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Recuerdos de infancia y anecdotario
Recuerdos de infancia y anecdotario
Recuerdos de infancia y anecdotario
Libro electrónico457 páginas5 horas

Recuerdos de infancia y anecdotario

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Ignacio Torres Giraldo (Filandia 5 de Mayo de 1893 - Cali,15 de noviembre de 1968),es una figura central de las reinvindicaciones populares en Colombia,aunando a la actividad politica y sindical,un comprometido ejercicio intelectual.Sus escritos incluyen obras de tipo político,histórico y teórico,novelas,obras de teatro,crónicas y cuentos.Se destacan,entre otros,Fuga de Sombra (1928),Huelga General en Mcdellín (1934),50 Meses en Moscú (1934).Cinco cuestiones colombianas:La cuestión Sindical en Colombia,La Cuestión Indígena en Colombia,La cuestión industrial en Colombia,La Cuestión campesina en Colombia y la Cuestión Imperialista en Colombia (1946-1947). Recuerdos de Infancia (1946-1950),Daniel,Diálogos en la Sombra,EÍ Míster Jeremías y Misía Rudestina de Pimentón.Los Inconformes:historia de la rebeldía de las masas en Colombia,(cinco volúmenes,1955).Comentarios sobre cuestiones económicas,(1957,recopilación de 47 artículos escritos para el periódico El Colombiano en 1956.), Anecdotario (1957),La reforma agraria en Colombia (1958),¿A dónde va la doctrina social católica? Un examen realista de la acción social católica en el mundo (1962). Síntesis de la Historia Política de Colombia (1964),María Cano,mujer rebelde (1968),Nociones de Sociología Colombiana (1968).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 mar 2024
ISBN9789585070660
Recuerdos de infancia y anecdotario

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    Recuerdos de infancia y anecdotario - Ignacio Torres Giraldo

    RECUERDOS DE

    •  INFANCIA  •

    MI PRIMER DOLOR

    Corría la segunda mitad de 1899.Tenia yo entonces poco más de seis años. Pero lo recuerdo muy bien. Mi abuelo paterno había muerto y la abuela, muy triste, habitaba un viejo casón con jardín y huerto, acompañada de sus dos hijas solteras que habían pasado ya las fronteras de la juventud. Mi madre consideraba de su deber mandarme por las mañanas al casón de la abuela a preguntar cómo había amanecido, y yo tenía de mucho agrado cumplir con tal misión, porque siempre recibía, junto al trato de cariño y los mimos de rigor, sabrosa arepa con quesito y chocolate que se tomaba de media mañana.

    Un día, al regresar de mi buena misión, cruzaba la plaza principal de Pereira, tal vez al punto de las diez. Observe con natural curiosidad a muchas gentes que se movían en los balcones de la Casa Consistorial. Y mi curiosidad creció cuando vi a un policía llevando en alto un taburete de cuero crudo que situó cerca de una baranda y con dos pequeños maderos empezó a redoblar. Me detuve contra la esquina de una pared, diagonal al suceso. Alcé un poco el ala del sombrero para ver mejor, metí las manos en los bolsillos del pantalón, y cuadré lo mejor posible la menuda figura.

    Los redobles atraían el público que circulaba por las calles cercanas, y de muchas tiendas y oficinas del marco de la plaza salían las gentes con aire de gravedad en sus semblantes. Yo estaba muy contento de poder apreciar en todo sus detalles a un policía. En aquella época —en Pereira al menos— la policía usaba alpargatas con elegantes capelladas de colores fuertes, pañuelo rabodegallo al cuello, y una especie de quepis blando azul apagado con visera roja de tono coral. Pero el policía que yo admiraba agitando sus palitroques, lucia además unos bigotes espesos y caídos y unas cejas largas y ariscas como ramas de ciprés que jamás olvidaré.

