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Obras reunidas III. Narrativa breve
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Libro electrónico297 páginas4 horas

Obras reunidas III. Narrativa breve

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En esta tercera entrega de las obras reunidas de Carlos Montemayor asistimos a congregación de lo más destacado de sus cuentos. Además de los ya publicados en Las llaves de Urgell (Premio Villaurrutia, 1971), El alba y otros cuentos (1986), Operativo en el trópico (Premio Juan Rulfo, 1994), Cuentos gnósticos (1997) y La tormenta y otras historias (1999), este volumen contempla también material inédito del multifacético artista mexicano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2014
ISBN9786071621474
Obras reunidas III. Narrativa breve

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    Obras reunidas III. Narrativa breve - Carlos Montemayor

    Mexico

    SUMARIO

    Las llaves de Urgell

    Los cuentos gnósticos de M. O. Mortenay

    El alba y otros cuentos

    Operativo en el trópico o El árbol de la vida de Stephen Mariner

    Índice

    ÍNDICE

    LAS LLAVES DE URGELL

    Memoria

    Mariana

    Amiga mía

    Vásquez

    Recuerdo

    El encuentro

    El regreso

    Nora

    De Caelo et Inferno

    Restaurante

    Los pueblos santos

    Todas las tardes

    Los días y los días

    La muerte de Tsin-Pau

    El laberinto de Faug

    Historia vieja

    Rosario

    El dilema o tres maneras de discurrir de los señores Morley & Ross

    El labro

    LOS CUENTOS GNÓSTICOS DE M. O. MORTENAY

    Prefacio

    Ramadán

    Dos ensayos imaginarios

    1. La infinitud de las fuentes

    2. Notas sobre la brujería Ensangre

    Imaginaria

    Canto

    La columna de Souillac

    Acerca de predicaciones

    Consagración

    Danza

    Las parábolas evangélicas

    Valdenses

    Monodia

    La venida

    Epifanía

    De poesía

    EL ALBA Y OTROS CUENTOS

    La tormenta

    El alba

    Ceremonia

    Ave María

    Carta

    OPERATIVO EN EL TRÓPICO O EL ÁRBOL DE LA VIDA DE STEPHEN MARINER

    LAS LLAVES DE URGELL

    Para Agustina y Carlos

    Memoria

    EN LAS CALLES donde antiguamente se levantaban las mansiones de los Reales de la Universidad, construcciones viejas cuyas torres de cantera contrastaban con la oscuridad de los álamos, de rincones indefinibles se desprendía una música que sobre el empedrado duraba lo que diez tañidos de campana. Quienes vivieron allí —ahora todo está desolado y silencioso— recuerdan con tristeza aquella música. Muchos juran que era el canto de un niño; juran otros que era la voz de una mujer que dejaba entrar en su lecho a niños fatigados. Pero los más respetables aseguran que el ruido de las calles se mezclaba con los últimos ruidos de la demolición de las casas antiguas y la confusión producida era la música que escuchaban en aquellos tiempos y de la que hoy recuerdan, con añoranza, su quietud e inmensa dulzura.

    Mariana

    MARIANA me dice que en esta ciudad, en noches calurosas o de lluvia, aparece de pronto en las calles, a la vuelta de una esquina, que cunde el terror y la multitud muere envuelta en una huida desesperada. Se dice que después camina sobre los cadáveres y en el lento recorrido sus uñas se entierran en la carne tan profunda y dulcemente que los cuerpos se abren con facilidad.

    Mariana me dice que sucede en las noches. La ciudad se torna extraña, el aire se adormece, el ruido de las calles se hace dulce y todo parece muerto, como inmensamente antiguo. Quien está cerca cuando aparece no sobrevive; es visible un instante, y así como alguien que pasea su mirada ociosamente puede morir, también ocurre que alguno se vuelva a ver un segundo más tarde y sólo encuentre la multitud de cadáveres abiertos que no lo hará morir, sino enloquecer.

    Mariana jamás lo ha presenciado, pero me cuenta con sus labios y sus ojos las historias que hay en torno de esas noches calurosas o de lluvia, cuando viene el repentino surgimiento en las calles y mata a multitudes que pierden la belleza de esta ciudad para siempre.

