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Obras completas
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Obras completas

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"Obras completas" es la recopilación de obras de Francisco Bilbao, compiladas y editadas por su hermano, Manuel Bilbao. Entre los textos publicados en esta obra dividida en dos tomos se encuentran algunas obras inéditas y los textos literarios y políticos más conocidos del autor, como "Manifiesto de un proscrito" o "Sociabilidad chilena".-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento13 ago 2021
ISBN9788726641189
Obras completas

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    Obras completas - Francisco Bilbao

    Obras completas

    Copyright © 1968, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726641189

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    INTRODUCCION BIOGRAFICA

    En los años finales del siglo xix y en los de comienzos del siguiente, se hicieron notar en Santiago tres escritores apellidados Lillo: Baldomero, Emilio y Samuel, para disponerlos en el orden alfabético de sus nombres. No tenían parentesco inmediato con Eusebio Lillo (1826-1910), que muy olvidado ya de la juventud subsistía en una gloriosa ancianidad ajena de las letras y de toda ambición; pero el llevar el mismo apellido más de una vez permitió confundirlos como miembros de una sola familia. Lo fueron en realidad, pero en otro sentido. Los hermanos Baldomero, Emilio y Samuel pronto iban a conquistar con su obra literaria, envidiable sitio en el ambiente intelectual, y ganaron admiradores en breve tiempo. Sus vidas fueron muy diferentes, en la medida cronológica, y sus obras orientadas hacia metas distintas: cuentistas Baldomero y Emilio y poeta el otro, Samuel, el más longevo de todos.

    Emilio Lillo, nacido en el curso de 1874, se trasladó joven a Santiago para proseguir carrera universitaria, y escogió la dental, de tal modo que obtuvo el titulo de cirujano dentista el 12 de noviembre de 1898. A pesar de ello, consta que desempeñó cargos administrativos, como el de estadistico del Ministerio de Justicia y el de profesor de estadística en el Instituto Comercial. De cuando estaba empleado en el Ministerio de Justicia queda una sabrosa anécdota. El viejo Lillo, el autor de la Canción Nacional, se presentó allí un día en busca de ciertos datos, y a Emilio le tocó atenderlo, cosa que hizo con esmero. Cuando el poeta se iba le preguntó con quién había tratado, y al oír su nombre, Eusebio Lillo le hizo un efusivo saludo en nombre de la vaga y distante afinidad familiar que podía sugerir el apellido de ambos.

    Emilio Lillo mostró inclinación por las letras, y en ellas preferencia por la narración en prosa, esto es, por el cuento, hasta el punto de haber leído en el Ateneo El buey muerto. Este relato logró consagradora acogida en la antología de Veladas del Ateneo (1906). Se conocen de él además algunos otros rasgos, como el cuento Jorge, publicado en Zig-Zag (3 de mayo de 1908), pero en sustancia se quedó inédito y sin dar noticia plena de sí, dada la extrema brevedad de su vida. Falleció en Santiago, efectivamente, el 6 de octubre de 1908.

    A diferencia de Emilio, Samuel vivió cerca de noventa años. Había nacido en 1870 y pronto estuvo en Santiago para seguir la carrera de leyes, y en seguida la de profesor de Estado, dando término a las dos en forma satisfactoria. Por inclinación temperamental, sín embargo, no ejerció la primera sino como catedrático de Derecho de Minas de la Universidad de Chile, y prefirió la de maestro, siendo profesor en la Escuela Militar, en el Instituto Nacional, en el Instituto Pedagógico y en otros establecimientos, sin perjuicio de ocupar cargos administrativos en la Universidad de Chile, dentro de cuya organización fue promovido hasta llegar a Pro Rector. Dióse a conocer muy joven como poeta, publicó muchos libros, mantuvo con esfuerzo personal el Ateneo de Santiago hasta su extinción, recibió no pocas distinciones dentro del país y fuera de él, entre ellas el Premio Nacional de Literatura, y falleció en Santiago en 1958.

    NACIMIENTO. INFANCIA. EL HOGAR

    El otro de los hermanos Lillo es Baldomero, cuyas Obras Completas se recopilan por primera vez en este volumen. Ha gozado fama de cuentista, y es raro que se publique una antología llamada a dar noticia del cuento chileno a lo largo del tiempo, sin que en ella se reserve un sitio descollante a Baldomero Lillo, cuya historia contamos en seguida brevemente.

    Nació en Lota, el pequeño pueblo minero de la provincia de Concepción, el 6 de enero de 1867, en el matrimonio de don José Nazario Lillo Mendoza y doña Mercedes Figueroa. Según informaciones tradicionales de la familia, la madre enseñó las primeras letras a este niño, el cual fue más adelante alumno de una escuelita de Bucalebu y después, desde 1883, del Liceo de Lebu, donde cursó humanidades hasta el segundo año. Por deficiencias de salud o por falta de aplicación, pronto abandona los estudios y pasa a ser pequeño empleado en una pulpería de Lota, donde le fue dado observar algunos usos del comercio de menudeo que se notarán años después bien aprovechados en el cuento Tienda y trastienda.

    José Nazario Lillo había ido, de joven, a California, cuando llegó a Chile la singular noticia del hallazgo de oro en parajes ribereños del río Sacramento. De aquella excursión en que no ganó la fortuna ambicionada, le quedó un rescoldo de curiosidad por las cosas que había visto y de que oyó relatos, todo ello hasta que cuando en Chile comenzaron a circular los cuentos de Bret Harte inspirados en el gran Gold Rush, Lillo fue de los primeros en adquirirlos. En esas narraciones pudo evocar sus días de juventud, y decir de paso a sus hijos cómo él había tenido de muchacho la audacia de salir del suelo natal para ir a correr la gran empresa de aventurarse en un país nuevo. La lectura de Bret Harte, autorizada en el ejemplo de su padre, alentó en los hermanos Baldomero y Emilio las aptitudes literarias con que habían nacido, y en el caso del primero fue más lejos puesto que, según parece, orientó en parte el estilo del escritor, sin perjuicio de otras influencias literarias en él perceptibles. En algunas ocasiones se ha dicho que Baldomero Lillo encontró por casualidad entre los libros de una tienda de Concepción, el libro de Bocetos californianos de Bret Harte. Teniendo en cuenta la aventura juvenil de su padre en California, nos parece más verosímil la versión esbozada en líneas anteriores.

    En los primeros años de Baldomero Lillo y en lo que podría llamarse su toma de conciencia del ambiente, debe señalarse asimismo otro influjo directo del padre. Sin que los testimonios lo digan con mayor claridad, parece que José Nazario Lillo adquirió algunos conocimientos técnicos durante su viaje a California aplicados después en establecimientos de Chile, y sobre todo en los yacimientos de carbón de Lebu y de Lota. Los de Lebu fueron iniciados en 1865, es decir, tres años después de la fundación de la ciudad, y se cifraron grandes esperanzas en ellos, hasta el punto de haber establecido una compleja maquinaria para lograr el deslizamiento del mineral desde las bocas de las minas hasta las embarcaciones que debían movilizarlo. El carbón se enviaba a las fundiciones de cobre de Guayacán y de Tongoy, así como, en parte, era destinado a combustible de los barcos de guerra. Pero llegó el día en que don José Nazario, también por motivos desconocidos, dejó aquella mina de Lebu y se trasladó con su familia a Lota, donde se hallaba una empresa mucho mayor. Fuese capataz de los mineros o jefe de cuadrilla o cualquier cosa parecida, don José Nazario pudo llevar alguna vez a sus hijos a conocer las minas en su interior. La faena del carbón de Lota había alcanzado ya el nivel de las rompientes del mar y se internaba, tierra adentro, en las galerías subterráneas, avanzando hasta sitios en donde, bajo las aguas oceánicas, seguían hallándose vetas del carbón fósil, como manifestación de que en otras edades geológicas hubo allí bosques sumergidos por el ímpetu arrollador de una catástrofe inmemorial.

