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Tiempos Mediocres
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Libro electrónico691 páginas11 horas

Tiempos Mediocres

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Sentado delante de la panormica ventana del saln de la casona de granito de la Yedra, la finca a la que herido, medio paraltico, decepcionado y muy, muy cansado, he vuelto tras unos meses, casi diez, de ausencia forzosa, contemplo, no sin cierta melancola, el bosque otoal de los cien mil rboles que me rodea. La vista, de alguna manera, me reconcilia conmigo mismo, me da fuerza, me anima a completar el proyecto iniciado antes del episodio del garrotazo en el crneo. En el horizonte sur destaca la inmensa planicie de la Mancha, salpicada por los Montes de Toledo y, en la brumosa lejana, la andaluza sierra Morena. En los das claros se ven, azuladas, las serranas del Pozo y Cazorla, distantes no menos de doscientos cincuenta kilmetros en lnea recta. En mi estado - tengo que moverme con muletas - la cuesta arriba se me antoja casi vertical. Nadie ha credo que fuera a regresar, pero yo lo tena claro incluso cuando me debata incmodo en posicin obligada horizontal, tetraplgico y desesperado, sondado para orinar y defecando entre las piernas, cuando lleno de optimismo cambi el hospital de Salamanca por el del Ruber en Madrid y me puse en manos de un eminente neurocirujano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 may 2016
ISBN9781504992077
Tiempos Mediocres

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    Tiempos Mediocres - Juliusbrutus

    Tiempos

    Mediocres

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    JULIUSBRUTUS

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    AuthorHouse™ UK

    1663 Liberty Drive

    Bloomington, IN 47403 USA

    www.authorhouse.co.uk

    Phone: 0800.197.4150

    © 2016 Juliusbrutus. All rights reserved.

    No part of this book may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted by any means without the written permission of the author.

    Published by AuthorHouse 06/22/2016

    ISBN: 978-1-5049-9208-4 (sc)

    ISBN: 978-1-5049-9207-7 (e)

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    CONTENTS

    Prologo

    A Modo De Entrada En Letras

    Toma De Medidas

    Un Amigo De Circunstancias

    De Nuevo El Sandvig

    El Monte Al Fin

    La Crise Du Systeme

    De La Clínica Ruber A La Guttmann

    Una Boda En Extremadura

    Exit Sandvig

    El Regreso

    Martinique, Nique, Nique..

    A Rehabilitación

    A Proposito De La Discreción

    Mas Guttmann

    Rehabilitacion En Barcelona

    Claudia & Co

    Los Tabúes

    El Amor

    Dios

    La Politica

    Igualdad

    La Liberté

    Camino Del Quirofano

    Solo Mejor Que Mal Acompañado

    Ibiza Mon Amour

    La Tele, El Lexico Y La Prosodia

    Seul: El Hartazgo Profesional

    Al Otro Lado Del Telón De Acero

    Vuelta A Empezar

    El Angel Que Expulsa Del Paraiso

    Un Poco De Fisiocracia

    Proyecto Y Obra

    La Muerte Llama A La Puerta

    El Chaplin

    ¿Que Es Un Hombre Sin Proyecto?

    Una De Atracos

    El Sistema Y Sus Asimetrías: La Brujeria Del Bienestar

    Juicio De Intenciones

    Vallecas Ataca

    Fin De Obras Y Alquileres

    De Fiesta

    Por Fin El Vacío, El Precipicio

    Incierto Final

    El Fracaso Es La Antesala Del Exito

    Biografia

    PROLOGO

    Tiempos Mediocres es un grito contra el momento convulso que vive la Humanidad, una época que recuerda los aciagos años de la primera mitad del siglo anterior. Unos tiempos aquellos en los que el sistema económico y social entró en crisis y el mundo en guerras de una destrucción sin parangón histórico. Dos escritores de eso años han dejado su impronta en mi manera de pensar, D.H. Lawrence y George Orwell. El primero anticipa en su Apocalypse la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, criticando la ceguera de los políticos de los treinta. Cito su obra póstuma: … el instinto de lo heroico se va debilitando en todas las democracias; la historia lo demuestra. Entonces los hombres se ponen en contra de la llamada del heroísmo; tan solo escuchan la voz de la mediocridad, solamente empuñan la daga ponzoñosa del poder insensible y abusador de esa mediocridad: algo perverso. De ahí el éxito de políticos de casta inferior, incluso canalla… El segundo, con una visión inconmensurable de la realidad de su tiempo, alumbra su obra final 1984, muriendo a los pocos meses de su publicación. En ella nos deja los juicios más impactantes acerca de la abolición de las democracias, de la guerra permanente, del encogimiento del espíritu humano y de la perversidad de una clase política cruel y mediocre que inventa el Gran Hermano como dirigente ficticio y global.

    No hubo que avanzar demasiado hacia el horror tras la publicación del Apocalypse de Lawrence: consolidado ya el fascismo italiano, sobreviene en 1931 la abdicación del Rey de España y la secuencia Républica-barbarie vengadora- frente popular-guerra civil, el triunfo de Hitler en Alemania, fagocitando a la socialdemocracia, las secuelas de la Gran Depresión, paro masivo y pobreza en el Occidente orgulloso, el antisemitismo en Alemania, el vergonzante pacto de Munich….y finalmente la gran guerra, seis años de bombas y muerte hasta lograr un holocausto de más de cincuenta millones de muertos.

    Y como el hombre no aprende de su historia y repite, incansablemente, los peores periodos, en los tiempos que corren surgen señales, presagios inequívocos de que las cosas no van bien, nada bien. El Gran Estancamiento económico depresivo atenaza la economía global. El yihadismo enciende todas las alarmas, el calentamiento global amenaza las ciudades costeras y la mismísima civilización occidental y la mediocridad rampante de las gentes y de sus políticos campa por sus respetos. Se cumple la maldición del Gran Hermano al que se refería Orwell, el que el conocía bien por cercanía, Churchill, quien habló, entre otras muchas cosas, de que los pueblos tienen los gobernantes que merecen.

    La mediocridad actual es evidente, en la mesa, en el cine, en las artes, en los políticos que nos gobiernan, en los talantes de las personas, cada vez más egoístas y superficiales. Parecería que solo importa lo propio, llenar la panza de comida basura, consumir gadgets de tecnología absurda creciente - teles inteligentes, juegos virtuales, teléfonos esclavizantes…- pasar la vida enganchados al whatsapp, a internet, a las malditas e inútiles redes sociales.

    Al hilo de un incidente, saldado con una tetraplegia inicial y casi un año de hospitales, consistente en una agresión brutal con una rama de castaño - un castañazo en toda regla -, Tiempos Mediocres deshilvana las aventuras y desventuras del personaje central, Julio, incidiendo sobre elementos personales de su vida pretérita y actual, auto-exiliado a la vida solitaria y saludable en una finca familiar aislada, salvaje y montuna, La Yedra. Junto a elementos de una trama vital se contemplan los aspectos de la realidad presente, con su carga de crisis económica, moral y política por la que atraviesa Occidente y el resto del planeta. Una realidad que, en opinión de Julio, es de una mediocridad creciente y que no augura un futuro diáfano de la sociedad.

