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Las políticas de la salud: La sanidad valenciana entre 1855 y 1936
Las políticas de la salud: La sanidad valenciana entre 1855 y 1936
Las políticas de la salud: La sanidad valenciana entre 1855 y 1936
Libro electrónico453 páginas6 horas

Las políticas de la salud: La sanidad valenciana entre 1855 y 1936

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La sociedad valenciana, durante el período 1855-1936, estuvo inmersa en un proceso de transformación de sus patrones de vida y de salud. En este libro se abordan estos cambios desde un planteamiento metodológico transversal y dinámico, entre lo legislativo y lo cotidiano, entre el marco normativo y la realidad social. Con esta perspectiva, se analiza la influencia que ejerció en la sociedad y en la sanidad el desarrollo de la legislación sobre salud pública, asistencia sanitaria e higiene social, el funcionamiento de instituciones asistenciales ya existentes (las casas de beneficencia, el hospital, la asistencia médica domiciliaria), y la creación de otras nuevas (institutos y centros secundarios de higiene), así como las políticas de salud en el ámbito municipal y provincial (campañas y luchas sanitarias). Un ensayo bien documentado que ofrece una visión plural e integradora de la sanidad valenciana y de los problemas de salud de la población, en una etapa clave de su proceso de modernización.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 nov 2011
ISBN9788437086217
Las políticas de la salud: La sanidad valenciana entre 1855 y 1936

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    Las políticas de la salud - Carmen Barona Vilar

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    LAS POLÍTICAS DE LA SALUD

    LA SANIDAD VALENCIANA ENTRE 1855 Y 1936

    Carmen Barona Vilar

    UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

    2006

    © Carmen Barona Vilar, 2006

    © De esta edición: Universitat de València, 2006

    Producción editorial: Maite Simón

    Fotocomposición y maquetación: Inmaculada Mesa

    Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

    Corrección: Communico C.B.

    ISBN: 84-370-6331-0

    Realización ePub: produccioneditorial.com

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADA INTERIOR

    CREDITOS

    DEDICATORIA

    INTRODUCCIÓN

    I. LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MODELO SANITARIO ESPAÑOL (1855-1936)

    1. EL MARCO LEGISLATIVO GLOBAL Y LAS INSTITUCIONES

    2. LA ASISTENCIA: DEL MODELO DE ACCIÓN SOCIAL DE LA BENEFICENCIA PÚBLICA A LAS PROPUESTAS DE INTERVENCIÓN DE LA HIGIENE SOCIAL

    3. LAS LÍNEAS PRIORITARIAS DE LA POLÍTICA SANITARIA

    4. LA ORGANIZACIÓN PROFESIONAL DE LA SALUD PÚBLICA

    II. LA ORGANIZACIÓN DE LA SALUD PÚBLICA VALENCIANA (1882-1936)

    1. LA SANIDAD MUNICIPAL (1882-1916)

    2. LA SANIDAD PROVINCIAL: EL INSTITUTO PROVINCIAL DE HIGIENE DE VALENCIA [IPHV] (1916-1936)

    3. OTRAS INSTITUCIONES QUE CONFORMABAN LA ORGANIZACIÓN SANITARIA PROVINCIAL

    III. LA ORGANIZACIÓN DE LA ASISTENCIA SANITARIA VALENCIANA (1854-1936)

    1. EL HOSPITAL PROVINCIAL EN EL MODELO ASISTENCIAL (1855-1936)

    2. EL SISTEMA ASILAR EN EL MARCO DE LA BENEFICENCIA PROVINCIAL

    3. EL DESARROLLO DE LA ASISTENCIA MÉDICA DOMICILIARIA (1854-1936)

    FUENTES HISTÓRICAS Y BIBLIOGRAFÍA

    A Pepe y Maru, mis padres

    INTRODUCCIÓN

    El análisis de las actividades que cada sociedad pone en marcha para intervenir sobre el proceso de salud-enfermedad de la población permite definir el modelo sanitario que la caracteriza en un momento histórico y espacio concretos. Consciente de la importancia de analizar los sistemas de salud como un elemento fundamental de la dinámica social, producto de la interrelación mutua entre los sistemas sanitario, social, económico y cultural, la historiografía del último cuarto de siglo ha propiciado un fuerte desarrollo de ciertos aspectos de la historia social de la medicina, que han desplazado el tradicional peso académico de la historia intelectual o de las ideas científicas. Las concepciones sobre la salud y la enfermedad, los movimientos de renovación científica o los estudios sobre las grandes figuras o las grandes etapas de la evolución del pensamiento médico, han dado paso a una mayor preocupación por otros aspectos tradicionalmente menos tomados en consideración: el enfermo como ciudadano, las manifestaciones de la enfermedad, la respuesta social y política a las crisis demográficas provocadas por ella, o las dimensiones culturales del enfermar.

