática sencillez y ternura, la posibilidad de un nuevo tiempo de promesas. Pero entonces Julian conocerá al ingeniero G., quien le propone un oscuro encargo que pudiera albergar su propia revelación o, tal vez, conducirle a su destrucción.

Storm deberá decidirse. Porque somos lo que elegimos. Somos a lo que renunciamos. Somos todas nuestras posibles vidas, todas nuestras posibles historias. Y somos el momento abierto e ineludible de la decisión.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 dic 2019
ISBN9788417915568
Las soledades salvajes
Autor

Carre

Carre (A Coruña, 1969) era un muchacho y ya sentía curiosidad por descubrir el mundo con la cámara Yashica de su padre. Vio la Olimpiada de Barcelona en diferido, sentado en una garita de vigilancia de un polígono industrial, turno de noche. Tras una aluminotermia fallida que casi incendia su casa, vendió su laboratorio clandestino y compró un Fiat Uno con el que recorrió el país. Pasó tres años elaborando modelos matemáticos que describían el comportamiento de la materia para gestores que renunciaban a su comprensión; los reunió en una carpeta y le puso por título Funciona, luego es cierto. De su etapa como consultor (Barcelona) supo que no le interesaba la gestión empresarial, sino las personas que se empeñaban en dar forma a una idea. Durante un viaje de trabajo a Monterrey (México) un taxista le vendió una pistola y le habló de una vida de superación tras sus cuatro secuestros. Puso fin a una parte de su vida mientras caminaba junto a un zorro por las calles de Wimbledon (Londres) al término de una cena con desconocidos, soledades salvajes. De vuelta a su ciudad natal, tras aceptar un trabajo confesable, conoció a su actual mujer. Vive con ella a tiempo parcial. En ocasiones hace una escapada y escribe un rato. Ella le dijo que el futuro es ahora.

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    Las soledades salvajes - Carre

    Storm

    Julian Storm manosea los libros, ninguno le atrae. Deambula por la librería, olor a comida, voces, la gente desayunando en el primer piso. Asciende las escaleras. Toma asiento y consulta la carta sobre la mesa. Levanta la mano, el camarero acude:

    —Dígame, señor.

    —Café irlandés, por favor.

    Por un momento la vibración del celular reclama su atención. Consulta la pantalla y arquea las cejas: alfil h4. Observa el hueco que se ha abierto al desplazarse el alfil, permitiendo un número de eventualidades diversas. A través de ese hueco pueden tomarse todos los caminos posibles, el futuro es incierto y sólo existe como un abanico de posibilidades. No hay una historia única, sino todas las historias posibles.

    Guarda el celular y levanta la vista: una mujer muy delgada arranca notas a un chelo, la pálida piel enmarcada por un vestido negro. Admira su elegancia cargada de misterio. De pronto repara en otra mujer, sentada en el sofá de la esquina, concentrada en su libro. Ella no se sabe observada. La reconoce, una de sus efímeras conquistas. Julian se levanta y abandona la estancia.

    Sale a la calle, el ensordecedor tráfico de la avenida Álvaro Obregón, los carros rugiendo fastidio. Aceleración, velocidad de escape, Storm camina ligero en un espacio desprovisto de significado, vivencia sin duración, sin memoria ni perspectiva, sin promesa ni espera. Nada lo ata a una órbita constitutiva de sentido, despiadada libertad sin lazos ni compromisos, desprendiéndose de una tentativa a otra, efímeras conexiones, una mera sucesión fortuita bajo el principio de incertidumbre. Cruza la calzada, paso ligero, atrapado en una línea de fuga en la que sólo puede ser interrumpido abruptamente. Dime, en la ingravidez de mi contingencia, que ha sido una fiesta formidable.

    Una vez tuvo una mujer, liviana, inmune al vértigo de las encrucijadas, a la ausencia de itinerario, danzando en la incertidumbre con la elegancia del desapego. Ella no se le parecía; tampoco se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido antes. No pertenecía a su pureza, no era una extensión de su visión introvertida de las cosas. Ella traía su propio valor, albergaba su verdad distintiva. Su gracia se encontraba más allá de su entendimiento, un elegante misterio que su razón nunca abarcaba.

    Juntos construyeron su lenguaje de complicidades, miradas y gestos, silencios y palabras. Cada cosa ocupó su lugar, en el alambre del acróbata alcanzaron la efímera belleza de la perfección. Y tras ella llegó la quietud, porque nada hay después de la belleza.