    Juliusbrutus

    Finca La Yedra, diciembre de 2015

    A MODO DE ENTRADA EN LETRAS

    Sentado delante de la panorámica ventana del salón de la casona de granito de la Yedra, la finca a la que herido, medio paralítico, decepcionado y muy, muy cansado, he vuelto tras unos meses, casi diez, de ausencia forzosa, contemplo, no sin cierta melancolía, el bosque otoñal de los cien mil árboles que me rodea. La vista, de alguna manera, me reconcilia conmigo mismo, me da fuerza, me anima a completar el proyecto iniciado antes del episodio del garrotazo en el cráneo. En el horizonte sur destaca la inmensa planicie de la Mancha, salpicada por los Montes de Toledo y, en la brumosa lejanía, la andaluza sierra Morena. En los días claros se ven, azuladas, las serranías del Pozo y Cazorla, distantes no menos de doscientos cincuenta kilómetros en línea recta. En mi estado - tengo que moverme con muletas - la cuesta arriba se me antoja casi vertical. Nadie ha creído que fuera a regresar, pero yo lo tenía claro incluso cuando me debatía incómodo en posición obligada horizontal, tetraplégico y desesperado, sondado para orinar y defecando entre las piernas, cuando lleno de optimismo cambié el hospital de Salamanca por el del Ruber en Madrid y me puse en manos de un eminente neurocirujano.

    Arranco así esta novela que quiere ser muchas cosas - global, veraz, esperanzada, positiva dentro de lo que cabe, realista e ilustrada, total, la historia de un fragmento de mi vida conflictiva, acaso el más conflictivo…Esto de escribir sigue siendo la esencia de mi proyecto vital, acariciado largamente durante los años funcionariales, cuando me ocupaba del comercio exterior en países imposibles o exóticos. Y por fin ha aparecido el bancal deseado, donde cultivar frutos de la tierra y del espíritu. Sin embargo, permítaseme una digresión inicial, la de exponer mi visión del mundo. Y aunque resulte algo pesado y a fuer de muchos un enfoque pesimista. Claro, dirán, en su estado como para no ser pesimista. Pero no, a pesar de lo obvio no me considero pesimista, tan solo realista.

    En estos tiempos mediocres que vuelan sin tregua ni descanso, tiempos de cambio climático, probablemente debidos mucho más al ciclo que a la perversa mano del depredador-rey que es el hombre, me encuentro otra vez de cara al obstáculo de la vida. Solo ante el peligro de vivir, en mi caso un peligro evidente, abrazado en el pasado en múltiples ocasiones, de niño como de adulto, adosado a los deportes, las motoras, los mares o los viajes por el ancho mundo y, ahora, ligado a la vida de monte, y acentuado por las secuelas físicas del incidente que les voy a relatar y que a punto estuvo de costarme mi azarosa vida de gato siete-vidas. O sea, de nuevo al borde del precipicio insondable.

    Sepan que a lo largo de más de medio siglo de existencia he soportado, con bastante estoicismo y algo de humor, a veces cínico y otras sarcástico, hasta siete traumatismos craneoencefálicos graves, casi todos ellos con pérdida de conciencia y de memoria. Aunque sólo dos han motivado el ingreso en instituciones hospitalarias. Este que voy a relatar, el último por ahora, sucedió tras mi defección definitiva de la sociedad, hace algunos años al hilo de episodios acumulativos que fueron dejando su poso ponzoñoso, refugiándome en la propiedad familiar de Gredos, una finca montuna que mi padre había adquirido en los cincuenta del siglo anterior e invertido, sin retorno posible, sus ahorros de una larga vida que, inmerecidamente, acabó en Alzheimer clásico, es decir, pequeños despistes y pérdidas de memoria al principio, toma de conciencia agresiva del asunto en ciernes, síntomas en progresión geométrica, reclusión en centro de mayores y, finalmente, muerte. Un proceso de más de diez años, cruel a más no poder. Hubiera merecido sin duda dejar el valle en uno de sus lances de riesgo y no de esa infame manera. Y aquí en este bosque creado a golpes de esfuerzo personal paterno me retiré a lamer mis heridas. Y aquí recibí un estacazo de muy señor mío en toda la cocorota, efectuado por el canalla de turno, por la espalda y sin aviso previo alguno, un tremendo impacto con una estaca de castaño que aquí llamamos porra, pues el entronque con el árbol es más abultado y se parece a la pezuña de un equino.

    Pero de momento, transcurridos tres años desde el castañazo, tan solo quiero hacer un apunte sobre este invierno, aunque estemos en plena primavera. Enfrentados al tercer año consecutivo de sequía, aunque los pantanos de algunas cuencas estén llenos, apenas se ha notado el invierno estacional. Ahora, en pleno abril del dos mil siete es cuando ha aparecido, domado eso si por lo avanzado del año, con sus fríos, lluvias, nieves y nieblas. Hemos disfrutado de un anticiclón que ha durado tres meses, desde noviembre, con temperaturas cuasi-veraniegas y cero precipitaciones. Hasta el punto de haber desconectado la calefacción en enero. Dicen que es por culpa del efecto invernadero, producido por quemas de combustibles y nubes de gases de CO2, lesivas y tóxicas para el aire de los cielos. Aunque últimamente ha cambiado el análisis y parece que lo realmente nocivo no es el CO2 sino el NO2, el dióxido de nitrógeno, un nocivo compuesto del principal componente de la atmósfera terrestre, el nitrógeno.

    Es indudable que la presión de la explosión demográfica del siglo anterior, consecuencia del progreso científico y económico, que ha llevado el stock de población -¡y de vacas!- hasta cotas superiores a los siete mil millones de personas que viven hasta los ochenta y más, se ha hecho notar sobre los recursos del planeta, sobre los elementos clave para la vida, aire, agua y territorio. Un aserto especulativo que en todo caso es más evidente en casa de los gendarmes mundiales, USA, China y Rusia, que consumen combustibles fósiles como si fueran infinitos. Leí en un National Geographic, órgano controlado por el imperio occidental, que solamente en una central térmica de los Apalaches, abastecida por un tren más largo que un día sin pan, se quema un volumen de carbón de dudosa calidad que produce, en un solo día, una cantidad de dióxido de carbono equivalente al que expulsan a la atmósfera todos los vehículos del mundo en un año. Algunos de los bosques del mundo están extinguiéndose, bien sea por las talas masivas o por fenómenos naturales de fin de ciclo. Ello supone alteraciones de los niveles de aguas y oxígeno, pero nadie ha sido capaz de medir esos perniciosos efectos con solvencia, lo que no ha sido óbice para que muchos Al Gore se hayan forrado con el cuento de terror. Por eso no se puede afirmar, apocalípticamente, que nos estemos cargando el planeta. Más bien se trataría de uno de los recurrentes ciclos de enfriamiento-calentamiento que han sido en tiempos remotos y menos remotos y que, naturalmente, determinaron trasvases de poblaciones animales hacia las zonas menos ingratas para la subsistencia, desaparición de todo tipo de especies bajo los hielos o las arenas, extinción de vida animal, secuencias de cataclismos de diverso pelaje, como sunamis, inundaciones, terremotos y demás, y, en fin, la evolución o regresión de las condiciones vitales de este jardín, rocoso o selvático, que es nuestra querida Tierra. No queda tan lejos la última glaciación, hace tan solo unos cuatrocientos siglos, que trajo consigo la extinción de la especie Neanderthal, entre otras, y que se prolonga en oleadas gélidas sub-cíclicas hasta los albores de nuestra actual civilización. Acaso nos queda en el subconsciente el recuerdo de las inundaciones que acaecieron al subir las temperaturas allá por el décimo milenio antes de Cristo. La Biblia así lo recoge en el episodio del famoso diluvio universal. Mi parecer es más bien que los síntomas más preocupantes son el ensanchamiento de la brecha del bienestar, la de la dicotomía pobreza-riqueza, y la previsible disputa de los bienes escasos factoriales como el agua y el territorio.