    Evidentemente, un cambio de orientación de estas características implica no sólo una mentalidad diferente por parte del historiador, sino también un cambio profundo en los métodos y en las técnicas de investigación. Frente al predominio casi abrumador de una historiografía basada principalmente en el texto, la erudición bio-bibliográfica y el análisis internalista o intelectual de las ideas científicas a partir de la investigación filológica de impresos o manuscritos, la reciente historiografía ha procurado un mayor acercamiento a la realidad del enfermar y a sus espacios. La historia del enfermo y de la enfermedad, el análisis de los espacios de interacción entre el médico y el enfermo, reclaman un acercamiento basado en todas esas fuentes que nos informan de la vida cotidiana, del sufrimiento individual y de la trascendencia social de la enfermedad y la muerte. En este caso, son principalmente los documentos de archivo de las instituciones, las memorias personales, los informes técnicos y otros documentos clínicos o de diversa índole, poco considerados por la historiografía médico-sanitaria tradicional, los que pueden dar luz sobre estas cuestiones. Por eso, la última historiografía médica se encuentra más relacionada en su discurso y su lenguaje con la historia social y de las instituciones, la historia económica, la historia cultural, la antropología, la demografía histórica o la epidemiología histórica. Difícilmente podría hacerse de otro modo una historia de la sanidad o un análisis histórico de las poblaciones enfermas sin considerar la compleja trama de elementos y relaciones que confluyen en la dinámica interna de las sociedades. Y no hay que olvidar que las manifestaciones específicas de la enfermedad, las formas de organización sanitaria o las políticas de higiene pública son, en cada población y momento histórico, una consecuencia de todo ello.

    Por todas estas razones, la historia de la salud pública, de la sanidad, de la demografía sanitaria, de las políticas de salud y de las instituciones constituyen una de las corrientes predominantes en la historiografía médica actual. A ese ámbito se han consagrado algunos de los últimos congresos internacionales de la European Association for the History of Medicine and Public Health, en el seno de la cual se ha creado una red específica de ámbito europeo dedicada al estudio de la salud pública, que recientemente celebró en Ginebra un congreso internacional sobre historia de la salud infantil (2001). Algo semejante puede apuntarse con respecto a publicaciones periódicas como la británica Social History of Medicine o la española Dynamis, que dedica la mayor parte de su espacio a trabajos o monográficos de esta orientación.

    En nuestro país el auge de la historia social de la salud y la sanidad ha tenido cuatro principales núcleos de difusión en Granada, Madrid, Alicante y Valencia, que han confluido en iniciativas como los Encuentros Marcelino Pascua celebrados a lo largo de los años noventa, proyectos interuniversitarios sobre historia del paludismo en España o las políticas de salud nacionales o internacionales, entre ellas las auspiciadas por la Fundación Rockefeller, sin olvidar, una fructífera colaboración con la Asociación Española de Demografía Histórica o estudios de ámbito nacional y municipal como las sucesivas Trobades sobre Salut i Malatia en els Municipis Valencians.

    Han sido varias las líneas de trabajo desarrolladas en España, que han contribuido con trabajos de historia social de la salud y la sanidad desde perspectivas diferentes. Entre estas líneas de trabajo podemos mencionar la que se consagra al análisis histórico del sistema sanitario español, que desarrolla aspectos como el marco sanitario normativo e institucional en diferentes momentos históricos, las políticas de higiene pública y la organización médica para su desarrollo o la respuesta político-social ante situaciones de crisis epidémicas.[1] Otro planteamiento diferente es el que aborda el modelo de sistema sanitario adoptado en un momento histórico concreto, que considera como factores explicativos de mayor interés las posiciones de la estructura social y política en ese momento. En este sentido, el discurso ideológico y las iniciativas políticas o la capacidad de influencia de las distintas fuerzas sociales adquieren una relevancia incuestionable.[2]

    Otra de las líneas de trabajo abiertas es la que plantea la historia de la salud y la enfermedad desde una visión próxima a la historia cultural y antropológica, tomando en especial consideración la medida en que la modificación de las actitudes y creencias de la población puede suponer la conquista de mayores niveles de salud. Los estudios sobre el comportamiento de la población ante las campañas de vacunación, la medicina doméstica, las medidas de higiene o la lactancia natural son algunos ejemplos de esta línea de trabajo.[3]El desarrollo de la demografía y epidemiología históricas ha desplegado otro punto de vista en relación con la influencia de la enfermedad y la muerte en la evolución de las poblaciones y los sistemas de salud. Desde esta perspectiva, la investigación de la enfermedad y sus manifestaciones representa una tarea multidisciplinar en la que los datos estadísticos se han de complementar con otros de carácter cualitativo, procedentes de los múltiples aspectos que integran el comportamiento humano.[4]

