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Si no te hubieras ido…
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Si no te hubieras ido…
Libro electrónico283 páginas4 horas

Si no te hubieras ido…

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Información de este libro electrónico

La vida y la muerte en una carrera que de
tan lenta parece precipitada, a través de la mirada de amigas tejiendo, como en
un juego de cartas, su vida, sus amores, sus descubrimientos, sus miedos,
guardando siempre un naipe de valor especial para el siguiente movimiento.



De pronto, amistades que parecen
graníticas se
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2021
ISBN9786074107050
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    Si no te hubieras ido… - Adriana García Ancira

    Sin vuelta atrás

    Mira a todos lados, está asustada. Revisa la hora en el reloj que le regaló su padre cuando cumplió quince años: cinco minutos tarde. Paulina busca en el bolsillo de su pantalón el papel en el que apuntó el domicilio y las instrucciones para llegar. Le tiembla la mano; lo vuelve a guardar. Decidió pasar antes por casa de su maestra de piano. La esperó deseando que llegara y, al mismo tiempo, con la esperanza de que no lo hiciera. Dejó su suéter sobre el cofre del coche. Ojalá lo reconozca; me dijo que estaba muy lindo la última vez que la vi. Lamenta no haberles contado a sus amigas, ni siquiera a Joaca. De hacerlo, todo se habría venido abajo. Si la hubiera tenido enfrente se habría arrepentido. Como siempre, encontraría una idea para que se sintiera tranquila, porque Joaca siempre la tranquiliza con esa gran habilidad suya de hacerla ver las cosas de una manera en que todo está bien, en que todo se puede arreglar.

    Piensa en su mamá. ¿Se preocupará esta vez? La ve llegando de la ponencia, con un reconocimiento más, entrará quitándose los tacones que tanto odia usar y que solo se pone para esos eventos. La llamará. Subirá a su cuarto. Al no tener respuesta, pensará que está escuchando música en la grabadora que les compraron a ella y a Pepe la última Navidad. Casi puede oír su voz al llamarla: ¿Paui? ¿Paui? ¿Estás ahí? Imagina a su papá desesperado, gritando, dando órdenes, carreras de un lado al otro de la casa, de un cuarto a otro a toda velocidad, azotando puertas. Viene a su mente la imagen de Pepe. ¿Cómo lo irá a tomar? No deja de pensar en él. Su mayor indecisión fue por él. Sabe muy bien la falta que le va a hacer. Lo imagina sin querer hablar con nadie, con esa angustia que a veces lo invade, llamándola; esperando que aparezca en su cuarto como cada noche, en la rutina de cada noche. Pensar en su papá y en él hace que aumente la ansiedad que siempre la acompaña y se hace presente cada vez que la percibe con esa presión en el pecho.

    Ella es su princesa y siempre la ha cuidado y protegido, pero ella siempre ha tenido sentimientos encontrados hacia él. No importa cuánto haya tratado de protegerla, Paulina nunca ha llegado a sentirse del todo segura, la necesidad de cuidarse de quién sabe qué es algo que no puede dejar de sentir. Así creció, sintiéndolo todo así y siendo ella así. A veces obediente, otras rebelde. A veces comunicativa, otras sin hablar. A veces cariñosa, otras evitando el contacto. Siempre así, tan contradictoria.

    Y su papá, siempre tan ocupado y tan de mal humor, siempre dando órdenes; siempre explosivo y gritón, y ella, de un tiempo para acá, tan insegura. Todo dio inicio cuando su cuerpo empezó a cambiar y su padre también lo hizo, y se alejó, o al menos así lo percibió ella y comenzó a sentirse más insegura. Piensa también en Tobías, en cómo lo extraña. El que ya no estuviera la ayudó a tomar la decisión.

    Quizá si no se hubiera muerto, ella no estaría ahora en medio de quién sabe dónde, asustada, con frío, desconcertada y sin la certeza de que está haciendo lo correcto. Había pasado ya una semana de su entierro en el jardín, del momento en que lo durmieron; cuando el veterinario les informó que ya no había nada que hacer. Estaba sufriendo y ella con él. Lo acostó en sus piernas de camino al consultorio. Él se acomodó para su último trayecto en el coche en el que viajó con ellos tantas veces y en tantas vacaciones. Ella lo acariciaba y él no se movía.

    Le tomó la pata y se la acarició cuando el veterinario le dijo que iría a preparar el medicamento; que aprovechara esos minutos para despedirse.

    Todo está bien, chiquito; aquí estoy contigo, le dijo, mientras él la miraba y los músculos de su cuerpo se iban relajando. Sus ojos se cerraron poco a poco hasta que, ya sin fuerzas, dejó caer la cabeza hacia un lado. Había dejado de respirar.