    Se dice, posiblemente con fundamento, que la especie humana se origina en África, concretamente en su cuerno. Hace unos cuantos millones de años. Lucy y sus congéneres no eran ni muy fuertes, ni muy altos, ni siquiera muy erguidos, vivían pocos años y no hablaban. Acaso pensaran como lo hacen, aparentemente, algunos animales superiores, los orangutanes o los perros, sin ir muy lejos en el paradigma. Hasta que aparecen vestigios sólidos de civilización, como la escritura cuneiforme, hace poco más de seis mil años- ¡seis mi años! ayer mismo-, no se sabe que fue de las especies humanas de África. Quizás se reprodujeron en exceso y tuvieron que buscarse la vida en otros continentes, tal y como sugieren hallazgos antropológicos en tierras euroasiáticas. El estudio de los ADN relaciona estos restos con los africanos, a pesar de su comparativa modernidad. Obviamente, cuando sobrevienen los últimos aludidos hielos, en Asia solo se hace posible la vida al sur de la gran cordillera, en los subcontinentes indio e indochino y en las islas indonesias. Algo de vida humana debió de encontrarse también en el continente austral y en América, aunque a menor escala, a juzgar por los escasos restos heredados. Se cree que desde la retirada de los hielos, las fuentes básicas demográficas del planeta se ubican en los dos sub-continentes euroasiáticos, débilmente separados por las espina dorsal de los Urales, en el centro norte, y por dos mares interiores y cordilleras en el sureste. Al aumentar la población, en la consabida progresión malthusiana, y no hacerlo los recursos, silvícolas o agrícolas, más que en progresión o regresión aritmética, la migración de los más desfavorecidos tuvo por fuerza que acontecer. Los antropólogos lo bautizaron como el gran desfile de los pueblos. Primero, desde los valles subtropicales hacia los territorios más fríos de la ladera sur de la gran cordillera, los actuales Pakistán, norte de la India, Yunan, valles del YangTseKiang, Mekong o Irawaddy, Corea, Japón…… A medida que se fueron llenando estos espacios, se impone la conquista del Oeste. Los más colonizan por el sur del paralelo 40, por las planicies de Irán hasta el grato valle mesopotámico y el llamado creciente fértil; otros por el norte, a uña de caballos y camellos, luchando con el frío, hasta poblar las entonces gélidas planicies centroeuropeas y las mucho más templadas penínsulas mediterráneas. Un proceso que duró unos cuantos milenios, con regresiones climáticas y demográficas, guerras de posesión territorial y pandemias devastadoras. Sería de agradecer la existencia de estudios demográficos de los primeros cinco milenios pos-glaciares. Claro que nada avala la secuencia migratoria norte-este-oeste, acaso fuera al revés o de manera cuasi-simultánea. Lo que sí parece seguro es que estas gentes, en un periplo de varias generaciones, cruzaron el helado estrecho de Bering y dieron luz a los pueblos autóctonos de las Américas, desde el Yukón hasta la Patagonia.

    La evolución cuantitativa de la especie humana se verifica, en estos inicios, con lógica lentitud, adquiriendo carta de justicia y de naturaleza la reproducción. Creced y multiplicaos, nos dice el profeta. La progresión enfrentó las dificultades de rigor: guerra, cataclismo, peste, hambre. Hagamos ciencia-ficción con los guarismos. Pero asumamos una hipótesis continental. En los demás continentes, la población se estanca o retrocede. Tan sólo en Eurasia se produce el fenómeno de la civilización y, por tanto, de la expansión demográfica. La hipótesis se apoya en la ciencia arqueológica y en los inventarios de inventos que posibilitaron la mayor productividad de la actividad agrícola y fabril. La rueda, el papel o la forja parecen ser descubrimientos euroasiáticos. Incluimos claro está a Egipto, heredera de la civilización sumeria y con una economía abundante en el factor humano, los negros del vecino intracontinente. Partamos de otra hipótesis para centrar el fenómeno. A esta humanidad le costó diez mil años llegar al mágico guarismo de cien millones de habitantes, alcanzado plausiblemente en los albores del Imperio Romano. Y follando como leones se llega al año mil de nuestra era con un stock útil de quinientos millones. Seguimos fornicando a diestro y siniestro y hacia 1850 se dobla el guarismo: mil millones. Con la aparición de la penicilina y la producción en cadena, a pesar de las tremendas guerras y epidemias, el éxito sobreviene y, así, en poco más de 100 años, se consigue multiplicar por seis la cifra. Año 2.000, siete mil millones de habitantes (y subiendo) con una esperanza de vida inusitada, más de setenta años. Las proyecciones acarician en el relativo corto espacio temporal de 25 años dos espectaculares números: uno consecuencia de la inexorabilidad de la fórmula geométrica 1 + r elevado a n, donde r es la tasa de crecimiento y n el número de años, lo que nos da unos 15.000 millones de personas. Otro es el de la esperanza de vida, seguramente de 100 años o más. Ya se sabe que también se palma de éxito…, y de risa.

    Y es que la gente olvida ciencia y argumentos y prefiere a los jinetes apocalípticos, apelando al regusto por la tragedia que alimenta el paupérrimo espíritu humano. Y de paso al sempiterno rebufo de insatisfacción que caracteriza la especie. Dos trazos de carácter que han permitido, en definitiva, llegar hasta donde estamos (algunos), a un bienestar material sin precedentes cuyo contrapunto es el abandono de la superchería, mal llamada espiritual, de las religiones trascendentes. Posiblemente las generaciones futuras serán víctimas de este éxito que, como es lógico e inevitable, acarreará fenómenos negativos de ajuste. Rotos los equilibrios, el ajuste es de cajón. Guerras, plagas, holocaustos, maremotos y otros elementos del arsenal de ajuste van a hacer acto de presencia en el horizonte más o menos mediato. Y se nos oculta, mediática y políticamente, acaso el principal de los problemas del momento: la insostenible expansión geométrica, maltusiana, de la población. Y también se nos escamotea otra insostenibilidad, la del sistema global de consumo de masas. Se superponen los dos círculos viciosos, el de la población y el de la economía. Por una parte, mas gente equivale a mayor demanda, presión sobre los recursos escasos, ajuste vía precios, rebelión y guerra, crisis… la famosa maldición maltusiana. Por otra, mayor demanda conlleva ajuste al alza de la producción, mayor empleo, necesidad de permanentes tasas de crecimiento para mantener el status quo de ese empleo. Al ser el mantenimiento de esas tasas las que, precisamente, predeterminan la crisis larvada que se va aplazando mediante parches, hasta una previsible crisis final con el derrumbe del sistema de consumo masivo, miseria creciente y surgimiento del famoso ejército de parados de la no menos famosa maldición marxista-leninista. El solapamiento o simultaneidad de ambas crisis, demográfica y ecónomoica, solo predetermina la virulencia del cataclismo. Probablemente, al igual que ocurre con muchas enfermedades víricas, será un proceso lento, irreversible y que acabará con el organismo. Y es que el depredador-rey es un virus para el planeta.