    Amiga mía

    A SU REGRESO, Amiga mía, encontrará todo igual, todas las cosas igual, excepto mi salud. Se han hecho varios arreglos en los pasillos y en el jardín, mas el jardín y los pasillos permanecen lejos de mis sentidos inmediatos, no los visito, no los camino ya. Pero según la incansable Luisa no cambiaron mucho de aspecto. Es decir, Amiga mía, que a su regreso encontrará todas las cosas en el mismo sitio y en la misma condición, inmodificables como la simetría de un juego que requiere dimensiones constantes para que figuras talladas, o almas, avancen o retrocedan en planos terminados que nunca agotan sus anhelos de rompimiento, de insólitos desacuerdos. Que la hemos extrañado, es cierto; recordamos su presencia amable, su conversación, su fino gusto por el jardín y por esos libros viejos que me dan sus años a cambio de los míos y que sólo usted, Amiga mía, aparte de mi insensata lectura, ha querido tocar, ha querido revisar para mi mejor uso de ellos. Desde su partida —desde que la extrañamos— Luisa se ha empeñado en arreglar la biblioteca de tal modo que, cuando usted regrese, encuentre un ventanal enorme que inunde con la mayor cantidad posible de luz el espacio que abarca la mesa de estudio y los estantes que asoman por la puerta. No me he querido imaginar qué habrá pasado con el cortinaje que cubría la pared posterior, ¿recuerda?, la única pared donde no reposaban los vetustos volúmenes que habitan esa biblioteca. Tiemblo de pensar que ahí donde el terciopelo se derramaba incesantemente ahora quedará imborrable un desmedido ventanal que manchará con rayos de sol la madera, los libros, los relieves del techo y de las puertas y ventanas falsas donde antes podían reposar los ojos. Y por supuesto, con la excusa de la construcción del ventanal, Luisa se empeñó con una limpieza a fondo de estantes y libros. Me aterra pensar cómo la habrá realizado.

    Le decía de mi salud, sí. Le decía que mi salud ha cambiado. Esto es, le decía que todo estaba igual, excepto mi salud. Aún reciente su partida, aquella dolencia pulmonar que me aquejaba se agravó y, al cabo de pocos días, me he visto reducido a la trabajosa necesidad de permanecer en cama. No se lo comuniqué desde el primer momento porque confiaba reponerme de inmediato. Pero la semana pasada el doctor Gelahi me confirmó que debo continuar en esta condición siquiera tres o cuatro meses más. Será otro invierno; Amiga mía, otro invierno que se marchará acabado, que se perderá en esta incomodidad que recorro. La infatigable Luisa recibió muy en serio el consejo del médico Gelahi y aquí la tengo prohibiéndome caminar siquiera hasta el pasillo más cercano y contemplar, a lo menos por segundos, aquel óleo, ¿recuerda?, El niño del guaje. Su figura azul, desaliñada, sus pantalones abombados, sus manos deformes sosteniendo el guaje. Aunque, a decir verdad, no sé bien si en este pasillo se encuentra ese retrato; las cosas se me olvidan con tal quietud, con tal confianza, que cuando recuerdo algún pasillo o algún cuadro todos los pasillos se entrelazan y los cuadros se confunden como un murmullo en que nada importa recobrar. El único cuadro que recuerdo fielmente es el retrato a carbón del cochero de mi abuela: sentado en un espacio oscuro, con su gorra de ferrocarrilero, con botas apenas bosquejadas, las manos huesudas sosteniendo una lámpara ante su rostro viejo surcado de infinitas arrugas. Lo contemplo inmóvil al pie de la escalera. Pero entonces los pasillos tapizados de óleos, las habitaciones cubiertas de retratos, los rincones todos vestidos de cuadros y este anciano perdido ahí, detenido en medio de tantos corredores de cuadros, inmóvil al comienzo, al final del desorden de óleos que se precipitan por la pared de la escalera. Y después alejarse de él, caminar en la casa y extraviar la mirada que se enferma con otros retratos que lo sienten, sí, pero que lo olvidan. Y entonces nuevamente los trazos de carbón, la luz que ilumina su rostro viejo.

