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Las palabras perdidas
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Las palabras perdidas

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Recuento del autor sobre los hechos y personas que impregnaron la etapa Vasconcelista que le tocó vivir. En los relatos aparecen consignados todos aquellos acontecimientos que precedieron al declive de ese capítulo de la historia contemporánea.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2015
ISBN9786071627599
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    Las palabras perdidas - Mauricio Magdaleno

    VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

    LAS PALABRAS PERDIDAS

    MAURICIO MAGDALENO

    Las palabras

    perdidas

    Viñetas de

    ALBERTO BELTRÁN

    Primera edición, 1956

         Primera reimpresión, 2006

    Primera edición electrónica, 2015

    D. R. © 1956, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen, tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2759-9 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Introducción

    A VEINTISIETE años del instante que se evoca en estas páginas parece explicable el propósito de abarcar no nada más la peripecia en que se desenvolvió, sino también y principalmente su sentido psicológico. Corresponde, desde luego, a un singular estado de alma, sin duda uno de los más singulares de la primera mitad del siglo actual en México, tanto porque implicó una honda preocupación por los problemas que afectaban al país y al mundo cuanto porque el malestar de la nueva generación expresó y dio tono a un resentimiento acumulado en las dársenas de diversas y aun antagónicas esferas del núcleo social.

    Es evidente, aun para los menos sensibles al dominio de la perspectiva, que los móviles de la reclamación de 1929 no significaron una simple postura de oposición frente a la fracción revolucionaria que detentaba a la sazón el poder y que habría de detentarlo por muchos años mediante el trasmano, con menoscabo inclusive de sus más innegables realizaciones materiales, sino, en última instancia, la manifestación de una inconformidad a la que desestancó la intensísima crisis producida por la muerte del general Obregón. Todo ello determinó la actitud de una porción considerable de la bisoña generación, casi toda estudiantil, que formó los cuadros dirigentes del vasconcelismo. En el instante en que se produjo, éste apareció como un impetuoso acto de adhesión a un eminente mexicano en el que identificamos las más altas excelencias de un pensamiento y una conducta imperiosamente afines a nuestra aspiración de arrancar al país de la oligarquía que lo oprimía y cuyas fallas y desviaciones fueron el blanco —sangrientamente remarcado— de la campaña electoral del año 29. La causa que acaudilló Vasconcelos y que contagiamos a una abrumadora mayoría de mexicanos peleó, por sobre la anécdota del público vituperio de nuestros poderosos adversarios, la revisión del concepto mismo de la Revolución, que para la feroz intransigencia propia de nuestros años había sido deformado y escarnecido por quienes, proviniendo de ella, la convirtieron —desalentadoramente para los fines de la ingente categoría que le conferíamos— en inadmisible negocio personal.

    Que el alegato vasconceliano propugnó un elevado estatuto (tan elevado que en su hora fue recusado como utópico y ajeno a la realidad nacional por la familia política que le cerró el paso al poder) parece obvio. Quedan ahí, golpeando desesperadamente en el vacío, muchos prospectos y muchas palabras. De que su intención se pierda definitivamente o la recoja, en mejores circunstancias, otra generación, dependerá tal vez que esto que somos como país obtenga lugar en el estilo que a fin de cuentas será lo determinante de nuestro tiempo en la historia. No otra estirpe de ambición proclamó Vasconcelos desde 1920, cuando llegó a la rectoría de la Universidad, hasta los últimos días de 1929 en que la trapacería decidió el resultado de la consulta electoral.

