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Steel Y Las Sombras
Steel Y Las Sombras
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Libro electrónico379 páginas5 horas

Steel Y Las Sombras

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Información de este libro electrónico

Luego del brutal asesinato de su familia, el exagente de las Fuerzas Especiales Británicas John Steel llega a Nueva York con un propósito: encontrar a la persona de la fotografía.

La sensata detective del Departamento de Policía de Nueva York, Samantha McCall está investigando un triple homicidio cuando aparece Steel para ayudar a encontrar al criminal y llevarlo a la justicia. Lo que en principio parece ser el trabajo de un asesino serial, pronto se convierte en algo más oscuro y engañoso, con con mercenarios implacables, un informante sospechoso y fantasmas tanto del pasado de Steel como de McCall.

Mientras alianzas inesperadas y la misión personal de Steel revelan una red compleja de traición, ¿serán capaces de encontrar una manera de trabajar juntos y resolver el caso?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento2 jul 2020
ISBN9781393989004
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    Steel Y Las Sombras - Stuart Field

    Dedicatoria

    A nuestra madre, cuya fuerza, coraje y

    Fe es una inspiración para todos nosotros.

    Capítulo 1

    Los hombres se abrieron paso en silencio por el bosque, asegurándose de no hacer ruido con las armas que llevaban ni con la armadura que usaban. Sus pesadas botas apenas hacían ruido mientras se arrastraban por las sombras.

    Era un soleado día de verano y una suave brisa hacía que las hojas de los árboles crujieran suavemente. Los pájaros se perseguían en un cielo sin nubes. En el terreno de una mansión inglesa se llevaba a cabo una fiesta. Amigos y familiares reían y bromeaban; los niños corrían y jugaban a pesar de la ropa formal que llevaban.

    El terreno era grande. Había un amplio jardín en el que se situaba una carpa donde se serviría la cena por la tarde. Al lado de la misma había una terraza de madera que serviría de pista de baile, con luces colgadas por encima, entrecruzadas entre unos elegantes pilares provisorios. Los árboles cercaban por completo el terreno.

    Escabulléndose entre los invitados, los meseros se apresuraban con bandejas de bebidas y canapés. En la entrada trasera de la mansión había un área de grava cercada por un balcón de piedra que se extendía a ambos lados de la casa, solo interrumpido por un tramo de escaleras de piedra blanca. La música provenía de dos altoparlantes que se encontraban a ambos lados de las puertas traseras. En el suelo se arrastraba un cable hacia un pedestal para micrófono colocado junto a uno de los grandes jarrones de piedra que formaban parte de la balaustrada. Una imponente mujer de mediana edad estaba de pie, vigilando a sus dos hijos mientras bebían limonada en vasos plásticos. La señora de la mansión aún era una mujer guapa, de pelo marrón a la altura de los hombros y características perfectamente esculpidas. Un vestido de seda y encaje abrazaba su esbelta figura. Sonrió mientras otra mujer se acercaba.

    —Elizabeth, sabes que fue una mala idea hacer que fuera un evento secreto, ¿verdad?

    La mujer más joven hablaba con un dejo de acento americano.

    Elizabeth se encogió de hombros ante el comentario de su nuera.

    —Hablé con el oficial a cargo pidiéndole que venga directo aquí. Todo lo que podemos hacer, Helen, es esperar que seas un buen incentivo para él para que siga órdenes por una vez. —Elizabeth rio. Helen sonrió y le dedicó a su suegra una mirada sorprendida.

    —Jonny viniendo a casa, marchando, siguiendo órdenes, sería todo un logro —dijo la mujer más joven.

    Ella también era alta, de pelo suave color marrón claro y ojos del color de una laguna tropical. Ambas mujeres eran hermosas a su manera. Helen deseaba que su belleza juvenil, casi juguetona, madurara en algo parecido a su suegra. Las dos mujeres prestaron atención a los hombres que estaban parados, hablando, en el área de grava. Uno de ellos era alto y de espaldas anchas, con pelo grueso y negro que comenzaba a hacerse gris en las sienes. El segundo hombre era unos centímetros más bajo, más delgado y llevaba el cabello rubio cortado prolijamente. El más alto tenía barba oscura, el más bajo iba bien afeitado. Ambos vestían esmoquin, como el resto de los invitados masculinos, mientras que las damas llevaban vestidos de noche elegantes y costosos.