    La infatigable Luisa ha podado el durazno y me ha comunicado que sembró un brazo en la entrada de la casa. Esto la hizo pensar en la fachada y parece que la vieja puerta de roble —vieja y agotada como yo— la ha barnizado con un tono muy claro, lo que produjo la necesidad de pintar de nueva cuenta el porche —¡cuántas veces mi abuela lo mandó pintar!—; pero ahora de un color tan desagradable que no me interesa ver ni saber. Hace tiempo me insinuó con terquedad que se deberían ampliar las dos ventanas de la sala de música de tal modo que lleguen a unirse y se forme ¡un ventanal! —usted conoce a Luisa, ya comprende, Amiga mía— para que haya más luz. Esto se hará, me acaba de informar —¡la incansable Luisa!—, mañana en la tarde. De hecho —para qué desvirtuar la situación—, ha incursionado esta mujer infatigable por todas las habitaciones y por todos los pasillos, salvo mi habitación y mi baño. La veo con desconfianza cada vez que entra aquí, sus ojos se pasean por el cortinaje, se pasean por las paredes, por los muebles, con la maléfica intención —tengo la certeza— de imaginarse ventanas enormes, inundaciones de luz, olor a pintura reciente, puertas nuevas, nuevas paredes. Me preocupa pensar que de un momento a otro pueda yo repasar, una por una, todas las ventanas que ha mandado abrir en cada espacio más o menos sólido y compacto que pudo advertir. Hasta que destruya la casa. La derribarán, si no la luz —usted comprende, usted comprende—, si no tanta luz que ha metido, sí tantas ventanas.

    Amiga mía, quería explicarle que no puedo caminar en la casa, que hace mucho no puedo bajar por la escalera, no puedo pasear por los corredores, no puedo ver los óleos, no puedo tocar las paredes. El jardín lo pierdo. Amiga mía, quería explicarle que me olvido de esta casa. Estoy encamado desde hace tiempo. Miro mi habitación. La densa calma de la penumbra. El cortinaje de terciopelo. Marcos vacíos, sin óleos (nunca, nunca me acostumbré a tener un retrato al carbón o al óleo en el sitio en que duermo).

    Sin darme cuenta me he excedido demasiado en esta carta. La extrañamos mucho. Esperamos que regrese pronto. (Cómo decir que el tiempo se agota, que el tiempo transcurre; qué extraño resulta saber que es la última carta que le escribo, saber que no se vivirá más en una hoja de papel cuando vivir así varios meses se ha hecho hábito y las cosas… ) Confío en que —si no se han presentado nuevos planes— regrese usted este fin de semana. Encontrará todo igual, todas las cosas igual, excepto mi salud. Pero ¿cómo decirle, Amiga mía, que no me siento enfermo?

    Esperamos su pronto regreso.

    Vásquez

    BAJÓ LA CABEZA despacio, sin mirar la mesa. Las palabras las había escuchado lejanas, raras, como piedras que caen. Sentía a los hombres sentados frente a él, los rostros polvosos, las mesas sucias perdidas en la cantina, en las paredes de adobes. Estaba sin oír, sin levantar el rostro; entre sus dedos gordos y duros el cigarrillo despedía humo blanco. Fumaba despacio, sintiendo el humo amargo que parecía mantenerlo en ese lugar, entre ellos. Quiso apartar con los brazos un cansancio, cerrar los ojos, olvidarse. Intentó hablar y las palabras se detuvieron en la lengua, en los dientes. Sintió los cuerpos apoyarse sobre la mesa sucia. Se quitó el sombrero y se pasó una mano por el cabello suelto, limpiándose el cansancio, el sudor de la frente. Golpeó con las botas las patas de la silla. Nuevamente oyó la voz pausada de Walterio, volvió a oír todas las voces monótonas, lentas. Algo, el cansancio, una tristeza, le hizo desear otra cosa, otro lugar. Escuchó las voces como si no estuvieran, las escuchó lejanas, raras, como si fueran humo, el viento que movía las nubes, que las hacía recorrer tardes, mañanas. Vio los cerros, vio todos los nogales, vio las tardes llenas de tierra dura, seca, de extensiones polvosas que se estiraban como bestias abandonadas; vio el pueblo metido entre los cerros, adherido; el pueblo atardecía, oscurecía lentamente como un papel que se quema. Entonces vio su caballo ensillado caminando por las calles polvosas, perdido entre las casas, entre el aire. Levantó el rostro y chupó el cigarrillo; miró las manos gruesas reposando entre las copas; le parecieron perdidas en la tierra, entre las piedras. Miró a los hombres frente a él, despacio. Vio el humo de los cigarrillos como otra tarde, otro sitio. Le hablaron sin prisa, quedo. Tú ya estás muerto, Vásquez, Lucas te dio antes que pudieras sacar tu pistola; te quedaste en la callejuela, junto a la barda.