    Un empleado sacó su cuerpo de entre las gentes, y de pecho sobre la baranda leyó el bando. Sin haber terminado la grave lectura, estalló un terrible murmullo de sorpresa en los oyentes, y algunos, como aturdidos a la explosión de una bomba, se deslizaban contra la paredes cual si la sombra de una mano les estuviera alcanzando, y caminando alargaban los pasos como si quisieran correr. Yo paré bien las orejas para saber algo de aquella horrible inquietud que se leía en todos los semblantes. Y, por fortuna, pasaron muy cerca de mí algunas personas comentando, con voces excitadas y a veces moduladas en bajísimo tono: estamos en guerra ¡Esto se lo llevó el diablo!.Y como las dichas personas siguieran por la ruta que yo debía proseguir, aligeré los pies para tener a buena distancia las orejas. Y claro que pude oír muchas cosas que me saltaban en la lengua pensando en el momento cuando las soltaría en la casa regocijadamente.

    Y apunté en la puerta, única entrada de la modesta vivienda que obligaba a cruzar la salita para llegar a un corredor. En este corredor estaba mi madre, de pies ante una mesa, lavando sus pañuelos en un aguamanil.¡Estamos en guerra! —le dije con alborozo— y, avanzando hacia ella, le agregué: Esto se lo llevó…pero me detuve porque sentí miedo de pronunciar esa horrible palabra —Diablo— en su presencia. Sin embargo, le pinté a lo vivo cuanto había visto, y le conté por lo menos una parte de lo que había oído…Pero mi madre se ponía pálida. Sus ojos que eran color de avellana brillaron bajo el agua de su llanto. Y con sus manos, blancas de espuma, puestas sobre mis hombros. Me acercó a su regazo y me cubrió con su cabellera que tenía entonces suelta como lluvia de seda castaña.

    Ese día no fue mi padre a la casa. En verdad que todo se puso triste: Al caer la noche, mi madre adormía en los brazos a su pequeña de diez meses, en medio de cuatro hijos más que la rodeábamos y al mismo tiempo la fortalecíamos como raíces. Yo seguía al mayor. Sara, dulce muchacha que vivía con nosotros, también estaba hundida en sus meditaciones. Unas vecinas que visitaron a mi madre aquella noche, hablaban con gran misterio. Y de las palabras y frases que pude aprisionar, me quedaron sonando.—las guerrillas, los liberales sabían, pero…

    Y pasaron pocos días para que fueran a contarle a mi madre —también con alborozo— que los hermanos de ella estaban en la plaza, vistiendo lucidos uniformes; que uno de ellos llevaba en sus manos la bandera azul y el otro, le seguía. Eran las fuerzas del Coronel Marco Hincapié que venía de Santa Rosa de Cabal. A fe que me agradaban las noticias y sentía piquiña por salir a ver a esa belleza de mis tíos que la información pintaba. Pero el entusiasmo estaba solo en mí. Sara se asustó mucho, y mi madre estaba triste. En semejante situación apagué la luz de mis fantasías. Pero alguna vecina dijo algo que pude oír, y que ordenando en la memoria ahora quería decir: Gran fortuna la de mi padre que aquel día salió de la casa antes de amanecer, y que no estaba en la ciudad. Porque sabiendo que ayudaba a la guerrilla del capitán Villa y que andaba siempre en tratos de información y planes de pronunciamientos, era seguro que le pondrían el guante.

    Y se complicaba la situación: A mi padre muy rara vez se le veía en la casa y cuando llegaba lo hacía con mucho misterio. Entraba por la puerta de la calle pero salía por el huerto, siempre de noche y muchas veces sin que nos diéramos cuenta nosotros, los muchachos. La pobreza hacia plaza de miseria en el hogar desolado. El temor, la incertidumbre, el miedo constante invadían como un tormento interior la vida de mi madre, y con ella, por su pesadumbre, todos en la casa nos estábamos cubriendo de intenso dolor.