    Finalmente, queremos destacar otra de las líneas de trabajo planteadas recientemente, que toma como referencia el ámbito local en el que se desarrollan las políticas de salud, las instituciones para ponerlas en práctica, la evolución demográfica de su población y su manera de vivir los aspectos relacionados con la salud y la enfermedad. Se trata de una aproximación a la realidad de los municipios desde una perspectiva multidisciplinar, que integra la visión de historiadores, archiveros, médicos e historiadores de la medicina.[5]

    Enmarcado entre estas coordenadas, este libro pretende ofrecer una perspectiva del contexto valenciano, que integre el desarrollo del marco normativo sobre salud pública, asistencia sanitaria e higiene social y su influencia en la realidad socio-sanitaria valenciana, a través de nuevas instituciones y nuevas políticas de salud. Se trata de articular la respuesta social y política que subyace en el proceso de transición sanitaria y demográfica, que de manera tan drástica transformó los patrones de vida y salud de la sociedad valenciana de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Para llevar a cabo este análisis, resulta pues fundamental combinar las fuentes documentales, legislativas e impresas en forma de actas, memorias, expedientes, reglamentos, estadísticas, anuarios y boletines sanitarios municipales, provinciales y estatales, así como la prensa médica. Esta combinación hace posible desarrollar una perspectiva transversal y dinámica, entre lo legislativo y lo cotidiano, entre el marco normativo y la realidad social. La importancia relativa de cada una de las fuentes ha sido diferente en cada caso y, partiendo de su análisis, intentaré ofrecer una visión plural e integradora de la sanidad valenciana y de los problemas de salud de la población durante la época estudiada.

    Este trabajo es la consecuencia del desarrollo de una línea de investigación sobre higiene y enfermedad en la España contemporánea, que ha tenido sus prin­­-cipales desarrollos en la sociedad valenciana de esta época. Se trata de una labor que se viene desarrollando durante el último decenio en el Departament d’Història de la Ciència i Documentació, de la Universitat de València dirigida principalmente por los profesores M. J. Báguena y J. L. Barona. Ha tenido diversos escenarios y dimensiones: la de seminario de estudiantes de licenciatura y doctorado, la de proyecto de investigación formalizado, y también ha propiciado cinco simposios sobre «Salut i malaltia en els municipis valencians (1813-1939)» celebrados en Forcall (1995), Benissa (1997), Alcoi (1998) Sueca (2000) y Ontinyent (2004), organizados con las universidades de Valencia, Alicante y Miguel Hernández, que abordaron aspectos técnicos y metodológicos, epidemiológicos, las infraestructuras sanitarias y las relaciones entre medio ambiente y salud.

    El estudio de la génesis de la organización de la higiene pública y la asistencia sanitaria valencianas, durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, viene a llenar un hueco historiográfico, puesto que los numerosos estudios monográficos sobre epidemias o políticas municipales carecían del análisis de un contexto general previo, que sentara las bases de esos estudios monográficos más específicos y otros comparados posteriores. Es por ello que aspira a ocupar un lugar en ese rico contexto historiográfico que se proyecta transversalmente desde los estudios monográficos más concretos sobre la sociedad valenciana, hasta estudios de carácter internacional.

    [1] Buen ejemplo de esta línea de trabajo resultan, entre otros, los trabajos de Rodríguez Ocaña (1987-88, 1992a, 1992b, 1994a, 1994b, 2000, 2001); Marset Campos (1998); Marset Campos, Rodríguez Ocaña y Sáez Gómez (1998); Marset Campos, Sáez Gómez y Martínez Navarro (1995); Martínez Navarro (1977, 1994); Porras Gallo (1993, 1994, 1998); Perdiguero (1997, 2001); Perdiguero, Bernabeu y Robles (1994); Bernabeu Mestre (1991b, 1992b, 1994, 2000); Bernabeu Mestre y Gascón Pérez (1995); J. L. Barona y C. Barona (1998); Barona, Bernabeu y Moncho (1999); Barona y Lloret (2000, 2002); C. Barona (1999, 2000, 2002) y Barona y Martínez (1997, 2000).