    Abrieron un tiempo de espera, pero los hijos nunca llegaron. Y en la espera se extravió la promesa, se desató el lazo que anudaba el futuro. Un día se sintió incompleta, como si algo se hubiera olvidado de ella. Entonces destruyó su anterior identidad y dio un nuevo significado a su vida. Se mudó a la metrópoli, nuevo empleo, distintos amigos, paisaje cosmopolita, extraviada en una interminable lucha por ajustar la realidad a sus expectativas, esa constante violencia que la vació.

    Olores de fritangas, un enjambre de hambrientos devorando sus tacos al pie de los changarros¹. Storm aprieta el paso sobre el engrasado asfalto, eludiendo las aceitosas vaharadas, deambulando por esta realidad que se devora a sí misma, desleal y efímera, el sentimiento de no haber sido lo bastante bueno, objeto de su propia depredación. Ahora nada concluye, nada alcanza su meta, nada adquiere su forma, permanentemente inacabado, revocable, insustancial y sin carácter. Todo se dispersa, se pierde, se diluye, desubicado en una interminable expectativa. Y en esta realidad transita, insatisfecho y culpable, atrapado en una exasperante espera. Ninguna afirmación. Ninguna referencia. Soledad salvaje.

    Alza el brazo al pie de la acera. Un taxi se detiene, sucio y polvoriento, el costado lleno de rasponazos. Storm se introduce en el auto, mugrienta tapicería, música chilanga², restos de comida engrasando el salpicadero. Hay días en que no soporta la espera y marcha en pos de su determinación. Entonces sale a la calle y conoce gente al azar, alternando de una persona a otra sin una idea preconcebida. Y encuentra los mismos rostros, las mismas voces, yendo de una tentativa a otra, en el tormento de lo igual. Escucha sus heridas. Son sus mismas heridas. El infierno de lo mismo.

    —¿Adónde, señor? —pregunta el chófer.

    —Me llamo Julian —Storm alarga la mano.

    —Ricardo —el taxista estrecha la mano y sonríe.

    —Arranca y háblame de ti.


    ¹ puesto callejero donde sirven comidas sencillas; tienda pequeña con escaso surtido.

    ² que es originario de la Ciudad de México.

    Adriana

    —Siento que esté molesta, Adriana —Elisabeth observa la estancia, diminuta y recargada, los muebles rústicos, dibujos de las mellizas colgados de las paredes—. ¿Puedo preguntarle por qué le incomoda tanto?

    —¿Quién le ha dado vela en este entierro? —Adriana ladea la cabeza, el cuerpo encajado en la silla de ruedas, llevándose la mano a la boca, ojos color café.

    —¡Esa mujer puede desahuciarlos! Creí que podría ayudar…

    —¡No tiene usted dignidad! —Adriana tensiona el rostro, incendiados los ojos, emboladas de ira viajando a través de las carótidas—. Qué vergüenza, una carta de compasión…

    —Dejé claro que era iniciativa mía. Usted no es sospechosa de indignidad.

    —¿Cómo ha podido tomarse esa libertad? —Adriana desplaza la silla, movimientos costosos, maniobras en el diminuto comedor. Ricardo, su esposo, reordenó la casa cuando ella enfermó, un hogar más funcional, adaptado a las necesidades de Adriana, una nueva forma de habitar—. No me convencerá.

    —¿Qué le ha pasado a usted, Adriana?

    —Váyase de mi casa, por favor.

    —Llámeme otro día, se lo ruego —Elisabeth coge la chaqueta—. No quiero que esto quede así.

    —Ahórrese su rogativa —Adriana niega con la cabeza, cabello negro rizado cubriéndole la cara—. No voy a cambiar de opinión.

    Elisabeth avanza por el distribuidor, alcanza la cerradura y se vuelve hacia la mujer:

    —usted está enfadada con el mundo. Lo que tiene que hacer es propiciar un cambio, un acontecimiento, algo que interrumpa la situación actual, que dé comienzo a algo distinto. De verdad, siento su malestar.

    —¿Qué sabe usted?

    —Usted juega con el ovillo, Adriana.

    —¡Le repito que se vaya de mi casa!

    —Su marido la baña, la viste, la cuida…, indefensa, desnuda, mostrada sin reserva ni expresión. Esta cotidianidad va destruyendo su misterio, Adriana. Aniquila sus secretos, la aproxima a esa versión inerte que se ha apoderado de usted.

    —Sáquese de mi vista ahora mismo.

    —Mire a su alrededor. Su esposo ha convertido esto en un templo, ha sacralizado su enfermedad. Ahora está sustraída del mundo, reservada para sus atenciones. Pero sus cuidados la oprimen, eliminan la necesaria distancia; proyectan en usted la personalidad de su marido, la despojan de sí misma.