    El hombre más pequeño le dio al otro una palmadita amigable en el brazo izquierdo y se alejó para unirse a la fiesta de gente inmersa en conversaciones. El hombre de cabello oscuro tomó el micrófono y se dirigió al DJ, quien se escondía detrás de una cabina improvisada en el extremo del patio de grava. El hombre dio un golpecito al micrófono que resultó en un fuerte chillido amplificado por los altoparlantes, lo que causó en todos una mueca de dolor. Sonrió como un niño travieso.

    —¡Perdón, perdón! —Su acento británico era alegre—. Hola a todos. Mi esposa y yo queremos agradecerles por venir esta noche. Estamos aquí para celebrar dos cosas: primero, el golpe más reciente a cierta pandilla de tráfico de armas a nivel mundial cuando una unidad especial capturó una horda con un valor estimado de más de cuatro millones de libras. —Todos celebraron y aplaudieron—. Pero también, más importante aún, el regreso a salvo de nuestro hijo mayor de una misión en el extranjero. Levantó su copa hacia la multitud, pero sus ojos estaban fijos en la hermosa mujer con la que se había casado. Ella estaba serena en su vestido de seda. Su pelo oscuro resaltaba por el encaje hecho a mano alrededor de su escote. Le sonrió al hombre con los ojos llenos de orgullo y felicidad. Al lado de ella estaba su hijo más joven, Thomas, un niño de 12 años, de cabello oscuro, con una expresión seria en su rostro. Al lado de él estaba su hija, una niña bonita de no más de diez años pero que era un reflejo en miniatura de su madre. Incluso iban vestidas con el mismo estilo. Era una pequeña broma que les gustaba hacer. Sofía le sonrió a su madre y le apretó la mano. Elizabeth miró a su hija y le guiñó un ojo.

    Un mesero se dirigió al hombre del micrófono y le susurró algo al oído, provocándole una sonrisa. Se volvió al micrófono.

    —Damas y caballeros, parece que el problema con organizar una fiesta sorpresa es que uno nunca sabe cuándo, o si, el invitado de honor aparecerá. Este parece ser el caso de hoy. —

    La multitud rio—. Sin embargo, no creo que le importe que empecemos sin él. ¿Qué opinan? —Nuevamente levantó su copa.

    —No podría estar más de acuerdo, su señoría —dijo una voz desde atrás con un acento de Europa Occidental.

    Un imponente hombre rubio se había acercado, prácticamente sin ser visto por nadie alrededor. Su figura voluminosa y firme iba vestida de negro, y su cabello negro brillaba en el sol de la tarde.

    —¿Quién eres y qué quieres aquí? Esta es una fiesta privada —dijo el conde mientras el hombre sonreía y se acercaba a él.

    —Me temo, Su Majestad, que para usted la fiesta acabó —respondió—. Y una cosa más: mi jefe le manda saludos. Dicho eso, el extraño se dirigió a la multitud como si fuera a hacer un anuncio, arrebatando el micrófono de la mano del conde. Lo levantó como si fuera a hablar a la desconcertada multitud que se había convertido en su rehén.

    Se oyeron disparos. El intruso se giró para ver a un hombre calvo, de aspecto militar, con una sonrisa amenazadora en su rostro. Sostenía una Glock 19 semiautomática con la que apuntaba al conde, quien cayó de rodillas. Su esposa e hijos miraron horrorizados mientras brotaba sangre de su espalda. Cayó de frente al suelo. El hombre calvo avanzó y le dio un último disparo en la parte de atrás de la cabeza, que explotó convirtiéndose en una nube roja y blanca. Por un momento todos permanecieron inmóviles. Su estado de shock se vio interrumpido por el sonido de un tiroteo desde el bosque. La gente caía por todas partes, derribada por explosiones al azar. Los invitados corrían de aquí para allá, desesperados por buscar refugio, solo para ser aniquilados por balas perdidas.

