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Y las malas van a todas partes
Y las malas van a todas partes
Y las malas van a todas partes
Libro electrónico194 páginas2 horas

Y las malas van a todas partes

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Información de este libro electrónico

Martina es una auditora de cuentas que vive sola en Valencia. Su amiga Lara está casada y con hijos. Cuando Lara desaparece súbitamente sin ninguna explicación, se abre una investigación policial.
La novela descubre los secretos que guardamos, incluso a nuestros mejores amigos, y plantea las valientes decisiones que son capaces de tomar algunas personas siguiendo únicamente su propio bienestar y dejando atrás ataduras familiares y sociales.
IdiomaEspañol
EditorialNPQ Editores
Fecha de lanzamiento27 jun 2023
ISBN9788419440983
Y las malas van a todas partes

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    Y las malas van a todas partes - Jose García Pastor

    Y LAS MALAS

    VAN A TODAS PARTES

    Jose García Pastor

    Y LAS MALAS

    VAN A TODAS PARTES

    Jose García Pastor

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

    Y las malas van a todas partes

    © Del texto: Jose García Pastor

    © De la corrección: NPQ Editores

    © De esta edición: NPQ Editores

    www.npqeditores.com

    edicion@npqeditores.com

    ISBN: 978-84-19440-98-3

    A mi Florecilla

    Las chicas buenas van al cielo

    y las malas

    a todas partes.

    Mae West

    Nada hay más ridículo que un hombre o una mujer gesticulando dentro de un automóvil como un malabarista moviendo unas pelotas de pimpón, escupiendo palabrotas y acordándose de los antepasados del resto de conductores que caminan en la misma dirección o en dirección contraria.

    Si tuviéramos un espejo cerca que nos mostrara nuestra imagen cuando hacemos aspavientos mientras conducimos, probablemente dejaríamos de hacerlos. Con un buen espejo, y no me refiero al retrovisor, que es diminuto y apenas nos podemos ver los ojos, tampoco nos meteríamos el dedo en la nariz ni nos sacaríamos mocos ni haríamos pelotillas gomosas con ellos ni los lanzaríamos como proyectiles que se quedan aplastados en las alfombrillas de los coches, los que no son engullidos.

    El que llevo detrás lo está haciendo. Lo de bracear, digo. Y todo porque el semáforo ha cambiado a verde y yo no me he dado cuenta. El claxon me ha sacado de mi abstracción, he acelerado y avanzo por la calzada, pero no debo ir a la velocidad que a él le gustaría porque continúa con sus gestos y cada vez arrima más el morro de su coche a la parte trasera del mío, como si quisiera empujarme.

    No me puede adelantar porque a la calle Colón la han dejado solo con un carril para turismos; los otros tres que había los han ocupado los taxis, los autobuses, las bicicletas y el aparcamiento para las bicicletas. Nos hemos vuelto muy ecológicos en esta ciudad en los últimos años.

    A mí me da por reírme cuando veo que me habla desde dentro de esos cuatro cristales. Pero me aguanto por no exacerbar más el ánimo del energúmeno que pretende intimidarme y que, lo que me parece en realidad, es un mono en su jaula removiéndose inquieto. No oigo lo que me dice porque tanto yo como él llevamos los cristales subidos para que no se nos escape el aire acondicionado. A diecinueve grados lo llevo yo en esta mañana de julio de cielo cubierto y bochorno pegajoso. Menos mal que hacemos jornada intensiva y con suerte, hoy que es viernes, comeré en casa.

    El concepto de la prisa es tan relativo como subjetivo. Llegar siempre se llega al destino, qué más da llegar dos minutos antes o después. ¿Cuánto tiempo se pierde por no arrancar en el preciso instante en el que cambia el semáforo? ¿Tres, cuatro, cinco segundos? Si sumamos cinco segundos en cada uno de los semáforos que paramos en un trayecto de veinte minutos, la cantidad de tiempo es insignificante.

    Aunque puede haber motivos justificados en los que llegar un segundo antes al lugar adonde uno va sea esencial. Por ejemplo, no perder el tren que nos lleve a nuestra felicidad, agarrar la mano moribunda de un ser querido o que un espermatozoide alcance a un óvulo en el momento justo para crear vida. Mirándolo bien, un segundo no es nada y lo es todo.

    El comportamiento de los hombres en un coche debería ser motivo de tesis doctoral. Analizar el brutal cambio que experimentan al volante siempre me ha resultado interesante. Y digo hombres, porque en contadas excepciones las mujeres adoptan esa actitud chulesca que confiere conducir un vehículo. Mi padre, sin ir más lejos. Un hombre que hablaba como un cura en un confesionario, era entrar en el coche y censurar la conducción de todos los que le rodeaban a grito pelado. Que si ese va pisando huevos, que a ese le han dado el carné en la tómbola, que menudo rascón le ha dado cambiando de marcha, que como siga cogiendo todos los baches de la carretera le va a romper el chasis al coche, que para aparcar necesita una plaza de toros… Y la que era su favorita, pero en mí producía una irritación mayúscula: meona tenías que ser. Eso se lo decía a todas las conductoras que hacían una maniobra que no era de su gusto.

