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Ladrar a las puertas del cielo
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Libro electrónico208 páginas2 horas

Ladrar a las puertas del cielo

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Esta obra es un mapa y su autor un fino cirujano que maneja con habilidad un acerado bisturí para diseccionar la realidad cubana. Su realismo sucio-pero-no-tanto desmenuza el día a día de la vida de un frustrado y estresado escritor habanero que choca una y otra vez con los límites de su sociedad y de su propia existencia. Prepárese a reír y llorar a partes iguales.
Ladrar a las puertas del cielo ha merecido el galardón de Autor Cubano Joven 2018 por parte de la Editorial Guantanamera.


“—¿De qué va tu libro? —pregunta Nikolaos.
Ernesto se esfuerza. No quiere quedar mal ante el hombre que le ofrece trabajo.
—Lo que dices no tiene gancho… Véndeme mejor el producto —explica Nikolaos.
Ahora Ernesto habla mucho y no deja en claro una idea.
—Tienes que lograr que las ganas de leer tu libro me quite el sueño... Busca otra cosa.
Ernesto, nervioso, deja correr casi un minuto. Luego, habla sincero:
—¿Qué quieres? ¿Que te cuente de que va todo esto?... ¡Ah, qué se yo! ¡Léetelo!... Supongo que trata de eso, que no te enteras; y de La Habana, con su olor a gasolina de combustión incompleta, y esa sensación de que puedes incendiar la ciudad con una chispa de tu parte… Pero te digo algo: La Habana es incombustible y no va arder por más que lo intentes... Creo que trata de todo eso, y también de lo que va sucediendo de afuera hacia adentro, de la ciudad hacia ti, que desespera y te hace diferente... No te enteras. Por más que te diga, no te enteras… Tienes que leer”.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento6 oct 2017
ISBN9781524304904
Ladrar a las puertas del cielo
Autor

Daniel Burguet

Daniel Burguet (La Habana, 1989) es un escritor tremendamente talentoso con una capacidad innata para comunicar. Egresado del Centro de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Ha obtenido mención, durante tres años consecutivos, en el concurso “David”, convocado por la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba). Premio “Oscar Hurtado”, y “César Galeano”, ambos en 2014. Participó en la XVIII Feria Internacional del libro de República Dominicana. Es miembro de la Asociación de Hermanos Saíz, organización que aúna a los jóvenes escritores y artistas cubanos. Con el presente volumen, “Historias del más acá”, obtuvo el premio Aquelarre 2016 al mejor libro de humor. Y ya se sabe que el humor en Cuba son palabras mayores.

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    Ladrar a las puertas del cielo - Daniel Burguet

    desolación

    1

    —El director quiere verte —es lo primero que escucha cuando, mojado por la llovizna, abre la puerta de la oficina.

    —Bueno días, Nancy. También me alegro de verte —responde sin mirar a la mujer.

    Camina hasta su buró y acomoda el maletín. Tiembla de frío. Cerca del techo el aire acondicionado congela el lugar. Hay días en los que piensa que está puesto precisamente ahí como una «prueba de frío» para que los recién llegados no duren mucho en el local.

    Enciende el ordenador. Va luego hasta el fondo de la oficina donde, como en un improvisado pantry, hay sobre una mesita un termo con café, un pomo de boca ancha con azúcar sin refinar, un salero oxidado y unos vasos plásticos impresentables, una hornilla eléctrica y una cafetera, ambas tibias, detrás de todo esto. Junto a la mesa, un bebedero con un botellón a medio vaciar.

    Quita el corcho que sirve como tapón del termo. No le han dejado café. Busca en la cafetera. Tampoco.

    Resignado, sale de la oficina. Llega hasta la puerta de Recursos Humanos y entra sin tocar. Par de caras viejas y demacradas le miran tras los burós. Una de ellas, la que parece más vieja, se aclara la garganta y habla:

    —Lluvia no ha llegado todavía.

    La vieja vuelve a su posición inicial y se le queda mirando.

    —Imagino, el transporte está malísimo por los aguaceros… Yo casi no llego —dice Ernesto—. Bueno…, dígale que pasé a verla.

    Sale de la oficina y con paso suave de condenado llega hasta la puerta del director.