    Una mañana, en casa de mi abuela encontré a las tías llevando agua de la poceta para el jardín. La guerra es una cosa horrible —me decía una de ellas como si yo entendiera mucho—, se llevaron al hombrecito que nos cuidaba las matas, ¡qué te parece!. Y sin pensar en lo que pudiera parecerme, tomé un balde y establecí rápidamente un servicio de agua en todos los frentes… ¡Aquel día estaba más grande la tajada de quesito! Felices las tías con un sobrino que tenía tan ágiles los pies y tan bien colgados los brazos, me dieron frutas para llevar a la casa, entero un quesito de bola y, además, tres cuartillos en sonante…No gaste la platica, mijito; dígale a su mama que se la guarde—me dijo y recomendó la abuela—.

    Y claro. Llegué a la casa como un hombre rico. Entregué todo, menos los tres cuartillos. Después, con mucha reserva de mis hermanos, le dije a mi madre la recomendación de la abuelita que ahora estaba queriendo más. Y entonces empezamos a conspirar mi madre y yo en el renglón de los cuartillos. Porque resulta que la historia se siguió. Una veces un medio, otras tres cuartillos y los sábados un real. Pero en vista de que me portaba como todo un muchacho perseguidor de cuartillos, un día me dijeron que fuera a casa de la tía casada —también tía paterna— para que llevara la leche de un ordeñadero cercano, porque a causa de la guerra ya no la mandaban.

    En las nuevas condiciones, arreglé mi trabajo de tal modo que gastaba todas las mañanas en las dos casas. Y como la tía casada me arrimaba otros mandaditos, me fijo en medio de renta al día, sin contar mis pocillos de leche con arepa y de cuando en cuando la invitación de almuerzo en mesa de familia.

    Mi abuelo materno, que vivía entonces en el campo, salía los domingos a oír la misa mayor y en tales ocasiones nos visitaba. Sabiendo mis habilidades en la persecución de los cuartillos, me trajo a regalar una alcancía de madera en forma de baulito que fabricó el mismo. ¡Y qué bien manejaba mi madre nuestros planes de conspiración! A veces estaba a la casa desprovista de todo y la pobre Sara saltaba matojos por las tiendas que le tenían crédito a mi padre, mientras estaba impávida la alcancía como el corazón de un avaro.

    Y pasaban los meses. Los liberales tomaban por asalto la ciudad pero la sostenían apenas mientras venían los conservadores de Santa Rosa a reconquistarla. El episodio se repetía con resultados iguales. Mi padre era arrestado, algunas veces, pero le concedían libertad pagando cuota de guerra y otorgando fianza, bajo la promesa de no meterse en nada, y a condición de portar una cintica azul, discretamente visible, a modo de salvoconducto. Esta cintica la portaba mi padre en la ciudad pero la guardaba en sus actividades guerrilleras. Y, a cada nuevo arresto le imponía fianza mayor y le daban cinta nueva…

    Por épocas muy frecuentes, menudeaban las rondas a la casa en busca de mi padre, pero jamás fue hallado en ella. El General Carlos Mejía, jefe civil y militar de la plaza por algún tiempo, nos puso vigilancia permanente. Y ni las vecinas volvieron a visitarnos porque les daba miedo de comprometer a sus maridos. El propio abuelo dejo de vernos después de su misa mayor. La situación se hacía cada vez más complicada. Mi madre les tenía horror a los asaltos liberales, porque en los repliegues solían las gentes pasar por nuestro propio huerto. En vista del peligro que corríamos hizo construir mi padre, por buenos amigos suyos, un sótano debajo de la casa al cual se descendía por una puerta oculta que se hallaba en la alcoba de mi madre, precisamente donde estaba su oratorio…

    Una tarde, pintando ya la noche, llego a la casa la abuela materna, provista de una canasta de mimbre que usaba a modo de baúl de varios paquetes menores. Una ráfaga de alegría nos inundó a todos. Pero, reflexionando un poco…Algo estaba para suceder. Porque las visitas de la abuela tenían lugar únicamente en cuaresma, cuando mi madre hacía ejercicios espirituales, y cuando la virgen le traía los niños. Por cierto que alguna vez, conversando con mi hermano mayor, dudamos en forma seria si no sería la misma abuela la que traía los niños en esa cesta de mimbre.