    [2] Algunas de las contribuciones que se enmarcan bajo esta perspectiva son las de Huertas García-Alejo (1993, 1994a, 1994b, 2000) y Huertas; Campos (1992); Jiménez Lucena (1997, 1998a, 1998b); J. L. Barona (1998b); Barona y Lloret (1998); Bernabeu y Barona (2001); Molero Mesa y Jiménez Lucena (2000); Molero Mesa (1998) y Perdiguero (2004).

    [3] Citaremos a modo de ejemplo los trabajos de Perdiguero (1995, 2000), y Perdiguero y Bernabeu (1996, 1999).

    [4] En este sentido son importantes las aportaciones de Bernabeu Mestre (1991a, 1992a, 1995); Martínez Navarro (1992); Bernabeu Mestre y Perdiguero Gil (1996); Robles González, Bernabeu Mestre y García Benavides (1996a); Robles González, García Benavides y Bernabeu Mestre (1996b); Bernabeu Mestre y Robles González (2000); Barona y Barea (1996a, 1996b) y J. L. Barona (2000b).

    [5] Una visión de la situación en los municipios valencianos se encuentra recopilada en diferentes monografías sobre el proceso de salud y enfermedad, el desarrollo de la higiene, la asistencia benéfico-sanitaria y la influencia del medio ambiente sobre la salud. Barona y Micó (1996); Bernabeu, Espulgues y Robles (1997); Beneito, Blay y Lloret (1999b); J. L Barona (2000a, 2002), y Barona y Perdiguero (2001).

    I. LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MODELO SANITARIO ESPAÑOL (1855-1936)

    1. EL MARCO LEGISLATIVO GLOBAL Y LAS INSTITUCIONES

    A lo largo del siglo XIX, la sociedad española vivió grandes transformaciones que afectaron tanto a su sistema político como a su estructura social. Estas transformaciones tuvieron lugar en el marco de la construcción del estado liberal, una de cuyas características más relevantes fue la sustitución de una sociedad estamental definida por el estatus, propia del Antiguo Régimen, por otra basada en las clases y dinamizada por la burguesía como grupo social emergente.

    En el terreno sanitario, el siglo XIX también se constituyó en un período de importantes cambios que, en definitiva, tuvieron como objetivo contribuir a una mayor protección social frente al proceso de enfermar. Una de las aportaciones más importantes de este siglo fue la progresiva delimitación de lo que debía entrar a formar parte del terreno de lo público y que, por lo tanto, quedaba englobado en la esfera del Estado, frente a lo que escaparía a sus competencias y en consecuencia debía asumirse desde el sector privado. Centrándonos en el terreno de lo público, se fue perfilando de manera progresiva el marco de actuación de las diversas administraciones del Estado. Por una parte, los contenidos que debía asumir la administración periférica, representada por municipios y diputaciones provinciales, y por otra, los que eran responsabilidad exclusiva de la Administración Central. En definitiva, se fue asumiendo una serie de actuaciones en el marco de la higiene pública, que hasta ese momento habían tenido un carácter esporádico y básicamente centrado en el fenómeno epidémico. De una manera costosa en la segunda mitad del siglo XIX, y más intensa tras el movimiento regeneracionista que tuvo sus albores ya en las postrimerías del siglo, irían adoptando el cariz de actuación política.

    Los continuos vaivenes políticos acaecidos en España a lo largo del ochocientos se tradujeron en períodos alternos de aceleración y desaceleración del proceso de transición del Antiguo Régimen y de sus estructuras, representadas por el Protomedicato y por la Junta Suprema de Sanidad, hacia el modelo propuesto desde la ideología liberal. Ya en los albores del siglo, las propuestas y proyectos de las Cortes de Cádiz integraron las primeras tentativas de este modelo, si bien la implantación del gobierno absolutista de Fernando VII en 1814 truncó la posibilidad de poner en práctica su iniciativa de elaborar el primer código sanitario español. Este intento volvió a verse frustrado durante el Trienio Liberal, ahora además con la participación en su elaboración de destacadas figuras, como Mateo Seoane (López Piñero, 1984: 9-26). Hubo de acercarse el siglo a sus años centrales para poder dar a luz, de nuevo en el transcurso de un período político dominado por los progresistas, el primer texto legislativo sanitario de rango superior, la Ley de Sanidad, que vio la luz el 28 de noviembre de 1855. Ya en los años que precedieron a su publicación, se había ido abonando el terreno, con el Real Decreto Orgánico de Sanidad de 17 de marzo de 1847, que acabó con las estructuras sanitarias heredadas del Antiguo Régimen. Si bien la Ley de Sanidad sufrió pequeñas modificaciones en años sucesivos, además de varios intentos de sustitución en los últimos años de la centuria, para adaptar su contenido a los adelantos científicos, éstos no llegaron a consolidarse, por lo que esta ley fue el eje alrededor del cual giró la construcción del modelo sanitario decimonónico (Granjel, 1974: 87-136).