    Elizabeth vio un grupo de cuatro hombres armados que se dirigían a la carpa. Momentos después se oyó una mezcla de gritos y disparos. Mientras observaba, se abrían huecos a los lados de la carpa. Luego, se hizo el silencio. Tomó de la mano a sus hijos y corrió hacia la seguridad de la casa. Su nuera cogió su pollera y los siguió, su largo pelo marrón volaba detrás.

    El asesino calvo sonrió al verlos y sacudió su cabeza. El hombre rubio corrió hacia él. Tomó al asesino del brazo y lo arrastró hacia él.

    —Este no era el plan, imbécil. Ahora tenemos que acabarlo —le gritó al calvo—. Se suponía que ninguna familia saldría herida. El Hombre los quería a todos vivos. —El calvo no estaba escuchando así que el rubio lo volvió a agarrar, y gritó —: Ya basta, ¿de acuerdo?

    Obtuvo una falsa sonrisa como respuesta mientras el calvo se dirigía al edificio, seguido por un grupo de hombres, todos sosteniendo una AK-47.

    Capítulo 2

    Un taxi se detuvo en el extenso acceso. Dentro iba sentado un soldado, escuchando vagamente la conversación del conductor sobre sus opiniones acerca de la situación en tierras lejanas. Su pasajero, agotado por el largo viaje, observaba a través de la ventanilla los campos verdes de su hogar. Aún llevaba su uniforme de combate, los pliegues de las mangas firmes como filo de cuchilla. Estuvo fuera durante mucho tiempo y ahora estaba feliz de volver a casa. No quería ningún escándalo, solo un momento de tranquilidad con su mujer y el resto de la familia, pero temía que su padre hubiera organizado algún tipo de fiesta de bienvenida.

    Todo le parecía surrealista. Estar en casa luego de pasar tanto tiempo en una tierra carente de lujos, árboles o césped. Tendría que reajustar su pensamiento. ¿Era todo un sueño? ¿Se despertaría de repente y estaría de vuelta en el infierno que pensó haber dejado? Lentamente tocó la ventanilla del coche, esperando que esté ahí y que no desapareciera ni bien posara sus dedos sobre ella. Sonrió al sentir cómo el frío del vidrio le provocaba escalofríos en la espalda.

    Apoyó su cálida mejilla contra la ventanilla y cerró los ojos.

    —Vaya, eso se siente bien —dijo y el conductor lo miró por el espejo retrovisor, moviendo la cabeza. Al acercarse a la casa se oían fuertes explosiones. El soldado abrió sus ojos de inmediato y se irguió.

    —¡Detenga el coche! —ordenó, pero el conductor no le prestó atención—. ¡Detenga este coche ahora mismo, maldita sea! —

    El taxi frenó con un chirrido.

    —¿Por qué me grita, chiflado? —dijo el conductor mientras el soldado salía del auto y escuchaba. Fuertes chasquidos hacían eco entre los árboles, seguidos de gritos: algo iba muy mal.

    —Salga de aquí de inmediato y llame a la policía. Dígales que hubo disparos en esta propiedad y no de armas de deporte, sino de armas militares. ¿Entendido?

    El conductor asintió, «armas militares, no de deporte». Soltó el embrague y se alejó a toda velocidad, dejando que el soldado corriera a refugiarse entre los árboles.

    Abriéndose paso lentamente en el bosque que tan bien conocía, hacia la parte trasera de la casa, el soldado no había ido lejos cuando vio una figura vestida de negro sosteniendo un rifle automático. Dedujo que era un guardia, situado allí para asegurarse de que nadie se escapara. Esto no era un robo, era una invasión, una ejecución. El soldado miró a su alrededor y se alejó silenciosamente.

    El guardia había estado de pie por lo que parecían horas. No tenía idea de por qué estaba aquí o quiénes eran esas personas. Todo lo que le interesaba era cobrar cuando todo acabara.