    Tobías era suyo. Su papá se lo regaló a los dos meses de nacido. Estaba dentro de una enorme caja con un moño alrededor del cuello. Fue ella quien lo educó, quien se encargaba de bañarlo y de llevarlo a vacunar, quien jugaba todas las tardes con él en el jardín. Y era a ella a quien Tobías buscaba siempre: al verla, corría hacia ella moviendo la cola y saltando, ansioso por retozar. Solía ser también su confidente siempre que Paulina necesitaba platicar con alguien de cómo se sentía. Él estaba siempre ahí, sin pedir nada a cambio, su consuelo eran unos enormes lengüetazos que le dejaban la cara mojada. A veces se tumbaba a su lado en el pasto y él saltaba sobre ella, llenándola de lodo. A ella era la única a la que obedecía y Paulina solía buscarlo por las noches al tener pesadillas. Se acostaba sobre sus enormes orejas y se iba tranquilizando hasta quedarse otra vez dormida. Ella nunca fue alguien que expresara sus sentimientos, pero la tarde que durmieron a Tobías, lloró como nunca. No pudo evitarlo. Sintió que algo de ella se había ido con él, un hueco imposible de explicar.

    Ahora ella está aquí, en medio de quién sabe dónde. Se cubre la cara al sentir el golpe de una ráfaga de aire frío. Cruza los brazos tratando de taparse. Por un momento piensa en regresar, pero ya no hay vuelta atrás. Habría sido más fácil si Macario la hubiera llevado, pero no, él ante todo era fiel a sus papás, además de que dejarla quién sabe dónde y exponerla a quién sabe qué peligros, era algo que nunca hubiera accedido a hacer, así que desde el principio lo descartó como cómplice. Esta es la primera vez que sale así: sola, de noche, arriesgándose a los miles de peligros de las calles. Sabe que al principio su papá seguramente se pondrá furioso, después, lleno de angustia y preocupación, buscará resolver, tener el control como suele hacerlo. Lo hace siempre que se siente así, da ordenes, se desespera, grita.

    ¿Y su mamá? No, no creo que le importe mucho o, tal vez, esta vez sí. Piensa, distraída con el movimiento a su alrededor. A su lado pasa una señora cargando un bebé; apenas le ve la cara, una cobija le cubre la cabeza. Escucha el llanto de la criatura y se les queda mirando. Siempre le han gustado los bebés y ayudar a Michelle con sus hermanas ha sido una de las cosas que más ha disfrutado en la vida, sobre todo cuando buscaba a toda costa escapar del silencio ensordecedor de su casa. Ojalá algún día yo….

    Llega al lugar acordado. No hay nadie. Mira su reloj. Unos minutos más tarde, mismos que le ayudaron a quitarse las últimas dudas. Mete la mano en la bolsa del pantalón, saca un papel arrugado. Al extenderlo aparece un domicilio. Después busca algo en la mochila. Alcanza a tocar el monedero que está en el fondo. Quedó de llegar sola si algo no resultaba. Las instrucciones fueron claras. No conoce el rumbo, pero no importa; tomará un taxi. Seguro el chofer sabrá llegar. Se cubre la cabeza con la capucha de la chamarra que tomó del closet de Pepe. Sabe que a él no le importará. Prometieron cuidarse siempre. Otra vez el nudo en la garganta, el mismo que sintió al salir de su casa, muerta de miedo, sin volver la vista atrás, porque si volteaba no habría manera de tomar valor de nuevo. Ese valor que tiene ahora, aunque a medias, es más fuerte que el temor a escapar de su mundo, de la persona que hasta hoy ha sido.

    Siente que abandona a Pepe y le duele. Trató de compensar lo que le está haciendo al dejar su alcancía en el buró antes de salir. El puerquito que se sacó en la kermesse de la escuela estaba casi lleno. Seguro le alcanza para el guante de beis que tanto quiere, pensó al dejarlo, porque ella siempre ha pensado en los demás y ha sido muy obediente, muy buena niña, aunque por dentro esté tan llena de dudas, de miedos, tratando de poner a prueba al mundo, de descubrir las intenciones ocultas de los demás. En ocasiones la ha invadido ese impulso interno de rebelarse ante todo y el respeto por su papá siempre ha ido y venido convirtiéndose a veces en una absoluta desconfianza. Porque así ha sido siempre: confía y desconfía, se llena de dudas, pero siempre obediente, hasta hoy que por fin se atrevió a rebelarse, a seguir las instrucciones de alguien más.

