La soberanía digital de Europa: De regulador a superpotencia en la era de la rivalidad entre Estados Unidos y China
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José Ignacio Torreblanca
Profesor titular de Ciencia Política en la UNED, donde imparte la asignatura “Sistema Político de la Unión Europea”. Ha sido becario del Programa Fulbright Unión Europea-Estados Unidos, profesor en la George Washington University en Washington D.C., así como investigador en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Es también senior research fellow y director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR), doctor miembro del Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, así como analista en el diario El País. Es autor de varios libros, capítulos en libros y artículos en revistas acerca del proceso de toma de decisiones en la Unión Europea, su política exterior y la política europea de España. Destaca su último libro: La fragmentación del poder europeo (Icaria/Política Exterior, 2011).
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La soberanía digital de Europa - José Ignacio Torreblanca
Europa, ¿jugador o tablero?
Carla Hobbs y José Ignacio Torreblanca
Como ha señalado Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad y vicepresidente de la Comisión Europea, la pandemia de la COVID-19 no ha cambiado el mundo: solo ha acelerado y consolidado determinadas tendencias que ya estaban entre nosotros¹. Una de ellas, muy evidente, es la relativa al llamado desacoplamiento
tecnológico entre EE UU y China.
Aunque la idea de que todo tiempo pasado fue mejor suele no corresponderse con la realidad de los hechos, en el mundo de los años noventa del pasado siglo, el pensamiento dominante era que la globalización e Internet iban a llevar a la humanidad a un nuevo horizonte de progreso tecnológico compartido. En ese mundo feliz posterior al fin de la Guerra Fría dominado por el triunfo de la democracia liberal, las sociedades abiertas y la interdependencia económica global, el papel de los Estados estaba llamado a ser marginal. Gracias a la apertura de fronteras al conocimiento, la innovación y el capital, la lógica de mercado daría paso a un proceso de difusión tecnológica sin precedentes en la historia. En ese mundo, la combinación de mercados abiertos, instituciones multilaterales fuertes y normas internacionales efectivas garantizarían el acceso de todos a la tecnología, fueran Estados o ciudadanos. Con cadenas de suministro abiertas y procesos de fabricación sumamente descentralizados, la geografía poco importaba: un teléfono inteligente se podía concebir en Silicon Valley y ensamblarse en China para venderse en España, mientras sus componentes podían fabricarse en Taiwán, Corea o Vietnam. Por tanto, ni la política ni la geografía determinaban los niveles de acceso a la tecnología.
Pero si la historia realmente terminó alguna vez, como proclamó Francis Fukuyama² en su conocido aserto, pronto se presentó de vuelta³. Y con el retorno de la historia volvieron otros elementos olvidados como la identidad, la geografía o la demografía. En ese mundo, que es el de hoy, la globalización, y con ella, la tecnología, la innovación y la comunicación, ya no están en manos de los mercados, sino en el punto de mira de los Estados, deseosos de controlar todos esos elementos y ponerlos al servicio de la nueva lógica de poder que domina las relaciones internacionales.
Como ha señalado Mark Leonard, el mundo de hoy se caracteriza por un doble desplazamiento: del Oeste al Este y de las normas al poder⁴. Estamos, por tanto, ante un orden internacional que abandona progresivamente el multilateralismo y se desplaza hacia la multipolaridad, un orden en el que los Estados, como en la metáfora clásica de las relaciones internacionales, chocan entre sí como bolas de billar en una mesa sin más límites que sus capacidades materiales. Con el retorno de la geopolítica y de las relaciones de poder entre los Estados, todos aquellos elementos que acrecientan o disminuyen el poder relativo de unos frente a otros son objeto de competición. Y la tecnología, qué duda cabe, es uno de los principales. En realidad, siempre lo fue: recuérdese que la competición por la superioridad tecnológica estuvo en el corazón de la rivalidad entre EE UU y la Unión Soviética durante la Guerra Fría y que la derrota de esta última se dirimió en gran medida en el campo tecnológico. Sin embargo, durante el breve paréntesis que siguió al fin de la Guerra Fría, la tecnología dejó de estar en disputa, lo que nos hizo olvidar su importancia. Si hace unos años un teléfono móvil era un mero dispositivo de comunicación y ocio, hoy la feroz disputa en torno a las redes de comunicación 5G ha dado por completo la vuelta a nuestro entendimiento del papel de la tecnología, ejemplificando a la perfección la profundidad e importancia de la rivalidad tecnológica entre EE UU y China y sus consecuencias para la Unión Europea, que se ha visto forzada a elegir apresuradamente entre ser tablero del juego geopolítico de los demás o un actor relevante.
