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Reflexiones cerca del más allá
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Libro electrónico392 páginas6 horas

Reflexiones cerca del más allá

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Información de este libro electrónico

Un abogado afectado de cáncer en fase terminal reflexiona sobre su vida y, además, através de sus diferentes visitas con distintos trabajos expone ideas sobre el funcionamiento de la sociedad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2020
ISBN9788418386206
Reflexiones cerca del más allá
Autor

ABFCalafat

Empecé a trabajar en una entidad de ahorros a los 15 años. Estudié bachiller superior,COU y después magisterio. Todo lo hice de forma libre excepto el COU, que lo hiceoficial en clases nocturnas. He trabajado en un colegio desde los 23 años hasta los 50, ydes los 50 a los sesenta, en un IES impartiendo matemáticas en el primer ciclo de laESO después de unas adaptaciones. Mi modesta experiencia procede más de lasamistades de calle que de otros medios.

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    Reflexiones cerca del más allá - ABFCalafat

    Reflexiones cerca del más allá

    ABFCalafat

    Reflexiones cerca del más allá

    ABFCalafat

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    ©ABFCalafat , 2020

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418385414

    ISBN eBook: 9788418386206

    Prólogo

    Soy consciente de que revisando mi escrito por profesionales encontrarán cantidad de fallos. Mi intención no es destacar como escritor. Soy un simple aficionado con inquietudes. Sólo trato de exponer en mi modesta inquietud, diferentes sensibilidades y vivencias de personas con las que me relaciono o me he relacionado. Algunas de las sensibilidades las comparto totalmente, otras en parte y otras nada. Honestamente pienso que no debo excluir ninguna. Hay que respetar la diversidad de criterios, sean más o menos lógicos.

    Tengo que agradecer a la mayoría de la gente con la que he tenido conversaciones el despertar en mí cierta conciencia justiciera exponiendo las diferentes cuestiones escuchadas. Si ellos se lamentan de algunos hechos ocurridos o de actualidad, es que aprecian alguna irregularidad que necesita reciclaje.

    En primer lugar, mi agradecimiento a los compañeros de andar cada mañana, en segundo lugar a los compañeros de almuerzo los fines de semana y en tercer lugar al comportamiento social en general, que observando conductas, oyendo telediarios, leyendo prensa de diferentes sensibilidades y algún locutor de radio me ha ayudado en mis posibles dudas sobre lo que tenía que exponer en los personajes que aparecen en el libro.

    Finalmente, aclarar que los personajes no son públicos, son totalmente inventados, cualquier coincidencia en los hechos con cualquier ciudadano local o conocido es pura casualidad.

    Preparado para afrontar críticas, aclaro que mi intención sólo es dar a conocer diferentes formas de actuar de los ciudadanos, vividas o escuchadas.

    Firmado

    ABF. Calafat

    Situación crítica

    Hoy soy alguien, mañana…

    Exhausto y rendido al final de una vida de la que de alguna de sus etapas no me quiero acordar, con sesenta años cumplidos, agoto mis días, horas y quién sabe si minutos, resistiendo, si es que así lo puedo llamar, los cada vez más frecuentes achaques de este enemigo invisible e insistente.

    Más allá, en la otra vida que dicen que existe, donde me destinen, intentaré aprovechar las buenas oportunidades al máximo, me alejaré de amigos que me propiciaban sustancias placenteras. Otros que me buscaban a todas horas en aquellos breves momentos de bonanza, cuando dispuse de la herencia del dinero ahorrado de mis padres a la muerte de éstos. Evitaré aquellas noches descontroladas, a veces la bebida, otras, compañías de ciertas mujeres cariñosas que anulaban mi voluntad, al tiempo que desaparecía el dinero. También me negaré a respaldar con mi trabajo ciertas irregularidades de dudosa legalidad. Procuraré leer mucho, para entender más y aumentar mi libertad de elección. Escuchar a la gente, donde todo el mundo tiene algunas cosas útiles que decir. Respetar las diferentes formas de pensar, creencias, opciones políticas, gustos, etc. Ayudar, según mis posibilidades a cualquier persona en apuros. Espero que la experiencia terrenal adquirida, sea una buena plataforma para la otra vida.