    La existencia de estos viajes de exploración por el mundo subterráneo de las minas queda acreditada por varios testimonios concordantes, y no hay necesidad de insistir en ella.

    INICIACION LITERARIA

    Este cambio de ubicación de la familia, de Lebu a Lota, ha debido producirse cuando Baldomero Lillo era capaz ya de leer libros y de interesarse en tomar contacto con ciertos y determinados autores, es decir, cuando comenzaba a asomar en él el gusto literario. Así parece entenderse de estas palabras de Armando Donoso, que sin violencia podemos juzgar fruto de conversaciones con el cuentista:

    Instalado definitivamente en Lota, pasó Baldomero primeramente a ser empleado subalterno en una de las pulperías de la compañía minera, y más tarde, tras larga y meritoria constancia, jefe de ella. Era este almacén, con ribetes de despacho, la quincena del Buen Retiro, donde vegetó seis años, con resignada mansedumbre, soportando las amenazas de su naturaleza raquítica y las crueldades de un trabajo pesado entre toda aquella gente minera que por necesidad y obligación había de pasar semanalmente ante los mesones del negocio. Por ese entonces, y acaso debido al aburrimiento de una existencia uniforme y puritana, sintió despertarse en él una voracidad incansable por la lectura: lectura sin método ni selección de ninguna especie. Leía todo lo que caía en su poder, desde las fabulosas y disparatadas aventuras de Rocambole, hasta las novelas de Julio Verne y Mayne Reid. Un día, por una de esas extrañas casualidades que suelen decidir de ciertos destinos, el modesto jefe de la pulpería del Buen Retiro compró al azar, en una librería de Concepción, tres libros: La casa de los muertos. de Dostoyevsky, Germinal, de Zola y Humo de Turgueneff. A partir desde ese instante dejó de leer a los Julio Verne, Dumas y Rocambole habidos y por haber, y su gusto literario se encauzó dentro del más perfecto método estético. Luego cayeron en sus manos las obras de Maupassant, Eça de Queiroz, Dickens y Balzac, maestros bajo cuya influencia había de desenvolverse en toda su amplitud la personalidad del escritor, con sus cualidades sobresalientes: observación constante, emoción humana hasta el dolor y sobriedad descriptiva (Los nuevos, p. 34).

    En los días libres, y especialmente los domingos, salía a las vecindades en excursiones de caza. Sus amigos elogiaban su puntería, sin duda muy buena siempre, y la aptitud para caminar a pie, inesperada en quien por el aspecto físico daba la impresión de gran fragilidad. En esos años no se sabe que escribiera sino algunos versos, de los cuales queda un testimonio singularmente importante en la Revista Cómica (segunda semana de febrero de 1898). Los versos dicen así:

    EL MAR

    A mis pies está el mar, su ronco grito

    vibra en las grietas de estas altas rocas

    al rudo choque de sus ondas locas

    contra sus negros flancos de granito.

    Aquel barco, que el piélago infinito

    cruza y audaz su cólera provoca,

    su rumbo deja hasta que el puerto toca

    en su movible superficie escrito.

    Deslízase la ola sin ruido,

    besa la playa y plácida murmura,

    cae y exhala lánguido gemido.

    Y es su ondulante y líquida llanura

    un manto de esmeraldas extendido

    sobre una sima lóbrega y obscura.

    Difícil es suponer que esta composición haya sido la única producida por el autor, de modo que sería posible encontrar, con una más ahincada investigación, algunas otras piezas similares enredadas en las páginas de revistas literarias que han caído en el olvido. Baldomero Lillo contempla el mar, quiere conocer sus secretos, se aficiona a su ondulante llanura, se siente inspirado por el misterio de aquella vastedad ilimitada, y cuando llega el momento de pintarlo para darlo a conocer al lector, lo indica apretado contra la roca, deshaciéndose en espumas, contorsionado y rabioso. Algunos de los extremos de su obra (el cuento Sub sole, por ejemplo), especialmente felices desde el punto de vista literario, surgen en este soneto donde parecen comprimidos.

    En todo caso, Baldomero Lillo no prefirió el camino del verso sino el de la prosa. Puede ser —tal como el citado soneto— que haya páginas juveniles extraviadas, pero lo que registra la historia literaria posterga la aparición de Lillo entre los escritores chilenos hasta cuando el joven hubo de establecerse en Santiago, donde se vino a compartir la vida literaria de su hermano Samuel. Dícese que la revelación se produjo allí, en las tertulias hasta las cuales Samuel le iba llevando y presentando. Debe advertirse que Baldomero Lillo, según testimonio de sus contemporáneos, fue notablemente tímido, de suerte que con frecuencia habremos de verlo estimulado, aconsejado, aguijoneado inclusive por quienes tenían más carácter. Y es fama que en una de esas tertulias, Baldomero, venciendo la timidez genial, alzó un día la voz y contó algunas escenas de las minas, de los campos vecinos, de la caza, de la vida mercantil que hubo de hacer hasta poco antes, y como tales cuadros fueron del agrado de los contertulios, éstos le habrían invitado a darles forma literaria; y díccse, igualmente, que así nació el escritor en quien hasta entonces no había pretendido serlo. La especie suena un tanto absurda, porque es psicológicamente imposible inventar escritor a quien por su propia naturaleza no ha tirado a serlo, sin deliberación alguna y sin necesitar la presión de terceros; y además porque existe el testimonio del soneto transcrito, que la desmiente. Dicho de otra laya: cuando Baldomero Lillo se vino a vivir en Santiago, ya era escritor, y en Santiago el estímulo aludido —que no pretendemos negar— le llevó a intentar la publicidad, es decir, a confiar sus relatos a las páginas de las revistas y de los diarios donde ellos pudieran ser conocidos de todos. Debe aceptarse, eso sí, que fue hasta el último día de su existencia hombre recogido, silencioso, lento, algo vacilante de ademanes, poco y nada efusivo, de hábitos metódicos, moderado en todo, enemigo de corros y de corrillos, de escasa vitalidad y hasta de mala salud, la cual abrevió sus días. Su hermano Samuel que en Espejo del pasado compaginó algunos recuerdos de la vida literaria, agrega además estos rasgos un tanto curiosos para diseñar la fisonomía del escritor:

    La figura de Baldomero era inconfundible. Delgado hasta lo inverosímil, con su rostro lampiño parecía un adolescente, a pesar de tener más de treinta años cuando se incorporó a nuestro grupo.

    Era de temperamento tranquilo. No se incomodaba por nada. Sólo cuando le preocupaba alguna idea tenía un tic nervioso. De improviso alzaba la mano en ademán de apartar algo que pasaba delante de sus ojos. Tal vez eran los anuncios de la enfermedad que tan pronto iba a obscurecer su amplia visión artística y humanitaria. (Obra cit., p. 330-1).

