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Quererte fue mi castigo
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Libro electrónico179 páginas2 horas

Quererte fue mi castigo

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Esta novela, ubicada en la época de la revolución mexicana, narra el encuentro entre el sanguinario general Valentín Cobelo y la altiva Rosario Alomar. A partir de ese momento, ninguno de los dos tendrá refugió ante la pasión mutua que irá forjándose en el árido paisaje. La detallada descripción hecha por el autor, realizada con un lenguaje y un erotismo renovado, anima esta obra de corte tradicional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jun 2014
ISBN9786071620729
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    Quererte fue mi castigo - Javier González Rubio Iribarren

    agonía

    I. VALENTÍN COBELO

    NI QUIEN fuera a imaginar que la Revolución pasara por Monreal, y no habría llegado nunca de no ser por un grupo de huertistas infelices a los que huyendo de la toma de Alamilla, y de un seguro fusilamiento a manos de los vencedores, se les ocurrió irse a meter en ese pueblo aislado de sobresaltos.

    Durante la mañana, los pobladores cumplieron cabalmente su rutina diaria y almorzaron sosiegos; es más, aún pasado el mediodía no tenían razón para suponer una noche con las campanas de la iglesia de Santa María del Refugio sonando a viudas, huérfanos y muerte por una batalla casual que no le importaría mayor cosa a la Revolución, ni sería registrada en libro alguno; sin embargo, fue la oportunidad que creó en Federico Farías la ilusión de convertirse en héroe.

    En cambio, la toma de Alamilla fue una batalla memorable dirigida por la astucia y producto de la alianza meramente circunstancial de dos generales emergentes: Valentín Cobelo, un solitario del desierto, y Francisco Larios, un fiel servidor de la causa.

    Ambos se conocieron unos días antes en la hacienda La Quintilla, de mármol y cantera rosada, gobelinos belgas, herrajes españoles, ébano, cedro y caoba en las puertas y en las mesas; cristales de bohemia, porcelanas de Limoges y Sèvres y candelabros austriacos, que había pasado a ser el cuartel general de Francisco Larios poco tiempo después de que sus propietarios, la familia Acevedo Rincón, huyeran a Houston, con su dinero y sus joyas, temiendo una visita imprevista del tal Pancho Villa.

    Larios era un verdadero revolucionario. Sabía por qué luchar y para qué y gozaba de toda la confianza del general Felipe Ángeles; los dos coincidían en una piedad necesaria y en las estrategias militares. Su asunto no era personal. Hasta Larios habían llegado, entre noticias, rumor y leyenda, los hechos de Valentín Cobelo sin dejar duda de su capacidad bélica y violenta, aunque no daban indicios claros de sus ideales. Larios pretendía una alianza con él para sumar fuerzas y engrosar las filas de la División del Norte.

    Aquel día en La Quintilla, los generales se sentaron uno frente al otro en los lados de la extensa mesa del comedor cuyo tablón sostenían dos ángeles semiarrodillados.

    Tenían frente a sí sendas copas de coñac con sus respectivas botellas extraídas de la cava abandonada en sus prisas por don Jesús Acevedo, ganadero, productor de manzanas y duraznos y en ciernes de industrial vinculado al acero.

    Valentín Cobelo asistió al encuentro acompañado de Cipriano, el hombre de todas sus confianzas, Serafín Machuca, su lugarteniente y Baltasar Juan, el Rarámuri. No lejos de ahí lo esperaban sus casi quinientos hombres a las órdenes de Julián Vela.

    Los cinco acompañantes de Larios, colocados un poco dispersos en la estancia, estaban lo suficientemente cerca y aguzados para escuchar las palabras de los generales.

    Serafín Machuca y Cipriano se sentaron atrás de Valentín, con la vista clavada en el suelo y la concentración en las palabras por si llevaban pólvora o meros sofocones.

    El Rarámuri se recargó junto a una ventana con las cortinas de seda y brocados desplegadas; cargaba un machete enfundado a la espalda y dos puñales que le custodiaban la cintura por debajo de las cananas entrecruzadas repletas de balas. Tomándolo por el cañón, apoyaba su Winchester en el suelo.

    El principio de la conversación le fue difícil a Larios; no encontraba el camino para sus ideas ante la infranqueable barrera de la austera cortesía del general Cobelo, de su mirar fijo como el de un hombre al que sorprendió la muerte y dejó con los ojos abiertos.

    Larios optó por hablarle de Felipe Ángeles; no dudaba que la personalidad de su jefe fuera atractiva para todo buen revolucionario. A pesar de su fuerza interior, con el respeto y la admiración de sus pares y subordinados, y aun de sus superiores, Larios no se sentía capaz de atraer, sólo con su persona y sus propuestas, a aquel hombre bien educado, de modales firmes pero pausados y de figura enérgicamente metálica.