    Evita pensar en el miedo que está sintiendo y que casi la paraliza. A pesar de que es un estado natural en ella, esta vez es diferente. Trae consigo un enorme nudo en el estómago. Se pisa una agujeta que está desamarrada, casi cae. Trae puestos los tenis Nike, los de la clase de aerobics. No le da importancia. Sigue caminando. Piensa en Joaca y en las demás. Sabe que intentará llamarla en un rato, pues esa noche era especial para su amiga: sería su primera vez. Le duele pensar que no estará para animarla si no le va bien o para festejar si está feliz. Ay, Joaca, cómo me hubiera gustado estar ahí contigo; ojalá que un día entiendas por qué….

    Se detiene en seco, preguntándose una vez más si está haciendo lo correcto. Quizá no es lo correcto, pero sí lo necesario. ¿Y las demás amigas?

    ¿Qué van a sentir? No creo que les afecte tanto. No está segura de por cuánto tiempo será. Tal vez para siempre.

    Espera que los coches se paren en el semáforo. Al cruzar la calle siente una mirada sobre ella. Ve a un hombre acercarse. Se le queda mirando; quiere leer sus intenciones. Tiembla. El hombre apenas la vé y pasa de largo. Nerviosa, avanza dando grandes zancadas. Es viernes y hay mucho movimiento en la calle. Las luces de los autos la deslumbran.

    Durante los siguientes días, todas dirán que nadie vio algo diferente en ella. Ni siquiera ella misma sabía que era el momento. Fue una tarde divertida a pesar de la escena de Jack Nicholson con el hacha en la mano y la cara de loco persiguiendo a su familia. En ese momento cerró los ojos, se tapó los oídos y le apretó la mano a Joaca. Odia ese tipo de películas. Nunca ha entendido por qué a sus amigas les gustan tanto. Aun así han compartido miles de situaciones. En su mente aparece la imagen de las tardes de lluvia y el chocolate con malvaviscos en casa de Tamara. A pesar de ser tan amigas nunca pudo confiarles sus secretos. Siempre era como si detrás de la intención de acercarse, intentara descubrir algo oculto, y ellas aprendieron a quererla así, a veces distante, otras muy cercana; difícil de comprender, pero fácil de querer.

    Cruza una calle, va absorta en sus pensamientos. Apenas logra esquivar un auto que viene a toda velocidad. No se da cuenta. El conductor le grita algo; ella no alcanza a escuchar. Permanece ahí, paralizada, con el corazón palpitando acelerado, jadeante.

    De pronto piensa en su mamá y en cómo callaba cuando las amigas hablaban de la pésima relación que tenían con sus madres. Michelle se quejaba de lo controladora que era, Tamara de que la suya nunca la escuchaba por estar en su mundo feliz, Maite que le hartaba lo mocha y lo exageradamente emocional que era y Joaca, más que quejarse de ella, decía que la desesperaba por temperamental. Paulina prefería escucharlas y callar, no tanto por considerarla buena mamá, más bien prefería no contarles lo lejos que la sentía; porque cada vez que intentaba acercarse, notaba que la mente de su mamá estaba en otro sitio. Le daba la impresión de que al platicarle algo, ella apenas la miraba; que tenía prisa por regresar a sus libros y sus investigaciones, y sentir eso no le gustaba nada.

    Necesitaba certezas de que podía recargarse en ella, de que no importaba lo que sucediera porque siempre estaría ahí para ella y Denise no se las daba. El único capaz de sacar a su madre de su mundo interno era su papá. No sabía si ella accedía para evitar los ataques coléricos o porque a fuerza de presionarla, él era el único que conseguía romper un ensimismamiento al que regresaba a la primera oportunidad.

    Paulina nunca lo consiguió. De pequeña se esforzaba por llamar su atención siendo responsable en la escuela, obteniendo las mejores notas, y lo conseguía. Era entonces cuando recibía su felicitación seguida de un abrazo que duraba apenas unos segundos, y Denise regresaba a lo suyo, a encerrarse en ella misma. Eso fue evidente el día que sucedió aquella cosa extraña en su cuerpo; cuando su mamá le indicó que fuera al librero y buscara cierto ejemplar en el que encontraría el proceso orgánico del cuerpo humano. Porque había llegado el momento, había dejado de ser niña, lo sabía porque meses antes su cuerpo empezó a cambiar, pero con eso no estaba segura de qué hacer. Se paró frente a su escritorio muerta de miedo. Sabía que eso les pasaba a las niñas, que eran cosas de mujeres, por eso no se atrevió a decirle a su papá. Su mamá la mandó a buscar en su cajón del mueble del baño, Y lee bien las instrucciones, y ella, como siempre, obediente, lo hizo sin entender, sin preguntar, sin saber cómo expresar sus sentimientos.