    Sobre los últimos momentos, he oído de todo: unos dicen que se produce una fuerte sensación de bienestar, unas turbulencias en el cuerpo como un éxtasis que te llevan a los momentos más álgidos de la pasada vida, como si todos los órganos se revitalizaran volviendo otra vez a su plenitud. Como si la memoria, te hiciera recordar escenas remotas como recientes. Después, como si todo estuviera conectado a una toma de energía y se desconectara bruscamente, el cuerpo, vuelve a una situación insostenible, desembocando en el más allá. Le llaman la mejoría de la muerte. Otros comentan, que el deterioro va aumentando de una forma lenta y progresiva, hasta un giro suave del cuello —torcer el cuello— y casi sin darte cuenta, finalizas tu existencia terrenal. Todos coinciden, que después de éstos actos, se paraliza todo, incluso el pensamiento. Se conoce a alguna persona, que después de dada por muerta clínicamente, a las dos horas resucitó, y comentaba, que aunque era incapaz de mover ninguna parte del cuerpo, mentalmente le quedó un residuo energético capaz de ver —si le dejaban los ojos abiertos—, oír y dejarle pensar un tiempo. Los científicos que escribieron al respecto, en lo que yo conozco, nunca se pusieron de acuerdo, si esto era posible, y en caso afirmativo, con las reservas energéticas del cuerpo y últimos latidos del corazón, ¿cuánto tiempo más se podía interpretar sensaciones?.

    Resignado a todo, el tiempo discurre rápido y lentamente, rápido pues pensando acontecimientos, me pasa fugaz y me resisto con todas mis fuerzas a que me gane la guerra. También pasa lentamente en los momentos en que el dolor se me hace difícil de soportar, me acosa los músculos, me neutraliza el estómago, me imposibilita la fluidez de movimientos. He estado muy atento a los diferentes veredictos de los diferentes médicos. Ninguno me pareció que ofrecía dudas. Mi familia, después de los primeros sobresaltos, acompañados de llantos de mayor o menor intensidad, no sé si me parece resignada o esperanzada. De bienes, sólo me queda un solar heredado de mis padres de alrededor de trescientos metros y una casa, que al ser un bien ganancial, tuve que volver a hipotecarla para abonar la parte acordada a mi exesposa durante la separación. La casa, tiene unos ciento cincuenta metros de vivienda, con un jardín de unos sesenta metros. En el jardín, tengo cuatro árboles que me hacen compañía constante. Ni hablan, ni se incomodan, me aportan oxígeno y dado su tamaño, apenas requieren cuidados. Ya años, sentía cierta nostalgia de plantas del lugar. Planté un algarrobo, que aunque lentamente, ha ido creciendo y aportando fruto a principios de septiembre y cobijo a muchos seres vivos. También planté un olivo, que algún vecino me comentó que era de la variedad cornicabra, si no recolectaba el fruto durante los meses de noviembre a enero, se podía oír el canto melodioso de unos pájaros negros llamados tordos popularmente por los ciudadanos, estorninos, que acudían a comer las aceitunas. Como curiosidad también planté un pino piñonero que tengo cierto regocijo cada año poder recoger piñas en los meses de agosto y septiembre. Finalmente, planté un ficus que algunos llamaban Nítida y otros Laurel de Indias. Cuando estaba anocheciendo, era un concierto constante el ruido de tantos pájaros que se cobijaban a dormir en el ficus. Durante el día, también acompañan unas golondrinas que han hecho sus nidos de barro debajo de las tejas. Cuando era pequeño, a las golondrinas, se les llamaba golondrinas del Señor. Quizás, alguien consciente del beneficio que producen comiendo insectos, añadió lo del Señor para aumentar su protección. Yo de alguna forma sentía que no estaba solo. A veces, me recreo observando el aspecto rudo del algarrobo, abrigado por una corteza tosca, unas hojas verde oscuras y unos frutos negros, alargados y que además de servir de alimento a algunos animales, en la posguerra civil, saciaba a algunos humanos. También se comenta sobre las propiedades medicinales que poseen. En el pino piñonero, distingo su ramaje aparasolado, la corteza como si se abriera para mostrarnos su interior y unas hojas en forma de aguja que creo que es un mecanismo defensivo contra la sequía. Al ser muy delgadas transpiran menos. El olivo, siempre vestido con un color yo diría que gris claro y frondoso para refugio de algún que otro ser vivo. Finalmente, comparo la corteza de color blanco casi lisa del ficus, su abundancia de hojas, tan juntas, que apenas dejan pasar ningún rayo de sol a través de ellas. No sé qué árbol me gusta más, los cuatro con características diferentes, pero todos me ayudan en compensar algún desasosiego de mi vida. Todavía queda un espacio para albergar algún árbol más. Estoy tentado de plantar una higuera, me gusta el sabor de las brevas pero no su color. Pregunto por especies que sólo tengan higos y que sean verdes. Me comentan de una especie que el fruto es muy bueno y es verde y que se llama pellejo de toro, le pregunto dónde puedo obtener la planta, cómo y cuándo debo de plantarla. Me comentan, que las higueras, se plantan cogiendo una rama de la planta madre que tenga nudos, se entierra transversalmente dejando unos diez centímetros con nudos al exterior y que las fechas idóneas para plantar es en enero o la noche de San Juan. Considerada como noche mágica. Todavía quedan meses para esas fechas, espero llegar a tiempo para realizar la plantación.