    Vasconcelos constituyó, en toda la extensión del rigor verbal, uno de los estros indiscutibles del mundo hispanoamericano. Durante los tres años en que dirigió la educación pública dio a México un pulso extraordinario. El pulso más vital en lo atañedero a los superiores intereses de la República lleva su marca. Aún hoy en día aquella hora señala un impar estremecimiento de la inventiva vernácula. Mientras fue ministro, quienes formaríamos unos años después el vasconcelismo no sólo no fuimos sus amigos ni menos sus protegidos —entre otras razones, por la de la edad—, sino que por el contrario y dentro de la más oscura masa estudiantil lo combatimos encarnizadamente y sin mayores razones, por cierto, que las de la desazón de la juventud que se enfrenta por primera vez a las para ella intolerables normas de la autoridad. A muchos de nuestros caudillos los expulsó de la preparatoria. Los demás seguiríamos amachados en nuestras reservas hasta el instante en que abandonó, derrotado, la Secretaría en la que encendió tantas y tan deslumbradoras luces. Entonces, precisamente entonces, empezamos a abarcar los alcances de su significado. Su actitud y su obra escrita aceleraron muchas tempranas inquietudes. Conforme sentíamos achaparrarse la realidad ambiente, su figura se dilataba en lo más vivo de nuestra sensibilidad. Estábamos preparados para coincidir con él activamente. Cuando en septiembre de 1928, de regreso de un largo destierro, apareció al otro lado de la frontera de los Estados Unidos dispuesto a encabezar la oposición, todo lo esperaba menos que respondiéramos a su llamado, los primeros, justamente los que le habíamos sido adversos.

    ¿Tuvo un programa Vasconcelos, candidato a la Presidencia de la República? En tal caso, ¿cuál fue? Me importa contestar a preguntas de tanta monta que fueron formuladas reiteradamente en el curso de la campaña electoral como implacable vituperio de quienes trataron de exhibirlo como ayuno de una idea política práctica.

    Antes dije que el vasconcelismo constituyó, en esencia, una revisión del concepto de la Revolución. En 1929 ésta no respondía, ni con mucho, a una aspiración que nos parecía deformada y reducida en la realidad a simples hechos materiales. Las obras materiales, en un país en el que todo estaba por hacer, son indudablemente necesarias —y Vasconcelos las erigió, también, cuando tuvo el poder—; pero las considerábamos sólo una parte del plan a lograr y que demandaba, como condición expresa de cualquier otra gestión, la creación de una atmósfera de dignidad moral y de rehabilitación de las conciencias abolidas por el largo ejercicio de la satrapía. El gobierno, unos años antes (Vasconcelos andaba en el extranjero, escribiendo en artículos y libros su frecuentemente patética obsesión de un nuevo modus operandi mexicano), ganó nuestra adhesión en lo tocante a la reforma agraria y al estatuto obrero. Alguna vez, en un arrebato que nos emocionó, enseñó una agresiva garra radical. Luego, todo recayó en el más obtuso burocratizar las fuerzas agrarias y obreras para los fines de predominio de la familia oficial y de la formación de muchas fortunas personales. Finalmente, la demagogia lo devoró todo y por razón de las componendas de la plana dirigente se multiplicaron en todos los rincones de la República voraces y opresivos grupos de bárbaros ajenos las más veces a la menor noción revolucionaria, pero dueños de vidas y haciendas, y, lo que fue peor, del control del proletariado del campo y las ciudades. A la muerte del general Obregón todo se redujo al choque de activísimas fracciones resueltas unas a mantenerse en el poder y otras a arrebatarlo. El terror se filtraba por todos los intersticios de la vida nacional y las ideas no jugaban sino como simples coimas de un tan insustancial alegato.

