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Insanos e Incurables
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Libro electrónico146 páginas2 horas

Insanos e Incurables

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Una enfermedad que ha acechado a la humanidad desde épocas remotas reaparece a inicios del siglo XXI. En medio de misteriosos sucesos, una médica forense de nombre Caery Salter deberá redescubrir su fe y la historia de su familia, cuyo pasado está atado a la desdicha que trajo consigo ese mal décadas antes. Sin perder la cordura y padeciendo ella misma la enfermedad, deberá enfrentarse a fantasmas y a un ente maligno para acabar con una maldición.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2020
ISBN9788418234903
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    Insanos e Incurables - Carome Arcano

    Insanos e Incurables

    Carome Arcano

    Insanos e Incurables

    Carome Arcano

    Título original: los no curados

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Carome Arcano, 2020

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418233487

    ISBN eBook: 9788418234903

    A mi padre y madre por haberme heredado el don del arte y por el regalo de la vida, y a ESF por haber inspirado el personaje de Caery Salter.

    Prólogo

    La tuberculosis es considerada una de las enfermedades más antiguas de la humanidad. Textos antiguos encontrados en Grecia y Roma describen la afectación por tuberculosis en remotas civilizaciones. Los primeros indicios de la afectación humana fueron hallados en momias egipcias; incluso, los restos de Akenaton, décimo faraón de la XVIII dinastía de Egipto, y su esposa Nefertiti, muestran evidencias de este mal. Otros rastros de esta enfermedad fueron encontrados en reliquias de la India y China. En cuanto a América, estudios realizados en tejidos de momias encontradas en Perú sugieren la presencia de la tuberculosis durante el período precolonial.

    En Europa, desde inicios del siglo XVII, la epidemia de tuberculosis fue conocida como la gran plaga blanca, debido a la palidez extrema observada en los enfermos. En esa época la alta densidad poblacional y las pobres condiciones sanitarias características de las ciudades europeas, al igual que las norteamericanas, constituyeron las condiciones ideales para la propagación de la tuberculosis; llegando a ser en 1650 la principal causa de muerte.

    Durante una parte de la Edad Media y del Renacimiento la incidencia de esta enfermedad fue en aumento. Pero, no fue sino hasta mediados del siglo XVIII y hasta finales del siglo XIX que fue alcanzando su punto máximo. La Revolución Industrial trajo consigo hacinamiento, pobreza, largas jornadas laborales y malas condiciones de vivienda; propiciando así el contagio de la tuberculosis en las clases bajas.

    En 1915 se construye en Costa Rica el primer sanatorio antituberculoso de Centroamérica. En este mismo país, años más tarde, con el fin de centralizar y coordinar todas las entidades que luchaban contra esta enfermedad, se crea el Departamento de Lucha Antituberculosa en 1939.

    En 1950 debido a las condiciones sanitarias, pobreza, desnutrición y a la baja cobertura por parte de los servicios de salud, la incidencia de la tuberculosis en Costa Rica era muy alta; mayor a un noventa por ciento por cada cien mil habitantes. A principios de 1958 se inaugura el Hospital Nacional Antituberculoso en la capital de este país.

    En los años 70¹, gracias a la Lucha Antituberculosa y a la mejora en las condiciones socioeconómicas y de cobertura en atención de la salud, se redujo la incidencia de esta enfermedad a un veinte por ciento. Unido a esto, gracias a la introducción de antibióticos de amplia acción y gracias a la aplicación de terapias específicas se mantienen bajas las tasas de incidencia y mortalidad por tuberculosis hasta la actualidad.


    ¹ (1970 — 1979).

    I

    El cuerpo en la morgue

    1

    El sonido de sus tacones marca su seguro caminar por los pasillos del edificio, se detiene al llegar al elevador, con sus delicados dedos presiona el botón de descenso, mira su peinado en el reflejo del panel de llamado mientras el ascensor llega, lleva unas carpetas en sus manos, la puerta se desliza automáticamente, ingresa y escoge ir al sótano. Luego de escuchar el sonido de alerta, se abre la puerta, sale y recorre un largo pasillo de luz tenue que conduce a dos amplias puertas con un círculo de vidrio en el centro, debajo de los cuales se ven advertencias de riesgo de contaminación bioinfecciosa y medidas de seguridad. La mujer abre las puertas con sus delgados y débiles brazos, al entrar, a la derecha hay un cubículo con batas celestes desechables, guantes de examinación y equipos de protección. Ella se coloca todos estos implementos y un cubre bocas de tela, parece dirigirse a una cirugía, pero no se encuentra en un hospital. Sale del cubículo y atraviesa una cortina de aire, está frente a una habitación amplia, rodeada de superficies metálicas y con piso de azulejos, en el centro hay una mesa de metal con un cuerpo cubierto por una sabana, iluminado por una lámpara móvil, y junto a la mesa hay un carrito con herramientas de disección.

    Esa mujer es Caery Salter, médica forense y disectora de la Morgue Judicial del gobierno. Su fascinación por la muerte la llevó a trabajar en ese lugar desde que estudiaba para ser técnico en disección. Ha realizado un gran número de autopsias de casos de crímenes, muertes misteriosas y accidentes.