    Todavía me queda que pagar una parte de la hipoteca. En la casa, es donde agoto mis últimos latidos. También tengo unos cuantos miles de euros que difícilmente sobrepasarán los gastos previstos. Por otra parte, es de lógica, que mi compañía, más que proporcionarles una vida placentera a la familia, exige una atención constante, una atmósfera patética y aunque no quiera, mi malestar frecuente influye directamente en la vida de cada cual. Todo el mundo tiene cara de afligido o de sufrimiento o quizás de resignado. Me acompaña un perro de raza Schnauzer, el mediano, de color negro. Gentileza de un amigo. La intención era buena. Tal vez conociera mi interés por los animales. Es tan vivo en sus movimientos que le llamo Bala. Una visita, me comentó, que había un jugador alemán que además de rápido era muy técnico y le llamaban Ballack y que este nombre iría muy acorde con el carácter y conducta del perro. Da igual que lo llame con un nombre u otro, rápidamente se acerca para atender mi llamada. Casi todo el tiempo está sentado a mis pies mirándome con cierta frecuencia. Cualquier gesto mío, aunque sea lamento de dolor lo pone en estado de alerta.

    —Ah, ah, ah…estos dolores tan intensos me avisan de que mi enemigo, lentamente pero sin pausa, me va ganando la batalla. Vuelve a aparecer los momentos nebulosos, el dolor abarca la totalidad de mi cuerpo y apenas me deja energía para soportarlo y pensar si todo pasará ya definitivamente o después de llegar a la inconsciencia total, todavía me queda alguna estación más de paso.

    Recuerdos

    Cuando nací, era el primer hijo y nieto y según me contaron más tarde, todo el mundo estaba contento por el acontecimiento menos mi abuelo paterno. Empezó a llorar. A todos le extrañaba la actitud y fueron a preguntarle a qué se debía su reacción. El abuelo seguía gimiendo. Un día después volvieron a hablar con él —¿Por qué llora de pena en el nacimiento de su nieto? —porque con él, veo cada vez más cerca lo mayor que soy y cómo me voy aproximando a mi último destino. Años más tarde, con el nacimiento de mi hermana Obdulia, mi abuelo, ya había asimilado el lógico acontecer de la vida.