    Vasconcelos, maderista de 1909, reprodujo un hálito revolucionario inspirado en la actitud de Madero, y planteó la sindéresis de la circunstancia política de 1929 como base de lo realmente logrado en materia económica y social. Demandó, por una parte, el rescate de las normas morales sin las cuales el más atrevido progreso material carece de verdaderas bases de sustentación. Su premisa ética constituyó una suerte de revolución dentro de la Revolución. Una vez purgadas de la simonía de que eran objeto, las conquistas agraria y obrera deberían ser pie de la transformación social del país. La educación popular y superior —su viejo torcedor largamente decantado en el exilio— merecería una preferente atención a fin de arrancar a la gran masa analfabeta que por lo mismo era instrumento obligado de las maquinaciones de los amos entronizados en el poder, de su ancestral servidumbre y de provocar su desenvolvimiento humano y ciudadano. De la liberación de los parias por medio del alfabeto dependería que contasen en el futuro reales y decisivos partidos que hiciesen posible la deliberación de los intereses de la mayoría y el consiguiente respeto de su voluntad; dependería, asimismo, la apertura de cauces insospechados al ímpetu creador de México. Ni un paso atrás en el cumplimiento de los principios fundamentales del debate revolucionario: el agrario y el obrero; pero, a la vez, liquidación de la hegemonía de los nuevos ricos de la Revolución cuya réplica de lo más aciago del porfirismo era más y más insufrible, y de los temiblemente depresivos cacicazgos erigidos verdugos de los estados. Ésa fue, a grandes rasgos, la prédica vasconcelista que proclamamos en las calles de la capital y en las ciudades y pueblos de la provincia, eficacísima prédica que los caciques identificaron, impotentes para refutarla, como contrarrevolucionaria.

    Acabaron aplastándonos. No coincidió tan imperiosa oleada de inconformidad popular con circunstancias capaces de determinar, como en 1910, el levantamiento general. Nuestros adversarios no nos derrotaron: burlaron, simplemente, la expresión ciudadana manifestada por modo tan elocuente como en los días de Madero e hicieron imposible la consulta electoral por medio de la fuerza que sólo en apariencia, y según lo afirmaron con evidente desprecio de la más elemental verdad, dimanó de las masas obreras y campesinas, pero que en realidad procedió única y exclusivamente del ejército cuyos jefes disfrutaban de pingües gajes y obvenciones en el reparto de las utilidades públicas. Posteriormente y como la frustrada demanda de 1929 empezaba a formar un juicio histórico por virtud del cual crecía su importancia, el ex presidente Emilio Portes Gil la refutó vivamente en su libro Quince años de política mexicana, en una de cuyas páginas expuso como indispensables para el triunfo de una causa de oposición las siguientes condiciones: Que tenga plena justificación; que el gobierno al que combate haya llegado a un grado de desprestigio susceptible de hacer que —minadas las bases de su estabilidad— la opinión pública lo repudie en absoluto; que al frente de la oposición surja un hombre extraordinario, capaz de cumplir un programa de acción avanzado que beneficie a la inmensa mayoría de los mexicanos y, principalmente, al proletariado; y que ese hombre sea capaz de servir de lazo de unión a todos los sectores de la oposición.

    Que el vasconcelismo respondió a un estado de conciencia nacional y fue, por consecuencia, justificado, parece, a veintisiete años de distancia, inconcuso. Basta y sobra con verificar —y para el caso la posteridad se ha expresado unánimemente— el grueso de las almas a las que hirió y que formaron mayoría abrumadora en el instante en que la candidatura del ex secretario de Educación Pública se hizo consenso irrefutable. El hecho vasconcelista fue tan evidentemente universal como que implicó una causa cuyas ideas y alcances, por legítimos y eficaces, no están ahora a debate. Fue, a secas, la manifestación de un sentimiento implícita o explícitamente expuesto por manera excepcional. El pasado que se movió por obra de impulsos superiores, así hayan sido vejados y abatidos, produce fulgores que no permiten su deformación. Es dable confirmarlo aun por conducto de muchos que en 1929 se vieron forzados a formar dentro de la maniobra oficial.

    Que la oligarquía a la que nos enfrentamos había llegado a un grado de desprestigio tan peligroso que en otras ocasiones no hubiese resistido la intensidad de la reclamación que la enjuició, parecen confirmarlo los sangrientos encrespamientos que la combatieron y agrietaron y el hecho de que la oposición congregara una tan cuantiosa porción de voluntades como no se había visto desde la época en que Madero desafió a la dictadura del general Díaz. Una consulta sobre el ánimo que imperaba en 1929 sería harto concluyente. La opinión pública estuvo vehementemente con Vasconcelos. Tan contagioso arrebato emocional ganó aun a los más sordos al llamado de los intereses del país, a los indiferentes y escépticos, y hasta a una parte nada despreciable de los que aparecían oficialmente como nuestros adversarios.