    El modelo organizativo que se desarrolló a partir de la Ley de Sanidad de 1855 se basó en una centralización de la política sanitaria desde su órgano rector, la Dirección General de Sanidad, en el seno del Ministerio de la Gobernación. Esta centralización se vio perpetuada a escala provincial con la delegación en la figura de los gobernadores civiles de la toma de decisiones sobre política sanitaria. Sin embargo, la independencia de los gobiernos provinciales en lo que se refiere a la adopción de estrategias en el terreno de la higiene pública fue muy limitada, y siempre estuvo tutelada por el Gobierno Central. Ni qué decir tiene, la escasa capacidad concedida al poder municipal para desarrollar iniciativas en el terreno sanitario, hecho que en más de una ocasión constituyó motivo de discrepancias, e incluso de enfrentamientos entre los distintos niveles de la administración. Dado que la ley de 1855 dedicaba escasa atención a las competencias de los ayuntamientos, sus atribuciones no sufrieron variaciones importantes respecto a las que estableciera ya en 1813 la Instrucción para el Gobierno Económico-político de las Provincias, centradas básicamente en garantizar el cumplimiento de las medidas de higiene en sus diferentes vertientes. Éstas abarcaban la higiene urbana, la de los alimentos, la de los cementerios; así como el control de las aguas, tanto las de bebida, como las estancadas o nocivas para la salud (Perdiguero, 1997: 21). Aunque el período revolucionario dio a la luz una ley municipal y una provincial, ambas publicadas con fecha de 21 de octubre de 1868, su aportación no supuso novedad alguna en relación con los requerimientos de los ayuntamientos, como tampoco la supusieron las nuevas leyes municipales y provinciales promulgadas en los años setenta.[1]

    A la necesidad de cambio y modernización que comenzaba a hacerse patente en la sociedad española de finales del siglo XIX, bajo la influencia de los países más desarrollados de nuestro entorno europeo, se unió el cambio en los riesgos para la salud, y el concepto de especificidad etiológica ganó terreno, como producto del desarrollo de la microbiología, e incorporó la nueva concepción del contagio animado a las ideas etiológicas de corte ambientalista y químico características de la etapa anterior. Estos cambios en la interpretación del proceso de enfermar condujeron irremediablemente a una serie de variaciones en las estrategias para prevenir y combatir la enfermedad. La organización sanitaria y el papel de los profesionales de la salud tampoco pudieron mantenerse al margen de estas innovaciones, y ello justificó la necesidad de crear un nuevo marco legal capaz de dar respuesta al desarrollo de una nueva administración sanitaria, minuciosamente ordenada en la Instrucción General de Sanidad, decretada en enero de 1904. A pesar de no disponer de un rango legislativo superior, su contenido y aplicación constituyeron un verdadero cambio en la orientación de la política sanitaria española, con una clara inspiración en los modelos organizativos vigentes en Francia e Italia.[2]

    La Instrucción de Sanidad de 1904 no fue más que la culminación de una serie de tentativas de sustitución de la Ley de Sanidad de 1855, iniciadas a partir de la Restauración Borbónica de 1875, que habían resultado estériles. La primera fue el Proyecto de Ley de Sanidad de 1882, que no llegó a consolidarse por los sucesivos cambios ministeriales coincidentes con su tramitación. Transcurrieron doce años hasta dar paso a un segundo intento, con el Proyecto de Ley de Bases de 1894. Éste, a pesar de haber obtenido la aprobación por el senado, no llegó a obtener luz verde en el congreso, debido en parte al incremento presupuestario que llevaba implícito. El tercer intento frustrado se produjo en 1899 con la presentación ante el senado de un nuevo Proyecto de Ley de bases de Sanidad, defendido por Ángel Pulido y Fernández-Caro, y que corrió la misma suerte que el anterior. Con estos antecedentes y para evitar un nuevo fracaso, la Instrucción General de Sanidad no fue tramitada como una ley sometida a aprobación parlamentaria, sino que entró en vigor como un decreto-ley y, aunque pretendidamente debía tener carácter provisional, mantuvo su vigencia hasta 1944 (García Caeiro, 1998).