    Mi abuelo paterno se llamaba Aureliano. Trabajaba unas cuantas tahúllas todo el año donde plantaba tomates, habas, alcachofas, ajos, cebollas, etc…cualquier cosa que pudiera abastecer el hogar. Algún que otro año, plantaba una parte de trigo, lo almacenaba y mi abuela en un pequeño horno de barro que había en casa amasaba pan para todo el tiempo posible. Parte de las cosechas, iban destinadas a alimentar un lechón que me regaló un vecino, quizás como agradecimiento a algún favor de mis abuelos, más tarde pude comprobar que iba destinado para la matanza casera, y a algunas gallinas y conejos que siempre había en el patio. Había años, que sembraba cáñamo y siempre recuerdo la semana siguiente de la festividad de la Virgen del Carmen, 16 de julio, que siempre era mencionada en casa de mis abuelos como época previa de segar el cáñamo. Un día, mi abuela, preocupada por la tardanza de mi abuelo, me recordó el camino hacia donde estaba la tierra que albergaba el cáñamo y me dijo —acércate hacia donde está tu abuelo y le dices que la comida está lista. Que venga lo antes posible. Contento por encontrarme con mi abuelo y también por corretear al aire libre, salí rápido de casa de mis abuelos. Llegué totalmente sudado y me encontré a mi abuelo con la camisa mojada, las manos con alguna que otra herida, una hoz en la mano y una cara de circunspecto que siempre le duraba varios días. Después de andar un rato por la ciudad y trotar al llegar al llegar a la huerta, me encontré con mi abuelo, antes de saludarle le dije —¿Tienes agua por ahí?. Me contestó —acércate a la higuera y verás un botijo colgado, lo coges y lo traes que yo también tengo sed. Me acerqué a la higuera y entre las ramas había colgado un botijo, con unas tapaderas de madera en las aberturas, lo descolgué y se lo acerqué a mi abuelo para que él bebiera primero. Al botijo le quitó la tapadera de la abertura más pequeña y levantándolo con ambas manos, mi abuelo bebía sin pausa. Por un instante, tuve dudas si quedaría agua para mí. Mi abuelo me pasó el botijo e imitándolo empecé a beber. Apenas probada el agua, sentí una especie de rechazo. El agua del botijo no parecía normal. —¿abuelo qué le has puesto al gua que sabe raro?. No te preocupes —cuando hace calor, al agua se le pone un poco de bebida que le llamamos anís, que ayuda a evitar la sed. Acabada la ceremonia hídrica le dije —abuelo, ¿te queda mucho?, la abuela dice que la comida está ya preparada. No sé si había acabado la faena o no pero optó por venir conmigo. Al regresar, durante el trayecto, me comentaba que después de segar, todavía quedaba secar la cosecha, introducirla en una balsa para mojarla, sacarla después de cierto tiempo, volverla a secar y agramarla. Una vez convertida la planta de cáñamo en una especie de jopo, después se hilaba. Separado el jopo, quedaba lo que llamábamos agramizas. Mis amigos y yo, hacíamos los primeros escarceos con el vicio, fumándonos las cañas huecas de la planta y más adelante hojas o semillas molidas que me producían cierta somnolencia. Creo que fue el principio de otros males. Al llegar a su casa, mi abuela tenía la comida preparada y la mesa con los cubiertos correspondientes. Cuando llegamos mi abuelo y yo, mi abuela me dijo —Horacio acércate al pozo y te fijas en la cuerda que cuelga en la boca del mismo. Tiras de ella con cuidado hasta que veas el cubo fuera. Al alcanzar el cubo, observé que llevaba bebida y fruta. El acto del pozo me despertó la curiosidad. ¿—Abuela para qué ponéis la bebida y la fruta en el pozo? . —Escucha Horacio: en verano hace mucho calor y metemos algunas bebidas y frutas en el pozo para que en contacto con el agua, bajen la temperatura y resulten más agradables para consumir.

    Mi abuelo, rondaba el metro sesenta, una cabellera abundante, apelmazada. A veces los vecinos le decían en broma que era familia de Búffalo Bill. Los ojos negros, algo pitarrosos, eran pequeños y saltones, siempre observadores y despiertos, nariz respingona, tan destacada que daba la impresión de haber recibido algún golpe entre los extremos de la misma. Siempre llevaba barba de varios días, no sé sí por comodidad de no afeitarse a diario, o economía de tiempo o productos que había que utilizar. Encima de la camisa multicolor, si hacía frío, solía vestir alguna chaqueta de pana y cubriendo la chaqueta un blusón negro. A mi abuelo le cubría hasta casi las rodillas. Los pantalones o eran la mayoría de veces los mismos o tenía varios iguales. Hasta bien entrado el invierno, calzaba unos alpargates que las cintas se veían reatadas y vueltas a unir alguna que otra vez En uno de ellos, ya le asomaba el dedo gordo por delante. En días normales, lo veías venir alrededor de mediodía, con un capazo en la espalda, con hierbas para los conejos por encima y debajo diferentes verduras: tomates, habas, alcachofas o cualquier otra cosa que fuera comestible. En medio de todo se podía observar una hoz y una feseta. Se usaban para faenas agrícolas y también como colaboradoras en la recolección de productos. De los bolsillos del blusón, solía sacar diferentes tipos de fruta del tiempo. Yo sospechaba que todo no era de su propia cosecha.

