Zaira
Por César Albarracín
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Zaira es una niña de una lejana aldea de los desiertos de Afganistán, un rincón olvidado del mundo, cercano a las montañas. Ella vive apaciblemente junto a sus padres y su hermano menor, repartiendo su tiempo entre las tareas de la casa, los juegos, y las noches mágicas en las que el abuelo Ahmed, el jefe de la tribu, les cuenta leyendas de dioses antiguos que se remontan a la mitología sumeria.
Pero llega el enfrentamiento con los Estados Unidos de América y, por un error, su aldea es bombardeada.
Zaira pierde a su familia, quedando sola en un mundo demasiado cruel para ella. Sin embargo, un encuentro con un misterioso ser, un Duar, le devolverá las esperanzas de vivir y, al descubrir que los seres mágicos existen, decide emprender un viaje a las montañas en busca de los antiguos dioses, para pedirles que vuelvan el tiempo atrás.
Zaira es una pequeña historia que relata con poesía, crueldad, y magia la visión de una niña frente a la guerra.
De la pluma del polifacético director de cine César Albarracín, y el pincel de la reconocida artista plástica argentina Mónica Zavala.
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Zaira - César Albarracín
Fecha de catalogación: 31/10/2011
––––––––
Para la presente edición:
Diseño y diagramación: Editorial «EL TABAQUILLO»
Ilustración de tapa:
Artista plástica Mónica Zavala
www.eltabaquillo.com.ar editorialeltabaquillo@yahoo.com.ar
César Albarracín
Prólogo
––––––––
Hay una forma de vivir la existencia y es transitarla desafiando a lo co- tidiano y a la necesidad imperiosa de una épica que nos ubique en tiempo y espacio en el instante en el que uno, él ó ella, transformen la realidad en un hecho mágico.
César Albarracín con Zaira
se atreve a la épica. Construye una his- toria de mil y una noches en un país tan lejano y tan cercano a la vez. Los horrores de la guerra; el desencuentro de los tiempos y los hombres al calor de las armas; la mirada de aquellos niños que supimos ser; la escucha y la memoria; un abuelo que toma, quizás, la decisión acertada; las fábulas; los dioses y los sueños.
El autor nos conecta con lo más esencial de la naturaleza infantil. Nos impregna, como si cada uno de los personajes estuviera construido con partes de nosotros mismos. Es que este mercedino sabe construir mundos y lo hace con pasión, demostrando que no hace falta haber vivido una guerra para entender el dolor de esta guerra. Tan injusta como lo son todas las guerras.
Celebro el encuentro con el autor, como celebré el encuentro con el actor y el director.
Gracias, hermano, por este viaje.
Juan Palomino
1
El abuelo Ahmed se preparaba para contar una nueva historia. Era de noche, y la luna se posaba enorme sobre las grandes dunas del de- sierto, como si fuera la diosa Ishtar, vigilando el destino de los seres humanos.
No soplaba una gota de viento en el oasis donde se encontraba la pequeña aldea, pero el calor se había marchado junto con el sol, por lo que el clima era el ideal para sentarse junto a la fogata del abuelo.
Ninguno de los niños hablaba, y los adultos se mantenían alejados del círculo de caritas pequeñas y flacuchas que esperaban ansiosas, con ojos de lechuza, a que las palabras del anciano colorearan pai- sajes de ensueño. De seguro esa noche soñarían con los relatos. Los adultos sabían que así sería, y el abuelo les tenía prohibido interrum- pir, por mas importante que fueran sus razones.
Esa noche, Ahmed contaba una historia que sus abuelos le habían contado de muy pequeño, y que a su vez a ellos se la habían contado sus propios abuelos, y así hasta perderse el origen en los confines del tiempo. Hablaba sobre un antiguo dios que la gente había olvidado, y
de una época en que los hombres y los dioses compartían sus tardes. El abuelo contaba que ese Dios se llamaba Enlil, y que cabalgaba los vientos del desierto, desafiando peligros y haciendo tareas imposibles para el resto de los seres.
Los niños escucharon hasta que el abuelo Ahmed concluyó, y lue- go varios de ellos hicieron preguntas sobre los poderes de Enlil, hasta que llegó la hora de partir cada uno hacia su hogar, a esperar la calu- rosa mañana.
Zaira y Caleb eran dos hermanitos, que se llevaban tan bien y tan mal como cualquier par de hermanos de 12 y 10 años respectivamen- te. Zaira tenía ojos negros como la noche, el cabello largo, también muy oscuro, y algo ondulado. Caleb era muy pequeñito, de tez to- davía un poco más oscura y dedos muy largos para el tamaño de sus pequeñas manos. Cuando los mandaron a dormir, ellos se quedaron un rato mas despiertos, hablando de las historias del abuelo.
-Yo no creo que Enlil haya existido... nadie puede cabalgar en el viento- dijo Zaira, muy convencida de sus palabras.
-Yo si creo -contestó Caleb- el abuelo nunca miente.
Zaira no pudo evitar una pequeña sonrisita de incredulidad. Ella creía que su hermanito era todavía muy inocente. Quizás por que Zai- ra ya comenzaba a ayudar mucho mas a su mamá en las tareas de las mujeres, y no veía la hora de ser una adulta, es que tenía pensamien- tos mucho mas maduros que su pequeño hermano.
-A ver... -dijo Zaira- si lo que dice el abuelo es verdad, ¿Por qué nunca cuenta cosas que le sucedieron a él? ¿Por qué todas las histo- rias tienen que ver con cosas que pasaron hace mucho tiempo, tanto que ya nadie puede recordar?
Caleb no supo que contestar ante esas preguntas, y se quedó ca- llado por unos instantes.
-No importa... yo lo mismo creo en las historias de Enlil. Zaira acarició la cabeza de su hermanito, con cariño.
-Es que sos muy chico. Cuando crezcas te vas a dar cuenta de que esas son solo historias para niños.
La niña cerro sus ojos y se aprestó a dormir, pero Caleb todavía quería preguntar algo.
-Zaira... entonces... ¿Para qué sirven las historias?
-No se... eso tendrías que preguntárselo al abuelo... ya duérmete...
-Todavía creo que Enlil existe -dijo Caleb.
-Si... si... lo que digas- contesto su hermanita.
Caleb se dio vuelta, dandole la espalda a Zaira, y le costó dormir esa noche.