    Aunque es posible que la extinción sobrevenga a más corto plazo y desde el espacio. El otro día me sorprendió la noticia radiada, por cierto no reiterada en los medios, del bautismo de un nuevo cuerpo celeste, un meteorito concretamente. En honor del dios-sierpes del panteón egipcio. Apofis parece ser que era una serpiente que nunca moría, a pesar de que la única manera de escapar a su perversa actividad destructora era matándola. Contradicciones del acervo universal de dioses y asimilados. Pero la muy puta sierpe siempre renacía y amenazaba al mundo - por entonces limitado al bajo Nilo y su fértil delta. Parece que este meteorito, que viene flechado hacia nuestro querido planeta, tiene un diámetro de 300 kilómetros y 60.000 millones de toneladas de peso. Su impacto equivaldría a 60.000 Hiroshimas. En 2029 pasará a 300.000 kilómetros de la Tierra, afectándose las dos órbitas, la nuestra y la de la roca espacial. Pero tras un periplo alrededor del sol volverá para el 2036, fecha en la que la probabilidad de colisión se sitúa en uno sobre cincuenta mil. Los científicos no han especificado si el Armageddón volverá cada siete años afinando la puntería.

    De manera que en el medio plazo, en los próximos doscientos años, enfrentamos las tres crisis de clima, población y sistema económico. Las tres, son interdependientes, me temo. La del clima, íntimamente relacionada con la economía al pensar de algunos, ya muestra sus sucios dientes: calentamiento global, desertización y catástrofes variadas; la crisis de población es más que evidente; y la del capitalismo empezó con Marx pero avanza con rapidez en este inicio de milenio: en Grecia más de la mitad de la población es anti-sistema, como en España o Francia. Y eso que precisamente en estos países se vive con la máxima calidad y disfrute del insostenible estado de bienestar.

    El famoso 1984 - poco importa si hay que cambiar el título a 2084 o incluso 2184 -, la obra maestra del funcionario Orwell, aparece en el horizonte y gana altura, como si fuera un faro siniestro que atrae a los barcos al vórtice. Ya hoy el mundo se parece mucho a las negativas descripciones de mi amigo inglés en su granja de animales o en los lóbregos sótanos de los ministerios de Oceanía. De momento el matiz diferenciador no es otro que el de abundancia frente a escasez, siempre en el primer mundo. Pero todo se andará cuando sobrevenga la crisis del sistema en su conjunto - clima, población y capitalismo, no se olvide - y ya hoy estamos asistiendo a fenómenos de corte autoritario orwelliano, por ejemplo el carnet de conducir por puntos, la vigilancia desde helicópteros para multarte si te comes un bocadillo o hablas por el móvil mientras conduces, el control asimétrico de la hacienda pública, la manipulación, burda y vulgar sí, de los medios de información o la uniformidad creciente de los patrones de consumo y conducta. A no olvidar los ficheros de internet, donde aparece la más nimia anécdota de los habitantes de Occidente, ya sea el número de hijos, las deudas con Hacienda o las multas de tráfico. Si las masas se rebelaron tras las dos grandes guerras, según el gran filósofo español Ortega y Gasset, ahora es el turno de las autoridades, de los grandes hermanos. Mientras tanto en Occidente se hunde la natalidad y la potencia sexual del varón. La seducción se va limitando al votante. La gente solo aspira al bienestar material y a la inmortalidad. El telón ya está subido y la obra teatral, la tragedia cósmica de la especie, está escrita y en producción.

    Esbozado someramente el problema demográfico y siguiendo con mi enfoque acerca de la realidad, toca ocuparse de otros aspectos, por ejemplo la economía. Siendo economista, y a tenor de que, junto a los médicos, es una profesión en la que se degüella a los colegas y sus pensamientos y teorías sin ambages, es obligado que formule una toma de posición. De las ideas disponibles en la actualidad - apenas un trío - me decanto por la Escuela de Chicago liberal. Aunque me formé como poskeynesiano, en el equilibrio general, y asistí algún tiempo a las clases socialdemócratas de la London School, las teorías del insigne Lord Keynes han muerto en el largo plazo. Seguramente de éxito. Y me explico.

    En realidad mis simpatías se sitúan con el antecedente ideológico liberal de los fisiócratas franceses, modelo simplón formulado allá por los albores del siglo XIX. Su credo se destila en el famoso laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même. No se puede ser más escueto en prognosis. La traducción contemporánea es no-intervención, pertinencia del mercado o liberalismo, tanto da. Del modelo marxista comunista, en el que el estado detenta dos de los tres medios productivos, tierra y capital, y regula el mercado de trabajo con mano de hierro estatal, no cabe decir gran cosa, tan sólo constatar su fracaso histórico y teórico, aunque en algunos países surgen rebrotes al amparo de un peligroso populismo, una maldición en franco aumento. La razón última de esto es la insatisfacción envidiosa de los más desfavorecidos que no acceden a los bienes de lujo - casoplones, yates y cochazos - pero sí a todo lo demás, incluidas las subvenciones intervencionistas que no estimulan precisamente la productividad. Y por último está el modelo en vigor mayoritariamente, el del intervencionismo de corte paternalista socialdemócrata que pretende mantener y ampliar un estado de bienestar que la gran mayoría cree infinito. Teñido en parte con mechas liberales.

    Debo profundizar un poquito en este último modelo socialdemócrata, ya que hay que demolerlo con la crítica, por perverso, obsoleto e inútil, además de precursor del fracaso de Occidente y catalizador de una próxima, y definitiva, guerra global. El siglo XX se inició con el aún modelo decimonónico del neoclasicismo económico - escuela inglesa de Marshall - aderezado con un sistema financiero internacional basado en el patrón oro. Bueno, era un modelo civilizado tan sólo vigente en el mundo imperial que depredaba las colonias y mantenía un sistema de clases binario: unos pocos ricos apoyados en las clases medias y el proletariado, el famoso concepto marxista cuya ruina, desplazados por las máquinas, desembocaba en un ejército de reserva de parados que iba a suponer el fin del capitalismo. Sin pararse a medir que mercado y capitalismo, dos elementos tan naturales como el hombre y el bosque, son los pilares de cualquier economía. Sin embargo este modelo se finiquita con la primera Gran Guerra, llevándose de paso por delante algún que otro imperio y trayendo la euforia revolucionaria comunista y bolchevique, el leninismo. Al quedarse el mundo sin sistema la paz no trae bonanza y la Gran Depresión hace su aparición. Aunque inspira a Lord Keynes para dar con un modelo viable y definitivo, el del equilibrio general. Miembro del grupo de intelectuales ingleses, Bloomsbury, mayoritariamente de ideología socialista, sus ideas no maduran en una política concreta, entre otras razones porque el equilibrio general es un modelo de corto, de cortísimo plazo y de una lógica inestabilidad. La nueva Gran Guerra impide que se pongan en práctica los elementos del nuevo modelo.

    Tras la paz de 1945 la reconstrucción de las planchadas economías europeas se convierte en fértil terreno donde experimentar las teorías keynesianas. El papel de los estados de las democracias victoriosas, reforzado con el dinero americano del Plan Marshall, se concentra en favorecer el crecimiento económico mediante cuantiosas inversiones en obras públicas y subvenciones a las industrias privadas. El caso de Japón es paradigmático al transformar la industria bélica, al mando de los generales Sony, Mitsubishi, Toyota, etc., en industria civil. Hasta en el improductivo régimen soviético, la reconstrucción genera espectaculares tasas de crecimiento, demanda y empleo. La década de los sesenta con su guerra fría permite el definitivo despegue de los EE.UU como primera potencia y gendarme mundial, secundado eficazmente por sus socios en la NATO.