    En una de mis posteriores visitas, me sorprendió su indumentaria. Iba vestido como si el tiempo amenazara fuertes lluvias. En la parte superior vestía una especie de impermeable llamado así con cierta imaginación, de la cintura hacia abajo, unos restos de pantalones cubiertos hasta las rodillas por unas botas parecidas a las que en algún libro había visto que llevaban ciertos pescadores gallegos. Le acompañaban varios hombres con vestimentas parecidas, extrañado le pregunté —¿qué pasa abuelo?,¿dónde te diriges con estos hombres?, ¿ocurre algo?. Mi abuelo contestó —estos hombres y yo, vamos a desarrollar una actividad que se llama mondar, consiste en limpiar las acequias de lo que llamamos cieno, es una especie de barro que se deposita en el fondo y dificulta el paso del agua al regar. Entendida la explicación, me aclaró, que es una más de las actividades que hay que realizar en la huerta con cierta frecuencia.

    Mi abuela paterna, se llamaba Irene. Era de estatura más bien baja. En el cuerpo se distinguían dos partes, como si fuera el encaje de dos personas diferentes: una enjuta de carnes hasta la cintura y la inferior empezando en un trasero totalmente desproporcionado, apoyado por dos piernas a forma de cilindro con los abultamientos de rodillas y gemelos que no armonizaban nada con el cuerpo y brazos. La cara, sin ser guapa, era de una discreción aceptable. El pelo liso, en contraste con el de mi abuelo, era débil e inestable. Siempre portaba unas gafas, con una sola varilla y alguna que otra grieta en los cristales. En la boca, asomaba la mitad de algún diente incisivo y pocos acompañantes más, víctimas de la edad o del poco cuidado. Los ojos enrojecidos que yo achacaba al contacto con el fuego de hacer la comida. El color negro de los ojos no sé si era natural o carbonizado, por estar con frecuencia cercanos al fuego. Las manos y los brazos, igual que mi abuelo, muestran unos pigmentos marrones como si le hubiese dado el sol por partes. Ni mis padres, ni mis otros abuelos poseían esas manchas. Un día dominado por la curiosidad pregunté a mi abuela —¿Abuela qué enfermedad tenéis en brazos y manos el abuelo y tú que se os ven esas manchas marrones en los mismos?. —Mira Horacio, esas manchas las produce una planta comestible que se llama chirivía, si la manejas sin protección, la savia, ese líquido que segregan las plantas, te deja esas señales que tú nos ves. La vestimenta siempre era la misma, unas faldas y blusas negras protegidas con un delantal con muchos adornos y algún que otro jirón. El delantal era fijo. Entre preparar los ingredientes de la comida, arreglar ajos, cebollas u otras verduras, según la época, amontonar leña para encender el fuego y acabar de hacerse, era faena de casi toda una mañana. Una vez a la semana amasaba harina y elaboraba panes que cocía en el horno de barro que había en el patio. Como calzado, siempre llevaba unas zapatillas de paño, negras con restos de alguna visita de las polillas.

    Con cierta frecuencia, se veía llegar a mi abuelo arrastrando varias ramas de palmera atadas al portaequipaje de la bicicleta. Con esas ramas, mis abuelos hacían lo que ellos llamaban hilos, que empleaban para atar ajos tiernos. Antes de atarlos, los limpiaban quitándoles las hojas exteriores.