    De repente hubo un fuerte chasquido detrás de él. Se agachó y preparó su arma. Podía sentir el corazón golpeando contra su pecho, la adrenalina corriéndole por el cuerpo. Soltó una bocanada de aire al ver pasar un conejo saltando. Se puso de pie y rio aliviado. Se dio la vuelta y se quedó sin aliento cuando una figura se paró frente a él y le dio un golpe en la garganta.  El mercenario cayó de rodillas, cogiéndose su hioides fracturado. Un sonido de gorgoteo salía de la vía respiratoria colapsada del hombre. Cayó al suelo y el sonido cesó.

    El soldado le sacó al hombre su chaleco táctico y comprobó el contenido de munición del rifle y la pistola: ambos estaban llenos. Sonrió seriamente.

    —Hora de la venganza —farfulló violentamente. Las radios en su chaleco cobraron vida cuando los equipos daban informes de la situación.

    Tenía que encontrar a su familia y a cualquier otro sobreviviente, y eliminar a la mayoría de bastardos en el camino. Moviéndose en silencio y sigilosamente, se arrastró hacia la casa. Frente a él había otro hombre de rodillas. El soldado vio cómo los ojos del hombre se movían de aquí para allá, y se dio cuenta de que estaba nervioso y tenso. Bien. Al otro lado del hombre nervioso estaba un grupo de sus colegas, riéndose mientras disparaban a los pies de algunos invitados, haciendo que bailaran de un lado a otro.

    El soldado se arrastró entre el guardián solitario y el grupo armado, y de repente se detuvo. El mercenario gritó sorprendido e instintivamente abrió fuego con su arma, justo mientras el soldado salía del camino. Una lluvia de balas azotó a los hombres armados frente a él. El soldado observaba tristemente desde su nuevo escondite cómo se desataba un enfrentamiento con armas y se mataban entre ellos. Sonriendo irónicamente, el soldado avanzó y tomó el cinturón de munición de un hombre muerto.

    Mientras observaba, el grupo de invitados horrorizado huyó hacia el bosque y desapareció en lo que esperaba que fuera seguro. El soldado volvió en busca del guardia muerto con más cuidado y fue recompensado con una granada de humo. Frunció el ceño al evaluar la carnicería frente a él. ¿Quiénes eran estos hombres y qué querían?

    Había muchas preguntas resonando en su cabeza, pero este no era el momento para hacerlas. Sabía que tenía que reducir sus números aún más, y si podía hacerlo sin ser visto, mucho mejor.

    Al fin y al cabo, pensó, no le servía de nada a su familia si estaba muerto. Un gran grupo de hombres armados estaba al pie de las escaleras de entrada a la casa, asegurándose de que nadie entrara o saliera. El soldado se pasaba la granada de humo de una mano a la otra e ideó un plan. Con la granada resguardada en un bolsillo y la metralleta capturada colgando de su cuello, se movió con cuidado alrededor de la carpa hacia la parte asegurada con cuerdas. Cortó la lona utilizando el cuchillo que le había sacado al primer guardia y entró sigilosamente. La gran carpa estaba vacía salvo por un montón de cuerpos con ropa formal en medio del suelo.

    Aún había cubiertos colocados formalmente en las mesas, como si nada hubiera sucedido, y muchos de los candelabros aún estaban decorados con bellos lazos. Desató un moño de uno de los candelabros y sacó la granada de su bolsillo. Tomó una de las revistas del bolsillo de su chaleco. Deslizando las suficientes vueltas de la horquilla para envolver el cilindro verde de la granada comenzó a sujetarlas al explosivo utilizando un moño. Afuera, el grupo de asesinos oyó a alguien gritar—: ¡Ayuda! ¡Ayúdenme, por favor! —La voz se desvanecía y regresaron a la carpa, animados con sed de sangre para acabar con el hombre moribundo.

    Diez hombres entraron a la carpa en busca del hombre que lloraba, con las armas preparadas ante ellos al avanzar más en profundidad. El último hombre caminaba de espaldas para cubrir su retirada. De repente se detuvo cuando su pie golpeó algo e intentó advertir a sus compañeros antes de que la sala se llenara de humo. El grupo comenzó a toser y farfullar por los gases, medio cegados, agitando los brazos, tratando de encontrar el borde de la carpa.