    De todos modos, la abuela —que se adueñaba de la casa por más de un mes— empezó a quejarse de que faltaba todo. ¡Esto es horrible!, exclamaba. ¿Cómo hacerle frente a esta situación sin tener una peseta? Y llego un día de grandes conflictos. ¿Qué se puede vender que valga la pena? Mi madre tenía su traje de novia, pero esa era una reliquia; el hermoso crucifijo de marfil que se alzaba en su oratorio, nunca saldría de su hogar; su mantilla española, su cofrecito de caoba con un relicario y dos anillos, símbolos de su amor…No, ¡no había nada que vender! Y las dos madres afligidas se enjuagaban los ojos de sus pañuelos. Yo estaba cerca de mi madre, oía el conflicto de los dos corazones mientras en mi cabeza florecía una idea de luz de aquella obscuridad. Y tomando valor para ser hombre de una vez y sentirme dueño de la casa y de todo, trepé sobre un baúl, metí las manos por la espalda de un santo y saqué mi alcancía. Las madres se miraron y me miraron, creo que con respeto. Alcé con un cuchillo de cocina el fondo de la cajita y vacié sobre una cama por lo menos tres puñados de monedas. Mi madre me apretó la cabeza con sus manos y mi abuela también pero no me dijeron nada, y eso me agradó intensamente.

    Por entonces hacía ya muchos días que mi padre no iba a la casa. Pero como él también sabía las épocas en que viajaba la Virgen,¹ mi madre lo estaba esperando, con mucho anhelo pero también temor. Y mi padre llegó…Pero la Virgen se había ido ya dejando una niña que tenía los ojos grandes y negros.

    Yo no sé cómo sucedió, pero dijeron que la niña era mía, ¡cómo regalo! Y mis hermanos lo decían también: hasta la misma Sara lo afirmaba, muy seriamente. De todos modos, el hecho es que me convencí, en tal medida que me adueñé de ella. Coloqué su cuna al lado de mi cama, aprendí a cargarla con delicadeza, llevarla a los brazos maternos. Y me afinó tanto el sueño que sentía cuando se despertaba para volverla a mecer. La niña me conoció muy ligero y parece que me sentía como yo sentía su aliento.

    Muy dulce pero muy en serio me dijo mi madre: ¿Qué nombre piensas ponerle a tu niña? Que lo tenía muy pensado, y al punto le contesté: Carmen Rosa. Percibí que a la abuela no le agradó lo de Rosa porque me dijo acentuando las palabras: Carmen es un lindo nombre. Pero mi madre me auxilio diciéndome, si, mijito, Carmen Rosa".

    ¡Y qué afecto por la niña se despertó en mí! Parece que me ablando el corazón. Muy temprano la sacaba de su cuna, iba con ella al patio, le mostraba el sol naciente, el cielo y las nubes, las flores y los pájaros. Conversaba con ella como lo hacen las madres, contentándome yo mismo. ¡Qué fantasía de la vida! y sin embargo era verdad. Cuando asaltaban los liberales la ciudad —que lo hicieron siempre al amanecer—, a la primera descarga de la fusilería, mi madre empuñaba su crucifijo de marfil y musitando oraciones descendía al sótano llevando adelante la prole; pero cuando Sara clareaba la escalinata con su lámpara de petróleo, hacía ya buenos instantes que me hallaba yo, con mi niña, en el sitio mejor del escondite…

    Entretanto, mi fábrica de cuartillos se había derrumbado desde la visita de la Virgen, o más exactamente, desde que mi padre estuvo en la casa con tal ocasión, porque pienso que al saber la calidad de mi trabajo se opuso a él. De todas maneras, la situación económica del hogar había mejorado un poco, gracias a que mi padre y don Nemesio Mejía, persona ésta de cierta posición, se asociaron en negocios de ganado y esto le permitía a mi madre girar por dinero a casa del buen socio que también era compadre.