    En una de mis visitas a mis abuelos, recuerdo cierto sobresalto. Pude apreciar la sangre fría o experiencia de mis abuelos. Sentado en una silla, a cierta distancia del comedor, noté como una culebra de cierto tamaño se deslizaba ente las patas de la mesa donde estaba apoyado. Grité y tal vez como reacción a mi grito, la culebra se desplazó hacia el patio y mis abuelos hacia donde yo estaba. —¿Qué ha pasado preguntaron a la vez?. Con cierto tartamudeo les expliqué la situación y el lugar donde se había desplazado la culebra. Mi abuelo fue al lugar indicado y observó que había un agujero por donde se podía haber cobijado. Buscó una escoba y agarrándola por las fibras le sugirió a mi abuela, —busca la miera y tráela rápido. Enseguida, mi abuela se acercó con un tarro, que al destaparlo, se observaba cierto líquido espeso como el chocolate deshecho y algo más oscuro. En el ambiente se percibía cierto olor desagradable. Parecido a lo que nosotros llamábamos galipote de las carreteras. Mi abuelo impregnó un paño de ese líquido y con la caña de la escoba lo introdujo lo más adentro que pudo en el agujero donde se había cobijado el reptil. Poco tiempo tardó el animal en salir y mi abuelo empezar a golpear con la caña de la escoba hasta dejarla aletargada. El final es lo que hoy, con cierta información habría intentado evitar. Las culebras son animales, que a pesar de la leyenda, y cierto aspecto repulsivo son beneficiosas para la agricultura. Las caseras de estos lugares, se alimentan de roedores e insectos.

    Mis abuelos paternos y más tarde mi padre eran conocidos en la ciudad como los Gardos. Una de las veces que sentí mi curiosidad por tal mote, mi abuelo me contó un poco sus orígenes. Contaba mi abuelo —mi padre y mi tío, llegaron a la ciudad buscando sitios donde adaptarse y poder vivir con sus familias. Veníamos de tierras del norte más baldías. Viajábamos juntos en sendos carros, guiados cada uno por una mula, dentro de uno de los carros viajaba mi tío Ordoño y su mujer y en el otro mi padre, mi madre y yo que tenía unos cuatro años. Cada carro, transportaba en su interior los pocos enseres para subsistir: cacerolas de metal, vasos, alguna manta, una mesa y varias sillas que todavía conservo. También recuerdo algunos sacos de algarrobas que alimentaban la mula y ocasionalmente completaban la dieta de nosotros. La alimentación era a base de hierbas silvestres, alguna fruta requisada en los caminos y algún conejo cazado por unos cepos colocados la noche anterior. Cogidas a los carros, había dos tinajas con tapaderas de madera, que transportaban agua recogida en alguna fuente. Durante el viaje a estas tierras, al llegar la noche, buscábamos un lugar para acampar y pasar la noche. Como cada mañana, salíamos del carro en diferentes direcciones para hacer nuestras necesidades, después de un rato, nos dimos cuenta que mi madre no aparecía por el descampado. Mi padre la llamó dando voces pero no había respuesta. Regresamos al carro y no estaba. Después de buscar en los lugares cercanos al carro, observamos unas zapatillas negras cerca de un matorral, al acercarnos allí estaba mi madre, inmóvil, boca arriba mirando al cielo y como en actitud suplicante. Mi padre llorando, desesperado iba totalmente descontrolado. Fue en busca de agua y salpicó el rostro y labios, pero no había reacción. Unos instantes después, comprobó el pulso, confirmando lo que no queríamos aceptar. Después de un rato, mi padre buscó un lugar resguardado y excavó un hoyo suficiente para albergar el cuerpo de mi madre. Quebró dos palos y con unas ramas de hierba llamada esparto, al no encontrar nada mejor, formó una cruz que clavó en la parte superior. Al partir de ese lugar, mi padre y yo volvíamos la vista, esperando cualquier movimiento de tierra que liberara a mi madre para volver con nosotros.

    De vez en cuando, durante el camino, acampábamos en alguna población. Mi tío y mi padre, trabajaban ocasionalmente como jornaleros cuando surgía alguna oportunidad. Cada población que visitaban, comprobaban las posibilidades de sobrevivir para instalarse. Cuando mi tío Ordoño y mi padre y llegaron a esta ciudad, mi tío preguntó —¿aquí quién manda?, los vecinos del pueblo contestaron —el marqués y el obispo. Mi tío, sin mediar palabra, golpeó a la mula diciendo enérgicamente —arre mula y salió de esta ciudad enseguida. Mi padre optó por quedarse. Ambos acordaron reunirse durante las fiestas de Navidad y en verano si les era posible.

