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Nubaruk
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Libro electrónico239 páginas5 horas

Nubaruk

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Información de este libro electrónico

Las organizaciones secretas ocultan información que supera la ficción.
Dan, Vic, Stef y Greg se topan con unas instalaciones escondidas en un volcán y, justo cuando los hombres que las custodian están a punto de atraparlos, una gran plataforma con símbolos extraños se ilumina bajo sus pies. Asombrados, descubren que han llegado a otro planeta.
Para volver a su hogar deberán enfrentarse a los peligros de este nuevo mundo y encontrar la puerta que les abra el camino. Pero no será fácil. En su inquietante viaje hallarán numerosos y peculiares seres y no todos serán amables…
¿Saldrán vivos de esta? ¿Encontrarán el portal de regreso a la Tierra?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2021
ISBN9788412364149
Nubaruk
Autor

N. Rogüel

N. Rogüel (Natalia Romo Miguel, Vizcaya, 1994) es graduada en Nutrición Humana y Dietética, con un máster en Nutrición y Salud. Hasta ahora se ha centrado en la nutrición. Sus primeras publicaciones como colaboración con la Universidad del País Vasco fueron una guía sobre alimentación saludable, ¡Comer sano no es difícil… ni aburrido!, artículos y pósteres científicos durante los dos años de experiencia en el Doctorado en Nutrigenómica y Nutrición personalizada. Sin embargo, en los últimos años ha descubierto que la investigación y la docencia no son su vocación, de modo que decidió escribir su primera novela. Entre sus aficiones siempre han destacado las novelas, series y películas de ciencia ficción y fantasía. Actualmente está dando sus primeros pasos como dietista-nutricionista y escritora profesional. Nubaruk (Ediciones Arcanas, 2021) fue su primera novela y ahora nos trae la segunda parte: Gâlartax.

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    Nubaruk - N. Rogüel

    1

    La mañana comenzaba con un intenso rayo solar que atravesaba todos los hogares del pueblo. Era el día de la graduación, donde todos los esfuerzos se verían recompensados.

    Daniel, Víctor, Estefanía y Gregorio, al que todos llamaban Greg (porque ¿quién se llama Gregorio en el siglo XXI?), eran amigos inseparables desde que tenían cinco años. Por ello, el resto de la pandilla abrevió también sus nombres en solidaridad con él; de esta manera, si todos se presentaban como Dan, Vic, Stef y Greg, nadie preguntaría de dónde procedían; a uno se le podría preguntar, pero a cuatro sería demasiado esfuerzo…

    Todos y cada uno de ellos ansiaban la llegada de ese día. Aquella mañana se despertaron llenos de energía.

    Greg, nada más levantarse, miró por la ventana, tal y como hacía día tras día. Ante sus ojos se presentaba la aldea de Siserna, prácticamente inhabitada. Un parque viejo, una guardería para solo tres niños, un colegio destrozado y varias casas vacías era lo que quedaba de lo que un día fue el lugar más feliz del planeta; al menos para Greg. Las personas de edad avanzada los dejaban cada vez con más frecuencia y las familias jóvenes se mudaban a las ciudades en busca de un próspero porvenir para sus hijos. La iglesia aún tocaba sus campanas y anhelaban que todavía lo hiciera durante al menos tres años más; mientras su sonido continuara avivando la aldea, significaría que aún sobrevivía.

    A escasos kilómetros de Siserna se localizaba un pueblo llamado Cántago, donde vivían Dan, Vic y Stef. Una iglesia blanca junto a una plazoleta con una fuente —que cambiaba de color de manera automática—, una biblioteca, un parque, un río, un colegio, pequeñas tiendas, casas y senderos que conducían a un campo apacible, formaban aquel bonito pueblo. Sin duda, a Cántago se le auguraba un futuro mejor. No era muy ruidoso ni excesivamente poblado, como habían visto en las ciudades, pero había gente más que suficiente para que no faltara de nada. Además, el ambiente era muy familiar, puesto que la gran mayoría se conocían. Si a alguien le ocurría alguna desgracia, enseguida iban todos a interesarse por su situación, a ayudarle y a apoyarle. Asimismo, en los mejores momentos se unían para preparar una gran celebración.

    Todo aquello estaba muy bien, pero sin duda lo que los amigos más apreciaban era la naturaleza que lo rodeaba; les encantaba el lugar donde habían crecido, lo que no quitaba el hecho de que les apasionara viajar para descubrir sitios nuevos, por lo que estaban entusiasmados. En cuanto terminase la ceremonia y las celebraciones de la graduación, harían el mejor viaje de sus vidas.