    Sin embargo, la crisis del petróleo de 1973 da al traste con esta fase generalizada de expansión. Espoleados por la presencia indeseada de los judíos en Israel, algo debido a la generosidad inglesa poscolonial e interesada, los países productores de Oriente Medio precipitan la escalada de los hasta entonces exiguos precios del barril de petróleo. Y así, de crisis en crisis, se llega a la economía global y a la Depresión de 2007, aún coleando por doquier en el mundo occidental. Y los poskeynesianos gobiernos, con ribetes de socialdemocracia aunque sean mayoritariamente conservadores, se ven obligados a incurrir en deudas desorbitadas que permitan mantener el gasto social y, con éste, sus masas electorales. Naturalmente se llevan a cabo ajustes imprescindibles para impedir la quiebra de los estados, muchos solapados pero otros salen a la luz y los partidos de izquierda, nunca silenciosos, comienzan con la cantinela de acusaciones. Sin embargo, las grandes mayorías populares, que han accedido a un bienestar y niveles de consumo sin precedentes en la historia, se resisten a aceptar recortes o cambios que pongan en duda los logros sociales, lo que predetermina una catarata de errores conscientes de política económica de los gobiernos democráticos deseosos de no perder el favor del elector. Así las cosas no se ve en el horizonte posibilidad alguna de que el modelo insostenible del bienestar infinito se sustituya, siquiera suavemente, por el ortodoxo liberalismo. Y por supuesto se engaña al contribuyente y elector con promesas imposibles de cumplir con tal de no perder el poder. Y se marea la perdiz con asuntos intrascendentes, como la memoria histórica, nuevos servicios públicos, subvenciones absurdas o telebasura. El abismo está a la vuelta de la esquina.

    Que negativo panorama, dirán algunos. ¡Qué pesimismo! Yo les contestaría que jamás se llevó a efecto cambio alguno sin dolor y violencia, y mucho menos sin coger el toro por los cuernos. Si no queremos acabar en el modelo Gran Hermano de Orwell más vale que vayamos aumentando los efectivos de los liberales, a los que nos repugna el intervencionismo y los palos en las ruedas del libre mercado. Como decía un amigo mío muy sardónico: el undécimo, que Moisés no pudo, o no quiso, bajarse del Sinaí decía no subvencionarás. Por supuesto el tal Moisés también se dejó otro pesado montón de tabletas con mandamientos: no contaminarás, no cometerás excesos, no consumirás compulsivamente, no talarás los bosques a matarrasa…….etc. Insisto, yo por si acaso he huido al monte donde espero no lleguen los sunamis que se vislumbran en el horizonte más o menos mediato.

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    TOMA DE MEDIDAS

    ……resultando que, harto de tirios y troyanos, de esto y lo otro y de todo y todos, me largué para el monte. Algo que venía rumiando desde que tenía treinta y pocos, habiendo quedado en evidencia lo insuficiente de los logros pasados: familia, municipio, sindicato…. Era verdad que no había llegado a millonario o ministro, pero ambas situaciones se me antojaban poco viables, además de antipáticas. Incluso requerían esfuerzos ulteriores de gran calado. Lo de ministro, político en suma, es algo que no está en mi ADN, el poder para en definitiva joder al prójimo. Es algo que me deja frío, aunque no me cabe duda de que existan políticos de sanas intenciones, pero se quedan en el enunciado de la intención, el ejercicio del poder corrompe. Aunque sólo sea la corrupción del vicio que se adquiere irremisiblemente, el de saber, siquiera íntimamente, que lo que uno hace consiste en administrar una parcela de un poder que se ejerce por sí mismo, el llegar al orgasmo tan sólo al tomar conciencia de ese poder y ejercerlo. Tan sólo para hacer leyes que regulan la realidad, la del administrado, sin preguntarse siquiera si éstas de verdad las necesitan las gentes representadas. Eso en el mejor de los casos, en general hay que asumir que muchos son estólidos y toman decisiones estólidas, que otros sólo piensan en el futuro tras el cargo, en garantizarse una digna subsistencia, a veces más que digna, y una buena porción de estos prebostes, padres de la patria, sencillamente roban al contribuyente. Y da lo mismo que sean de uno u otro bando, sindicalistas, asesores, jueces, altos funcionarios o diputados. Son víctimas de una perversión que se adquiere con el ejercicio del poder, la de pensar que lo único que llena es precisamente legislar para joder al votante, todo ello bajo el paraguas de que lo hacen por el bien del demos que les ha elegido. Seguramente son solo un mal necesario y, en este caso, dudo de que haya excepciones. Y lo de millonario, otro tanto. Hay golpes de suerte en efecto, acaso brillantes operaciones de estrategia empresarial, pero ninguno es inocente y sufren el síndrome de tío Gilito o de la famosa canción: todos queremos más….más y más y mucho más. Y que me perdonen los pocos que lo han sido o pretenden serlo, siento compasión por sus frustraciones, preocupaciones y soledades, todos al igual que los demás acaban en el callejón sin salida de la muerte. Y no son felices ni están satisfechos y muchos acaban en el paredón o en la ruina. Los he visto de cerca en sus yates de 100 metros de eslora, con tripulaciones populosas, aburridos en la cubierta de popa y cansados de mirar el Matisse que preside el comedor, imposibilitados para valorar una puesta de sol tras Es Vedrá, paralíticos de sentimientos, huérfanos de ilusión….. Unas visiones que mi carrera - corta y frustrante, al servicio del Estado - me ha permitido en muchas ocasiones: he sido anfitrión de presidentes, reyes, dalai lamas y magnates; de estrellas de cine, rockeros top of the pops, modistos de éxito, duques oxidados y homosexuales, lesbianas famosas, drogatas de guante blanco asomados a la muerte, horteras de salón y de espíritu… en fin de toda la peña, como se dice ahora. También he trabajado con la clase proletaria, pobres, llena de envidia y desprecio por los de arriba, víctimas manipuladas de las ideologías imposibles y trasnochadas, sacrificados inocentes de la mano de hierro del capitalismo y, particular y virulentamente, del socialismo. Y he sido colega de los funcionarios intermedios, mayoritariamente ávidos de escalar la cima o conformistas con su papel segundón, siempre evitando la iniciativa y esperando la orden del superior, consolándose con llegar a la jugosa jubilación. O sea que, como Gautama Siddharta, he gustado de todas esas relaciones, pero desde fuera, como observador, buscando mi alternativa. La peña es mediocre, que le vamos a hacer. Aunque jamás he perdido la esperanza de encontrar, entre la inmensa marea de mediocridad, la excelencia y los excelentes. Tendría que hacer un enorme esfuerzo para relatar estos encuentros que, por desgracia, han sido breves o tan solo intuidos, acaso meros atisbos que el roce con la sociedad mediocre no ha facilitado. Pero si alguien se empeña haré el esfuerzo, que no haya duda.