    Y ya tenía mi niña ocho meses. Sentadita en el corredor sobre una estera, pasábamos las tardes como dos gorriones. Que la recuerdo muy bien: tenía el cabello ensortijado, abundante y de tono castaño obscuro, las cejas negras y espesas, los ojos gitanos, y la nariz vasca de la familia, la boca pequeña y debajo un hoyuelo encantador. Era blanca opaca como las perlas, robusta y risueña.

    Pero hubo una terrible epidemia de tosferina y los pobres niños pagaron el tributo de sus vidas despiadadamente .Mi niña peleó con la muerte varios días. Sin embargo una noche aprovechándose del frío a tiempo que amanecía, la muerte cruel cogió en las tenazas de sus manos el cuello de pétalo de mi niña, hundió los garfios de sus dedos en su garganta inflamada y la mató de asfixia…

    Cuando salió el solo de aquel día, le tocó verla dormida en una tarima, cubierta con su capa bautismal, rodeada de flores que yo corté del jardín, y bajo el reflejo pálido del crucifijo de marfil. La mañana estaba limpia, en el huerto plateaba la luz. Perro había mucha sombra en nuestro hogar, mucho dolor en nuestros corazones.

    Mi padre no estaba. Sin embargo, no hubo dificultades para llenar las necesidades que la muerte de mi niña ocasionaba. La casa se llenó de amistades, de niños de la vecindad y hasta de algunos mis amigos que tuvieron la precocidad de expresarme su condolencia. Yo estaba realmente aturdido. Pero llegó el momento. Estaba atardeciendo, cuando vi que se acercaban algunas gentes a la pequeña caja blanca cubierta de flores y de tules de cielo. Adiviné que pensaban llevarse a mi niña, y, sin decir nada, me puse a su lado, reuní mis fuerzas y alce mi prenda amada, la situé en mi hombro y salí adelante.

    Que no estaba lejos del cementerio y muy pronto llegamos. El Cortejo era casi todo de muchachos. Pero silenciosos, casi solemnes, parecíamos un desfile de ánimas. El sepulturero nos salió al encuentro y yo le entregué mi ofrenda. Llegamos hasta la boca de la pequeña sepultura, miré el fondo amarillento, y sentí que otra vez el llanto me quemaba los ojos. El sepulturero hizo un columpio con un grueso cordel y bajó en él delicadamente a mi niña. Después… nos miramos todos. Algunas muchachas que llevaban flores, se inclinaron para que cayeran sobre el ataúd sin hacer ruido. Y fue el momento de algo que no tenía pensado: a mi lado vi la pala, y rápido como un relámpago la empuñé, y sin alzar la cabeza eché tierra al sepulcro hasta que cubrí la caja blanca, las flores y los tules de cielo. Pasé la pala al sepulturero y regresé al regazo tibio de mi madre…

    No tenía todavía ocho años, ¡y ya conocía un gran dolor!

    LA MUERTE DE MI MADRE

    Al entrar el año de 1900 decían que se acabarían el mundo. Muchas personas de Pereira se confesaron, y no solamente arreglaron sus cuentas de mercado sino también que salieron de sus hogares la noche del 31 de diciembre para esperar la muerte en campo abierto, sobre los prados vecinos, bajo la luz tenue de las estrellas. Sin embargo, a mí no me impresiono mucho esta historia del fin del mundo por almanaque.

    Se metían en mi muy hondo los sucesos de la guerra, porque mi padre era radical de los que comen aguacates por comer curas, y mi madre goda con sangre de cruzado. Mi padre era originario de la ciudad antioqueña de Rionegro —cuando Rionegro tenía toda su herencia de los mineros de Arma— y mi madre de Marinilla. Esta situación partidista hacía de nuestra casa un nido de conflictos. Una vez —que no sé cómo— llego un emisario a pedir a mi madre que hiciera saber a la familia Hincapié, de Santa Rosa, la muerte del Coronel. Mi padre estaba presente y preguntó al emisario: Y cómo fue eso? Ya verá —contestóle el emisario.