    Más tarde, cuando ambos hermanos se establecieron, continuaron las relaciones tal como acordaron. En Navidad y en la Virgen del Carmen, patrona de la ciudad, nos reuníamos ambas familias. Todos poníamos a disposición de los días de estancia la mejor comida que podíamos recoger. Ahora te aclaro lo de los Gardos. Mi padre se llamaba Lutgardo y ante un nombre desconocido y no muy fácil de pronunciar, los vecinos de la ciudad abreviaron con el mote. Al instalarnos en estas tierras, mi padre, que no era muy mayor, siempre se sabía dónde estaba oyendo su tos. En la ciudad conocí a tu abuela. Tu abuela era trabajadora del campo, cada día junto a otras mujeres, se desplazaban al trabajo. Cada vez con cualquier dueño que les avisase. El trabajo era diverso: escardar ajos, recolectar tomates, judías verdes, patatas, etc. Al final de la jornada, los dueños, permitían llevarse algo de la cosecha recolectada. La mayoría eran productos de difícil comercialización: con señales de haber sido cobijo o atacado por algún insecto, fracturados y algún que otro de vista no apetecible.

    Nos conocimos, nos casamos en tres meses y nos fuimos a vivir con mi padre. Uno de los encargados del marqués me comentó que si quería trabajar en sus tierras, tenía trabajo para mí y también para tu abuela en otros menesteres. Tu abuela y yo estuvimos trabajando para el marqués algún tiempo, yo en el campo y tu abuela en la cocina, limpiando y cuando podía al campo. Después, el marqués nos cedió tierras a cambio de un rento anual. Yo, cada año, además de cajas de las mejores frutas, verduras y algún animal: conejo, pollo, pavo, etc. recolectaba los mejores dátiles del campo y le llevaba una cesta grande al marqués. Creo que estos obsequios, ayudaban a ciertos detalles del marqués con el rento cuando el año no era muy bueno. Cada vez que había elecciones, ya sabíamos todos los que teníamos tierras arrendadas del marqués. Para votar, teníamos que esperar a uno de sus trabajadores. El trabajador nos agrupaba a todos, repartiendo los sobres de votación momentos antes de llegar a las urnas. Con el tiempo, logré comprar parte de las tierras y mejorar nuestra situación. Un día, tu abuela apareció a media mañana en el campo donde me encontraba con cierto desasosiego, me dijo que le acompañase a casa, le pregunté —¿te encuentras mal?—No, contestó —pero ya no voy a trabajar más a casa del marqués?. No volvimos a hablar del tema, pero nunca volvimos a encontrarnos con el marqués en ningún sitio. Cuando sabíamos que se encontraba en algún lugar, sobre todo en festivos o algún acontecimiento oficial, evitábamos cualquier acercamiento. A veces, cuando había procesión en la que participaba el marqués, tu abuela pasaba al interior de la casa hasta que el santo y acompañantes hubieran pasado.

    Por el progresivo deterioro de la salud de tu bisabuelo, tuve que vender parte de las tierras adquiridas. Durante el tiempo que permaneció enfermo, tuvimos que afrontar el coste de las medicinas, visitas y tratamientos del médico. La muerte de tu bisabuelo produjo sentimientos de pena. Hicimos lo que pudimos, pero en lo económico, fue un alivio que nos hizo avanzar hasta la situación actual.

    Me gusta escuchar a personas mayores, pues su experiencia es muy enriquecedora. La charla de mi abuelo ha sido útil. He entendido la cantidad de sufrimientos padecidos para llegar a una situación en que todavía tenemos la penuria como acompañante.

    Tengo que decir, que mi vida, es algo más cómoda que mis abuelos y bisabuelos.

    Mi infancia la vivía acorde con mi carácter, a ritmo. Apenas era capaz de desplazarme unos metros andando y ya sólo deseaba estar en la calle con gente. Tal como fui creciendo, mi cuerpo estaba en constante vibración, las noches, eran una fase de prisión, deseando que llegase el día para disfrutar en mis correrías con los diferentes amigos. Algunos, se cansaban y regresaban a sus casas, yo reemplazaba con otros nuevos, intentando sacar el máximo provecho del día.