    El modelo por ella propuesto definió tres componentes en la nueva estructura administrativa. El nivel ejecutivo lo integraba el Ministerio de la Gobernación y los gobiernos civiles, como delegaciones provinciales de éste. En segundo lugar, mantuvo el nivel consultivo heredado del siglo anterior que estaba representado por el Real Consejo de Sanidad y las juntas de sanidad provinciales y municipales. El tercer nivel, y principal aportación, fue la creación de un organismo técnico representado por las inspecciones de sanidad en cada uno de los niveles administrativos general, provincial y municipal. Hay que señalar, que la nueva propuesta organizativa diseñada por la Instrucción General de Sanidad no disfrutó de inmediata efectividad, y esperó todavía algún tiempo hasta llegar a hacerse efectiva (Rodríguez Ocaña, 1994a; Martínez Navarro, 1994).

    Por tanto, la organización sanitaria en el período que se centra este trabajo pivotó sobre dos grandes textos legislativos: la Ley de Sanidad de 1855, y la Instrucción General de Sanidad de 1904. La primera supuso la ruptura con las estructuras características del Antiguo Régimen y la constitución de un sistema sanitario acorde con el prototipo de mentalidad liberal. Planteó la asunción por el Estado de actuaciones sanitarias inespecíficas, encaminadas básicamente a combatir el fenómeno epidémico y, en el terreno de la asistencia sanitaria, el establecimiento de un régimen de beneficencia para atender a los huérfanos pobres y menesterosos. Aunque este modelo asistencial no se modificó sustancialmente, la Instrucción de 1904 potenció las acciones higiénico-sanitarias al incorporar los postulados de la bacteriología y la «higiene de laboratorio», sin dejar de conceder importancia a las epidemias. A ello sumó un creciente interés por la información sanitaria obtenida mediante la cuantificación de los fenómenos relacionados con la salud y la enfermedad, a través del desarrollo de la estadística demográfica y sanitaria, elemento clave para el desarrollo de la higiene social. También cabe destacar el estímulo que supuso la Instrucción General de Sanidad en la paulatina consolidación de la administración sanitaria periférica, tanto provincial como municipal.

    A pesar de que la Instrucción General de Sanidad planteó una importante propuesta de modernización y descentralización en la organización sanitaria, realmente fue a partir de la segunda década del novecientos cuando comenzaron a hacerse patentes los primeros cambios organizativos, y se materializaron tras la publicación de los reglamentos de Sanidad Municipal y Provincial.[3] A pesar de su gestación en plena dictadura de Primo de Rivera, representaron una importante renovación y ampliación de las atribuciones de los niveles administrativos municipal y provincial respectivamente, y por otra parte orientaron sus propuestas desde la perspectiva propia de la mentalidad higienista más avanzada del momento.

    El Reglamento de Sanidad Municipal establecía las competencias que debían asumir los ayuntamientos en materia de higiene pública, resultando especialmente interesantes las relacionadas con el aprovisionamiento de agua potable, eliminación y tratamiento de excretas y aguas residuales, higiene de las viviendas, instalación de industrias, higiene alimentaria o prevención de infecciones y epidemias. Además, asignaba a los municipios la responsabilidad de mantener a su cargo al Cuerpo de Inspectores Municipales de Sanidad y de proporcionar asistencia médica gratuita a las familias pobres residentes en su municipio. Para ello los ayuntamientos debían contratar a médicos y farmacéuticos titulares, matronas o parteras para la asistencia gratuita a las embarazadas pobres y practicantes, que además de sus funciones propias, servirían de auxiliares a los inspectores municipales de Sanidad. Los contenidos de este reglamento fueron ensalzados y observados con muy buen ojo desde los países vecinos más avanzados, tal como quedó de manifiesto en el estudio realizado por el Dr. Hapke (1929: 7) que co-mo funcionario médico de Prusia viajó por España durante dos meses a lo largo de 1927, y resaltó entre sus observaciones la importante aportación que suponía para España la publicación de su Reglamento de Sanidad Municipal.

    En el ámbito provincial, el Reglamento de Sanidad Provincial establecía la organización sanitaria en esta demarcación territorial, perpetuando a los gober­nadores civiles como máxima autoridad sanitaria, con el apoyo técnico de los inspectores provinciales y la Junta Provincial de Sanidad. El capítulo III del re­-glamento se dedica por completo a describir de manera exhaustiva la organización y el funcionamiento de los institutos provinciales de higiene. A continuación se ocupaba de la asistencia benéfico-sanitaria provincial, a cargo de las diputaciones, dedicando varios artículos a la necesidad de que, tanto en los establecimientos benéficos como en los hospitales, se organizasen servicios de aislamiento de enfermos infecciosos y de desinfección, y en los hospitales servicio de rayos X para mejorar el diagnóstico y tratamiento del cáncer, una sala o departamento para la hospitalización de las meretrices enfermas, y una sala especial para enfermos avanzados de tuberculosis pulmonar. A continuación se ocupaba de las organizaciones sanitarias de carácter social, entre las que hacía mención expresa a los dispensarios.