    El hombre que encarnó la aspiración de un nuevo estilo de vida y que puso a latir aceleradamente el pulso mexicano era, sin disputa, extraordinario. Su profusísima luz civilizadora sobrevivirá largamente al polvo de 1929 —y de ahora—. Respecto a que fuese capaz, en aquel instante, de cumplir un programa de acción avanzado con alcances de beneficio de la inmensa mayoría de los mexicanos, y principalmente el proletariado, entiendo que su gestión al frente de la Secretaría de Educación Pública respondía mucho más sobradamente que todos los programas de simple atracción electoral.

    Un amigo extranjero habló una vez del general Calles en términos que nos parecieron sobre intolerables, grotescos, a los tres o cuatro que lo escuchábamos. Fue después de la primera recepción que dispensó la capital a Vasconcelos, en marzo de 1929: precisamente cuando el ex presidente abatía en el Norte a los sublevados de Escobar y socios. Lo que más nos escandalizó fue que nuestro amigo diferenciara a Calles y a Vasconcelos no en lo que para nosotros era obvio, dados los antagónicos sentimientos que uno y otro nos inspiraban, sino en función de la importancia que él confería a los dos. Algo así como una suerte de tesis y antítesis que sólo las nada propicias circunstancias prevalecientes impedían consumarse en síntesis y que ilustró con un antiguo símbolo autóctono: el de la serpiente emplumada, el mágico Quetzalcóatl cuyo prodigioso poder creador dimanó de la fusión de dos fuerzas aparentemente desemejantes. Tal vez nuestro amigo había leído a Lawrence y lo impresionó su extraña novela mexicana que por entonces nosotros no conocíamos ni de oídas. En todo caso, aquello se perdió en el torrente de la pasión que nos poseía y no volví a acordarme de tan peregrinas palabras en mucho tiempo.

    No eran días como para teorizar —y menos en torno de un tema tan nada grato—. Andábamos vituperando a Calles y sufriendo la condigna represalia de sus incondicionales que entonces, en la plétora de su autoridad, constituían legión feroz. No creo que en ninguna otra época se haya atacado a nadie tan virulentamente en México. Tratábamos, para decirlo de una vez, de conjurar las energías del país para destruirlo. Antes que nosotros, sólo con las armas en la mano y al amparo de la rebelión se le echaron a la cara tan sangrientos escarnios. Los nuestros fueron proferidos en la vía pública por gentes inermes que trataban desesperadamente de quitarle el miedo al pueblo y cuya edad no sólo los ponía a salvo de cualquier sospecha, sino que les ganaba una abrumadora adhesión de todas las esferas sociales. Nuestros adversarios, ante la imposibilidad de responder a nuestro alegato, nos hundieron en las cárceles, nos agredieron por todos los modos de la violencia y acabaron sojuzgándonos a sangre y fuego. No faltaron voces que demandasen, aterradas, ponderación. Inútil demanda, porque nuestra furia obligaba la del enemigo. El viaje del general Calles a Europa —donde pasó buena parte de ese año 29— no nos engañó en lo tocante a que hubiese dejado de ser el factótum de la cosa oficial. Al contrario, una vez fuera del país, sus incondicionales extremaron los términos de una represión que dos meses antes de las elecciones hizo correr torrentes de sangre.

