La escuela neolacaniana de Buenos Aires
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A estos modos del maltrato está dedicada la novela, y al agasajo en el que analistas y pacientes, perversos y verdugueados, se encuentran en una casa del country Los Cuatreros, propiedad del líder de la asociación. Lo que sucede en ese agasajo es también materia novelística. Contada con gran capacidad narrativa, aguda y con mucho ritmo, La Escuela Neolacanianade Buenos Aires muestra que Ricardo Strafacce, el gran biógrafo de Osvaldo Lamborghini (poeta, novelista y funambulesco practicante del psicoanálisis vernáculo), sigue siendo una máquina fabulosa de transfiguración de la escritura y de la más inagotable tradición contemporánea de la literatura argentina.
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La escuela neolacaniana de Buenos Aires - Ricardo Strafacce
Créditos
A Jorge Luis Fernández
Hay que verduguear
a la persona. ¿Por qué? Porque hay que despertarle aquello que está como metido dentro de lo que es su cobardía moral
. Hay que empujarlo a la cornisa para que asuma la posición narcisística…
LIC. ALFREDO EIDELSZTEIN
I
Podría decirse que se trataba de un grupo de amigos si la palabra amigos
no resultara un tanto excesiva entre psicoanalistas ultraortodoxos. Todos exitosos en lo económico y, quien más quien menos, con cierto reconocimiento académico, habían confluido casi naturalmente en un grupo de investigación y teoría
al que, con alguna pompa, y evidente ironía, llamaron Escuela Neolacaniana de Buenos Aires (ENBA).
No todo, sin embargo, era pompa e ironía, en especial lo de Neolacaniana
, que si, hacia afuera, designaba con cierta obviedad la orientación teórica del grupo, hacia adentro aludía sin complejos a un chiste privado, y más que privado, secreto, que en algún momento había mutado aquella inocente condición de chiste para convertirse, primero, en motivo de reflexión –reflexión irónica pero reflexión al fin– y, más tarde, en invalorable herramienta para la práctica clínica.
Función terapéutica del verdugueo
habían llamado desde el comienzo a aquel chiste (luego devenido motivo de reflexión teórica y, después, de sadismo clínico) surgido en alguna de esas distendidas tertulias que tenían lugar cuando, concluida alguna de las reuniones oficiales
de la Escuela, se descontracturaban, cerveza, café o whisky de por medio, en un bar de Pueyrredón y Paraguay.
En aquel entonces, el chiste no era más que un chiste que, con cierto cinismo, evocaba el peculiar trato que Lacan dispensaba a sus pacientes. Pero en algún momento, los integrantes de la Escuela empezaron a tomarse en serio el tal chiste y, deseosos, aunque al principio tímidamente, de remedar aquellos modales del Maestro, se propusieron estudiar los fundamentos teóricos que justificaban el maltrato a los pacientes y, ya que estaban, explorar formas nuevas de verdugueo. El deseo del analista (ese misterio) y la cobardía moral del neurótico (esa certeza), y sus implicancias en la Cura, eran el marco en el cual debía pensarse la cuestión, decían en la ENBA. Así, poco a poco comenzaron a convencerse unos a otros de que el maltrato al paciente tenía de verdad valor teórico puesto que cumplía la función terapéutica de que éste abandonara la posición sacrificial y recuperara, o alcanzara por primera vez, la posición (todos eran muy diestros en la pronunciación de bastardillas orales) narcisista. De ahí a desarrollar (cada uno por su lado, aunque en rico intercambio con los otros) técnicas de maltrato cada vez más sutiles, novedosas y sofisticadas y a intercambiar esas experiencias en el café de Pueyrredón y Paraguay había un solo paso, paso que todos dieron alegres y entusiasmados como colegiales que se van de picnic.
Obviamente, en este punto, como en todos los otros que eran objeto de atención por parte de la Escuela, existían, sino disidencias, ostensibles matices. Baste evocar a ese efecto una reunión en el café citado ocurrida en los últimos días de un diciembre cuando los integrantes de la ENBA se habían reunido para despedir el año, brindar y dedicarse buenos augurios. En esa reunión, por primera vez encararon seriamente, como colectivo, las formas de bajar
a la práctica clínica aquellas reflexiones teóricas sobre el asunto. La licenciada Mariela Pérez García (cuarenta años muy bien llevados, piernas interminables, sonrisa ambigua), por ejemplo, sostenía que cada paciente era distinto y que, por lo tanto, no se podía maltratar a todos con las mismas técnicas. Pero su colega Rolando Quartucci (no menos de cincuenta, elegante como el que más aunque algo excedido de peso) no estaba del todo de acuerdo. Los procedimientos clásicos, de alguna manera –lo admitía– ya naturalizados, cuando no vulgarizados, seguían funcionando para todos.
El licenciado Juanqui Padovani (el carilindo del grupo) compartía este parecer. El ABC del verdugueo –sostenía–, la vulgata del maltrato rendía siempre y con todos los pacientes. A lo que la licenciada Maribel Chaparro (robusta, temperamental y tetona) pidió se la ilustrara con ejemplos.
Intervino entonces el licenciado Fernando Gutman Carrizo, un hombre joven de aspecto agudo aunque con una estructura corporal liliputiense (decir simplemente que era petiso y delgado sería faltar a la verdad). Los ejemplos eran los que todos conocían, dijo con desdén. ¡Hasta los pacientes los conocían! Y la circunstancia de que, aun conociéndolos, se siguieran sometiendo a ellos, era prueba cabal de su intrínseca efectividad. Aprobaba, desde luego, el proyecto de enriquecer y multiplicar las formas de maltrato pero a su entender constituía un error –y un error grave– olvidar como un trasto viejo en un rincón del consultorio aquellas queridas y entrañables técnicas clásicas.
Pero la licenciada Maribel Chaparro no se daba por satisfecha. Si no se estudiaban bien estudiados esos ejemplos clásicos, que –acusó– sus colegas citaban pero no decían, seguirían eternamente navegando en ese inmenso pero a veces desolador océano teórico cuando de lo que se trataba, se permitía recordar, era, precisamente, de bajar
aquellas reflexiones teóricas a la práctica (acá se dio el gusto de pronunciar sus propias bastardillas) clínica.
Entonces el licenciado Juanqui Padovani bufó y Gutman Carrizo le hizo coro. Los ejemplos, insistía Padovani, eran los que sabían todos. Desde el archiconocido truco de despedir al paciente a los cinco minutos de iniciada la sesión (La seguimos la próxima
) hasta el de cobrar las que caían en días feriados con negativa explícita a reponerlas, pasando también por el popular recurso de hablar por teléfono (de cualquier cosa: Contame algo que me estoy aburriendo con un paciente
) durante toda la sesión, las formas clásicas de verdugueo seguían dando óptimos resultados.
La licenciada Patricia Papa Larrea (atlética morocha de ojos inolvidables y voz algo aflautada), que hasta ese momento había escuchado en silencio, declaró entonces que el tal silencio no se debía a que juzgara el tema desprovisto de importancia clínica, al contrario. Acababa de seguir con vivo interés el intercambio precedente y creía poder aportar su granito de arena al debate, arena que, consideraba oportuno recordar, no remitía, o al menos no remitía principalmente, a las olas, el viento, el frío del mar y, en general, a las playas en las que seguramente sus cofrades se holgarían en el mes de febrero (faltaba poco, que tuvieran paciencia), sino que traía al tapete, en primer término, a la industria de la construcción. Que ella supiera, nada podía construirse