Pese a las dificultades habituales a la hora de reaccionar y consensuar una posición común, lo cierto es que la reacción de la UE está siendo positiva. En los últimos cinco años, Europa se ha convertido en pionera mundial en la formulación de políticas digitales, para la admiración y la exasperación de muchos. Abandonada su anterior actitud de laissez-faire respecto de la regulación tecnológica en favor de un enfoque asertivo, la Unión Europea ha intervenido activamente para elevar las normas de privacidad, imponer a las empresas tecnológicas multas antimonopolio y configurar el debate sobre cuestiones como los perjuicios en línea y la inteligencia artificial ética. Y por lo que parece, solo está empezando.
La toma de conciencia acerca de la necesidad de que Europa protegiera sus valores, intereses y ciudadanos en un espacio digital que se estaba convirtiendo gradualmente en un campo de batalla geopolítico y geoeconómico comenzó con la Comisión Juncker. Al carecer de las credenciales tecnológicas para competir con China y Estados Unidos como actor digital, la UE comenzó a dar forma al ecosistema digital ejerciendo su poder de regulación con el fin de introducir normas extraterritoriales que obligaran a todos aquellos que deseen interactuar con su mercado único y sus consumidores. Como señaló el comisario del Mercado Interior de la UE, Thierry Breton, no somos nosotros los que tenemos que adaptarnos a las plataformas actuales. Son las plataformas las que necesitan adaptarse a Europa
.
El resultado es que hoy en día la UE es la principal potencia reguladora digital del mundo. Pero ¿es el poder regulador suficiente para proteger los intereses y la visión de Europa sobre Internet y las tecnologías digitales? Si es así, ¿qué viene después del hito del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) de 2018? ¿Cómo podemos asegurarnos de que la regulación no perjudique la esencia y los valores fundacionales de Internet, o la haga menos atractiva, rentable o útil? ¿Debe la UE seguir trabajando unilateralmente en cuestiones digitales o hay posibilidades de alianzas transatlánticas o de otro tipo?
Con estas preguntas en mente, la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR) lanzó en 2019 el proyecto Europe’s Digital Power, en colaboración con Telefónica. Esta colección de ensayos forma una parte importante de ese proyecto, que nos llevó a Londres en mayo de 2019, a Berlín en septiembre, a Washington, D. C. en octubre y virtualmente a Bruselas en junio de 2020 para presentarlo a más de cien responsables políticos, reguladores, representantes de los gigantes de la tecnología, académicos y otros actores relevantes.
De estos debates surgieron varios mensajes y recomendaciones clave. En cuanto a la cuestión de la regulación propiamente dicha, si bien hubo una importante divergencia de opiniones sobre la escala y los métodos que debían emplearse, la mayoría de los participantes coincidieron en que era necesario que los Gobiernos intervinieran para mitigar los efectos perjudiciales de Internet. La regulación debe ser ágil y flexible, desarrollada a través de un proceso iterativo que refleje el dinamismo de la industria que se pretende configurar. La regulación también debe ser proporcional y matizada, con el fin de crear un sistema más seguro en general, en el que la libertad de expresión y la innovación todavía puedan florecer
Para lograrlo, Europa necesitará responsables políticos y jueces informados y con recursos suficientes que puedan hacer frente a la escala, la complejidad y los problemas jurídicos que plantea la regulación de Internet. Aquí, la comunidad tecnológica tiene un importante papel que desempeñar para educarlos y compartir datos esenciales para reducir las asimetrías de información. Esto se relaciona con la cuestión de la cogobernanza de Internet entre los sectores público y privado, que los interlocutores acordaron que será esencial para avanzar, dado que las empresas que poseen gran parte de la infraestructura digital del mundo están en mejores condiciones de hacer cumplir las normas, mientras que los reguladores pueden decidir mejor cuáles deben ser esas normas y límites. Así pues, de los debates de los talleres surgió una preferencia constante por el enfoque multisectorial (multistakeholder) en la regulación de Internet. Sin embargo, también se reconoció que el modelo necesita mejoras significativas si se quiere que sea un instrumento eficaz de formulación y aplicación de políticas, habida cuenta de su funcionamiento lento y difuso y de la falta de incentivos para la rendición de cuentas.