    Ahora tocaba reducir las necesidades materiales y aumentar las de orden digamos espiritual – más lectura, escritura, aires de campo, deporte, dieta sana, trabajos manuales y demás. Aún me costaría veinte años llegar al cruce de caminos en el que un cartel dice al monte por la derecha. Ese interim lo invertí en un montonazo de aventuras y experiencias, todas ellas, como no podía dejar de ocurrir, insuficientes y frustrantes en cierto grado: oposiciones, matrimonio, ministerio, Budapest, Moscú, Tokio, Ulaan Baatar, Corea, Ibiza, barcos, paternidades no buscadas – unas monadas María y Lucía, mis dos hijas -, rendición condicional y entrega de armas en la guerra con Victoria, el amor de mi vida, mujeres, muchas mujeres, la aventura con nombre, Ruta de la Seda, el gran viaje de mi existencia, dos años largos por los desiertos de las Asias a lo largo del paralelo cuarenta, el Sandvig, Cris, Logroño, China-Shanghai, regreso a Barcelona apestando a fracaso, huidas de Victoria y de Cris hacia ellas mismas, encrucijada y…el monte. Al fin el monte: Paraíso Gredos.

    Había pensado, en su momento, hacer caja y comprarme un monte en cualquier rincón de la España Ulterior, por ejemplo la sierra de Francia, la de Béjar o la de la Culebra. Hasta manejé info de Internet buscando. Y dedicar el resto de mi vida, aún de larga expectativa, a mis intrascendentes y pequeñas pasiones: un huertito, lectura y escritura. Pero de repente papá intolerable e intolerante hace catapum por aquello del Alzheimer y deja de ser un obstáculo para habitar la Yedra, allá en las tripas de Gredos. Manos a la obra. La finca, como la llamábamos en casa desde siempre estaba en un estado deplorable: la casa grande del siglo XVIII se caía, las cercas eran un coladero para ganados y fauna salvaje, el bosque estaba a punto para un incendio veraniego, sucio y excesivamente poblado, denso en las alturas y en las bajuras, los caminos impracticables, las charcas enfangadas, las huertas comidas por la floresta… La única ventaja, para un cazador sin escopeta y con ojos en buen estado, era la abundancia de caza, jabalíes, corzos y ciervos, todos ellos dueños y señores de la maleza, de los castaños y de las sendas. Todo un reto deleitoso para los sentidos, de esos que me encienden las neuronas, hormonas, endorfinas y demás parafernalia del arsenal químico corporal.

    De manera que pensé: para gastarme la pasta en las Hurdes, me la pulo en la Yedra. Simple razonar y sabio decidir. Y así, allá por primavera del 2003, en pleno acuerdo con mi hermano Jorge, hasta entonces a cargo de la finca, me mudo a la Yedra, 89 hectáreas de monte entre los 1.200 y los 1.700 metros de altitud, casa antigua de la época de Carlos III, que ordenó la restauración de los pozos de nieve que los árabes habían instalado en los collados de las laderas norte de las abundantes serranías hispanas, uno de los cuales distaba apenas mil metros de esa casona que fue el soporte logístico del emprendimiento restaurador ilustrado. Y pésimamente remozada por papá por cierto, sobre todo en la segunda tacada. Una finca situada a 12 km de El Tiemblo, unos 50 de Ávila y 100 de Madrid y, por entonces, mal atendida por el viejo y cojitranco Cucharas, que subía un día si y dos no en un borrico para, fundamentalmente, almorzar al calor de la chimenea de la casa del guarda, cortar cuatro leñas, echar cuatro trozos de pan a los dos montaña del Pirineo y volverse para casa antes de la anochecida. Eso si, tenía localizada la caza para deleite y uso particular de su hijo cazador. A veces, los domingos, cuando subía Jorge, igual se acercaban los dos a echar un par de horas reparando inútilmente las cercas o cortando tres ramas con la motosierra para convertirlas en combustible de chimenea. Como era de esperar mi desembarco en semejante territorio fue la revolución, una revuelta cruenta en la que fueron rodando las cabezas de Jorge y el Cucharas, al tiempo que otros individuos fueron haciéndose presentes al hilo de obras y faenas forestales. Antonio y su hijo, asociados en los aprovechamientos forestales y las huertas, su primo Miguel, al frente de las obras de las casas, Julio Arévalo, dueño de camiones, maquinaria y almacén de áridos y materiales de construcción, así como otros personajes menores que malgastan su tiempo en diversas actividades lucrativas que desempeñan con poco entusiasmo y menos pericia – dueños de talleres de reparación, panadero, concejales de Ayuntamiento, empleados de la Caja de Ávila, dueños de bares…. Con todos ellos fui estableciendo vínculos forzosos para obtener los malos servicios de rigor en esta España en la que la profesionalidad brilla por su escasez, algo que encocora a los turistas norteños pero que suplimos ventajosamente con nuestra proverbial simpatía y dotes para la improvisación, elementos imprescindibles de una especie mas cutre del bon vivant. No era un buen comienzo, máxime teniendo en cuenta que los antecedentes paternos no eran ciertamente halagüeños, al haberse pertrechado de un buen lote de enemigos en la zona. En el transcurso de sus casi cinco décadas de cuidados de la finca, al principio desde Madrid y luego desde sus destinos en el extranjero -Sudáfrica, Londres, Bruselas, París o Washington -, estuvo empeñado en la mejora del entorno y al tiempo en intentar rentabilizar una inversión que ya era elevada. Tuvo ovejas, vacas, gallinas y caballos. Plantó chopos, castaños, robles, alisos y pinos rojos, sobre todo pinos rojos. Hizo varias obras costosas por la distancia y lo agreste del emplazamiento, sin un camino para vehículos, lo que obligaba a subir los materiales hasta el punto más próximo con acceso, y tras la descarga, subir el último tramo a lomos de caballería. Por cierto que camino para Land Rover solo lo hubo coincidiendo con el bautizo de mi hermano Jorge, allá por el año 1965, diez años después de adquirir la finca. Mantuvo dos familias a cargo de finca y ganados, personajes que en general duraban poco y soportó con su característico mal humor los latrocinios de proveedores y del personal empleado. El que más le robó fue el encargado, un personaje que vivía en el Tiemblo y había sido un destacado facha delator de maquis y rojos.

    Al principio, sin embargo, seguíamos teniendo la finca del pantano, Peñas Bravas, donde pasábamos los veraneos de tres meses largos con mi madre, mientras mi padre ejercía de Rodriguez ministerial llegando los viernes y sistemáticamente arrastrando a todos los hermanos, tres criaturas macho, al consuetudinario cruce a nado del embalse, hiciera frío o calor o estuviéramos pachuchos, un pantano de la época de la fiebre constructora de embalses del régimen de Franco, de una longitud de veinte kilómetros que recoge las aguas del río Alberche y de las escasas gargantas de la vertiente norte de Gredos. Sus aguas nos daban miedo al ser oscuras e insondables. El lugar donde cruzábamos a lo ancho tendría unos ochocientos metros y había que regresar. Papá iba a la cabeza con su impecable estilo crawl, seguidos por los dos mayores a alguna distancia y del pequeño, de tan sólo cuatro años, que se rezagaba y lloriqueaba inútilmente. Yo iba al loro de las culebras de agua que me daban repelús. Macho si que era el funcionario: escalador, nadador de grandes travesías - Estrecho de Gibraltar, Capri-Nápoles, Rota-Cádiz, barra del Guadalquivir y, ya a su mediana edad, el Canal de La Mancha -, corredor de rallies de automóvil, piloto de zapatillas….y con un físico hollywoodiense a caballo entre Erroll Flynn y Burt Lancaster, un hombre fuerte, alto para su época, mujeriego y fumador de PallMall sin filtro. Sin contar con que conducía un automóvil de ensueño, un Mercedes 190 SL plateado y descapotable que llamaba inevitablemente la atención en aquella España gris, pobre y provinciana de la década de los cincuenta. Como funcionario se ganaba bien la vida, aunque toda su vida estuvo pagando créditos que le permitieron vivir por encima de sus posibles. Sus amigos llamaban a la finca la querida, en alusión a lo mucho que le costaba. Cuando subía los fines de semana trabajaba a destajo, y nos hacía trabajar a los hermanos, en la apertura de caminos, el desbroce del monte o la plantación de árboles de todo tipo, especialmente de pino silvestre. Y venga a poner duros!