    Luego, cuando el contenedor comenzó a calentarse las rondas empezaron a disparar. Balas perdidas volaban por todas partes, provocando que el grupo se detenga y comience a devolver el fuego, sin importar que no pudieran ver a quién o qué disparaban. Más hombres corrieron hacia la carpa para ayudar al escuadrón, solo para ser aniquilados ni bien atravesaban la puerta.

    Desde el interior de la casa, el hombre rubio se acercó a la ventana y observaba la locura de abajo.

    —Por el amor de Dios. Terminemos con esto antes de que los idiotas terminen matándose entre sí —farfulló.

    Un hombre que parecía un mastodonte dio un paso al frente y quitó el lanzagranadas automático de su espalda. Con el agarre firme colocó tres rondas en la carpa. Cuando los proyectiles golpearon hubo explosiones con muchísima fuerza. Hubo varios destellos brillantes y luego la carpa se hizo pedazos, largando piezas de madera y tela por todas partes.

    Donde antes se situaba la carpa ahora no había más que franjas enormes de llamas rojas y negras. Escombros en llamas, incluidos los fragmentos humanos, caían del cielo como lluvia ardiente.

    El hombre reemplazó el arma en su espalda, sonriendo mientras lo hacía.

    —¡Bum! —dijo, con un tono profundo y vacío. Cuantos menos mercenarios sobrevivan, pensó el rubio, a menos tendrían que pagar cuando todo termine. Se unió a los demás y procedieron a revisar las habitaciones en busca de sobrevivientes, buscando especialmente a las cuatro personas que habían ingresado a la casa.

    —La madre, la otra mujer y sus dos hijos no deben salir heridos de ninguna manera —dijo el hombre rubio. Frenó de golpe y los hombres detrás de él se detuvieron abruptamente. Se giró e hizo contacto visual con uno de ellos, un joven de estatura media, bien afeitado, con una mirada impaciente en su cara de aspecto juvenil. —¿Entendido? —Su mirada se volvió intensa, casi quemando a la juventud, que retrocedió un poco y asintió.

    Capítulo 3

    El soldado pensó que ahora los jardines estaban despejados. Había visto a varios mercenarios entrar a la casa pero no sabía la fuerza de sus números. Avanzó por el césped con cuerpos desparramados, se mantuvo agachado pero moviéndose con rapidez.

    Al llegar a la pared y las escaleras se arriesgó a echar una mirada. No había nadie a la vista. Moviéndose lentamente por las escaleras de piedra se encontró con el cuerpo de un hombre. Era su padre. La cabeza del soldado cayó con angustia. Todo lo que quería era gritar, pero sabía que eso alertaría a los mercenarios y haría imposible rescatar a los demás. Su dolor se condensó en una ira letal, prometiendo asesinar a los bastardos asesinos.

    Se besó los dedos y los presionó en lo que quedaba de la frente de su padre. Luego miró hacia la casa con la furia quemándole por dentro.

    Se arrastró por la puerta trasera hacia el gigante comedor. Más allá se encontraba un largo pasillo y las escaleras que conducían hacia las habitaciones. El soldado se acercó lentamente hacia las puertas dobles que llevaban del comedor al vestíbulo y abrió lentamente una de ellas lo suficiente para poder observar. Al otro lado de la puerta había un guardia de espaldas a él, presuntamente para evitar que la gente saliera. No esperaba que nadie entrara. Frente a ese guardia, al pie de las escaleras, había otro.

    El soldado se dio cuenta dónde estaban los hombres en el pasillo, con su largo suelo de mármol y las oscuras puertas de madera justo del lado opuesto. Unas escaleras que atravesaban la pared izquierda estaban decoradas con cuadros de hombres y mujeres, paisajes y animales. Aparte de los dos guardias frente a él, no podía ver a nadie más. Cerró la puerta y se hundió en un asiento cercano. Tenía que pensar y rápido. La radio que llevaba en el bolsillo del hombro chilló. La cogió apresuradamente y la apagó. Había ideado un plan.