    Toca.

    —Adelante —se escucha casi una orden.

    —Alfonso, me dijo Nancy que quería verme.

    —Entra… Te estaba esperando.

    Camina hasta sentarse en una silla.

    El director revisa algo en su ordenador. Casi puede jurar que el tipo está jugando solitario o buscaminas, y que se demora a propósito solo para demostrar quien tiene el poder.

    —¿Qué tú esperas de la vida, muchacho? —suelta el director, empoderado, sin levantar la vista.

    Ernesto se aclara a garganta. Mira el reloj digital sobre la mesa de su jefe. Ya casi van a ser las diez de la mañana.

    —Creo que lo que espera todo el mundo. No morirse antes de lo que le toca y haber hecho algo que valga la pena antes de que llegue la hora…

    Alfonso levanta la vista del ordenador y recuesta los brazos en el borde de la mesa, de manera amenazante.

    —No te vengas a hacer el intelectual conmigo... Tú sabes lo que te pregunto.

    Se desespera. No soporta a los tipos como su jefe. Cerrado, cerrero, incapaz de permitir un poco de imaginación y originalidad. Inflexible.

    —Ya le respondí. Espero no morirme antes de tiempo.

    —Mira, Ernesto. Tú no eres mal muchacho, pero tu actitud ante el trabajo no es la deseada en nuestro centro. Casi siempre llegas tarde. No hay un día en el que te quedes hasta la cinco y cuarto y cumplas con el horario establecido. Dejaste la universidad. No vienes los sábados laborables, ni a los trabajos voluntarios. No eres de la Unión de Jóvenes, no participas en actividades del centro…

    Sigue mirando fijamente el reloj digital. Los números rojos que vibran en la pantalla negra. El parpadeo de los dos puntos que separan las horas de los minutos. Quiere decir tantas cosas, pero a la vez le pesa. Sabe que será en vano y que debe aguantar hasta que su jefe termine esa arenga a la inversa.

    —…y un trabajador así, tan poco involucrado, deja mucho que desear. Y te estoy diciendo todo esto para que entiendas que tu situación es indefendible… Mira, Ernesto, en este mes tienes ocho llegadas tarde y ni un solo día has cumplido con el horario de salida, siempre sales una hora antes.

    Suspira lentamente. El reloj digital le indica que ya han pasado seis minutos desde que está en la oficina. Casi una vida.

    —La administración está pidiendo que seas sancionado… te llamé para eso. Se está pidiendo que seas trasladado un trimestre para mantenimiento y rebajarte el salario. Antes de cumplir la sanción se te va a amonestar públicamente. Quiero que sepas que incluso se habló de expulsión del centro, pero yo propuse la otra medida para ayudarte.

    —¿Algo más? —le pregunta al jefe.

    —No… solo te llamé para que lo supieras y firmes el acta.

    Toma uno de los bolígrafos que descansan sobre la mesa del director y se pone a moverlo entre los dedos. Lee el acta. El jefe vuelve a concentrarse en el ordenador.

    Del acta, Ernesto tacha un pedazo de la primera oración; agrega algo en letra pequeña debajo. Va poniendo comas, una «y» que faltaba. Hace un globo a una frase y le pone un asterisco encima. Debajo, a pie de página, repite el asterisco y explica. Mira de reojo a su jefe que sigue, de seguro, jugando buscaminas. Vuelve a tachar otra oración. Coloca el bolígrafo sobre el papel y se pone de pie.

    El jefe mira el papel y luego a Ernesto.

    —¿Tú te estás burlando de mí, muchacho? —le imputa.

    —No, solo lo estoy ayudando. Esa acta está llena de problemas. Yo no firmo algo así… y no se moleste en volverla a hacer. Deme la baja.

    El jefe, sonriente, tamborilea con los dedos.

    —Yo lo sabía. Cuando la administración decidió tomar la medida, yo sabía que…

    —¡Por favor, deja el eufemismo y la sinécdoque! La administración no toma medidas. Las medidas las tomas tú, y los viejos del consejo de dirección lo único que hacen es mover la cabeza como en una fisioterapia para la cervical.

    —¡No te me hagas el escritorcito con esas palabras rebuscadas! —explota— ¡Que te estamos sancionando por vago y falta de respeto..., ¡te crees muy inteligente, pero en realidad eres un vago y un falta de respeto!

