Cuando en enero de 2023 el fiscal general del Vaticano abrió el caso Emanuela Orlandi, casi 40 años después de que esta chica desapareciera sin dejar rastro, añadió un nuevo misterio a esta enigmática historia que puso en jaque al Estado más pequeño del mundo. Lo que al principio la policía tachó de «travesura» de una adolescente pasó a ser, en pocos días, un secuestro vinculado al terrorismo internacional, en los albores de la Guerra Fría.
Roma, 22 de junio de 1983. Emanuela, de 15 años, almuerza en casa con sus cuatro hermanos Pietro, Natalina, Federica y Cristina. Viven en uno de los pocos apartamentos que hay dentro de las murallas papales, reservados para el puñado de empleados que tienen ciudadanía vaticana. Esa mañana, sus padres, Ercole y Maria, están fuera de la Ciudad Eterna.
Son las cuatro de la tarde. Hace mucho calor y la adolescente pide un favor a su hermano: «¿Me llevas a clase de flauta en tu moto?». «No puedo, he quedado con mi novia», le responde Pietro. A Emanuela no le gusta el tono, y tampoco le apetece ir a pie hasta la academia. Se enfada, mete deprisa la flauta y las partituras en su mochila, recuerda a Cristina que a las siete y media tienen una cita con amigos, y se marcha dando un portazo. ¡Pum!
Desde entonces, no han vuelto a verla, y han repetido hasta la saciedad cómo iba vestida: una camiseta blanca y vaqueros de tirantes.
Emanuela abandona el Vaticano por la «Porta di Santa Anna», un acceso vigilado por la Guardia Suiza, que usan los empleados de la Santa Sede. Llega más tarde de lo habitual a la academia de música, cerca de Piazza Navona. No se sabe si fue a pie o en autobús, pero sí que tuvo un misterioso encuentro por el camino.
Según la profesora, Sor Dolores, Emanuela dijo a una amiga que un desconocido de unos 40 años le acababa de ofrecer un trabajo. Le daba 375 000 liras, unos 180 euros, si repartía publicidad de la