    Se paró de golpe en silencio, cruzó con rapidez hacia el parlante al lado de la puerta del jardín y tomó los auriculares. Los colocó junto a la caja negra, cogió cinta adhesiva que encontró en el juego de herramientas del DJ, pegó con cinta el botón enviar en el móvil y luego, con cuidado, pegó el micrófono de los auriculares al parlante.

    Se puso de pie y miró a su alrededor. «De acuerdo, ¿quieren fiesta, bastardos?» pensó.

    Los mercenarios caminaban por la casa, cuarto por cuarto, disparando a todo lo que se movía. El hombre rubio decidió esperar en el gran estudio que había encontrado, cuyas paredes y suelo de roble se complementaban con muebles antiguos. El cuarto le gustaba. Había dado instrucciones a sus hombres para que procedan y traigan a los sobrevivientes sin herirlos, pero estaba preocupado por Travis. Al fin y al cabo, estos hombres no eran soldados. Eran convictos contratados y en algún momento fueron lo suficientemente tontos como para ser atrapados. Eran prescindibles. De hecho, ya se habían deshecho de muchos de ellos. Sin embargo, Travis fue un comando y asesino y violador de los peores. Era, simplemente, un animal.

    El hombre rubio le dio instrucciones a su secuaz de vigilar a Travis y, bueno, si el excomando hacía algo mal sabría qué hacer con él. El líder de los mercenarios daba vueltas en el cuarto asombrado por su esplendor. En una esquina encontró una gran esfera de madera y la abrió. Sus ojos se iluminaron al ver los finos brandys y whiskys y se sirvió un vaso de la malta de veinte años. Se movió despreocupadamente hacia una enorme biblioteca de madera. Dickens, Sun Tzu, Tolstói, todos los clásicos estaban ahí. El olor a cuero viejo invadió sus fosas nasales al acercarse y oler la atmósfera culta. Escogió un libro y se sentó en el sofá de cuero rojo. Comenzó a leer, dando sorbos al whisky mientras sonreía e imaginaba por un momento que era el dueño de la mansión.

    El soldado se arrodilló en la puerta, de espalda hacia la pared. Levantó el brazo y sacó un cuchillo de combate de una vaina en el hombro del chaleco que había cogido. La cuchilla brilló cuando los rayos del sol de la tarde alcanzaron su borde afilado. La guardó en su cinturón, donde podía agarrarla rápidamente, y se arrodilló con la Glock .45 en una mano y el micrófono en la otra, tomándose un momento para repasar el plan. Encendería el micrófono, lo lanzaría hacia el altoparlante provocando un acople, correría por la puerta disparando en la cabeza a ambos hombres, se prepararía para recibir a otros bajando por las escaleras, los eliminaría a todos, saldría del pasillo y subiría por las escaleras en medio de la confusión. Sonaba como que podría funcionar. Al menos en su mente.

    Contó mentalmente hasta tres y con todas sus fuerzas lanzó el micrófono hacia el altoparlante que había colocado en las puertas. Todo sucedió en cámara lenta cuando el misil voló por los aires y aterrizó con un sonido metálico que atravesó los altavoces y, a la vez, voló los auriculares de los mercenarios. Los hombres se agarraron las orejas doloridas cuando el acople los aturdió, incapacitándolos por unos instantes.

    El soldado abrió las puertas y disparó. Los dos guardias tomaron una ronda cada uno. Era todo lo que necesitaban. Una en la parte de atrás de la cabeza y la otra entre los ojos. El soldado observaba cómo cinco hombres bajaban de prisa las escaleras para averiguar qué sucedía con los altoparlantes. Los derribó con la pistola automática y observaba con satisfacción mientras cada uno de los hombres se estrellaba contra las paredes de la escalera, dejando manchas de sangre por todas partes.