    —¿Qué dices?

    —Perdóname, Vásquez, tú y yo somos amigos desde hace mucho, pero así es…

    —Eres un imbécil, Walterio, no sabes lo que dices.

    —Todos lo sabemos, pues…

    —Abre los ojos, Walterio, no seas pendejo, mírame bien: ¿qué te pasa?

    Vio los rostros callados que lo querían mirar y sin embargo bajaban la vista hacia la mesa. Se vio las manos como con tierra; vio el aire, quiso ver, sentir el aire partiéndose en su cuerpo; una oscuridad como cerros, como piedras cercanas, incontables, le hizo querer escupir, pasar sus manos duras, agrietadas, por la frente llena de polvo. Tú y yo somos amigos, Vásquez; no creas, es difícil decírtelo. Lucas te dio antes que pudieras sacar tu pistola. Te quedaste a un lado de la barda, en la callejuela.

    —¡No! —gritó Vásquez levantándose de la mesa—. Mírenme bien. ¡Pendejos! ¿Qué les pasa? Yo estoy lo suficientemente vivo como para matarlo apenas lo encuentre.

    Vásquez salió corriendo de allí, empujó la puerta con rabia, empuñando su pistola. Atravesó el pueblo, las calles, los perros, las casas sucias de adobe, de ladrillo, sintiendo el polvo que levantaba al correr. Vio en la esquina de la callejuela aquella barda que se levantaba frente a él, pesada, sin reconocerlo, como si no lo viera. Vásquez pisó la esquina, la callejuela empedrada se extendió a sus pies, se deslizó lejos, estirándose en medio del aire, entre una fiebre. La sintió como si un grito muriera, como si las piedras no tuviesen ruidos, como si nada existiera. Deseó escupir a la barda, un cansancio corría por la callejuela, lo veía deslizarse hasta la tierra suelta, hasta los pasos de Lucas que caminaban a lo lejos, subiendo la callejuela que detrás de él aún se extendía con todas sus piedras, aún se alejaba, ciega. Vásquez saltó sobre el empedrado y quedó en pie a media callejuela. Bebía su ansiedad, bebía el sudor del llanto, las piedras pesadas, la barda oscura. Entonces sus ojos vieron el aire amarillo, el polvo: paseó su mirada por toda la tierra enorme, por atrás de todos los cerros hasta distinguir las ruinas de la vieja iglesia abandonada en tantos cerros resecos, empequeñecida bajo el sol, bajo la tarde. La cacha fría y sudada de la pistola le pesaba en la mano como una piedra, como si acariciara una piedra de la callejuela. Sintió en la garganta un ahogo, una asfixia que le inundaba la boca, la lengua, los dientes; sintió la asfixia queriendo salir de su boca, queriendo que la escupieran: entonces sus ojos se lastimaron con la rabia del llanto, su garganta se puso en tensión, su boca se abrió para obedecer, para llorar, para gritar. Gritó como un poseído, desesperado, gritó a Lucas desgarrando su llanto. Lucas oyó el grito y como si el aire se rompiera, como si hubiera cerrado sus ojos desde siempre, sin darse cuenta de que los cerraba, sin darse cuenta de que los abría, miró el cielo, la tierra, el aire impregnado de piedras, de inmensidad; en un instante sus ojos grises y cansados sintieron todo lo que se podía mirar, todo lo que se podía tener; Lucas movió el rostro, olvidó el aire, en sus manos apretó la pistola enloquecido, como la parte más intensa de su cuerpo, como la única parte de su cuerpo que podía sentir, y gritó también, gritó para llenar el aire de su carne, de su rabia, de su sudor; Lucas se sentía ahí todo él, sentía cada pedazo de sus pies, de sus manos, se sentía detenido ahí, sus piernas en las piedras, su pecho que se desdoblaba, en sudor, en agitación, en pedazos de días, de noches, en más tierra; pero Lucas quiso ver lo único que se podía mirar, lo único que existía: abrió sus ojos para mirar a Vásquez, para sentirlo en sus ojos como todas las cosas y Vásquez recibió la mirada y desde sus ojos grises vio a Lucas, de pie, sobre la callejuela, confundido en el aire. Entonces disparó toda la carga sobre Lucas. Le disparó sin detenerse, preso de la fiebre, sintiendo con un goce enfermo que la pistola vomitaba bala por bala. Un ruido seco se hizo nudo por la callejuela levantando el polvo de las piedras. Los disparos se oyeron cansados, opacos. Lucas fue encogiéndose muy lento sin mover los brazos, hasta caer. Vásquez caminó lentamente, se alejó de la barda oscura; era como si nada sintiese, como si desde antes de llegar a Lucas la callejuela estuviera abandonada, las cosas igual. Lo vio sobre las piedras polvosas, sin sangre. En el cuerpo se extendió el color de la barda y Vásquez lo miró fijamente, vio la sombra de tierra cubrir la espalda de Lucas, abarcar los brazos, los hombros, derramarse al polvo de la callejuela. Comenzó a sentir dolor en las piernas, en los brazos. Cerró los ojos, los cerró con desesperación, los cerró apretando fuerte hasta que empezaban a doler. Después los abrió poco a poco. Muy despacio comenzó a mirar: miró entre el aire, miró todo el horizonte: nada gritaba, nada había en ningún lado, ni polvo, ni piedras, ni las ruinas de la iglesia que hacía unos instantes distinguió entre los cerros también desaparecidos: sus ojos se perdieron en un silencio, en un vacío, tan inmensos, que pesaban sobre él como si lo desaparecido, todo el mundo, la claridad, los cerros, todo, lo soportara en la espalda. Entonces quiso mirar a Lucas, quiso mirarlo por necesidad de mirar, por una necesidad de poder mirar: una y otra vez, como buscando los cerros y el cielo desaparecidos.

    Sus ojos se cansaron; sintió cansado su cuerpo, su mente. Se dejó caer junto a Lucas. Una fatiga extraña lo hacía sentirse lejano, era un sopor como de algo pesado, como su olvido: una fatiga que lo hacía sentir nostalgia de él mismo. Era imposible resistir la desolación en los ojos, apartarla con los brazos. Sin moverse, sin ver, quedó sentado junto a Lucas. La extensión se llenaba de vacío, de silencio; el horizonte se dibujaba impasible, agotado. Vásquez quedaba perdido en la lejanía, con su cansancio, con sus manos agrietadas, con sus ojos vacíos.

    —¿Por qué te moriste, Lucas? Ya estábamos muertos los dos, yo lo oí y tú también lo oíste. Ya estabas muerto tú también, Lucas, y yo te volví a matar. ¿Y ahora qué?… No te mueras, Lucas… ¿Por qué vas a morirte otra vez?… Si te mueres se va a morir también todo esto, ¿ves?… Y es tan poco lo que queda, mira: ni cerros hay, ni tierra, ni nubes… No te mueras, Lucas…

    Recuerdo

    MADRE, me han parecido los días sombras, siento su transcurso como sueño, como un lugar que nunca existió, que nunca conocí. He creído regresar, he creído que volvía a verte. Creí recorrer todas las calles, volver a esta casa, abrazarte nuevamente. He creído que mi padre ha muerto, que se perdieron los recuerdos de su cuerpo y de su voz. He creído que los días han pasado y que ahora debo partir a un sitio que no es donde nos encontramos, donde se halla esta casa, esta huerta, donde permanece este cielo que no cambia. He creído en la enfermedad que me postró junto a ti, en la habitación donde permanecerás cuando me vaya. Pero en mis sueños de fiebre te he soñado como mi esposa. Su madre lo veía fijamente, sin inmutarse, sin contestar. Quedaron callados durante horas, inmóviles, hasta que empezó a atardecer. Vásquez sentía la boca seca, la cabeza caliente por la confusión de la fiebre.