    A las tres de la madrugada, después de tomar un descanso, se dispone a autopsiar un cuerpo traído de un hospital. Caery descubre la sábana, observa a un hombre de aparentemente cuarenta años cuyo cuerpo presenta múltiples moretones, cortaduras en la piel y vidrios incrustados. En ese momento, ingresa igualmente con toda su indumentaria puesta, Annia, especialista en patología y medicina legal, quien ha trabajado en el complejo forense durante varios años más que Caery.

    —¡Ay mi madre! ¿Qué ha pasado con este prójimo, amiga mía? —le dice Annia viendo el estado del cuerpo.

    —Vino del Hospital Central. El expediente indica paciente de psiquiatría. Aparentemente se lanzó por una ventana desde el cuarto piso —explica Caery.

    —Bueno… ¡Entrémosle, Caery! —contesta Annia emocionadamente.

    Caery toma un bisturí del carrito de herramientas, con su mano derecha introduce la filosa hoja de acero en la dura piel del cadáver, entre la clavícula y el hombro, hace una incisura en Y sobre el tórax y hasta el abdomen, toma unas pinzas para levantar un poco la piel, y con la otra mano tira de esta hacia un lado para dejar expuestas la parrilla costal y las vísceras del cuerpo.

    —Tiene algunas las costillas rotas —afirma Caery.

    —También presenta fractura cervical que posiblemente le causó daño medular —explica Annia al examinar el cuello—. Hay que tomar radiografías para confirmar la lesión, amiga.

    —¡No se diga más, Annia! Tomemos las muestras para los análisis de tejidos y pidamos que lo preparen para espera de reclamo por los familiares —dice Caery.

    —Bueno, querida, después de esto, se me han antojado unos camarones al ajillo —expresa Annia, riendo.

    —¡Uy que rico! Ve subiendo que ya te alcanzo en el parqueo —le contesta Caery.

    Annia se quita su bata desechable, los guantes de látex y el cubrebocas, los tira en un basurero con una bolsa roja, lava sus manos asépticamente en una pila de la sala y se dirige al cubículo. Se quita unos lentes de protección de plástico y los coloca sobre una repisa, toma su bolso, sale de la oficina y empuja la puerta de costado para abrirla hacia afuera y salir. Sube a la primera planta por el ascensor, sale del edificio y se dirige al parqueo. Mientras tanto, Caery cubre el cadáver con la sábana, repite la rutina que hizo su compañera, y termina de archivar unos expedientes en otro cubículo a la izquierda de la entrada; en ese instante, estando de espalda a la sala de disección, la lámpara que iluminaba el cuerpo y las luces de la sala se apagan de repente, Caery voltea a ver, pero no le toma importancia, vuelve al cuarto de la derecha, toma su bolso y sale al ser casi las seis de la mañana. Ambas han terminado su turno de madrugada en la Morgue Judicial.

    Caery lleva a Annia hasta su casa las mañanas que coinciden después de pasar por un brunch² a temprana hora; casi siempre degustan mariscos y comida china, pues es lo que permanece abierto las veinticuatro horas. Van conversando en el auto y riéndose de las ocurrencias de ambas.

    —Después de estos camarones… no sabe la que le espera a mi marido, amiga. ¡Tendrá un buen mañanero! —expresa Annia con tono burlesco.

    —¡Ni que decir, hasta a mí se me antoja! —dice Caery carcajeándose mientras conduce su automóvil.

    —Por eso te digo qué necesitas un novio, mi niña... —le reclama Annia, quien va sentada en el asiento de a la par.

    —¡Con uno no me basta! Yo y la monogamia no nos llevamos —responde Caery.

    —¡Qué ninfómana eres! —le dice Annia sarcásticamente.

    —¡Cómo si no me conocieras, amiga mía! Tres años fueron suficientes. ¡Nunca más…! —le replica Caery recordando su fallido matrimonio.

    Caery deja a Annia en frente de su casa, se despide rápidamente de ella y sigue conduciendo unos pocos kilómetros más para llegar a su hogar.

    2

    Se mudó hace seis meses a una nueva propiedad en los límites de la capital. Desde afuera, su casa emana misterio. Tras abrirse el portón eléctrico, guarda su carro en la cochera. Es una casa de dos pisos, cuya puerta principal parece la de un castillo, con cerrojos y detalles metálicos color negro. El color blanco de las paredes evoca la idea de que la palidez con la que siempre luce Caery se hubiese apoderado del lugar. Su perro se asoma entre las cortinas y le ladra, extrañándose de ella, como si viera llegar un fantasma. Baja de su carro, sale de la cochera y presiona el botón para que baje la cortina automática, busca la llave de su casa en el mismo llavero donde tiene la del auto y todas las demás, la introduce en el cerrojo y después de dos vueltas abre la puerta. Su perro corre de la sala a la cocina y late inquietamente al verla entrar. Ella nunca enciende la luz, solo se dirige al baño de su habitación luego de abrir un portón de barrotes similar al de un cementerio y subir las gradas que llevan a la segunda planta. No hay retratos familiares en ningún lado, solamente figuras de la Santa Muerte en la sala y unas pinturas de desnudos femeninos colgadas en lo alto. Siempre mantiene la puerta del cuarto abierta, es una habitación tan amplia como la misma casa, con una cama que se

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