    CERTAMEN LITERARIO DE LA ‟REVISTA CATOLICA"

    La revelación se produjo a las alturas del mes de agosto de 1903, cuando la Revista Católica de Santiago daba a conocer en sus páginas el resultado de un certamen abierto en meses anteriores. Por uno de sus remas, la Revista quería premiar leyendas, y el jurado, refiriéndose a las que fueron puestas en su conocimiento, decía lo que sigue:

    Por leyenda entiende este jurado la composición literaria que, tomando por base el asunto de la tradición, de la fantasía, y aun de la historia, lo desarrolla a modo de historia, pero dándole un desenlace o término algo dramático. Sin este último requisito, dejaría de ser leyenda y se confundiría con la simple narración. Por esta razón ha quedado también excluido de los premios más de un trabajo que, considerado en sí mismo, no carece de méritos.

    Estudiando los que más se han conformado con el tema, el jurado considera digna del primer premio la leyenda Juan Fariña, que lleva por seudónimo Ars. Desde el principio hasta el fin se nota en ella una pluma bastante diestra.

    Discernimos el segundo premio a la leyenda Un discípulo del amor, por Gabriel. El argumento no carece de originalidad y está tratado con naturalidad y soltura de estilo, con las conveniencias debidas a los personajes, entre los cuales figura el mismo Cristo, Señor Nuestro, con elevación de ideas y con cierto fondo de piedad.

    Acreedor al tercer premio nos ha parecido el trabajo titulado Leyendas campesinas, por Huelén. En rigor no son leyendas en el sentido literario, sino tres cuentos o cuadros breves, independientes entre sí, pero escritos con ingenio y amenidad, de suerte que gustan inmediatamente. Si cada uno de por sí no sería digno de premio, los tres juntos merecen a juicio de nosotros el tercer lugar, que les hemos señalado; y es lástima que el autor, aprovechando sus buenas dotes, no haya dado más vuelo a su fantasía, presentando un solo trabajo de más acción y horizonte.

    Este informe, publicado por la Revista Católica en su número de 15 de agosto de 1903 (p. 150-1), es el acta de bautismo literario de Lillo. Desde entonces le queda abierto el camino, que para él habían alisado y dispuesto el presbítero Manuel Antonio Román, Francisco de Borja Echeverría y José Ramón Gutiérrez, miembros del jurado y firmantes de aquel veredicto.

    En seguida, Juan Fariña fue publicado en las páginas de la Revista Católica, con una nota al pie, suprimida después en las diferentes ediciones de esta obra, y que por eso mismo conviene ahora conocer:

    Hace más o menos 30 años que en el golfo de Arauco a la entrada del puerto de Coronel existía un importante establecimiento carbonífero denominado ‟Puchoco Délano".

    En la noche de un diecinueve de septiembre el mar inundó repentinamente la mina. El origen del hundimiento es todavía un misterio y la presente leyenda está basada en la tradición conservada entre los mineros.

    Podría entenderse que la observación del autor acerca del origen de su leyenda Juan Fariña es, en cierto grado, aplicable a otros relatos suyos, los cuales habrían sido contados en su presencia, y aun acaso a su invitación, por los mineros que los habían experimentado en carne propia o que fueron testigos inmediatos de los sucesos. De este modo se explican la familiaridad del autor con la escena descrita, la discreta intervención del mismo en el relato (nuestro pueblo, etc.) y, en algunos casos, la tensión intima, la protesta, la ceñuda cólera, la denuncia inclusive, que por mediación del relato literario quiere hacerse sobre aspectos de la vida en las minas. Porque, en general, el cuadro no es siempre idílico. Suele llamar la atención en él la frecuencia con la cual aparece la naturaleza esplendente de hermosura, iluminada de luz, riente en sus frescos colores, precisamente cuando el hombre sucumbe al peso de una tragedia o se retuerce de angustia en el peligro, y este contraste parece destinado a subrayar la inanidad de la vida humana en medio de la indiferencia universal, simbolizada o concretada en la impasibilidad inconmovible de la naturaleza.

    APARICION DE SUB TERRA

    El premio alcanzado en el oportuno certamen de la Revista Católica, tuvo efecto inmediato: Baldomero Lillo publicó dentro del año 1904 su primer libro, Sub terra, compuesto de cuentos entre los cuales figura efectivamente el de Juan Fariña, que el autor subtituló leyenda. Es difícil imaginar que todos los cuentos que componen este libro hayan sido escritos después de agosto de 1903: lo contrario es más verosímil. Todos deben haber estado escritos cuando Juan Fariña fue premiado, y con ellos pudo formarse esta pequeña gavilla, que logró buena acogida inmediata, a pesar de ser el intento en cierta medida nuevo y de que con esos relatos se estaba haciendo apelación a una sensibilidad hasta entonces compartida por muy pocos. El ambiente gris, algo sucio, tosco, desgarrado, exigía de los sentidos del lector una acomodación nada fácil de lograr al primer intento. La vida de las minas, muy distantes de los centros tradicionales de Chile, podía ser pintoresca pero era, al mismo tiempo, trágica. Todo parecía hacer difícil la iniciación, y sin embargo no lo fue: Lillo estaba inmerso en un grupo, o generación si se quiere, donde por esos años existían crecidas dosis de buena fe, entusiasmo, optimismo, amor solidario, y cuando apareció su libro los miembros de ese grupo se apresuraron a vocear sus méritos, a fin de allanarle el camino. Inclusive exageraron algunas de las aptitudes del autor, y nosotros hemos alcanzado a conocer compañeros de la iniciación de Lillo que decían:

    —Si Lillo hubiera escrito la novela del salitre, que anunciaba ...

    La verdad es, por lo demás, que aquellos amigos de la juventud quisieron comprometerlo pero no lograron torcer su voluntad. Lillo era capaz del cuento breve, con una sola escena y una sola anécdota, y resultó al fin —como veremos— inepto para la narración novelesca, harto más pormenorizada y con multitud de sucesos.

    Los cuentos agavillados en Sub terra en número de ocho, forman un panorama desolador. Hombres aniquilados por la servidumbre del trabajo, se muestran aquí empeñados en cumplir tareas que no les interesan, sólo para llevar a chozas malolientes el salario que apenas calmará las hambres, y cuando un accidente viene a poner fin a la vida de un padre, quedan abandonadas sus criaturas y su mujer entregada a la vagancia o a la prostitución. La preferencia del escritor por los cuadros sombríos es notoria, como si para el arte sus ojos fuesen los del nictálope, que ven sólo en medio de la más densa oscuridad. Por las páginas de Sub terra desfilan inválidos, huérfanos y viudas, miembros todos del ejército de un trabajo bruta! y agotador. Desde entonces repítese en la literatura chilena la queja por el esfuerzo físico, nacida evidentemente en seres que carecen de potencia muscular adecuada. Se sabe que Baldomero Lillo era muy débil, y que no habría podido llevar a cabo, barreta en mano, la jornada de labores cumplida por los mineros, y en consecuencia la creía inhumana. Samuel A. Lillo en sus recuerdos ha sido muy explícito al señalar la debilidad física de su hermano, que en desquite le hacía fáciles algunas pruebas escolares:

    Mi hermano Baldomero, por el mal estado de su salud, no tomaba parte muchas veces en nuestros juegos y excursiones, de modo que él hacía tranquilamente su copia con una bella letra que los demás envidiábamos. (Espejo del pasado, p. 17).

    En todo caso, allí queda a la vista intensísima observación de la realidad minera, nunca alcanzada hasta esos días en las letras chilenas: ‟el lodo viscoso y negro de las galerías" (Juan Fariña), ‟la negra techumbre" de las minas (El grisú), la ‟llovizna fina y persistente" del clima sureño (El pago), forman el marco de estas escenas tenebrosas y que eran, literariamente hablando, la más intensa novedad.