    —A mi general Ángeles le agradaría conocerlo, estoy seguro de eso. Es muy predispuesto a los hombres de buena ley; en cuanto los mira los sopesa y sabe que son de los que necesita la Revolución. Es un general de a de veras —intentó una sonrisa con una mezcla de ironía y pudor—; brigadier, además. No tiene mucho con mi general Villa, antes la intentó con Carranza, ese viejo cabrón que se siente superior y con una camarilla más de soberbia —sonrió ahora con mayor decisión esperando una actitud similar de Valentín Cobelo, que permaneció inmutable.

    Hubo una pausa. Larios se arrellanó en el sillón para aflojarse más y decidió ir al grano.

    —Yo quiero pedirle que me ayude a tomar Alamilla. No me mal comprenda, no estoy buscando ninguna gloria. Usted mandaría en su gente y yo en la mía, pero atacaríamos juntos. Tan luego nos unamos, no habrá más órdenes que las de don Felipe o de mi general Villa. ¿Cómo la ve?

    —No.

    Se quedaron viendo, sin parpadear. Larios se echó el sombrero para atrás y estiró las piernas metiéndose bien adentro el desagrado.

    —Yo tengo casi tres mil hombres, bien armados y muy leales —añadió ante el silencio de Cobelo.

    Valentín siguió mirándolo como si esas palabras no le significaran absolutamente nada, y así era.

    —Usted anda solo, a la deriva, y un día se va a perder o lo van a acabar. Eso puede ser un desperdicio, como una irresponsabilidad —hizo una pausa—. Dicho sea esto de buena fe y con todo respeto, general Cobelo. Tenemos que vencer a Huerta y poner en orden a otros cabrones —tomó un cigarrillo y buscó los cerillos en su chamarra.

    —¿Y luego qué? —preguntó Cobelo sacando un puro de la bolsa interior de su saco de gamuza marrón que no abandonaba nunca.

    —¿Luego de qué? —preguntó Larios extrañado al tiempo que le pasaba los cerillos.

    Valentín dibujó una sonrisa irónica que Larios tomó por un agradecimiento cortés.

    —De acabar con Huerta, con Carranza… y hasta con la Revolución.

    Larios respiró hondo apretando las mandíbulas.

    El Rarámuri se volvió dando la espalda a la ventana, cargó el rifle entre sus brazos mirando a los generales.

    —Cuando eso llegue, vamos a rehacer el país, a poner las reglas, a andar en paz —respondió Larios casi con pasión, con cierta impaciencia.

    —Las revoluciones no se acaban cuando uno quiere ni como uno quiere, general Larios. De Villa, Ángeles y usted, ¿quién va a quedar vivo al final? —Cobelo soltó una bocanada de humo y dio un trago a su coñac.

    —¿Usted qué quiere? —con un gesto de coraje que no llegó a su voz, Larios aplastó su cigarrillo en el cenicero de porcelana.

    —Pelear, general —Valentín fue tajante—. Tomar lo que quiero y dejar lo demás. Y escapármele a la muerte cuantas veces pueda. Para mí es suficiente.

    No fue la respuesta esperada por Larios. Se enderezó totalmente en la silla. Sus hombres dieron algunos pasos acercándose: no les era agradable ese Valentín Cobelo. El Rarámuri los midió con la mirada, se irguió.

    Cipriano y Serafín se alertaron más aún, con la certeza de que Larios había errado el camino. Lo único que valía la pena de todas sus palabras era lo referente a la toma de Alamilla. Un desliz más de Larios, incapaz de comprender a Valentín Cobelo, acabaría con cualquier posibilidad. Sin embargo Cipriano intuyó que, a pesar de todo, ese general le parecía a Valentín un hombre derecho.

    —Usted no cree en la Revolución ni en nada —Larios no alteró su voz; dejó entrever una decepción más que un reproche.

    Serafín Machuca se quitó el sombrero, se pasó una mano por los cabellos y se lo colocó de nuevo.

    De pie, Valentín le habló a Larios apoyando las manos sobre la mesa.

    —Mire, no me gustan las preguntas y tampoco dar respuestas. Usted quiere que lo ayude a tomar Alamilla y estoy dispuesto a hacerlo. Pero nada más. Nada de órdenes de nadie, nada de andar juntitos por ahí. Usted en lo suyo y yo en lo mío. ¿Estamos?

    —Ahora sí ya nos vamos a entender. —Valentín se sentó y se sirvió más coñac. Se percató de que Larios guardaba silencio esperando una propuesta concreta.

    —Por el norte podemos llegar pasado mañana por la noche, si usted quiere. Toda la artillería la tienen enclavada en los accesos del sur y del sureste.

    —¿Entrar por el desierto? —Larios, incrédulo, encendió otro cigarrillo.

    —Por ahí nomás, si no, perdemos. El desierto lo conozco bien. Nadie espera un ataque por ahí. Podemos mandar unos quinientos o cuatrocientos de sus hombres por las otras entradas; con el grueso les llegamos por el norte. Sería cosa de cabalgar unas ocho horas en el desierto.

    —Y después, como frescas lechuguitas atacamos, ¿no?

    A Valentín no le agradó la ironía.