    —Es momento de seguir —pensó, deteniéndose solo para tomar la pistola de un guardia muerto para reemplazar la que había utilizado. Subió de prisa las escaleras con una pistola en una mano y una metralleta en la otra. Llegó al pasillo de arriba y se agachó detrás de una pared al final de las escaleras. Aguardó durante un segundo y luego corrió hacia el primer cuarto.

    Ante el sonido cercano de disparos, el hombre rubio salió corriendo de su asiento y arrancó el auricular de su sitio. Atravesó la puerta hasta llegar a las escaleras y recogió a sus hombres en el camino. Encontró a cinco hombres recuperándose del repentino estallido en los tímpanos, pero se encontraban bien. Bueno, lo suficiente como para matar a alguien.

    Al mirar por la grieta de la puerta parcialmente abierta, el soldado vio a seis hombres dirigiéndose a las escaleras. Sabía que podía eliminarlos, pero no sabía cuántos más había ni a dónde se encontraban. No, debía dejarlos y continuar.  Avanzó por el largo pasillo y revisó cuarto por cuarto hasta llegar al final.

    No había nadie más. Sonrió para sí mismo. Si no había encontrado a nadie, los asesinos tampoco lo habían hecho. El soldado levantó la mirada hacia el ático. Tenía que subir allí.

    El mercenario rubio y los demás corrieron hacia el comedor y encontraron el micrófono al lado del altoparlante. Apagó el micrófono y lo arrojó al césped. Al mirar a su alrededor descubrió los auriculares pegados al altoparlante. Los despegó y se puso de pie.

    —El niño está aquí —dijo—. Encuéntrenlo.  Y lo quiero vivo. ¿Entendido, idiotas? —Los demás asintieron. El hombre rubio miró el pequeño micrófono del auricular y sonrió. Echó un vistazo a la casa, de izquierda a derecha, tratando de descubrir a dónde podría esconderse su presa—. Bienvenido a casa, Jonny —masculló.

    Capítulo 4

    De pequeño, el soldado solía ir a hurtadillas en el viejo montacargas pero nunca pensó que de adulto haría lo mismo. El tamaño de su cuerpo más los extras que llevaba puestos hacían que el trayecto fuera un poco incómodo. Al llegar arriba utilizó el cuchillo para perforar un pequeño agujero para poder ver el ático. El espacio del techo era oscuro, una única luz caía desde la pequeña ventana del techo de arriba. Era una gran distancia que cubría todo el largo y ancho de la casa. Cajas llenas de polvo con juguetes olvidados permanecían apiladas una encima de la otra y, al mirar, pensó que solo el terror traería a alguien a buscar refugio aquí. Había pocas chances de esconderse.

    Vio que estaba despejado y, levantando lentamente la puerta corrediza, logró salir. Se apoyó en una rodilla y cogió una de las pistolas. Se dio cuenta de que tendría que llegar al otro extremo del cuarto para asegurarse de que realmente no hubiera nadie refugiándose allí. Caminó lentamente y con cuidado hacia el otro extremo. Si de verdad no había nadie allí, lo único que podrían haber hecho era llevar el montacargas hasta la cocina, o incluso el sótano, y escapar desde allí. Se movió lentamente y sus ojos visualizaron una figura en la distancia. Estaba a solo unos metros, pero la oscuridad hacía que parecieran kilómetros.

    Se mantuvo agachado y esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Los cerró y respiró profundamente. Los abrió lentamente y vio a una mujer tendida. No se le veía el rostro pero él conocía esa forma y sintió que ya nada tenía sentido.

    El hombre rubio volvió a la casa y descubrió que el resto se había reagrupado en el pasillo. Caminó hacia el hombre alto y asintió.

    —¿Qué pasó, jefe? —preguntó el mastodonte.

    —Parece que, al fin y al cabo, tenemos una bienvenida. Me dijeron que no regresaría al menos por una semana más pero no importa, lo hecho, hecho está. Bueno, primero lo primero. —El hombre rubio miró al grupo—. ¿A dónde diablos está Travis? —preguntó. Todos miraron a su alrededor y se encogieron de hombros—. Maldita sea. Bueno, encuentren a ese maldito

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