    La expresión Sub terra ha sido explicada tradicionalmente como simbólica, pues los relatos contenidos en este libro se inspiran en la vida de las minas, en labores subterráneas. Es verdad esto con relación a siete de los ocho cuentos pero el último, Caza mayor, no alcanza a la definición. En él se cuenta, conforme indica su nombre, un episodio cinegético, con acción en la superficie de la tierra y no en la lobreguez de la mina. Parece como que el autor lo agregó a fin de dar al volumen cierto cuerpo, sin advertir que en cambio la sugerencia minera del título quedaba un tanto malbaratada. En todo caso, Caza mayor es un cuento absolutamente de primer orden, y en cualquier libro del autor habría lucido por su interesante desarrollo. Hasta el estilo, generalmente descuidado en Lillo, logra aquí una sobriedad vecina de la elegancia. El origen es en todo dependiente de un determinismo personal del autor: en sus horas de ocio, Lillo practicaba la caza, como ya se ha dicho, deporte que hubo de abandonar, gradualmente, al verse establecido en Santiago, donde su vida se hizo más sedentaria. En Caza mayor, por lo demás, no hay aventuras sólo cinegéticas, sino también un fondo psicológico, dentro del cual se describe muy acertadamente el alma del hombre en la declinación acarreada por los años, la venganza de quien se juzga débil en la lucha por la existencia y el impulso asesino que galvaniza las fuerzas del viejo al sentirse impotente. Una pequeña obra maestra, en el sentir de todos los críticos del escritor.

    Difícil era a un escritor de ese tiempo sustraerse a la influencia de Rubén Darío, y es fácil tarea rastrearla en las páginas de este libro. El sueño final del obrero, en el cuento llamado El pago, cuando ve a una turba hambrienta asaltar los edificios en que viven los ricos, tiene dos fuentes darianas perceptibles, una la descripción de la gruta llena de pedrerías, en El Rubí, y otra el sueño de la tigresa cuando le matan al tigre, en el poema Estival. Los dos fragmentos forman parte de Azul ..., fueron escritos en Chile y aquí publicados por primera vez en libro en 1888, esto es, cuando Lillo contaba 21 años de edad.

    Pero no todo es igualmente feliz en la presentación con la cual afronta el autor la cita con el público llamado a leerle. Se lamentan ciertos descuidos de la composición, amén de que el estilo mismo, en la exterioridad de las formas sintácticas, a veces deja algo que desear. Entre los más notorios descuidos de la composición bastará acaso llamar la atención a que en El grisú, que por muchos motivos debió el autor cuidar con esmero, se da una contradicción de mucho bulto. En cierto pasaje se dice que el ingeniero jefe, Mr. Davis, picaba ‟con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre; y algunas líneas más adelante, cuando ya en la catástrofe provocada por la explosión de grisú Mr. Davis ha muerto, nos enteramos de que el cuerpo del ingeniero estaba atravesado por ‟la gruesa barra de hierro. La magnitud del error queda a la vista precisamente por tratarse de un instrumento colocado en las manos de Mr. Davis para que él lo emplee duramente, en forma cruel, como manifestación de su trato arbitrario, con lo cual todo el relato se empapa de protesta contra el régimen laboral aplicado en las minas.

    Este cuento, decisivo sin duda dentro de la producción de Lillo, nos abre paso a una observación de mayor peso, ya que afecta a muchos otros cuentos del autor. Cuando éste presenta en su obra a un ingeniero como Mr. Davis, hace apelación seguramente a un hombre de carne y hueso, llamado así o en forma parecida; esto es, anota una observación circunscrita a un solo individuo, el cual pudo ser bueno o malo, benevolente o cruel en su trato con los demás hombres, y en este caso concreto, muy cruel y abusivo. Pero junto a Mr. Davis aparecen otros seres, no ya tan individualizados como aquél sino, indistintamente, mineros, obreros, asalariados, víctimas todos de la sevicia del ingeniero. Dicho de otra suerte: uno es el hombre concreto, que pasó por la mina y algún día desapareció de ella, sea en el accidente descrito por Lillo, sea de otra manera; los otros no son tanto individuos como tipos, es decir, abstracciones formadas por la observación de cientos de seres más o menos parecidos, y no están destinados a extinguirse sino que subsisten al servicio de la mina. No es legítimo suponer que todos los ingenieros, sin excepción, han sido crueles como Mr. Davis; y si pretendemos que así es, entonces cabría señalar cómo no todos los obreros de la mina han sido, en idéntico grado, sumisos ante la iniquidad y hasta serviles en su aceptación del infortunio.

    En otros cuentos de Lillo la figura cínica y algo terrorífica de Mr. Davis queda suplantada por seres menos odiosos; pero la intención del autor de mostrar en la galería de la mina de carbón una prolongación de las infernales escenas del Dante en su Divina comedia, persiste bajo diferentes formas.

    En suma, la figura de Mr. Davis parece haber salido de la crónica policial de los periódicos, en tanto los obreros, como masa o muchedumbre, son más abstractos y se aproximan al símbolo. Algo de esto fue señalado hace ya algunos años por un agudo observador de las letras nacionales, Pedro N. Cruz, quien en uno de sus Estudios sobre la literatura chilena escribía:

    Lillo es prolijo, minucioso, exacto. No intenta comunicar afectos y sensaciones: sólo procura que el lector comprenda bien y se dé cuenta cabal de las escenas. Sobresale en la descripción del laboreo de las minas de carbón, que ha observado personalmente, y de la vida llena de padecimientos, penurias y angustias de los mineros. Los cuentos de esta especie son los mejores de su colección Sub terra, título un poco pedantesco y, sobre todo, extraño en un país donde sólo en los Seminarios se estudia el latín.

    Pero en estos cuadros tan bien observados y descritos con tanta verdad, hay algo que no deja satisfecho al lector. Sus mineros son mansos, sufridos, de resignación fatalista; y los patrones, ingenieros, capataces, son brutales y sin entraña. En vista de esto sospechamos que el autor no nos cuenta todo. No es creíble que en una época civilizada haya patrones inhumanos con trabajadores de conducta ejemplar, inhumanidad que tendría que ser contraproducente. Podemos creer que ni los mineros serían tan buenos, ni los patrones tan crueles. Llega uno a sentir cierto airecillo socialista. Seguramente no habrá nada de esto, sino el recurso literario de obscurecer a unos para hacer resaltar a otros; pero usado tan de continuo infunde recelo. (Obra cit., t. iii , p. 273).

    Con el paso del tiempo ha podido verse, además, que algunas de las quejas sustanciales y más sostenidas de Lillo, las que cargan de tintas patéticas el cuadro, corresponden a problemas sin solución alguna, por lo menos en la vía de la conmiseración humana. Cuando, por ejemplo, el autor asimila el destino de los caballos imposibilitados para seguir trabajando en la mina (Losinválidos), con el de los mineros a quienes también los años vencen, la queja queda resonando en el vacío. Es a la existencia biológica, con su inevitable declinación, a la cual condena, no a la compañía explotadora de la mina, a pesar de que en su entender esta última debe aparecer condenada. La técnica, sin embargo, encontró asomos de solución al mecanizar las diferentes faenas de la mina, hasta el punto de que en ellas, salvo contadas excepciones, no se emplean ya fuerzas animales, y las humanas se ahorran y disminuyen paulatinamente su participación en el conjunto de las labores extractivas.