    —Yo diría que mejor como hombres, porque como lechuguitas sí creo que le rompan la madre.

    Larios sonrió contra su voluntad. Afiló los ojos pretendiendo ver qué había realmente en el fondo de ese rostro árido, inexpresivo, de mirada reseca. No pudo descubrir nada; se echó para atrás en el sillón.

    —¿Desde cuándo conoce usted tan bien el desierto… don Valentín?

    Cobelo hizo una mueca de suficiencia; se levantó de la silla y se quitó el puro de la boca. Cipriano y Serafín se pararon atrás de él. Baltasar Juan se acercó unos pasos.

    —Lo llevo adentro, don Francisco. Ahí usted sabe. Avíseme cuando se decida —regresó el puro a sus dientes y se marchó con sus hombres.

    Tres días más tarde, cuando la noche andaba ya rondando Alamilla, poco más de trescientos revolucionarios a pie, en un solo frente, se pararon en las afueras de la ciudad. Entre el ejército apostado del teniente Sebastián Alcocer, a cargo del resguardo de la plaza, sonó la trompeta de alerta. Más de mil federales tomaron sus puestos en los accesos del sur y del sureste; el norte lo cuidaba el propio desierto. Esperaron un mayor acercamiento de los retadores para iniciar los disparos. Los hombres de Valentín Cobelo y Francisco Larios se acercaron más desplegándose sobre el terreno. Aun a sabiendas de que sus tiros no alcanzaban a los federales disparaban incesantemente. Alcocer, aunque alerta, observaba con cierto desprecio a esos enriflados que se dirigían, según él, a una muerte segura. De entre los revolucionarios salió un grito e iniciaron la carrera hacia las entradas de la ciudad. Cuando los tuvieron al alcance, los federales empezaron a disparar con artillería; no bien cayeron unos cuantos, los agresores corrieron en retirada hasta una distancia prudente y reiniciaron el avance hacia la ciudad. A Alcocer no le pareció lógico que unos cientos de hombres, a pie además, pretendieran atacar Alamilla; supuso entonces que era una mera distracción; el ataque verdadero vendría más tarde, con caballería y cañones quizá. Ordenó no disparar hasta que los revolucionarios se acercaran más que la vez anterior y nomás por providencia mandó un centenar de hombres hacia la entrada norte. Los revolucionarios no se acercaron lo suficiente, sólo se mantuvieron a la vista y a la impaciencia de los federales y a todos los agarró la noche esperando y a los que habían ido hacia el norte de la ciudad los sorprendió un ataque de más de dos mil jinetes que a todo galope se fueron metiendo por las calles desperdigándose entre balazos y blandiendo machetes y derribando puertas y lanzando antorchas contra vidrios que se rompían dejando escapar entre sus pedazos gritos de horror a diestra y siniestra y la gente corría sin saber hacia dónde y se encerraba tras puertas que caían destrozadas ante los cascos de los caballos que pateaban con la furia de sus jinetes iluminados por columnas de fuego que iban brotando a su paso y ya fue tarde para el general Alcocer que en su desesperación helada y sudorosa intentaba inútilmente ordenar una defensa perdida y los malditos cañones que pesaban tanto y las ametralladoras enloquecidas derribaban también cadáveres de pobladores sobre los que pasaban caballos vertiginosos o sobre los que caían jinetes perforados pero nunca todos los que hubiera deseado el teniente Alcocer y ni quien pudiera frenar a aquellos hombres que manejaban el machete mejor que cualquier sable. Los federales, que se iban llenando de muerte, desmembrados, sin encontrar al menos una huida segura no podían llegar al desierto y al salir por el sur eran cercados por aquellos malditos que los habían retado y ahora los esperaban disparándoles sin cesar mientras adentro las mujeres se arrinconaban en su propio terror y en su anhelo de piedad que los cobelistas no concedían y sólo los niños mirados a tiempo por los jinetes se salvaban de morir mientras otros lograban con sus padres meterse en los sótanos, desde donde escuchaban caballos que pateaban sillas, mesas, cobertizos; machetes que cercenaban candiles y cortinas, manos afanosas que guardaban botines de cualquier valía y poco a poco los disparos y los gritos se fueron tornando carcajadas, crujir de fogatas, aullidos ahogados, lamentos inservibles, llanto, alguna canción abandonada: quererte fue mi castigo, y a Dios le pido olvidar tu amor…

    Sólo unas decenas de federales lograron alejarse de aquella ciudad vencida, arrinconada por el desierto.

    Francisco Larios recorrió los destrozos y las agonías de la victoria; ordenó que no fusilaran a nadie; prohibió despojar a los vivos, violar a las madres y luego se llegó hasta Valentín Cobelo para decirle sin más preámbulo:

    —Usted ganó esta ciudad, ésa es la verdad; ahora es nuestra.

    Valentín sonrió afable, sin mirarlo.

    —Por mí, quédesela. Se nos escaparon unos federales, nomás les voy a dar tiempo de que se ilusionen.

    —¿Nunca tiene

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