En cuanto al panorama geopolítico más amplio, los participantes estadounidenses instaron a sus colegas europeos a que se resistieran a considerar a Estados Unidos y la Unión Europea como puntos equidistantes en un triángulo con China. Se trata, defienden, de dos aliados que comparten más similitudes que diferencias, como el apoyo a los valores de la sociedad abierta en línea. Esto podría proporcionar un terreno fértil sobre el que desarrollar una posición transatlántica común. Esta posición común tendría una influencia significativa en la definición de las normas que rigen el ecosistema digital y la dirección que pueden tomar los actores fundamentales, como la India.
Por último, hubo un consenso abrumador sobre un punto: Europa debe pasar de ser una superpotencia reguladora a una superpotencia tecnológica si espera salvaguardar verdaderamente sus valores e intereses en el espacio digital, cosechar los beneficios económicos de las tecnologías digitales emergentes y mantener a los europeos a salvo de la desinformación y los ataques cibernéticos. Hasta ahora, Europa ha estado más preocupada por escribir las reglas del juego que por jugarlo, y el bloque sigue a la zaga de China y Estados Unidos en el desarrollo de soluciones y compañías tecnológicas líderes. Pero como ha señalado Guntram Wolff: Los árbitros no ganan los partidos
. Por tanto, la UE debe complementar su peso regulador con inversiones en infraestructura digital, habilidades e industria para convertirse en un actor digital por derecho propio.
Si quedaban dudas sobre este último punto, el inicio de la pandemia del coronavirus en Europa las ha terminado de despejar, facilitando el salto hacia un nuevo nivel de conciencia en las sociedades, los Gobiernos y las empresas acerca de la importancia crítica de las tecnologías digitales a la hora de lograr la resiliencia económica y sanitaria de Europa. La completa dependencia de los europeos de la tecnología, no solo para sostener la economía, como muestra el hecho de que millones de personas hayan trabajado desde sus casas durante el confinamiento, sino también para combatir el propio virus, hizo que de la noche a la mañana la transformación digital de Europa se convirtiera en una cuestión de importancia existencial. El aumento de las tensiones y la disociación digital entre China y Estados Unidos durante la pandemia añadieron un elemento adicional de urgencia, ya que Europa ya no puede simplemente esperar, sino que se ve obligada a elegir un carril o definir el suyo propio.
Esto no quiere decir que la transformación digital de Europa no fuera una prioridad antes de la pandemia. De hecho, preparar a Europa para la era digital
ocupaba el tercer lugar en la lista de objetivos de la Comisión Europea para 2019-2024, una prioridad que se puso de manifiesto en una serie de iniciativas legislativas sobre la inteligencia artificial, datos y otros campos, todos ellos publicadas apenas un mes antes de que se iniciaran los confinamientos en Europa. En realidad, los responsables de la política digital de la UE se apresuraron a señalar durante el taller de Bruselas que la experiencia de la pandemia había validado la agenda de política digital de la UE y que fortalecería el argumento a favor de un aumento de los recursos financieros para respaldarla.
Sin embargo, mientras que la motivación, el dinero y la mentalidad pueden estar ahí, la cuestión del método, que es la parte más difícil, sigue pendiente. Los participantes en el debate de Bruselas sostuvieron que aunque Europa haya perdido la primera generación de transformación digital, podría posicionarse para competir en la próxima ola de tecnología, como la computación descentralizada o en el borde (edge computing), en la que las empresas europeas tienen algunas ventajas competitivas. La UE también puede seguir configurando el entorno digital ejerciendo su poder regulador mediante, por ejemplo, la creación de una federación europea de nubes (cloud federation) que exija a quienes soliciten la admisión en ella que se adhieran a las normas de la UE. Por último, también puede exportar su modelo a democracias afines de todo el mundo y construir una alianza con ellas para aumentar el apoyo a la misma.
Es innegable que los retos son muchos, desde la desunión de los Estados miembros en cuestiones de tecnología hasta el infeliz matrimonio entre el enfoque de las reglas primero
de Europa y su apuesta por impulsar las soluciones tecnológicas y la innovación de cosecha propia. Pero lo que se ha puesto de manifiesto es que Europa está decidida a superar estos desafíos: su resistencia digital y su soberanía ya no era una cuestión de si
y cuándo
sino de cómo
y