    Debe señalarse, asimismo, que a la publicación de Sub terra fueron escritos muchos artículos de comentario crítico, muy elogiosos para el autor, en los cuales se indicaron diversas fases del problema social existente en las minas y también en otras labores industriales, en donde, a juicio de los comentaristas, cabía urgente intervención del Estado, en nombre del bien común, para abreviar la jornada de trabajo y para evitar el de los niños. La publicación de Sub terra es una fecha en la historia de las ideas de reforma social en Chile, ya que en algunos de esos comentarios se dejó ver la filiación socialista de ciertos escritores.

    EN EL ATENEO. SUB SOLE. RELATOS POPULARES

    La feliz acogida de Sub terra abrió paso a Lillo a los mejores logros a que podía aspirar en su tiempo el nuevo escritor. De una parte, se le invitó a tomar sitio en las filas de quienes daban lectura a sus producciones en la tribuna del Ateneo, donde leyó su cuento Sub sole, y de otra se aceptó su colaboración en El Mercurio, editado desde 1900, y en Zig-Zag, que la misma empresa fundó en 1905. Lillo pasó a ser, pues, literato con patente de tal a muy corta distancia de haberse atrevido a dar forma de libro a los ocho cuentos de Sub terra. Debe recordarse que Zig-Zag, fundado muy poco después de haber salido a la circulación el primer libro de Lillo, acogió en sus páginas las nuevas producciones del autor, que recogidas más tarde en volumen recibieron el título de Sub sole.

    Aquella colaboración en las columnas de El Mercurio, dirigido a la sazón por Joaquín Díaz Garcés, permitió a Lillo además publicar, bajo el rubro general de Relatos populares y con el seudónimo Vladimir como firma, un pequeño grupo de cuentos, con ribetes de artículos de costumbres, que sólo vinieron a cobrar forma de volumen en 1942 y por diligencia de González Vera. La escena es variada, pues aquellos rasgos no proceden de las minas. Avanzan hasta el primer plano de su cuadro la aldea, el conventillo, la tienda, y se diseñan personalidades muy diferentes a los mineros de Sub terra: la pequeña nobleza, más orgullosa que apta para ganarse la vida (Las niñas), los misteriosos glotones que no pagan lo consumido (Misvecinos), las familias proletarias hacinadas en los cuartos de las casas de vecindad (En el conventillo), el hortera, etc. Una veta nueva de humorismo parece haber sido encontrada por el autor. El relato gana profundidad, explora rincones poco usuales, y en algunos instantes se torna obsesivo, en grácil anticipación de Kafka, como en La propina, que parece arrancado a la novela rusa. Y aquí, en estas páginas de Lillo que como organizadas a título póstumo no han sido estudiadas todavía con el condigno detenimiento, asoman insinuaciones del más alto valor literario.

    En Las niñas, por ejemplo, el autor emprende el estudio de las calladas tragedias de la clase media, donde iba a mostrar fuerzas propias, a muy corta distancia de tiempo, Rafael Maluenda, en una sucesión impresionante de cuentos y de novelas cortas (La pachacha, Venidos a menos, Colmena urbana). Las niñas es un cuento de extraordinario interés, donde contrastes de pasiones y de intereses van cogiendo la atención del lector hasta anegarla en lágrimas. Hay solidaridad humana, basada en el amor, pero hay asimismo curiosidad ingenuamente malsana. Es, por lo demás, cuento de caracteres, sin pormenores pintorescos que distraigan al lector de lo que forma su efectivo meollo: un buceo en las almas de dos agrias y viejas solteronas embalsamadas en un orgullo satánico. Podría aventurarse que con este relato entraba Lillo en la mayoría de edad como escritor, a lo menos por lo que toca a la sobria economía del estilo, como consecuencia de una ahincada observación de la realidad.

    Mientras llenaba material para las columnas del diario, el cuentista añadía nuevas piezas a su edificio, que dio a conocer finalmente bajo el titulo de Sub sole y en el curso de 1907. Han pasado sólo tres años desde Sub terra, y el escritor afronta temas nuevos. Se atreve a discurrir toda una vasta alegoría de orden cosmogónico en El rapto del sol, en la cual el autor da vuelo libre a su fantasía en un grado nunca antes intentado por él; mientras en Cañuela y Petaca aprovecha sus experiencias de cazador para exhibir un cuadro de naturaleza opulento y vario. Hay, asimismo, cuentos de tema marítimo, como El remolque y El ahogado.

    Entre los cuentos agrupados por el autor bajo el título genérico de Sub sole puede leerse Inamible, que ha pasado un tanto inadvertido en el conjunto, si bien merece atenta consideración. Podría ser juzgado una de las obras maestras no ya sólo de Lillo sino inclusive de la literatura chilena narrativa, y escandaliza un tanto el hecho de que nadie haya insinuado hasta hoy cómo en ese relato, risueño y ágil por lo demás, puede verse el germen de la famosa novela Belarmino y Apolonio, encargada de prestar tanto lustre a Ramón Pérez de Ayala desde su publicación en 1919. Era, según parece, la primera vez que Lillo entraba en el misterio de la creación lingüística, y de golpe logró la maestría.

    Obvio es decir, sin embargo, que esta vez la acogida no fue tan entusiasta como ante el otro libro, acaso porque en algunas de las páginas nuevas el escritor aparecía tocando asuntos que no dominaba bien. Su empresa exigía ciertas aptitudes superiores en el manejo del estilo, y en ellas Lillo debía aceptar que no ocupaba puesto de primera fila. El cuento era siempre sobrio, bien equilibrado en sus proporciones, observado con rigor y hasta encaminado a desenlaces sorpresivos y curiosos, con humorismo subyacente, pero en cambio la lengua misma solía mostrar las fauces de trampas donde el escritor había caído por inadvertencia o por debilidad de cálculo. Sin faltas atroces, en su prosa imperaba a menudo el descuido, al cual podríamos llamar general, constante, inveterado, de modo que siempre es posible, al leer sus producciones, sugerir salidas que habrían facilitado la transición y disponer en mejores términos las expresiones usadas por el autor para sugerir. Merced a esta falta de segunda vista ante lo escrito, de que podría acusarse en general a Lillo, lo que permite hablar de una técnica visiblemente zurda en los cuentos de Sub sole, la lectura se hace algo más difícil. Dicho en sustancia: Sub terra es más fácil de leer y provoca con mayor frecuencia buena impresión en el lector.

    En una ojeada panorámica a los cuentistas chilenos, el descontentadizo Pedro N. Cruz estudió a Lillo, como ya se ha visto al leer algunas palabras de su juicio sobre Sub terra. Sobre la segunda colección de cuentos de Lillo que alcanzó a conocer, Sub sole, se expresó en términos también acres, si bien algunas de sus observaciones son dignas de ser meditadas:

    Nuestro autor ha publicado otra colección, Sub sole (¡qué título!) inferior a la primera. Ha pretendido hacer obra de imaginación, y como esto no es su cuerda, decae. Tiene, sin embargo, un cuento, En la rueda, en el cual describe una pelea de gallos que es notable y da la medida de su talento descriptivo. El espectáculo se nos presenta cabal, completo, en todos sus pormenores, y con una claridad y exactitud que nada dejan de desear. Por otro lado la descripción no satisface ... Nosotros no estamos acostumbrados a esos espectáculos sangrientos, y nos causan indignación y repugnancia, afectos que deseamos ver manifestados por el autor del relato; pero permanece impasible. Cuenta lo que ha presenciado, sin inmutarse en lo menor.