    Suerte que pronto pudo salir a los destinos exteriores, donde los sueldos eran bastante más elevados y en moneda convertible. Su primer destino - y el mío - fue Pretoria, allá en el veld sudafricano, un paisaje bastante parejo al de la reseca meseta castellana. El se fue por delante, cosa habitual, para buscar casa y colegio y poner pie a tierra. Nunca mejor dicho, ya que al igual que Van Riebeek, que apareció en el XVII por el cabo descubierto por los portugueses casi dos siglos antes en su periplo hacia el continente de las ricas especias, el colonizador de estas ricas tierras, campeonas mundiales de yacimientos de oro y diamantes, uranio, o incluso naranjas, llegó en barco a Ciudad del Cabo. En aquellos años, los sesenta, no era en absoluto inusual ir en barco, pues las normas funcionariales especificaban un mes para tomar posesión y realizar el viaje en primera clase. La anécdota que relato a continuación perfila sin duda el talante y la personalidad del aventurero, mujeriego, tomador de riesgos innecesarios y gallardo personaje que fue mi progenitor.

    Embarcó en Lisboa en un transatlántico de la compañía inglesa Cunard Line que realizaba el itinerario Southampton- Lisboa-Dákar-Ciudad del Cabo. Al funcionario le hacía ilusión cruzar el Ecuador en barco. Pertrechado de sus baúles, en los que no faltaban los minúsculos trajes de baño con dibujos de leopardo, cebra o cocodrilo, adquiridos en USA en un viaje previo en el Queen Mary a Nueva York. En la cubierta de primera se encontraba la única piscina-bañera del buque, rodeada de hamacas de teca y aledaña al bar donde se aposentaban los habitantes de la primera clase para leer los periódicos atrasados o sus novelas ataviados en riguroso uniforme de bowling: pantalón blanco de lino con dobladillo, calzado de bowler, polo Fred Perry y jersey de algodón de ochos con cuello de pico rayado. Por supuesto iban tocados de sombrero panamá y algunos libaban sus ginfizz acompañados de sandwiches de pepino. En este ambiente de countryclub mi padre se aburría sobremanera y se dedicaba a lo suyo: nadar y saltar al agua. La piscina claro, apenas tenía diez metros de largo y si acaso la utilizaba alguna de las mujeres de los elegantes y vetustos caballeros descritos. Para saltar a la piscina, ejecutando su habitual ángel o carpa, el diplomático Cisneros se encaramaba a una barandilla de la sobrecubierta y abría las aguas salpicando a diestro y siniestro al tener que entrar con una pirueta que no le condujera a dejarse parte se su coronilla en el fondo de la rala piscina. Ni que decir que los pasajeros fruncían educadamente los ceños y miraban incrédulos el espectáculo. Al tercer día de esta rutina el sobrecargo le abordó y con gran delicadeza le rogó que se limitara a nadar moderadamente, todo ello en aras de la tranquilidad y seguridad de los demás usuarios. Ni que decir que se le puso una cara de fastidio y frustración, lógica por otra parte en el Burt Lancaster del momento.

    Al cabo de cinco días de travesía avistaron la costa senegalesa y la rada que formaba la desembocadura del río Senegal. Dado que la nave era demasiado grande para un atraque la tripulación maniobró para fondear al ancla. Derivaba el buque, una vez diera fondo con la proa, buscando el viento, como suele ocurrir en este tipo de maniobra. Comprobada la deriva por el funcionario y encaramado en lo más elevado de la parte central de la cubierta de botes, concretamente en uno de los pescantes, lo que le trajo a su memoria la adolescencia en Cádiz, cuando se escapaba de la vigilancia materna a saltar al mar desde lo alto de las grúas de la Carraca en compañía de los golfillos del barrio de la fábrica de Tabacos que regentaba su padre, mientras el buque abría las aguas por su babor, Julio saltó al agua ejecutando su mejor ángel. Nadie le vio pero el ruido característico de entrada en el agua hizo que un oficial de puente se asomara y diera la alarma clásica de hombre al agua. El buque se apartaba rápidamente del lugar en el que entró al agua. Cisneros pensaba regresar a bordo trepando por la cadena del ancla, por lo que empezó a nadar en dirección a la proa del Excelsior. La corriente del mar estaba en saliente de pleamar, de manera que avanzaba poco en relación a la distancia necesaria. Pero el agua estaba fresca y salada y la estaba gozando con el improvisado chapuzón. ¡Todo estaba bien en el mundo!

    A los poco minutos distinguió en uno de los lances de respiración la silueta de una pequeña embarcación que se le acercaba. Un cayuco de pescadores que le decían algo a voz en cuello y braceaban. Al poco identificó las palabras, eran en francés: ¡Monsieur, monsieur, le requins, le requins! Alarmado al comprender que hablaban de tiburones esperó unos segundos la llegada del cayuco y ayudado por los negrísimos pescadores se subió a bordo. Comprendió que, en efecto, los barcos grandes suelen llevar en su estela todo tipo de peces que van devorando los restos que se tiran al mar y los tiburones lógicamente siguen de cerca esas oportunidades de depredación. Tras palmearle amistosamente, los pescadores le acercaron al muelle, donde dos o tres personas vestidos de oficiales de puerto le esperaban con cara de circunstancias. Pero para cara, la de angustia y preocupación de Mr. Wilson, el capitán del Excelsior, que arribó al cabo a bordo de una lancha auxiliar. Creía el buen marino que el pasajero se había caído al mar y estaba acongojado por la responsabilidad propia implícita. Pero se le demudó del todo la faz al comprobar que Cisneros había saltado voluntariamente por la borda, procediendo de inmediato a su arresto y traslado al barco. En el trayecto supo que se trataba de un diplomático español y de que por tanto no podía confinarle ni entregarle a las autoridades de Sudáfrica. Hombre educado, profirió para sí todo tipo de imprecaciones y se conformó con dejar el asunto en un mero incidente, diplomático eso sí. Así era mi padre, siempre asomado al precipicio de la imprudencia, permanentemente alerta ante la aventura y la rebelión frente a lo ordinario, lo normal, lo conveniente….