    Con la llegada de la Segunda República, se ratificaron las propuestas que venían funcionando desde 1925 en lo relativo a la sanidad municipal, e incluso se fortalecieron al alcanzar rango de ley.[4]Pero la principal aportación legislativa en materia sanitaria de esta etapa fue sin duda la Ley de Coordinación Sanitaria de 1934, y los reglamentos de 14 de junio de 1935 para su desarrollo, que al tiempo que creaba las mancomunidades de municipios, establecía unas normas de colaboración entre los tres niveles de la administración: central, provincial y municipal, en un intento de racionalizar los recursos higiénico-sanitarios y asistenciales. La defensa de la salud como línea estratégica de actuación del Gobierno Republicano se reflejó definitivamente en la creación de un ministerio de sanidad, aunque no fue hasta 1933, con Alejandro Lerroux como presidente del Consejo de Ministros, cuando se produjo un intento de racionalización de la organización sanitaria, al hacer depender las competencias de sanidad y beneficencia del Ministerio de Trabajo. La adscripción de la Dirección General de Sanidad a gobernación contenía innegables reminiscencias del papel policial y represivo achacado a veces a la salud pública. Aunque la propuesta de creación de un ministerio de sanidad autónomo contó con muchos seguidores, no faltaron quienes consideraron más pertinente agrupar competencias. Finalmente, se produjo una transformación de la Subsecretaría de Sanidad y Beneficencia ubicada en el Ministerio de la Gobernación, en otra del mismo rango denominada de sanidad y previsión, que pasó a depender del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión. Un decreto de 25 de abril de 1933 estableció definitivamente la adscripción de sanidad a trabajo.

    1.1 El órgano rector de la política sanitaria: de la Dirección General de Sanidad a las inspecciones generales de sanidad

    La Dirección General de Sanidad se creó por Real Decreto Orgánico de Sanidad de 17 de marzo de 1847, al tiempo que se daba por finalizada la labor del órgano rector de las actuaciones sanitarias durante el siglo XVIII, la Junta Suprema de Sanidad, que no era sino un apéndice del propio Consejo de Castilla, desde el cual se habían dirigido desde 1720 las acciones sanitarias, orientadas casi exclusivamente a prevenir e impedir la importación de enfermedades infecciosas de carácter epidémico y a combatir los focos ya existentes. Las actividades de la junta, que no tenía asignación presupuestaria específica y cuyos miembros no percibían remuneración alguna, tuvieron un carácter puramente administrativo. Se basaban en centralizar la información sobre el lugar y momento de aparición de estas enfermedades, para posteriormente dictar normas totalmente inespecíficas del tipo de las cuarentenas, los aislamientos y los cordones sanitarios. Por otro lado, su composición a cargo de algunos de los ministros del Consejo de Castilla, con ausencia de médicos en su seno, le obligaba a recurrir al Protomedicato cuando necesitaba asesoramiento técnico de los profesionales (Rodríguez Ocaña, 1987-88; Peset y Peset, 1972).

    Inspirándose en la Ley de Sanidad de Inglaterra de 1848, la Ley de Sanidad española de 1855 también apostó por mantener la Dirección General de Sanidad, como una estructura pública estable capaz de atender los asuntos sanitarios. Se ubicó en el Ministerio de la Gobernación, por considerar asunto de orden público el problema de las epidemias, principal problema sanitario y social del momento. El artículo 1.º de la Ley de Sanidad de 1855, al reafirmar el carácter centralizador de los gobiernos isabelinos, concedió a la Dirección General de Sanidad la potestad de dirigir la política sanitaria del país, teniendo en todo momento una doble perspectiva en lo que se refería estrictamente al campo de la salud pública, mediante el desarrollo de actuaciones diferenciadas en lo que denominó Sanidad Exterior o Marítima y Sanidad Interior o Terrestre. Esta doble vertiente de actuación se mantuvo prácticamente inalterada en las diferentes propuestas y cambios de denominación de las estructuras administrativas centrales, aunque no de una manera equilibrada. Así, el modelo propuesto desde la Ley de Sanidad de 1855 apostaba por conceder un mayor peso a los aspectos relacionados con la sanidad marítima respecto a la terrestre. Se entiende fácilmente que el control de las fronteras marítimas se convirtiera en una herramienta prioritaria para prevenir la importación de enfermedades epidémicas. Este desequilibrio se reflejó muy bien en la estructura de la Dirección General de Sanidad, definida por el Reglamento para el régimen interior del Ministerio de la Gobernación de 26 de febrero de 1889, en el que quedaba dividida en tres secciones, dos de ellas dedicadas a la beneficencia general y particular, y la tercera dividida en un negociado para los temas de sanidad terrestre, y otro para los de sanidad marítima.