    Pertenece, sin duda, a la escuela literaria naturalista, uno de cuyos puntos principales consiste en pintar la realidad desnuda, eclipsando por completo la personalidad del autor, para que no influya en nada en las escenas que describe. En los grandes autores de este género, la personalidad siempre aparece en la composición, en el estilo, en la manera, en la ironía de los contrastes. Su fuerza trasmina por todas partes y comunica calor y vida, por mucho que ellos procuren ocultarse. En el simple imitador, uno ve a una persona que aparenta insensibilidad y que de propósito oculta sus afectos por seguir un sistema.

    El ingenio de Lillo no se presta para lo gracioso y divertido. En sus dos colecciones figura un cuento, Cañuela y Petaca, que es simplemente pueril. Para lo trágico tiene más aptitudes, como puede verse en Quilapán. Aquí aparece un hacendado de crueldad y brutalidad prehistóricas; pero es un caso aceptable.

    Lillo tiene un mérito común. Su modo de concebir y de exprosarse es muy chileno: claro, sobrio, sencillo, reservado y poco expansivo. (Obra cit., t. iii , p. 273-4).

    UNA NOVELA PROYECTADA. SE ABANDONA EL PROYECTO

    Desde la edición de Sub sole, Lillo no publicó nada más en forma de libro. Consta, sin embargo, por diversos testimonios, que a raíz del lanzamiento de aquella obra creció en el autor un proyecto más ambicioso, el de redactar una novela sobre el salitre, ambición a la cual habían dado alas sus admiradores cuando le diputaron maestro en la descripción de las faenas propias de las minas de carbón.

    En el mes de diciembre de 1907, es decir, a poco de publicada la colección de Sub sole, se produjo en Iquique un doloroso hecho de sangre, durante el cual las fuerzas del ejírcito hubieron de reprimir en forma violenta una tumultuosa demostración obrera. Así se puso fin a la huelga que tuvo paralizada por semanas la industria. El malestar trasuntado en aquella ocasión, por los bajos salarios y por otros motivos, parecía llamado a conferir intención política a la novela. Para enterarse a fondo de ese panorama, tan distinto del riente y apacible campo de Arauco y de las vecindades de Concepción, Lillo emprendió viaje al norte, haciendo uso de un ocasional nombramiento universitario.

    Se detuvo en algunas oficinas salitreras y visitó los campamentos, es decir, las habitaciones colectivas que se dan al obrero del salitre para aliñar su vivienda, a veces con reminiscencias del ambiente sureño de donde por lo común procede. A su regreso en Santiago, ocupó la tribuna de la Universidad de Chile para leer una conferencia llamada El obrero chileno en la pampa salitrera, cuyas primeras palabras dicen así:

    La gran huelga de Iquique y la horrorosa matanza de obreros que le puso fin, despertaron en mi ánimo el deseo de conocer las regiones de la pampa salitrera para relatar después las impresiones que su visita me sugiriera, en forma de cuentos o de novela.

    Parece que por primera vez el escritor se planteaba el programa de elaborar bajo forma literaria una determinada experiencia, si los cuentos de que hemos venido dando cuenta surgieron en forma espontánea y no deliberada. Pero tal vez por esta deliberación, ajena a las exigencias del arte, el proyecto fracasó. Podría ser que ganó el ánimo del autor la pereza, que tan bien condecía a su debilidad orgánica, puede ser que la causa haya sido más profunda, de mayor entidad.

    Eduardo Barrios, testigo muy abonado por ser colega suyo en las oficinas de la Universidad de Chile, entendía que Lillo renunció a su proyecto de novela por haberse creído intimamente incapaz de realizarlo. Así lo afirma en su discurso de homenaje en la velada del Ateneo, verificada el 10 de noviembre de 1923, a poco de fallecido el escritor:

    ... Pero hemos perdido esa obra formidable, de seguro una obra maestra, por la honradez del escritor. Habría contenido esta novela el excedente de pasión que siempre hay en todo artista grande, y sin prédicas —Baldomero Lillo tuvo demasiado buen gusto para predicar dentro de su labor rebelde— habría logrado largo alcance de redención.

    El novelista planeó su libro. Debía reflejar la vida obrera en el salitre; pero el no la conocía por experiencia directa y vivida. Me consultó entonces —lo digo sin petulancia—, me consultó mucho, anotó elementos que yo, como ex empleado de la pampa de fuego, pude allegarle. Hasta hizo un viaje allá, durante unas breves vacaciones. Mas desistió al cabo. Se atribuye el abandono de esta concepción a la decadencia rápida de los pulmones del escritor. La causa fue la honradez de su conciencia artística. Me lo dijo un día: ‟No sé lo bastante de ese ambiente, no lo he asimilado como el de las minas de carbón".

    El escrúpulo del escritor realista, cuando no se atreve a dar cuenta de lo visto sino al cabo de tenaz y ahincada observación, queda de manifiesto en aquellas palabras de Lillo, más o menos con la misma elocuencia de Flaubert, quien estudió en el hospital los caracteres clínicos del envenenamiento, antes de atreverse a contar literariamente cómo había muerto Mme. Bovary. Esta forma de documentación, acuciosa y en cierto grado experimental, era la que echaba de menos Lillo antes de afrontar la proyectada novela de la pampa.

    De ella, por lo demás, existen hasta cuatro pequeños esbozos, o borradores, que se superponen en alguna medida y que, por lo tanto, debemos suponer escritos unos en pos de otro, procurando siempre el escritor una mejor adecuación a lo que sentía. Es una mera sospecha, pero parece indicar que Lillo no estaba habilitado entonces para escribir de la faena salitrera, por saber menos de ella que de la faena minera que pudo inspirarle sus mejores cuentos. En todos esos esbozos falta fluidez; la forma corre sin eufonía; ciertos detalles distraen la atención del lector, y por momentos creeríamos que el autor estaba confundiendo las fronteras entre el editorial de periódico y el cuento, fronteras tanto más visibles cuanto más se procura la elocuencia por medio de la imagen y del símbolo y no por medio del concepto.

    EL AMBIENTE UNIVERSITARIO. CONFIDENCIAS

    Casi todos los cuentos de Lillo fueron producidos en los mismos días en que era funcionario de la Universidad de Chile, donde el trabajo no era excesivo y existía ambiente capaz de estimular las potencias del escritor, ambiente cordial y risueño a que se han referido diversos testimonios. El más autorizado es, naturalmente, el de su hermano Samuel, quien le había precedido en la Universidad de Chile y siguió dentro de ella. Januario Espinosa le interrogó sobre aquellas interioridades, y en el artículo Algunos recuerdos de Samuel A. Lillo, publicado por El Mercurio en su edición de 27 de octubre de 1940, se conservan las siguientes impresiones:

    Con el tiempo, aumentó el trabajo, y, también, los empleados. Entonces se incorporaron Diego Dublé Urrutia, Rafael Maluenda, Max Jara, mi hermano Baldomero, Carlos Mondaca y Eduardo Barrios. Nunca tuvo ni ha tenido la Universidad mayor actividad intelectual en sus oficinas ni un grupo más selecto y entusiasta de escritores, unidos por el vinculo de una estrecha y perdurable amistad.

    En la tertulia cotidiana, que se celebraba en mi oficina, después de las tareas diarias, organizábamos veladas memorables del nuevo Ateneo que fundamos Diego Dublé y yo y al que asistieron altas personalidades de las letras americanas y españolas. Varios de mis queridos compañeros se disgregaron: unos, al periodismo, a la diplomacia y a las letras, mientras que, otros, la muerte les cerró el paso en medio de la jornada: a Mondaca, el poeta atormentado y a mi hermano Baldomero, precursor del cuento social.