    Aquel gran día, Dan fue el primero en arreglarse. Se miró en el espejo, que le devolvió la mirada. El pelo negro azabache estaba perfectamente peinado. Sus ojos grandes y castaños, aunque algo inquietos, ofrecían una mirada clara, que no ocultaba secretos. La piel bronceada por el sol se veía favorecida por su traje de colores claros y neutros que lucía sobre su cuerpo esbelto.

    Miró su reloj; como siempre, se había preparado antes de tiempo.

    Bajó para desayunar. Sus familiares le esperaban.

    —¡Enhorabuena, estamos muy orgullosos de ti!

    —Muchas gracias.

    Unos cuantos abrazos y besos incómodos después, le dejaron comer algo.

    —¡Pero qué guapo!

    —Gracias, tía Alicia.

    —Eso no le bastará para echarse novia…

    —Tampoco es que la esté buscando, papá —contestó Dan algo molesto.

    —Pues deberías; en este pueblo hay chicas maravillosas y, como no te des prisa, te quedarás sin ninguna —le replicó sin apartar la mirada de su periódico.

    A Dan no le gustaba el pensamiento anticuado de su padre, pero tampoco merecía la pena discutir; y menos ese día, con toda la familia presente.

    —¿Cómo habéis quedado para ir hasta allí? —preguntó su madre con intención de calmar un poco el ambiente.

    —Vic nos recogerá a Stef y a mí primero e iremos a buscar a Greg.

    —¡Estupendo! Nosotros iremos en el coche de tu padre.

    A Dan le avergonzaba que toda su familia se presentara en la ceremonia, pero estaban muy ilusionados. En sus ojos podía ver lo orgullosos que estaban de él, incluso su padre, aunque intentara ocultarlo. Y es que tenían motivo, Dan había sido el primero en terminar la carrera; ¡y nada menos que en Física! Por ello, no se sentía con ánimo de negarles la asistencia al gran acto.

    Al poco rato de hincarle el diente a su suculento desayuno, su móvil vibró.

    —¡Ese es Vic! ¡Debe de estar fuera esperándome!

    —Cariño, antes de irte déjame hacerte algunas fotos.

    —¡Mamá, te recuerdo que tenemos que recoger también a Stef y a Greg, y no queremos llegar tarde!

    —Serán solo unos segundos.

    —Está bien… —suspiró. Conocía a su madre, no dudaba de que se alargaría más de unos segundos…

    Después de una ronda de fotos junto a cada uno de sus familiares, al fin salió de casa. Vic lo esperaba en el coche, con las ventanillas bajadas. Incluso sentado se apreciaba su altura. Le sacaba a Dan un par de centímetros, lo que usaba para picarle. Su tez dorada y el pelo rubio y ondulado resplandecían con el sol. Sus ojos negros se centraban en Dan. Tenía una mirada inquieta y penetrante, que utilizaba para esconder sus sentimientos más profundos.

    —¡Ya era hora!

    —Lo siento, Vic, ya sabes cómo es mi madre… Hasta que no saca mil fotos no está a gusto y siempre lo hace en el último minuto…

    —No importa, recuperaremos ese tiempo —dijo Vic decidido. Incluso ese día de celebración, llevaba su característica chupa de cuero negro. No se la quitaba nunca, fuera invierno o verano. Esa prenda representaba a la perfección su personalidad: era algo misterioso (cuando estaba a solas nunca se sabía por qué zonas merodeaba, ni qué hacía), tenía la autoestima especialmente elevada (o al menos eso hacía creer) y, sin lugar a duda, siempre era el más temperamental de los cuatro.

    Tras recoger a Stef (como era de esperar, los saludó agitando efusivamente la mano con una gran sonrisa), Vic pasó de cero a doscientos por hora en unos segundos. Dan se agarró al asiento y la chica a la agarradera. Sus cuerpos se pegaron al respaldo del asiento. Él apretó la mandíbula y a ella le desapareció su característica sonrisa. No les gustaba nada que condujera así.

    —Bueno, a partir de ahora podemos ir más despacio, esos minutos ya están más que recuperados —sugirió Dan.

    —Siempre haces que todo sea aburrido ¿lo sabías? —le contestó Vic.

    Sus nervios se templaron durante unos instantes, cuando por fin se detuvo.

    Greg cerró la puerta de casa, atravesó el porche en silencio y entró en el coche. En cuanto vio a Stef, no pudo evitar quedarse totalmente embobado. El pelo de la joven era largo, rubio y brillante. Solía llevarlo liso, pero aquella vez le caía en bucles, cubriendo el lado izquierdo de su rostro; el derecho quedaba despejado. Un vestido azul oscuro marcaba el contorno de su cuerpo y dejaba su hombro izquierdo descubierto. El maquillaje camuflaba, en parte, su piel blanca como la nieve, con algunas pecas. El verde de sus ojos llamaba especialmente la atención, sobre todo con el delineador negro. Sus facciones muy suaves, como las de una niña, provocaban que una vez tras otra le echaran menos años, pero nunca se lo tomaba mal. Le hacía gracia ver la reacción de los demás cuando descubrían su verdadera edad. Era una chica muy dulce.