    Años después, cuando el hombre que tuvo en el puño directa o indirectamente durante una década la suerte nacional, sufrió las naturales consecuencias de la ausencia de legalidad de su mandato y fue despojado de éste y lanzado al exilio, sus antiguos enemigos los vasconcelistas —que no constituíamos ya, por cierto, grupo organizado y a los que no nos unían sino lazos de amistad que el tiempo no ha destruido— no participamos en el festín de tan singular necrofagia. Fueron otros, felizmente —centenares y millares de ex partidarios que hasta antes de su caída besaron, puestos de rodillas, su bota, y lo exaltaron a las más increíbles reverencias—, los que se cebaron en él. Tanta embriaguez de poder paró en ese triste y melodramático final de acto. Como tantas otras dictaduras latinoamericanas —independientemente de su significado positivo o negativo para los fines del progreso material—, la de Calles produjo averías irreparables en la incipiente conciencia pública de México, estrangulada por la férula del general Díaz durante los treinta famosos años de paz, revuelta y crispada por la tormenta revolucionaria y frustrada por la voracidad que se generalizó en las altas, medianas y minúsculas esferas políticas en las que apoyó su mandato indiscutido el hombre fuerte liquidado en 1935. De un modo u otro tenía que acabar la llamada jefatura máxima —y lo de menos fue el accidente por virtud del cual el presidente en funciones rescató un punto irrefutable de legalidad constitucional—; pero la inconsistencia moral de su grupo puso al descubierto fallas que en última instancia son imputables al propio general Calles.

    Pese a todo, el balance de su obra estaba destinado a crecer. Él y los suyos eran lo único que lo impedía. Una vez que se quedó solo y apagó toda ansia de venganza, empezaron a afinarse líneas que antes, en la hora del poder, carecían de perspectiva. Un día después de su muerte esas líneas se afirmaron más y más enérgicamente. Otro día me pareció extraño pensar que lo suyo y lo nuestro no sólo no hubiesen coincidido, sino que se enfrentasen avasalladoramente como dos fuerzas de tal modo inconciliables que una excluía a la otra. En todo caso, en ningún otro instante de las tres últimas décadas coexistieron, sin entenderse y expresando cada uno la imposibilidad de toda forma de inteligencia, impulsos de tanta categoría como el vasconcelista y el que Calles encarnó como presidente de la República. Después de todo, no carece de una suerte de tardía satisfacción comprobar que el hombre al que combatimos implacablemente no fue ni un mediocre ni un pigmeo, sino seguramente una de las más logradas figuras de la familia de estadistas mexicanos. Por sobre el horror que la envolvió en el instante de nuestra intransigente oposición, y por sobre la sangre derramada en la desigual contienda, y por sobre el magnífico aleteo de anhelos vasconcelistas que aplastaron sus agentes sin grandeza, así fue —y ello no menoscaba la legitimidad de nuestra inolvidable empresa de 1929—.

    Ignoro cuántos de los que formamos en ella disienten a este respecto. Yo, por mi parte, no pretendo recoger sino mi propia experiencia, cuyo calor revivifica alientos entrañables del pasado común.

    México, 1956

    1. La muerte de Obregón

    FRECUENTEMENTE los grandes trastornos de la historia no implican, para quienes de un modo u otro los vivimos en años tempranos, ninguna suerte de impresionante luxación. Es después, mucho después, cuando las imágenes del infausto pasado cobran una fuerza que nos obliga a tratar de reconstruir lo que en su hora determinó una peligrosa crisis nacional.

    Reconstruyo un radioso y ardiente mediodía —el martes 17 de julio de 1928— y me siento caminar por la ancha acera de una avenida que entonces se llamaba Hombres Ilustres, al otro lado de la cual echaban su sombra, aliviando la flamígera claridad de la tarde, los viejos árboles de la Alameda. Unas cuantas horas después se desataría el agua, según se espesaban más y más las nubes y se cargaban de negrura. Por todas partes se oían los gritos de los voceadores pregonando nuevas ediciones de las extras de todos los periódicos. Las primeras habían caído como bombas en el sopor de las tres y media de la tarde —apenas algo más de una hora después del trágico sucedido de la Bombilla—. Seguirían saliendo, ininterrumpidamente, hasta bien entrada la noche. Trato de evocar otras sensacionales noticias que años más tarde estremecieron el sentimiento público —el conflicto entre Calles y Cárdenas al que puso punto final el destierro del primero, la proclamación de la nacionalización del petróleo, el inicio de la segunda Guerra Mundial, los dramáticos epílogos de Mussolini y Hitler, y la rendición incondicional de los ejércitos del Eje en Europa y en Asia— y no creo que ninguna de ellas haya producido una mayor conmoción ni un más tenso estado de alarma. Fue la primera vez que se vendieron en México toneladas de periódicos.