    —¡Vagos los que se pasan el día viendo novelitas en la computadora o jugando al buscaminas! ¡Alguien eficiente de verdad no tiene que quedarse hasta las cinco, Alfonso! ¡Ni tiene que venir un sábado para adelantar trabajo!

    El director sigue enjaulado tras su mesa, con la mirada llena de coraje.

    —¡No vengas a cuestionar a tus compañeros, cuando tú no haces nada! ¡Falta de respeto!

    Ernesto va a ponerse las manos en la cabeza, buscando la calma. El gesto queda inconcluso. Solo la intención nació. Discutir es perder el tiempo.

    —Deme la baja —decide.

    2

    Hoy es el cuarto puñetero día seguido en el que no para de llover. Hoy a la gente se le ocurrió ir a trabajar porque no fueron ayer, y se levantaron temprano, y se alistaron, y llenaron las paradas, y asustaron a los choferes que han decidido no parar, y las paradas están más cargadas de lo normal, y en el primer bus que llegue todo el mundo va a tratar de colgarse como garrapatas en el último perro del mundo.

    Me gusta la lluvia, pero no un martes a las diez y media de la mañana en una parada llena de gente, y luego de haber perdido el trabajo.

    Aunque peor hubiera sido estar allá el día entero… Porque no tiene gracia llegar empapado a la oficina y pasarse todo el tiempo con la ropa húmeda y los zapatos chillando. Tener que plantarse debajo de un aire acondicionado que te parte los pulmones, y salir a las cinco y cuarto de la tarde para seguir mojándote camino a la parada, y esperar otro bus que se atreva a llegar y parar, y amanecer al otro día tosiendo como un tuberculoso…

    La lluvia no sirve para trabajar, sirve para disfrutar.

    ¿Y ahora qué hago? ¿Qué le digo a la vieja?

    La mujer que está en la esquina tiene buenas piernas.

    Está recostada a una de las columnas, al límite de lo que protege el techo, y al parecer no le importa mojarse un poco. Debe estar cerca de los cincuenta, luce un poco demacrada, pero tiene buenas piernas, apetecibles piernas. Fuma como una trastornada y me recuerda a las femme fatales de las películas de cine negro.

    Ese vestido le queda muy bien.

    Ya son las once y cuarto.

    Ella puede ser quien yo quiera.

    Se llama Lucía, tiene cuarenta y ocho años y se dedica a seducir jovencitos y robarles el alma acostándose con ellos. Va rumbo a la universidad, es profesora de filosofía. En la cama de su apartamento está el último estudiante que devoró, vacío y exhausto. El tipo no pudo hacer nada cuando ese par de buenas nalgas se agacharon sobre él y lo dejaron medio muerto en menos de cinco minutos. Ella va, llena de energía, a impartir sus clases de la tarde; él se queda durmiendo, debe recobrar fuerzas. Por la noche ella vuelve y él debe estar listo.

    La lluvia aprieta y la parada se hace más estrecha. Todos se rozan, tocan, empujan, buscan espacio. Quieren quedar bajo el techo y mojarse poco; todos menos la femme fatale, que sigue fumando como si no le importara el agua.

    Mientras llueve la ciudad se vuelve sentimental. La calle, la humedad, los balcones cerrados, los portales con sillones vacíos, lo que permite ver hacia el interior de una casa una ventana entreabierta, las luces amarillas de las farolas que manchan de calidez el agua sobre el asfalto. Lo acogedor salta a la vista y te hace sentir miserable. Da igual si estás en Dinamarca en medio de una nevada vendiendo fósforos, o aquí en La Habana debajo de un aguacero, volviendo del trabajo del cual acabas de ser despedido. La naturaleza, cuando le da la gana, te hace sentir la persona más solitaria y olvidada del mundo. También el puñetero servicio de transporte público te hace sentir solitario y olvidado en un rincón del mundo.

    Le gente sigue pegándose entre sí, consumiendo el espacio vital, recordándome que no estoy tan solo, ni tan olvidado, ni tan aparte. Que no soy el único, y que ando rodeado de solitarios olvidados en rincones esperando ser rescatados. Eso lo pone todo peor. Nunca hay mucho espacio para un número grande de personas por rescatar.