    —¡Le suplico que se vaya!

    —Sospecho que esto da sentido a su vida…, me refiero a Ricardo, su esposo.

    —Usted no lo conoce, no puede juzgarlo.

    —Pero usted sí, Adriana. Su esposo ha convertido el amor en una fórmula de cuidados intensivos, un procedimiento en el que se reconoce a sí mismo. Usted pierde con esta devaluación.

    —¿Qué está queriendo decirme?

    —Usted es un ser de amor, Adriana. Su deseo de amar la eleva sobre la pura supervivencia. Su marido es incapaz de amar porque no renuncia a sí mismo, no se arriesga a la vida.

    —Dígalo de una vez.

    —Acabo de decírselo.

    —Ya lo ha dicho. Ahora váyase.

    Carta de compasión

    abril, 2015

    Sra. Sara S.G. Vda. de A.

    Apreciable Doña Sara:

    Conocí a su esposo en la sastrería, hace unos años, lo vi rodeado de recuerdos de juventud cuando fue cantante, vestido de mariachi y con fotos de los famosos de una época que para él debe haber sido gloriosa, cómo no serlo, poca gente tiene el privilegio de que las glorias del cine nacional se fotografíen con él y le dediquen fotos, ciertamente él se sentía muy orgulloso de esto.

    En alguna ocasión fui con una amiga mía, ella actriz, él nos contó parte de ese período de su vida que lo hizo tan dichoso, fue un buen momento para su esposo porque mi amiga estuvo en el medio de la farándula y el espectáculo televisivo por muchos años, se identificó con él, pasamos una tarde agradable, mientras su esposo y su ayudante hacían el trabajo que mi amiga les llevó.

    Entre todas estas fotos había una en la que iba usted y su marido, con varios de sus hijos, caminando por alguna calle del centro, me parece, no estoy absolutamente segura que fuera en el centro, una de las chicas que se ve en la foto, yo pensé que era la ayudante de él, Adriana, porque se parece, en el retrato al menos, luego su esposo me dijo que no, que era una hija de ustedes.

    Supe después que Adriana, a quien yo conocí en principio, antes de ir a la sastrería, era hija natural de su esposo y que no llevaba su apellido, yo siempre la llamé Adriana A., porque ella siempre le dijo «Papá», con mucho amor, él a su vez, se notaba que la apreciaba también, varias veces escuché llamarla «Nené».

    Adriana arreglaba la ropa de un amigo mío que vivía en la calle de Amsterdam, esquina con Michoacán, era un edificio viejo que ya tiraron en el que mi hija y yo pasamos unos tres meses, porque nuestro departamento estaba rentado, fue entonces que conocí a Adriana, hace unos diez años.

    Dirá usted, y a mí ¿qué me importa todo esto? pero yo creo que sí le importa, por la situación en que están Adriana y usted en este momento, respecto al inmueble que ella habita, probablemente si su esposo viviera, nada de esto pasaría, pero él ya no está y desde luego es usted su heredera, no solamente porque fue su esposa y madre de sus hijos, sino porque además se casaron en sociedad conyugal o gananciales, que era lo que se usaba en sus tiempos de juventud.

    Créame, la entiendo perfectamente porque yo soy viuda también, y probablemente no me gustaría que le apareciera un hijo/a a mi marido, fuera de matrimonio, aunque ahora que no soy nada más viuda, desde muy joven (mi esposo perdió la vida a los treinta y seis años, yo tenía tres menos que él), ahora que mi única hija tampoco está ya porque murió hace doce años a los veintisiete apenas cumplidos… bueno, ahora, no sé si querría tener a alguien de su sangre, aunque no tuviera la mía, pero ese no es su caso, claro está, usted tiene hijos que la quieren y la acompañan.

    Siempre lo siguió Adriana, y él lucía muy complacido, en alguna ocasión que fui a la sastrería, en los últimos tiempos en que su marido fue, antes de enfermar, tuve el atrevimiento de cuestionarle el hecho de la indefensión de Adriana y sin que me haya dicho contundentemente el asunto de la propiedad que ahora demanda usted (y ha ganado legítimamente), sí dijo que ella no iba a quedar en la calle… no sabemos qué pasa después de que se acabe la vida, nadie ha regresado para contarlo, por lo que el cielo, el paraíso y el infierno están solamente entre nosotros, usted se ve bien, una vez la vi caminando por Condesa con su marido y volví a verla en el reciente juicio la semana pasada, se ve bien usted, repito, pero nadie tiene la vida comprada, aunque a veces resulta muy caro pagarla, me refiero a que si no se cuenta con recursos se puede volver muy pero muy

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