    Muchas tardes, anhelaba la visita a mis abuelos paternos. Después de mis movimientos constantes, siempre saboreaba con satisfacción el pan, vino y azúcar que me preparaba mi abuela. Además de la comida, siempre me encantaban las historias de antes, durante y después de la guerra civil. Una de las historias se refería a acciones ocurridas en la ciudad después de proclamar la Segunda República. Me contaba —llegaron un grupo de hombres con pistolas de las ciudades vecinas buscando a D. Cirilo, cura de la parroquia. Fueron registrando casa a casa sin encontrar al cura. Al inspeccionar las diferentes casas, iban recogiendo comida y animales y cargándolos en carros. Al llegar a la Iglesia, introdujeron en su interior cartones, palos y maderas para quemarla, otro grupo de hombres, venían con tres personas de las que se decía que eran de diferente ideología, según ellos, eran opresores del pueblo y que los iban a matar. Los vecinos se quejaban de que les quitaran la comida y algunos opusieron cierta resistencia al intento de quemar la iglesia. Las tres personas, una de ellas un terrateniente, que habían detenido decidieron llevarlas a las afueras para según ellos darles lo que ellos llamaban paseo. Algunos vecinos más decididos se dirigieron al Ayuntamiento para contar lo sucedido al alcalde, señor Carmelo. El alcalde, acompañado de algunos vecinos, fue en busca de los hombres armados, primero, a los que tenían los tres secuestrados, casi les ordenó —traer a los tres hombres al centro de la ciudad. El alcalde, era de la misma ideología que los intimidadores, pero parece ser que no de las mismas intenciones. Una vez en el centro de la ciudad, cerca de la iglesia, se dirigió al resto del grupo y los reunió a todos casi regañando —en mi ciudad la justicia la imparto yo, soy el que decido lo que se debe hacer en beneficio de la República. Quédense con la comida requisada, pero cojan sus pistolas y márchense a sus lugares de origen. Según mi abuela, aquel hombre con apenas un metro sesenta de estatura emanaba autoridad por todo el cuerpo. Tal era su firmeza y energía al hablar, que ningún hombre del grupo armado se atrevió a contestarle. Le escucharon con resignación, se agruparon cruzando sus miradas y cogiendo sus carros con la comida incautada se alejaron de la ciudad. La mayoría de vecinos, sabían que D. Cirilo estaba escondido en una vieja mina de plomo abandonada en las afueras de la ciudad. Mi abuela, acompañada de varias vecinas del pueblo, hacía turnos para visitar a D. Cirilo una vez a la semana. Le llevaban agua, comida y ropa limpia. Después del incidente del alcalde Carmelo con los buscadores de don Cirilo, un grupo de vecinos, comentaron que fueron testigos de cómo estas personas procedentes de otra ciudad, de madrugada, secuestraron a un hombre del pueblo vecino. Lo subieron al coche, según ellos, para interrogarle. Durante el trayecto del viaje, el coche tenía que subir una cuesta con cierta pendiente, el secuestrado inquieto por la situación y sospechando algún desenlace, cuando el coche se encontraba en mitad de la cuesta, forzando el volante a ambos lados, logró la distracción del conductor ocupado en evitar un accidente. Con cierta dificultad, abrió la puerta, se lanzó a la carretera y después de algunos traspiés logró ponerse de pie. Sin mirar para ningún lado, corrió hacia una plantación de alcachofas. Se tumbó en el suelo, entre varias matas, esperando la oportunidad de salir. Los secuestradores bajaron del coche y cada uno por una parte de la finca, inspeccionaban cada mata en busca del fugado. Al verlos algo cerca, el detenido avanzó hacia una zona baldía llena de una planta silvestre llamada carrizo. Esta planta invadía orillas del camino y acequia. A veces colonizaba alguna zona de cultivo cercano. Durante cierto tiempo, el prisionero, permaneció a salvo de las miradas acosadoras. Uno de los secuestradores, se percató del movimiento de ramas y avisando a sus compañeros, rodearon la plantación por el lugar donde se habían movido las ramas. Descubierto el secuestrado, tumbado boca abajo, con las manos en la cabeza y los ojos cerrados. —Aquí se encuentra, dijo el primero que lo vio. Los otros dos compinches se acercaron y se congratularon del éxito de la cacería. El secuestrado lloraba y suspiraba —no hacerme daño, tengo mujer y dos hijos. Yo no he hecho nunca nada malo. Siempre he pagado a los obreros el jornal que se cobraba normalmente. No había acabado de solicitar clemencia, cuando recibió el impacto de tres balas en la cabeza, una de cada secuestrador. Según se comentaba por los ejecutores, era un tirano con los

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