    Podría ponerse la situación más dramática. Que llegue el chofer y abra la puerta, y desde su comodidad grite que solo mujeres y niños como si esto fuese un naufragio, y el resto tengamos que quedar a la deriva hasta entrada la tarde.

    Al fin el bus llega, salpicando y chillando, frenando a duras penas. La gente se amotina en las puertas, cierran paraguas, sacan menudos, tratan de subir. Dejarse llevar por el tumulto, no protestar, no hacerse notar, no detener el flujo de los que intentan subir.

    Mal acomodado cerca de una ventanilla puedo ver a la femme fatale aún fumando, recostada a la columna y mirando hacia el final de la calle. Probablemente espera un auto que la recoja. O no. Tal vez estaba aburrida y salió a dar una vuelta. Tal vez andaba en vena como para fumarse un cigarro bajo la lluvia a las diez y media de la mañana, y nada más. Fuma en calma. Ella con su parsimonia me hace sentir como un desgraciado sin carácter que, por desesperación, se deja arrastrar a un transporte público repleto.

    Por cuarenta y cinco minutos debo sufrir el viaje y dejar que la ropa se seque por el vapor de la gente, compañeras de prisión, sobre mi cuerpo. Luego andar ocho cuadras hasta el cabrón edificio donde vivo, y en la caminata volver a empaparme y agotar las probabilidades de que no me de neumonía.

    No tengo ganas de llegar a la casa. Prefiero quedarme aquí, aplastado por la lluvia, que tener que decirle a la vieja que, por soberbia, me he quedado sin trabajo. Me da vergüenza.

    A veces me gustaría estar en el pellejo de otro para no vivir ciertas cosas. Otras, inevitables veces, lanzarle una oración a Dios y encomendarme a sus manos a ver si funciona. Hasta ahora no he devenido en transformista o teísta.

    3

    Goteante abre la puerta del apartamento. Un olor a café recién colado le llega. El olor trata de escaparse del apartamento, y él cierra la puerta antes. La abuela se asoma desde la cocina sujetando con una agarradera un jarrito de aluminio.

    —Eh, mi niño, que temprano llegaste. ¿Te sientes mal?

    Deja las botas junto a la puerta. Tira la mochila en un butacón de madera. Se quita el pulóver negro y lo cuelga en una soga que sirve de tendera para días con lluvia. Se suelta el pelo y lo airea con la mano. Camina hasta la cocina y le da un beso a la abuela.

    —No, estoy bien…

    Destapa, mira, y tapa una cazuela. Abre, busca, y cierra el refrigerador. Tantea dentro de una jaba por un pedazo de pan. Saca la mano vacía.

    —Hay, mijo —se lamenta la abuela—. Si llego a saber que venías temprano te guardo arroz. Deja ver si Gladis me da un pan, te fríes un huevo y así aguantas hasta la comida.

    —No molestes a Gladis.

    La abuela vierte el café en un termo enorme. Vuelve a preparar la cafetera y la pone al fuego en una hornilla. Llena un jarro con agua e igual lo pone al fuego.

    —Te puse a calentar agua para que te bañes. No me gusta que te quedes mojado… ¿quieres café?

    —No... ¿Cómo les ha ido hoy?

    —Hemos vendido cantidad. Ya he tenido que venir dos veces a colar más café, y los jugos se acabaron desde el mediodía. Como la gente se mete en el portal por la lluvia, siempre compran algo.

    —Vaya, estos aguaceros las han ayudado entonces.

    —No creas. La pobre Gladis tiene tremendo dolor en las piernas por el cambio de tiempo. Hoy he tenido que atender a la clientela yo sola.

    Con un movimiento ágil, Ernesto se sienta sobre la meseta y se recuesta a la pared.

    —Abuela, ¿hace cuánto que Gladis está inválida?

    —Te voy a decir. Ella tuvo el accidente un poco antes de que tu madre se fuera, y si tu madre se fue en el… hará como veinte años.

    —Insultante... Ustedes todas jodidas y viejas, y tienen que seguir trabajando.

    —Mijo… el dinero no crece en maticas.

    —Sí, abuela, pero

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