    Uno de los contertulios más alegres y ocurrentes, era Rafael Maluenda, el ‟laureado", como le decíamos, por una lapicera de oro que ganó en un concurso literario argentino y que nunca llegó a su poder. Maluenda era un conversador terrible e incontenible: charlaba con la boca, con las manos, con las piernas, con los ojos, y todo en él era conversar. Sus cuentos y aventuras tenían mezcla de realidad y de imaginación: nunca pudimos saber donde terminaba aquélla y ompezaba ésta; pero, eran muy agradables y lo otro no nos importaba gran cosa. Lo esencial era que no faltara Maluenda, pues, sin él, nos desanimábamos ... y volvíamos al trabajo.

    Si Maluenda era el necesario para la expansión del espíritu, Dublé era el dinámico. Nunca estaba cinco minutos en una misma parte. Era un torbellino dentro y fuera de las oficinas. Poeta improvisador, periodista, discutidor infatigable, en forma que ganaba las discusiones por cansancio del contendor, fue Prosecretario del Ateneo. Cuando nos leía sus versos en el tono melancólico que Augusto Thomson imitaba, comprendíamos que estábamos frente a un poeta auténtico, de profundo espíritu humanitario.

    Max Jara, callado y retraído, asistía a nuestras reuniones a escuchar. De vez en cuando lanzaba una observación ingeniosa y después se sonreía tímidamente, como pidiendo disculpas por haberse mezclado, irrespetuosamente, con ‟los genios" de la tertulia. El gran poeta ha continuado con esa actitud, sólo que, en vez de tímida observación, entrega al juicio de los demás un libro bello y profundo como su espíritu.

    Eduardo Barrios figuraba, también, en el grupo de escritores universitarios, pero solía faltar a los entreveros literarios, porque tenía mucho que hacer. Había escogido, sabiamente, un rincón de la vasta sala de la Prorrectoría y allí, tranquilo, entre notas, índices y certificados, escribía calladamente El Pobre Feo, El niño que enloqueció de amor y otros que le dieron la merecida fama de que hoy goza.

    Estos eran los contertulios más asiduos, pues formaban parte del personal universitario; había asimismo otros, de presencia algo más esporádica, a quienes también menciona Samuel Lillo:

    Aun cuando no ocupaban cargos en la Universidad, iban a menudo a nuestra clásica y ya consagrada tertulia de las letras, GuiIlermo Laborea —actual Ministro del Interior—, Antonio Bórquez Solar, Federico Gana y otros. Labarea ratificó su fama de gran cuentista nacional con la publicación de Al Amor de la Tierra y Mirando al Océano. Su opinión literaria y sereno criterio, decidían muchas veces las animadas y pintorescas discusiones que se entablaban.

    Bórquez Solar fue siempre recibido con cariño. Llegaba hablando fuerte mientras golpeaba el suelo con el eterno bastón que le servía para lucir su cojera ‟verleniana" de que hacía gala. Ya había publicado sus primeros versos rebeldes en La Ley, cuando un día llegó triunfante con el primer volumen de su Campo lírico, la cosecha inicial y gloriosa en la poesía moderna de América, de la cual fue uno de los más audaces y resueltos precursores.

    Los juveniles entusiasmos líricos de Bórquez formaban un contraste curioso con la actitud callada y modesta de Federico Gana, el gran autor de Dias de Campo.

    Del período de la Colonia Tolstoyana, cuando ella vivía las horas de su decadencia y de su próxima desintegración en San Bernardo, ocupando una casa de propiedad de Manuel Magallanes Moure, queda asimismo un buen recuerdo en el libro de Fernando Santiván Memorias de un Tolstoyano:

    Entre los visitantes estaba Baldomero Lillo. La extraordinaria sonoridad de prensa que acogió su primera obra lo hacía aparecer ante quien no lo conocía personalmente, como un tipo formidable: recio, severo, gallardo. Pero, en la realidad, no era joven ni muy apuesto; antes bien, tenía aspecto enfermizo con su flacura y sus pasos desmadejados e inseguros. Su sombrero hongo y el traje negro no le daban apariencia de artista, sino de sencillo burgués abatido por los contratiempos. Podrían calculársele unos cuarenta y cinco años. Probablemente en los primeros momentos no aparecía acogedor; sin embargo, sus ojos oscuros brillaban con intermitente chispa acariciadora y bondadosa. (Obra cit., p. 178).

    EL ESCRITOR ENTRA EN SILENCIO. CONJETURAS

    En los años corridos desde la serie de Vladimir, acogida en las columnas de El Mercurio, a la pregunta inevitable de sus admiradores y de sus amigos Lillo repuso habitualmente que no escribía ya nada. Según Eduardo Barrios, compañero cotidiano, como sabemos, en las oficinas de la Universidad de Chile, el cuentista solía decir: ‟Sin tener nada merecedor de contarse, nada. Buscar temas con empeño, por hacer hervir la marmita del éxito, no es cosa que me seduzca". Abreviando, podría aseverarse que estaba agotado por dentro, por haber invertido en aquellos cuentos todo el caudal emotivo cobrado al filo de la vida, y por pereza o falta de fe no se atrevió a remontar la corriente a ver si era posible escribir algo más. Consideradas las cosas desde otro punco de vista, puede aceptarse que cualquier esfuerzo habría sido baldío. Había narrado cuanto logró saber por su cuenta, y lo escuchado de sus padres, sus amigos, sus compañeros de labor, los cazadores, los mineros, personas a quienes concedía autoridad, y nada más pudo añadir cuando este caudal quedó seco y exhausto. Los otros temas desplegados a su atención, muy interesantes en sí, no suscitaban en el escritor ya en descanso la efervescencia de la creación a todo trance empleada en aquellas escenas de la juventud.

    Algunos amigos trataron de inquirir en Lillo el motivo de este reiterado silencio, pero no obtuvieron gran cosa para entenderlo. Cortando por lo sano, sospecharon que se encontraban en presencia de un caso de invencible cansancio y de que en Lillo el hombre esforzado de los primeros años había sido reemplazado por un ser perezoso y abúlico. En el periódico Monos y Monadas (15 de noviembre de 1915), siempre bien informado de las interioridades literarias de la época, se podían leer los siguientes versos:

    Con talento y con destreza

    hizo cuentos de valía,

    y después, de noche y día,

    rezóle a Santa Pereza.

    Tenemos la sospecha de que el autor de este epigrama no es otro que Januario Espinosa, quien deseaba estimular a Lillo para proseguir su obra precisamente por lo mucho que la admiraba.

    Habiendo renunciado, pues, a escribir aquella novela sobre la pampa y sus tragedias, Lillo quedó en disponibilidad para afrontar cualquier labor. No lo hizo, sin embargo, y guardó silencio hasta la muerte. Su hermano Samuel atribuía la mala salud que siempre manifestó Baldomero, a una tos convulsiva singularmente obstinada que sufrió en la infancia. Puede ser. A las alturas de 1917 el escritor creyó conveniente solicitar la jubilación, en vista de que continuas dolencias de menor grado le impedían ir a la oficina con la frecuencia reglamentaria. En la hoja de servicios elaborada para encabezar el expediente, quedó constancia de que había iniciado sus labores el 13 de abril de 1899, al obtener el nombramiento de oficial segundo de la sección universitaria, y que ya el 2 de enero de 1905 se le nombraba oficial de Archivo y de Canje y Publicaciones, empleo en el cual obtuvo el retiro. Dentro del mismo expediente hay certificados médicos en los cuales se diagnostica tuberculosis pulmonar crónica, suscritos uno por el Dr. Octavio Maira y otro por los doctores Roberto del Río, Luis Cruchaga y César Martínez. La jubilación fue ajustada, en fin, por decreto de 10 de mayo de 1917.