    —Estás muy guapa —le susurró.

    —¡Muchas gracias, Greg! ¡Tú también!

    El joven se sonrojó sin dejar de mirar al suelo. Sentía que, se pusiera lo que se pusiese, nunca estaba a gusto consigo mismo. Como todos los días, su pelo negro estaba revuelto, a pesar de habérselo cepillado varias veces. Su tez estaba siempre pálida, ya que apenas salía de casa debido a sus aficiones: los videojuegos, la visualización de vídeos de Internet y la lectura de libros filosóficos. De hecho, había centrado sus estudios en esa materia, siendo sus ídolos Siddhartha Gautama, Confucio y Thomas Paine.

    Además, aunque de estatura media, era el más bajito de los tres chicos del grupo —similar a la altura de Stef— y presentaba algo de sobrepeso. Tenía problemas de autoestima y era tímido, con tendencia a caminar cabizbajo, las manos escondidas en los bolsillos y la mirada descentrada; sus ojos color miel se movían de lado a lado sin parar.

    Dan se percató de la incomodidad de Greg y centró la conversación en otro tema:

    —Bueno, ¿estáis preparados para despediros de la universidad?

    —Llevo años preparado para eso —respondió Vic.

    —¡Por supuesto! —añadió Stef, efusiva.

    —Bueno… —murmuró Greg. No le entusiasmaba la idea de no saber qué le deparaba el futuro. Dan, sin embargo, no dejaba de fantasear con la idea de hacer el máster en Astrofísica.

    Una vez llegaron allí, todo estaba abarrotado. Les costó encontrar un hueco para aparcar y perdieron un tiempo precioso. Habrían ido corriendo hasta el magnífico edificio antiguo de arquitectura barroca, recientemente restaurado, que se ocultaba tras un espléndido jardín colgante —donde se celebraba el evento—, pero los tacones de Stef no lo permitían; doblaban su tobillo en cuanto daba un paso en falso. Aun así, consiguieron llegar a tiempo. Los encargados de la entrada los recibieron de manera muy educada y cordial. Los invitaron a entrar, dar sus nombres y recoger sus bandas correspondientes de la mesa oportuna.

    El salón principal los dejó de piedra, se iluminaba mediante grandes y coloridos ventanales despojados de la vegetación, dejando solo un par de ramas rebosantes de hojas de alguna trepadora rebelde. Tampoco podían quitar ojo a la impresionante escalera imperial de mármol que ocupaba la mitad del salón.

    Continuaron hasta sus respectivas mesas. Curiosamente, a los cuatro les asignaron el color azul. Stef rodeó su cuello con la banda azul oscura, Greg se puso la más clarita. Las de Dan y Vic se encontraban en un punto intermedio, aunque la del primero tenía un ligero tono morado.

    A continuación, los separaron por áreas de conocimiento y les asignaron su asiento por orden alfabético. Todo el acto estaba organizado a la perfección. Sus familiares podían presenciar la ceremonia desde lo más alto del salón de actos.

    Los profesores subieron al escenario para dar la enhorabuena y desear un gran futuro a todos. Mientras transcurrían los discursos, las mentes de los cuatro amigos estaban en otro sitio; concretamente, en el lugar donde iban a pasar sus vacaciones: Vanua Levu.

    2

    Tras cuatro años de trabajo intenso en la universidad, por fin iban a poder celebrarlo mediante un gran viaje a las islas Fiyi. Estaban muy emocionados y no era para menos; llevaban años soñando y ahorrando: cada pequeña aportación de los familiares en sus cumpleaños, lo que conseguían de los trabajos de verano, incluso los céntimos encontrados en el suelo…

    El acto de graduación transcurrió con normalidad: un par de discursos, las fotografías con la banda y el diploma, la cena con los compañeros de clase… A medianoche, por fin llegó el momento de ponerse en marcha hacia Barajas. El padre de Stef se había ofrecido a llevarlos; así, al menos acompañaría a su hija hasta el momento anterior al despegue. Aunque no pretendía aparentarlo para no chafar su ilusión, estaba tremendamente preocupado; era la primera vez que su niñita se iba tan lejos de casa. A pesar de sus veintiún años, para él seguía siendo su pequeña de mofletes rollizos y sonrosados que le agarraba la mano y tiraba de él con entusiasmo cada vez que ansiaba enseñarle algo aún desconocido para ella.

    Llegaron con tiempo al aeropuerto. Aprovecharon para comer algo en una cafetería y fueron al servicio antes de embarcar; a ninguno le agradaba la idea de frecuentar el diminuto y tambaleante baño del avión; aunque, en algún momento no les quedaría más remedio.