    El encuentro

    DE VUELTA en la ciudad, en el departamento, el recuerdo de las minas que había dejado hacía más de una semana le demostraba la impotencia de las cosas para mudar los hábitos o los sentimientos. Se ubicó en la ciudad de inmediato, en la seguridad de las avenidas, de las calles, de los edificios, en la constancia de los lugares donde se hallaba resguardado de todo, oculto como en una casa conocida, acostumbrada durante años. El cambio de estación comenzaba a sentirse, el frío del invierno ensombrecía las mañanas, opacaba las tardes, humedecía las calzadas, el aire, el ruido confuso de la ciudad. La risa de Marian, su conversación atropellada, su repentino rubor, su figura vestida de pana las últimas noches, le entregaban el orden de un descanso, el deseo de la ciudad donde caminar con Marian y con su risa y la atención con que observa las calles y las personas. Casi había olvidado la sierra, el frío intenso que soportó por semanas, desde antes que la ciudad lo resintiera. Pero aún quedaban recuerdos de las minas que no podía desprenderse, de los campamentos donde instaló molinos y preparó los planos para ordenar los tiros que avanzarían varios kilómetros más; las imágenes de los mineros, noches de tanto abismo, de tantos bosques precipitados en los montes, en extensiones rocosas, en el aire abierto, como desgarrado para que se viera en todos sitios, en toda la sierra que parecía crecer, que parecía subir incesante, inacabablemente hasta quedar toda prendida en el cielo. Varell, Tarda, Naica, La Lorbes, nombres que sonaban como estrechas referencias, como pobres impulsos de un hombre desconocido, regiones donde se duerme, donde se calla, donde se recibe la repetición de voces que nunca llegan a gozarse, que nunca son dulces, que siempre permanecen con el áspero acento de las piedras, de los metales. Recordaba nombres, los de su infancia, los de las minas. Tantos años recogiendo fechas, abriendo papeles y los nombres se le perdían como los años. En él era vivo el recuerdo de momentos, de sensaciones; recordaba el paisaje con intensidad, aunque más bien la mezcla de su imagen y el deseo de la imagen, la incomprensible transmutación del sentimiento en el paisaje que se mira por dentro y se posee como un don, como una oscura nostalgia. Ahora, en la ciudad, en el departamento, recostado en la alfombra viendo planos antiguos, revisando proyectos inútiles que no consiguieron ser aceptados, comprendía el temor que sintió por salir, por sentirse en la tierra dura, en un ámbito donde todo está al descubierto y persiste el paisaje como bestia primitiva, sujeto a un horizonte cercano, a una ancestral inmovilidad donde cambian las llanuras, la sequedad del invierno, donde llanuras inacabables, cerros, cambian el color de la lejanía según las estaciones, como la incesante respiración de algo, de un paisaje animal, un cuerpo de bestia donde no soporta encontrarse, donde teme los días y la incertidumbre de los días como advertencias, como mansos engaños. La ciudad la sentía más personal, más cercana. Hoy le era posible encontrar en Marian otra constancia; la presencia de la ciudad, la sensación de la ciudad.

    La Lorbes estaba al principio de la sierra. La lejanía era un presentimiento tan vehemente que dejaba de serlo y cundía como deseo duro, profundo deseo de la sierra, del aire frío, deseo de su silencio terrible, de la sierra imaginada desde las barracas, elevada como la sospecha de su cercanía cuando se está en los tiros que avanzan hacia ella. A pocos kilómetros del campamento de La Lorbes había unas antiguas minas abandonadas; escombros de calles y construcciones de un pueblo con seis o siete familias y gambusinos que

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