    Años antes, Lillo había establecido su residencia en una pequeña casa de San Bernardo, donde se le ofrecía un clima dulce, adecuado a su precaria salud. Allí enviudó, en el curso de 1909, y allí falleció el día 10 de septiembre de 1923.

    BALANCE Y CONCLUSION

    Por los años en que Baldomero Lillo comenzó a escribir, obtuvo cierta prominencia la literatura de Eça de Queiroz, novelista portugués a quien pronto se concedía especial importancia. No se leyeron sus obras sólo para admirar el vigor de las escenas novelescas, sino también para descubrir en el estilo mismo las galas de ironía, sarcasmo y caricatura que solían presentarse como las flores supremas de su ingenio. Eça de Queiroz fue, por lo demás, autor de una sentencia sobre el arte de escribir que corrió mucho mundo: ‟Sobre la desnudez fuerte de la verdad, el manto diáfano de la fantasía"; y es tan decisiva la aplicación de esta sentencia en su propio estilo, según el sentir casi unánime de la crítica literaria, que aquellas palabras fueron inscritas en el pedestal de la estatua nacional erigida en homenaje al escritor lusitano.

    La sentencia, decíamos, corrió mundo, y no es nada aventurado imaginar que en Chile fue, como en otras partes, estudiada y asimilada por quienes poseían aptitudes para ello. Si la aplicamos como cartabón en el caso presente, Lillo habría atendido sobre todo a la verdad, con su fuerte desnudez, en Sub terra, donde hay tragedias durísimas, crueldad de los hombres, gran indiferencia de la naturaleza sobre lo que pasa con los seres humanos, y donde sevicia, cobardía, falta de misericordia e indolencia forman el más frecuente cañamazo de la estofa labrada por el tejedor. A la fantasía, en tanto, se abre paso en algunos fragmentos contenidos en Sub sole. El autor ahora no sólo observa, reproduce, copia, transcribe, sino que también sueña, y al escribir no se compromete ya a manifestar estrictamente cuanto puedan todos ver, sino lo que, en silencioso retiro, atisbo con los ojos de la imaginación o, si se prefiere, de la fantasía, para emplear el vocabulario de Eça de Queiroz. El fruto, sin embargo, no es uniformemente feliz, y de ello resulta que Sub sole, como sugestión artística, parece menos logrado que Sub terra. Podría avanzarse que Lillo manejaba mejor el trozo de vida observado por sí mismo, en repetidas exploraciones de la realidad, que la prosa alígera, fantástica y simbolista de otros de sus intentos.

    Quedaba abierta para él la posibilidad de combinar las dos cosas en un solo producto, esto es, describir la realidad, la verdad como decía el escritor lusitano, pero no por ello olvidar la fantasía, el ensueño, la ilusión, lo que la conciencia forja y la mente combina, por la vía simbólica o alegórica, aun cuando no sea la puntual verdad del ambiente. Pero para esta labor final de síntesis no parece que le quedaron fuerzas. Lillo dejó de escribir relativamente temprano, se engañó a sí mismo con la ilusión de redactar una amplia novela de la pampa salitrera, y cuando este proyecto le cansó y se le mostró decididamente inaccesible, ya era tarde: las fuerzas se habían extinguido. Se quedó, pues, sin mostrarnos la sintesis, lo que no significa en grado alguno que su obra haya quedado manca o frustrada. Si le juzgamos como observador de la realidad, no vacilaremos en decir que hasta la hora de su producción no tenía rivales en Chile; y muchos de cuantos han surgido después se inspiran notoriamente en su ejemplo de lealtad al ambiente hostil, sucio, a veces poco atrayente.

    Contemplando a Lillo en conjunto y a la distancia (su primer libro es de 1904), la crítica literaria le distingue por excelencia como el cuentista de la vida minera de Chile, entendiendo sobre todo aquella cuyo centro es el mineral de carbón. Es verdad que a estas faenas dedicó la mayor parte de sus relatos, y sin embargo ya en el primero de sus libros, terra, donde el nombre comienza por sugerir la índole del escenario ofrecido al lector, figuran temas de otro corte. Pero hay más. Dentro del año 1917, es decir, cuando Baldomero Lillo pudo ser consultado para este paso, Armando Donoso publicó una segunda edición de Sub terra donde aparecen cinco cuentos más, entre los cuales tres por lo menos son totalmente ajenos del ambiente de las minas. Nos referimos a Cañuela y Petaca, relato de vida cinegética, que es, además, según confesión del propio autor, plenamente autobiográfico; La mano pegada, cuya violenta escena ocurre en un fundo, y Era él solo, la tragedia del chico huérfano y hostilizado por quienes le han recogido, que en el extremo de la desesperación se mata. La escena de este cuento es la aldea, no la mina.

    Podría servir para entender mejor la aportación de Lillo a las letras chilenas, y en especial a los géneros narrativos, buscar los temas literarios más culminantes para agrupar allí por lo menos algunos de sus relatos.

    La vida de las minas seria el primero de estos temas, presente en muchos de sus cuentos, y tantos que no cabe siquiera mencionarlos.

    El segundo podría ser la vida costera y marítima, desde la curiosa aventura de La Zambullón hasta Sub sole, el cuento de la mariscadora a quien ahoga la marca. En este caso, queda a la vista que Lillo observó aquella existencia desde diferentes ángulos: la caza ballenera en La ballena y en El hallazgo, las faenas de la navegación del litoral en El remolque y el misterio del veraneante ahogado en El anillo. La diferencia entre estos cuentos es muy grande, desde la trágica grandeza de Sub sole hasta la mediana realización de los otros.

    El tercero de estos temas literarios es sin duda la caza, deporte que fascinaba al autor y que según parece sólo debió abandonar cuando ya la mala salud le impedía casi todo esfuerzo. Pero no es la caza únicamente la que allí aparece, sino también el relato humorístico de Malvavisco, donde el chasco está vinculado al uso de las armas entre cazadores. Caza mayor, Cañuela y Petaca se enrolan, eso sí, entre los mejores cuentos no ya sólo de Lillo sino de toda la literatura chilena, y por la destreza de la narración y la abundancia de peripecias no cabe duda de que fueron vividos directamente por el autor.

    Cuentos de clase media y de conventillo existen también, como cuarto tema. Pueden citarse Mis vecinos y La propina, humorísticos, mientras En el conventillo y Las níñas llegan a lo trágico.

    Podría ocupar el quinto lugar en esta clasificación el tema de la vida campestre, con algunas alternativas en que no cabe detenerse. Los cuentos de este corte son, desde luego, Quilapán, El Vagabundo (segunda versión, corregida, de La mano pegada), La chascuda, La cruz de Salomón, El angelito y Pesquisa trágica.

    En sexto lugar cabe mencionar los relatos inspirados en la vida salitrera, anticipos o fragmentos de una novela que Baldomero Lillo no alcanzó a escribir. Descabalados y todo, deben mentarse en un escrutinio general de su obra.

    En séptimo lugar quedarían todos los demás cuentos que no caben en

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