    Empezaba el combate; mi coronel montaba su caballo peceño, al parecer muy contento. A su lado estaban el teniente y sub-teniente abanderados (y dirigiéndose a mi madre el emisario dijo en tono de respeto), sus hermanos. El teniente, muy asustado, le grito a mi coronel: ¡bájese de ese caballo, que lo matan! Pero en el mismo momento le dieron un balazo en la frente y cayó por la cola del caballo…eso fue horrible".

    El emisario regresó en ruta hacia su campamento. Mi madre quedó preocupada porque, realmente, ella no tenía ningún servicio de información ni conexiones en Santa Rosa, ni siquiera en la esfera de la sola amistad de las familias. Mi padre que entendió la situación, ironizando a su modo, dijo para todos: para decir que mataron a un jefe conservador hay que hacer algo. Que vayan estos muchachos (y nos señaló a mi hermano mayor y a mí).

    Mi hermano mayor que me lleva un año de edad, era lo que se decía: un muchacho guapo. Guapo en el sentido de que se terciaba su pequeño machete, iba al monte y traía leña; en el sentido de que tapaba portillos en el huerto, de que se trepaba a los arboles con grande agilidad y de que a veces se batía en duelo a puñetazos con cachorritos de mayor alzada. En compañía de mi citado hermano, salí yo muchas veces, al mediar la noche, a sitios distantes indicados por mi padre para recibir provisiones. Porque a veces sucedía que las guerrillas tenían carne y sal en abundancia que les permitía remesar a los hogares.

    Bueno, mi hermano se puso muy contento con el proyecto de viajar largo: hasta Santa Rosa, como cuatro leguas. De paso conoceríamos la Iglesia, el Seminario, y nos bañaríamos en el rio San Eugenio. Y todo estuvo listo, inclusive un fiambrecito.Nada escrito, en guerra lo mejor es no escribir —dijo mi padre como quien hace una advertencia general—. Y bajando la voz nos instruyó: por el camino no hablen con nadie; si alguno les pregunta para donde van, le contestan que al Seminario…y precisamente, en seguida del seminario esta la casa del finado Hincapié. Preguntan por misia (¿) y le dicen….. Todo lo que dijo el hombre —le interrumpió mi hermano—. El emisario, acentuó mi padre, y agregó: bueno, le dicen todo, pero sin aumentar. Y subiendo el índice de su mano derecha a la altura de nuestras cabezas, rectificó, no le digan que ‘cayó por la cola del caballo’, sino que cayó, simplemente.

    En la guerra se presentaban situaciones terribles para la población civil, sobre todo para las gentes pobres. No solo sucedía que a los hombres en edad de portar rifle los reclutaban por medio de la fuerza, que los buscaban en sus hogares, que los delataban por dinero; y no solo sucedía que cerraban las plazas los días de mercado para atrapar campesinos y confiscar caballerías, sino que se escaseaban los productos alimenticios de mayor urgencia. La sal la tenían en estanco y la vendían en forma de racionamiento, a veces sobre la base de influencias mayores. La carne tenía control militar que venía del ganado en pié y sus precios eran muy elevados.

    En estas condiciones de crisis, nosotros nos bandeábamos un poco bajo las leyes de guerra. Por las cercanías de Pereira, Nacederos, Llanogrande, Altagracia, Los Planes, etc. existían lo que pudiéramos llamar lugares de avituallamiento de las guerrillas. Ante todo, era necesario situar en los dichos lugares sal, panela, tabacos y quimbas. La carne se conseguía requisando ganado, labor esta que se hacía con criterio de bando: los conservadores requisaban los hacendados liberales, y los liberales a los conservadores. Con la diferencia de que los liberales requisaban por unidades y los conservadores por decenas, lo que se explica por el hecho de que las fuerzas conservadoras eran ejércitos de varios cientos y en ocasiones de miles, mientras que las fuerzas rebeldes eran guerrillas de pocas

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