    Cuando se celebraba a bordo la clásica fiesta del paso del Ecuador, Cisneros, aburrido de la calma y pachorra de la primera clase, descendió a segunda, donde había gente de su edad y chavalas solteras, bullicio y alegría y ganas de juerga, sensualidad en suma. Allí conoció a un director de cine y su equipo que viajaban a Sudáfrica para buscar un paisaje donde rodar una película de Tarzán, por entonces muy de moda. Evidentemente el porte y las dotes natatorias del funcionario, mostradas en el lance de la zambullida en Dakar, fueron parte nuclear de la conversación con los cineastas. Entre copa y copa el director le ofreció el papel protagonista de su próxima película, siempre que consintiera operarse su desviada nariz, rota varias veces en los mil avatares anteriores. Mi padre, hipocondríaco practicante, se negó en redondo, aduciendo su repugnancia por los quirófanos. Y como todo pasa y todo queda, al cabo llegaron al puerto de la capital legislativa sudafricana.

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    UN AMIGO DE CIRCUNSTANCIAS

    Habíamos quedado para desayunar en el Bopan de la calle Travesera de Gracia, ligeramente oblicua respecto de la Diagonal, la calle en la que Cris detenta un pequeño cuchitril adecentado, en parte con mis pertenencias, y en el que ha materializado la traidora huida hacia su yo, ciertamente periclitado por diez años de subordinación voluntaria a mi inevitablemente potente personalidad, esa que otros consideran prepotente. En su momento se amparó en la pasión, que en su caso fue duradera; desaparecida o capitidisminuida esta por causas naturales, sobre todo achacables al llamado climaterio, la huida fue al parecer incontenible, ayudada por amigos que me consideraban poco menos que un talibán, aunque en sí fuera como un parto doloroso y prolongado pues ambos negábamos internamente la realidad….hasta que Cris fagocitó la solución al morir su madre y encontrar la fuerza para llevar a cabo lo que le pedía el cuerpo (y su sociedad barcelonesa). Pero esta es una larga historia que merece su lugar aparte en esta película.

    Hacía poco tiempo que había salido de la clínica Guttmann que atendía casos desesperados de enfermos paralíticos, generalmente debidos a accidentes de tráfico, con trauma cerebral o medular, y a infarto cerebral, el notorio ictus. Éramos pacientes por los que se podía hacer poco más que recuperar mediante ejercicio el máximo de capacidades físicas y cuidar sus estados mentales, además de alojarlos hasta que pudieran volver a sus casas. Aunque ya no vivíamos en pareja, Cris me ofreció su piso de Travesera como base de asistencia en régimen ambulatorio a Guttmann por la mañanas y nuevas experiencias fisioterapéuticas por las tardes. Barcelona, donde ya me operé en su día de doble hernia inguinal, y donde había recibido el más severo de los traumatismos craneoencefálicos al atropellarme un autobus, me resultaba familiar y excelentemente dotada de hospitales y genios de la medicina. Como ya podía conducir un coche automático, Cris me prestaba su Mercedes huevo cada mañana para recorrer la distancia hasta la Guttmann, situada en lo alto de un promontorio a mitad de camino entre Badalona y El Masnou.

    El verano de 2005 tocaba a su fin y Remi, al que acompañaba su hija de ocho años, apareció renqueando por la puerta de la panadería. Vestía bien: sebagos con calcetín oscuro, vaqueros y chaqueta de punto de un verde algo subido. Al igual que yo iba pertrechado de la inevitable muleta azulona de la Guttmann. Acababa de aposentarme en una mesa cercana a la puerta y me alegré de observar su cojera al cruzar el umbral, no por instinto sádico, sino por el compañerismo que ésta evidenciaba. No en vano llevábamos cuatro meses compartiendo largas horas de rehabilitación funcional en la famosa clínica Guttmann, en una colina sobre el mar con inmejorables vistas, tanto al vasto azul mediterráneo, como a la debacle urbanística del norte barcelonés, donde se imponen las tres torres gemelas de la central térmica del Besós, en un estilo desarrollista años cincuenta muy en la línea de Moscú o New York, si bien respetando la distancia aritmética que impone la distinta demografía de esos dos esperpentos de la era nuclear. Pero como iba diciendo, su presencia, hasta cierto punto inesperada, pues pasaban diez minutos de la hora de una cita por demás informal, me hizo exclamar un risueño hombre, tú por aquí, ¿qué tal la excursión desde tu casa? Remi vive en la calle Amigó, a unos escasos 500 metros del Bopan en el que nos habíamos citado.

    Curiosamente y aunque nuestras respectivas causas de dolencia son marcadamente diferentes - la suya radica en un accidente quirúrgico que dejó sin riego a la médula espinal, induciendo una parálisis casi total; la mía, fruto de un estacazo con una rama de castaño en toda la cocorota que produjo un severo trauma craneoencefálico y, como resultante, una paraplejia -, ambos nos encontramos en situaciones paralelas de recuperación hasta el punto de que los progresos que verificábamos en el día a día han sido sorprendentemente parejos. Sin duda este proceso de paralelismo ha sido determinante en la forja de una amistad a todas luces circunstancial, pues aparte de este, poco es lo que nos une. Remi es dueño de una peluquería, hortera como casi todas, el mismo es peluquero, coincide en la profesión con su segunda mujer, mucho más joven y a la que conoció en el ambiente. El debe rondar los sesenta y se relaciona con la gente tal y como corresponde a su profesión, como si fueran clientes reales o potenciales. Su conversación es, claro está, de peluquero. Ah, otra cosa que compartimos es la afición al crucigrama de La Vanguardia. Pero lo cierto es que en la cafetería de la clínica, donde acudíamos cada tarde a pasar el rato, éramos de los pocos con pinta de estar enteros de cuerpo y alma, si bien Remigio sufría la atrofia de los esfínteres y debía sondarse, el mismo, cada pocas horas. La mayor parte de los compañeros pacientes estaban en mucho peor estado y se presentaban a bordo de sus sillas de ruedas y hablando en marciano, y no me refiero al noble y caduco catalán, sino a esa jerga a caballo entre la dislexia y la tartamudez, rémora de la de los borrachos, además de hacer gestos que denotaban sus discapacidades. Otros tantos no estaban en condiciones de salir por sus propios medios de las habitaciones o estaban en estado vegetal. ¡Un cuadro de película de terror!

    Cojeando los dos nos acercamos al mostrador donde se encargan los desayunos. A pesar de ser una de la marcas emblemáticas de panadería de Barcelona, y por tanto subida de precios, el sistema era el mismo que en la cafetería de la Guttmann: autoservicio. Pasamos las comandas, café y chapatitas rellenas de embutido catalán, a la catalana, es decir, con tomate restregado y untuosas de aceite virgen, y pedimos que nos llevaran las bandejas a la mesa, dada nuestra inutilidad actual. Una vez acomodados nos entregamos a nuestra conversación habitual, centrada en los respectivos estados patológicos - ¡que remedio! - y financieros. Remigio ha tenido que dejar de trabajar y con lo que saca su mujer, en la peluquería de un colega, no les llega. Por eso quiere dejar la Guttmann y empezar a trabajar aunque sea solo unas horas por la tarde. Yo le aconsejo que venda su patrimonio, revalorizado en los tiempos que corren, y se busque un lugar más barato bajo el sol, lejos de Barcelona. La posibilidad de ese planteamiento le encocora sobremanera. Por otra parte, de poco más se puede hablar, aunque yo intento colocar mi consabida trilogía de temáticas: la cuestión catalana, la crisis del sistema y lo de que follar es de obreros. Estos asuntos dan mucho juego al ser llavines que encarrilan otros temillas de actualidad y al hilo de los que es posible hablar de arte, política,

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