    Se sentía pesar la conmoción de la ciudad. Aquí y allá se disparaban comentarios en voz baja. Hacía un año que imperaba el terror. Yo sabía que mis amigos de la preparatoria, de leyes y de filosofía y letras celebraban la muerte de Obregón. Habían formado en las filas de sus enemigos Serrano y Gómez y gritado su furia en las calles. Para mí, el hecho se presentaba bajo muy distintos aspectos. Mi padre, pese a la oscuridad de su actividad, era uno de los más inquebrantables adictos a Obregón. No solamente no había amasado, bajo su bandera, una más o menos regular fortuna, sino que su adhesión le costaba su pequeña e independiente situación. Se habían hecho amigos catorce años antes, desde que el caudillo sonorense firmó en Teoloyucan los términos de la rendición del viejo ejército federal. En Aguascalientes fue uno de sus más eficaces agentes y, por virtud de su obregonismo, padeció la persecución de los villistas como antes había padecido la del gobierno de Huerta y como después, en 1919, sufriría la del gobierno de Carranza, cuando Obregón se presentó candidato a la Presidencia de la República.

    En mi casa —una vieja vivienda de un enjalbegado piso bajo de una vecindad de una calle secundaria del empedrado y ruidoso barrio de Guerrero— pesaba un tétrico silencio. Unos filamentos de sol caían oblicuamente sobre una gran hoja de almanaque de una zapatería en la que una muchacha rubia y sonriente de agresiva ropa roja fulguraba, frutalmente, bajo un efecto de estudiada claridad. La hoja marcaba el martes 17 de julio de 1928. Mi padre estaba de pie precisamente contra el cegador chorro de luz. Tenía en una mano, estrujándolo entre sus dedos regordetes, un ejemplar de una extra. Al lado, en un muro de la sala (nuestra sala se componía de cinco o seis muebles de bejuco, a cual más deteriorado, amén de una mesita de ocote en la que mi madre renovaba cada tercer día unos geranios arrancados de las macetas del pequeño patio) y casi en un banco de penumbra, nos echaba su mirada metálica una cara redonda en la que se confundían el vigor y la cordialidad, una cara que acentuaba la amplia y comba frente y el enhiesto bigote. En la foto —42 por 30 centímetros, enmarcada por la orla dorada de complicados relieves rococós—, a la altura del poderoso y uniformado pecho, unas gruesas letras a tinta negra rezaban: Para mi buen amigo y correligionario don Vicente Magdaleno. Aguascalientes, 2-7-1920. Quien entrase, ignorante de todo, bajo aquel modestísimo techo, hubiese sabido en el acto a qué atenerse. Allí había alguien para quien Obregón era objeto de culto.

    Nos miramos, en silencio. En los ojos cafés vidriados de mi padre gritaba, muy a su pesar, la congoja. Mi madre dijo algo simple y fundamental con aquella su voz opaca y honda en la que, aun en las más graves circunstancias, difícilmente se hacía perceptible su solidaridad a los intereses del jefe del hogar.

    En la calle de Guerrero repiqueteaba nerviosamente el timbre de un cine. Hacia Nonoalco vibraban los largos gritos de las locomotoras que, como todas las tardes, maniobraban en los patios. Nuestro camión iba casi vacío y nos enteramos en detalle de lo que un hombre de harapiento sombrero color pavo contaba a dos mujeres, referente al traspaso de una curtiduría de León y

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