Memorias de Lo Poyo de 1954 a 1958 y de 1967 a 1976
Por Santi Achón
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Nosotros hubiésemos superado a cualquier programa televisivo de supervivencia.
Mis padres buscaron una mejor vida para ellos y, cómo no, para nosotros, sus hijos. El resultado era una incógnita, pero los diferentes destinos y vivencias propiciaron el aprendizaje, las aventuras y los valores de la siguiente generación.
Los recuerdos son inevitables; te acompañan toda la vida y hacen que no olvides a quienes participaron en ellos. Mientras escribes, van fluyendo junto con las emociones. Mientras escribes los vuelves a vivir y, entonces, a veces lloras, otras ríes.
Santi Achón
Santi Anchón nació en el número cinco de la calle Dels arbres de Esparraguera (Barcelona) en 1952. El trabajo de su padre le llevó, junto a su familia, a recorrer diferentes poblaciones de Cataluña -Esparraguera, Perelada, Figueras- y, más tarde, Cartagena. Finalmente, regresó a Cataluña que es donde reside. La tranquilidad de la jubilación y su carácter autodidacta por convicción le llevan a plasmar las anotaciones que durante años ha ido recolectando. Su primer libro Memorias de Lo Poyo es el comienzo de su aventura literaria. Le sucede Cuentos del Mar Menor, dedicado a sus dos nietas.
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Memorias de Lo Poyo de 1954 a 1958 y de 1967 a 1976 - Santi Achón
Introducción
Este libro lo dedico a todos los que en esa época formaron parte de mis vivencias
En primer lugar, a mi difunto padre, José Achón Ferré, conocido en Lo Poyo como Don José, que fue el apoderado y administrador de la finca en aquella época. Era Ingeniero Agrónomo colegiado en Cataluña con el número 1.078 y había nacido en Masnou, localidad de Barcelona.
Y, con él, mi madre, María Masana Rodríguez, llamada en la zona señora María, madre de trece hijos, el mayor de los cuales era yo mismo; ella nació en Artesa de Segre, pueblo de Lérida. Como es evidente, sin ellos nada de lo contado en este pequeño libro hubiese sido posible.
Igualmente, a mis hermanos y hermanas, que había de todas las edades, y que participaron en mis aventuras, aunque apenas los menciono en el relato, excepto a Jordi.
En segundo lugar, a los trabajadores de Lo Poyo, que tuve la suerte de conocer y con los que llegué a trabajar codo con codo, y cuya sencillez influyó en la formación de mi vida. Menciono a alguno de los más significativos, pero mi recuerdo está con todos.
Y, por último, cómo no, a los amigos con quienes compartí todas mis aventuras y esperanzas, y de las que aquí sólo menciono una pequeña parte.
Acabados los primeros agradecimientos, tengo que decir que yo nací en Esparraguera, un pueblo cerca de las montañas de Montserrat, en la provincia de Barcelona, un diciembre del año 1952. Este libro es un relato inicial de la admiración, vivencias y sentimientos contradictorios que produjeron mis estancias en Lo Poyo. Abarcan un período de tres años de mi primera infancia (1954-56), y luego más de una década hasta la juventud (1967-76), cuando, ya casado con una cartagenera, regresé definitivamente a Cataluña el 9 de junio de 1977, junto a mis padres y una parte de mis hermanos, pero se centran en la primera adolescencia, cuando Lo Poyo se convirtió en campo de mis aventuras y deseos de diversión.
El primer viaje a Lo Poyo
Antes que nada, situemos el lugar y sus comunicaciones. Lo Poyo es una extensa y magnifica finca agrícola situada al pie del Mar Menor, y ubicada entre el pueblo de los Nietos y el de las Urrutias. Cuenta con casi tres kilómetros de playa, otros tantos de marismas llenas de cañaverales, con la fauna llena de vida propia de estos espacios naturales, y con unas salinas en desuso; un auténtico remanso de paz junto a la playa. Un camino de gachas (es decir, lleno de piedras) une ambos pueblos, dos kilómetros aproximadamente, antes de llegar a los Nietos, otro camino de tierra atraviesa el primero y va de la playa a la casa.
Mirando hacia las montañas de las minas, entre palmeras, surge un torreón, y unas edificaciones: es lo Poyo. Si no nos detuviésemos, sino que pasásemos por detrás del grandioso almacén, el camino nos llevaría a la finca de San Ginés de la Jara. La torre de referencia, con sus sifones con arcos, sirve para marcar los lindes entre San Ginés y la finca de los Pintores.
Tras los arcos, sobre una pequeña elevación en forma de punta, el camino se divide en dos; el de la derecha pasa por los melocotoneros y los parrales, hacia el cementerio y el pueblo del Algar; y el de la izquierda pasa por el lado opuesto de los parrales hacia la balsa de los arcos. La eterna referencia es el campanario de la ermita de San Ginés, que en mayo sobresale sobre un mar de hojas verdes de las parras, que cubren casi toda la finca; un oasis de vida, junto a palmeras y limoneros. Las leyendas que hablan de los secretos de San Ginés lo cubren de misterio. A la izquierda, el camino va marcando el linde de la propiedad de la finca de Lo Poyo, atraviesa la carretera de la Manga hacia la finca de la Victoria, va serpenteando y pasando por zona minera, hasta llegar al Llano del Beal. La finca se extiende hacia el restaurante del Sabinal y los Blancos, una zona desértica con montañas de residuos de las minas, que cuando sopla el viento se convierte en un paisaje caótico. Los Blancos es el fin del trayecto del automotor, el tren de vía estrecha, que proviene de Cartagena.
Es el único espacio que sigue sin urbanizar de todo el Mar Menor, pese a que los proyectos de urbanización se remontan a medio siglo atrás. Para hacerlo y no poner en peligro lo poco que queda del equilibrio ecológico de la zona, sería necesaria una actuación muy cuidadosa.
Precisamente la sensibilidad de mi padre hacia la ecología chocaba en su tiempo con los intereses de los propietarios, pero supo mantener el equilibrio. Lo primero que hacía en las fincas que administró era plantar árboles él mismo, la prueba está en los pinos que mandó plantar en la finca y que hoy son pequeños bosques completos, incluso en la misma playa plantó uno de eucaliptos.
Yo no entendía, con mi corta edad, por qué hasta entonces la gente no plantaba árboles para evitar la desertización de la finca. Han pasado muchos años y aquellos pequeños pinos hoy forman un bosque compacto lleno de vida. Me enorgullece, cuando alguna vez paso cerca con alguien, poder decirle que hace muchos años esto era un desierto y estos pinos los plantó mi padre
. En ese momento está presente su recuerdo.
Cuando llevé a mi hijo también le dije que este es el boque de tu abuelo, y cada pino tiene una historia: el que pensó en plantarlo, el que lo plantó con sus manos, el que con su trabajo se ganó el jornal, el del incrédulo, que decía para qué sirve un árbol que no produce nada, el del que espera que crezca para aprovechar su sombra en verano… Toda una herencia para las próximas generaciones. Ojalá hubiera muchos bosques del