    En realidad ignoraba si debía estar contenta o triste con lo que le estaba pasando, mucho menos comprendía qué necesitaba saber para inferir qué demonios sucedía. Lo hizo y guardó silencio. Sonrió con esa sonrisa que aprendió a usar desde muy pequeña y que muchas veces escondía todas sus inseguridades y angustia. Tras leer la explicación, se acercó. Su mamá la abrazó tocándola apenas. La tomó de los hombros, la mirada penetrante en los ojos asustados de Paulina. Nena, a partir de ahora las cosas cambian. Y ella, con los ojos bien abiertos, quiso saber a qué cosas se refería, pero no se animó a preguntar aunque su mente estuviera llena de dudas. Antes de articular una palabra, su mamá dio media vuelta y se encerró una vez más con sus libros y papeles.

    Nunca habría imaginado que iba a estar ahí, a mitad de la calle, sola, haciendo algo que antes le hubiera parecido inimaginable, imposible. Parada en la esquina de una avenida, con los autos pasando a toda velocidad. Mira a lo lejos un taxi. Le hace señas y el coche se detiene. El taxista abre la puerta.

    —Voy aquí, por favor —el hombre mira la dirección, levanta las cejas y arranca.

    Ella observa todo lo que hay dentro del taxi. Le llaman la atención la cantidad de cosas que trae colgando del espejo retrovisor: un rosario, una pelota de futbol miniatura, una pata de conejo, la estampa de un santo. El olor a vainilla que impregna el coche le recuerda las malteadas de su abuela.

    —¿Tus papás saben? No es seguro que andes sola a estas horas.

    —Sí, ellos ya saben. Voy a la casa de… unos tíos —responde con voz apenas audible y entrecortada.

    —¿Y si mejor te llevo a tu casa?

    —No, no, voy con mis tíos. Ellos me están esperando.

    El hombre la nota nerviosa. No es asunto mío, piensa al final. Prende la radio, sintoniza Radio Éxitos. La música se interrumpe, el locutor anuncia conmocionado que hace unos minutos, un hombre asesinó a John Lennon disparándole por la espalda cuando entraba al edificio de departamentos en el que vivía en la ciudad de Nueva York. Paulina piensa en su papá y en la colección de discos de los Beatles que guarda como sus grandes tesoros. Siempre dijo que Lennon era el mejor de los cuatro, un genio.

    —Hay mucho tráfico ahorita. ¿Y por qué vas tan lejos a estas horas? ¿Estás segura de que tus papás saben en dónde andas? —pregunta el taxista, un hombre al que se le asoman algunas canas, tiene grandes surcos en la cara y su voz es ronca. Se parece mucho a la de su padre. Tendrá unos sesenta años. Desde el espejo retrovisor puede distinguir que tiene una cicatriz muy marcada en la frente.

    —Es que…

    —¡Fíjate, hijo de tu puta madre! —le grita al chofer de una pesera que lo obligó a frenar en seco— ¿Estás bien? —detiene el coche y voltea a verla. Al frenar, la mochila de Paulina voló y se abrió al caer; en el suelo, debajo del asiento, quedaron una jirafa de peluche y una fotografía.

    Cuando Paulina descubre el Señor Jirafón, su compañero desde los tres años, tirado en el suelo, se apresura a recoger todo, cierra la mochila, la coloca sobre las piernas y se acomoda en el asiento. Tiene los ojos vidriosos.

    No quiero que nadie se entere, murmura. Su voz apenas se escucha.

    El chofer maniobra para regresar a su carril.

    Esta niña se ve muy asustada, ¿por qué irá a ese lugar?, se pregunta y se vuelve a dirigir a ella:

    —¿Estás segura de que no quieres que te lleve a tu casa? Mira, los papás nos enojamos cuando los hijos se portan mal, pero siempre es porque queremos lo mejor para ellos. Yo tengo un hijo como de tu edad y ese sí que me ha salido una ficha.

    —No quiero ir a mi casa —se hace un silencio en el taxi.

    Ella tiene los labios apretados, reprimen todo lo que siente con la cabeza llena de dudas. Afuera, la iluminación navideña alegra las avenidas del Centro de la Ciudad. El taxi rodea el Zócalo y da vuelta para adentrarse por calles inseguras, al menos para alguien de dieciséis años y sobre todo de noche. El taxista decide dejar de hacer preguntas. No es asunto mío, se repite. El tráfico comienza a fluir, da vuelta, toma una avenida ancha en la que no hay semáforos.