    Stef se entretuvo en la tienda de regalos; no pensaba comprar nada, pero le gustaba curiosear. Greg compró algo más de comida en un supermercado. No quería abusar de la generosidad del padre de Stef, pero el bocadillo de tortilla no le había quitado el hambre. Dan entró en una librería a buscar libros de astronomía para una próxima lectura y Vic fue a ojear la ropa de deporte.

    Llegó la hora de la despedida. Stef rodeó a su padre con fuerza y, sin soltar su llamativo equipaje de mano, le dio un beso en cada mejilla. Dan le dio la mano con educación mientras que Vic, impaciente por embarcar, levantó el brazo y se despidió de lejos:

    —¡Hasta la próxima!

    Greg, ruborizado y algo nervioso, le agradeció que los hubiera llevado con la mirada gacha y los dedos entrelazados a la altura de sus caderas. El padre de Stef, percatándose de que le había costado dirigirle la palabra, contestó:

    —No hay de qué, ha sido un placer.

    Una vez en sus respectivos asientos, Vic se puso sus auriculares y Dan sacó un libro. En los asientos de enfrente, Stef apreciaba la maravillosa vista que le ofrecía la ventanilla ovalada y no apartó la mirada durante la primera hora del trayecto. A su lado, Greg buscaba alguna excusa para entablar conversación. Hacía mucho que no se sentaban juntos con cierta intimidad, lo que aceleraba su corazón, le hacía sudar y enrojecía sus mejillas. Pensó que, si hablaban sobre cualquier tema —incluso sobre geología—, se sentiría algo más cómodo y se distraería lo suficiente para disminuir la tensión; después de todo, el viaje iba a ser largo, muy largo. Pero estaba bloqueado, no sabía cómo empezar; miraba a un lado y a otro esperando encontrar una pista.

    Agradeció cuando un auxiliar de vuelo se acercó:

    —¿Desean algo? ¿Agua? ¿Zumo de piña? ¿Un refresco?

    —¡Sí! Me encantaría tomar un zumo, ¡muchas gracias! —respondió Stef.

    —Yo un refresco, gracias.

    Aquello le dio la oportunidad para acercarle la bebida y que le prestara algo de atención.

    —Gracias, Greg.

    —No hay de qué. —Tras una pequeña pausa, mientras Stef se tomaba el zumo de un solo trago, continuó—: Vaya, no sabía que te gustara tanto el zumo de piña…

    —¡Sí, me encanta! Cuando era niña, mi abuela me daba uno para merendar. Desde entonces, bebo un zumo cada vez que se me presenta la oportunidad. Además… ¡tenía mucha sed!

    —De eso no hay duda.

    Ambos se rieron. Greg se encontraba cada vez más relajado y a gusto. La charla continuó hasta que, sin saber cómo, acabaron hablando de los fantásticos ejemplares de cangrejos que había en Australia.

    En los asientos de atrás, Dan y Vic discutían, como siempre que hablaban de coches.

    —¿¡Cómo puedes decir que el Jaguar I-Pace es mejor que el McLaren 720S!? —inquirió Vic.

    —Para empezar, el Jaguar I-Pace es eléctrico.

    —¿¡Y eso qué tiene que ver!? ¡También se contamina más al producir un coche eléctrico!

    —Además, el Jaguar I-Pace ganó el premio al mejor coche del año 2019, entre otros; por algo será…

    —McLaren 720S también ha ganado varios premios y no me vas a comparar sus novecientos cincuenta y seis caballos con uno de doscientos… Y eso sin tener en cuenta la velocidad, trescientos cuarenta y un kilómetros por ahora frente a doscientos kilómetros por hora…

    —¿Y de qué te sirve la velocidad si la ley no permite ir a más de ciento veinte?

    Así continuaron un buen rato, hasta que les llamaron la atención por molestar al resto de pasajeros y volvieron a sus pasatiempos.

    La pandilla no tardó en caer vencida por el cansancio. Aún no habían cerrado los ojos aquel día y durmieron hasta que los despertó el movimiento del avión durante el aterrizaje. Después de catorce horas de vuelo, estaban en el aeropuerto de Nadi, donde aprovecharon para estirar las piernas y comer antes de embarcar en otro avión hasta Vanua Levu, la segunda isla volcánica más grande de Fiyi.

    Un taxi grisáceo los recogió y los llevó hasta el hotel. No cabían en sí de asombro, nunca habían visto nada parecido. Por fuera parecía una caseta, pero en cuanto atravesaron la puerta descubrieron un vestíbulo enorme con una gran lámpara de araña colgada y una moqueta de terciopelo rojo. Se sintieron como si estuvieran desfilando por la alfombra

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