    La supresión temporal de la Dirección General de Sanidad, por Real Orden de 20 de diciembre de 1892, debido a razones de economía en el presupuesto, determinó que la sección de sanidad pasase a depender directamente de la Subsecretaría del Ministerio de Gobernación, aunque sin afectar a los cometidos que venía desempeñando (Oyuelos, 1895). Hubo de llegar el verano de 1899 para que esta institución volviese a recuperar el rango de dirección general, hecho que se vio forzado por el desafío de la peste en el vecino Portugal y la mala imagen que España presentaba en relación con la falta de atención a la salubridad y la higiene pública, situación que la colocó en el punto de mira de los demás países europeos. Así fue como Francisco Silvela, que accedió al poder para liquidar los rescoldos de la guerra colonial e iniciar una política de reconstrucción, se percató de la responsabilidad contraída y del peligro que se cernía, y delegó en el ministro Eduardo Dato la responsabilidad de evitar la invasión epidémica. Éste creó entonces la Dirección General de Sanidad, a cuyo frente situó al higienista Carlos María Cortezo, cuyo paso por la Administración Central dejaría una importante huella. En primer lugar, estableció dos inspecciones generales de fronteras como medida inmediata para afrontar la amenaza epidémica, situando a su cargo a Ángel Pulido y Amalio Gimeno. Además, Cortezo fue el inspirador de la reforma sanitaria que más tarde quedaría plasmada en la Instrucción General de Sanidad.

    Efectivamente, Cortezo fue nombrado director por Real Decreto de 15 de agosto de 1899 y cesado el 5 de enero de 1900, pero dos años más tarde volvió a la Dirección General de Sanidad desde el 7 de diciembre de 1902 al 12 de enero de 1904 –esta vez siendo ministro de gobernación Maura–, año en que se promulgó la Instrucción de Sanidad, en la que él mismo apostó por suprimir el cargo que desempeñaba, para sustituirlo por dos inspecciones generales de sanidad, a las que concedía un carácter eminentemente técnico. La finalidad no era otra que evitar los continuos cambios de titular en un órgano rector sometido a las constantes influencias del juego político. En sólo cinco años, desde la creación de la Dirección General de Sanidad en 1899 hasta la promulgación de la Instrucción de Sanidad en 1904, desempeñaron este cargo cuatro titulares. Así, la obra de Cortezo fue continuada por Francisco Cortejarana, que tomó posesión el 5 de enero de 1900 siendo ministro Dato, y dimitió el 10 de marzo de 1901, siendo ministro Segismundo Moret.[5]Éste apostó por Ángel Pulido para cubrir la vacante durante un período que no superó los dos años (García y Antuña, 1994), pues como ya se ha comentado, la llegada de Maura al Ministerio de Gobernación supuso de nuevo el acceso de Cortezo a la dirección.

    En la nueva estructura organizativa que se planteó en 1904, la Inspección General de Sanidad Exterior asumió la dirección de todos los servicios de puertos, aduanas, importación y exportación de ganados y mercancías, vigilancia sanitaria de transportes, estadística sanitaria, cooperación sanitaria internacional y cuanto atañese a la relación sanitaria con países extranjeros. A la Inspección General de Sanidad Interior correspondía velar por los servicios de higiene general, municipal y provincial, la vacunación e inoculaciones preventivas, personal y establecimientos de aguas minerales, cementerios y policía mortuoria, así como la vigilancia de la asistencia médica tanto domiciliaria como hospitalaria, y de instituciones benéficas.

    En un primer momento ambos cargos fueron ocupados por Manuel Alonso Sañudo y Eloy Bejarano, respectivamente. A la muerte del primero, el cargo de inspector de Sanidad Exterior fue ocupado por Manuel Martín Salazar, que más tarde asumió la única dirección resultante de la fusión temporal de ambas inspecciones generales por Real Decreto de 31 de mayo de 1916, hasta que los servicios de la Administración Sanitaria Central sufrieron una nueva división en 1919. Quedaron estructurados en tres subinspecciones: de interior, exterior

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