    —Llegamos.

    —¿Cuánto es?

    —Quinientos pesos.

    Ella saca el monedero de la mochila. El chofer la mira por el espejo retrovisor. Le da la impresión de que trae mucho dinero. Ve que con la mano temblorosa saca varios billetes, se los entrega.

    —Gracias —cierra la puerta del taxi.

    La calle está oscura, casi no hay iluminación aunque sí gente deambulando. Mira a la chica caminar con pasos inseguros. Estos rumbos no son lugar para una niña como ella. Ni siquiera él se siente seguro de manejar en esa parte de la Ciudad. Sin saber muy bien por qué, se queda esperando a que toque la puerta, que se abre después de unos minutos. Distingue la silueta de un hombre. No debe ser mucho más grande que ella. Le dice algo. Ella le contesta y se abrazan. Desde el taxi, el chofer trata de ver a la persona que abrió. Intenta descifrar la conversación. A punto de entrar, ella voltea. Su mirada se dirige al taxi. Da la impresión de que va a dar media vuelta para regresar, pero finalmente entra y la puerta se cierra tras de ella. El taxista cae en cuenta de que pudo hacer algo y perdió la oportunidad, ya es demasiado tarde.

    Suspira, guarda el dinero, arranca y se pierde en la oscuridad.

    Yo, María Joaquina, y cuando todo empezóDiciembre 2000

    Ese ocho de diciembre de 1980 yo era una adolescente común y corriente: irresponsable, presa de las hormonas, con un enorme deseo de pertenecer a ese mundo fascinante que me esperaba; mi infancia había quedado atrás y en ese momento me sentía casi dueña de mí, aunque siguiera siendo niña en tantos aspectos; segura de que ni a mí ni a nadie de los que yo quería les iba a pasar nada malo, que las cosas les pasaban a otros porque yo nunca buscaba problemas con nadie. Trataba de llevarme bien con todo el mundo, ¿por qué me podría pasar algo malo a mí? Y si algo adverso se asomara por casualidad, yo me las ingeniaría para darle la vuelta segura de que todo iba a terminar por arreglarse. Hasta ese día, mi realidad pasó a ser parte de la de otros y me convertí en protagonista de una de esas historias que salen en los periódicos y en los noticieros, y que siempre le suceden a los demás. La realidad se disfrazó de tema de novela negra y me envolvió.

    Mi vida hasta ese día dependía de mi grupo de amigas: Paulina, Michelle, Tamara y Maite. Nuestra amistad comenzó con la inocencia de los seis años y desde esa edad crecimos juntas. Nuestros cuerpos cambiaron juntos y juntas descubrimos las nuevas sensaciones que provocaba esa revolución en el mundo de las hormonas, y que traía consigo un hormigueo ante la cercanía del niño al que antes odiábamos, y que de pronto nos despertaba sensaciones diferentes. Ellas tuvieron la primicia de mi primer beso, el de los once, con el vecino, en la escalera del edificio de departamentos en el que vivía. No te dejo pasar si no me das un beso, y yo, volteando a ver a todos lados, cerré los ojos y sentí sus labios. Porque yo ya lo miraba diferente y sabía que a él le sucedía lo mismo, y yo tan obvia como me era posible, buscaba el pretexto para estar cerca. Fernando era el niño más mono de la cuadra, a mí y a todas nos gustaba y resultó que se fijó en mí, la flaca de los dientes chuecos. Y esa tarde sentí sus labios pegados a los míos; y yo, de once años, decidí que ya era grande, que ya no quería ser niña, que ser niña era de lo más aburrido.

    Entre nosotras compartíamos todo, empezando por la incomprensión de nuestras mamás, que nunca entendían nada de nada y odiábamos sus sermones; a su estilo cada uno, unas más, otras menos; unas por una cosa, otras por otra. Éramos una especie de amalgama y nos movíamos por la vida y por nuestro pequeño mundo de esa manera, queriéndonos y a veces odiándonos, pero siempre sin separarnos, siempre las cinco.

    Juntas fuimos creciendo hasta llegar a la madurez de los dieciséis, convencidas de ser ya todas unas mujeres. Juntas presenciamos los cambios que cada una iba experimentando en su cuerpo. Yo, por ejemplo, fui la primera a la que le empezaron a crecer los pechos, de seguro por eso Fernando me prefirió a mí, yo ya era grande. Y de entre todas, yo era la más mujer porque ya había besado. No se trataba de un simple beso, del beso de los once,

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