    Llegamos a la calle Xàtiva, donde se ensancha la calzada, y le veo adelantarme por la izquierda. Va cabeceando como las figuras de perros que se ponían antes en el parabrisas trasero de los coches. Yo levanto mi mano izquierda y le saludo como las princesas mueven su mano en los actos oficiales: con elegancia y con cinismo.

    Me alivia pensar que ya no lo llevo detrás atosigándome. Lo gracioso sería volver a verle, aún más, que yo le adelantara porque él haya escogido la fila equivocada donde los coches circulan más lentos y yo a mi ritmo le rebase por la derecha. Eso pasa a menudo. Los listos tropiezan antes que los tontos, que, como se saben con menos capacidades, aseguran más su paso.

    A este no le voy a alcanzar porque le está dando gas a la máquina y yo me voy a desviar en la calle San Vicente, que es donde tengo el aparcamiento de la oficina. Sigue con su velocidad esquivando a los coches como si estuvieran en una partida de videojuegos.

    —¿Se te han pegado las sábanas? —me pregunta Sonia nada más abrirse la puerta del ascensor.

    —No guapa, vengo de visitar a un cliente.

    —¿A cuál? —No sé si me fiscaliza porque le dicen que lo haga o porque es cotilla de vocación.

    —¿Te han hecho supervisora de proyectos y no me he enterado?

    La mesa del despacho la tengo igual que la dejé ayer por la noche. No se ha obrado el milagro de que los papeles se ordenen solos, y mucho menos que los informes que tengo que hacer se hayan escrito por sí mismos. Cada cosa a su momento. Tecleo mi contraseña, se abre la pantalla del ordenador y reviso el correo: catorce sin leer. ¡Qué pereza me da! No sé si es porque es viernes, porque tengo ganas de vacaciones o por las dos cosas.

    Clico en el icono del WhatsApp y los leo por el ordenador: veinticuatro mensajes, dieciocho de ellos de la misma persona. Una frase en cada uno de ellos. No lo soporto. Por eso llevo silenciadas las notificaciones. ¿Por qué la gente no puede escribir en un párrafo lo que me quiere contar? ¿Por qué todo el mundo se suma a la moda de una frase, un mensaje y una notificación? Es molesto un sonido tras otro, o una vibración tras otra, que al final no sabes si llevas un móvil en el bolsillo o un consolador.

    Me levanto a por un café de una máquina Nespresso que compramos con una derrama las pasadas Navidades. Cincuenta céntimos cuesta cada sorbo de café volluto, dulce y ligero como a mí me gusta. Vaya, se han acabado los palitos de madera para remover la sacarina; lo hago con un bolígrafo que encuentro sobre una mesa.

    —Sonia podía estar en estas cosas más que en otras que no son de su incumbencia.

    Manuel me ha leído el pensamiento. Acaba de entrar al office. Asiento mientras acerco mis labios al borde del vaso de papel y dejo la marca de mi pintalabios color sweet sakura, que es un rojo de toda la vida.

    —¿Cómo llevas el asunto de la compañía de seguros? —me pregunta mientras se sirve un ristretto.

    —Lo llevo, pero aún no está cerrado. Nos está costando más de lo previsto —le contesto—. Y tú ¿has terminado con la empresa de plásticos?

    —No. Pero antes de vacaciones lo quiero tener finiquitado.

    —¿Con quién lo estás haciendo?

    —Con Félix.

    —Uff —es breve mi expresión pero muy explicativa. Manuel lo capta a la primera.

    —Dice que es porque está empezando, pero ya lleva más de un año con nosotros.

    —No me gustan sus formas.

    Con quien me gusta trabajar es con Manuel, pero no se lo digo para que no entienda otra cosa. Los proyectos que nos han encomendado juntos o con más compañeros han salido pronto y bien. Nos distribuimos el trabajo, somos eficaces y rápidos, que es lo que nos pide la firma que nos contrata. Las empresas nos agradecen que molestemos lo menos posible a los trabajadores, que andan nerviosos con nuestra presencia, y que no alarguemos la agonía de un resultado que la mayoría de las veces desemboca en una reducción de empleos en beneficio de la cuenta de resultados.

    —A mí con quien me gusta trabajar es contigo —me dice él y yo sonrío porque parece que hoy tiene artes adivinatorias y descubre las palabras de mi mente.

    Regreso a mi silla con el vaso del café, que pongo en una esquina de la mesa para evitar males mayores en caso de que se derrame. Antes de ponerme a la faena, cojo mi móvil privado del bolso que he dejado colgado de la percha, busco en contactos el nombre y le mando un mensaje.

    «Bondía». Así todo seguido, sin separación y con tilde. Ya sé que esa palabra no existe en ningún idioma, solo en el que hablo con mi amiga Lara. Es nuestra forma de saludarnos cada mañana. Espero unos segundos, pero, como no recibo respuesta inmediata, vuelvo a guardar el móvil en el bolso y me pongo a repasar el listado del personal que compone el departamento de decesos de la compañía de seguros que estoy auditando.

    No me acordaba de que había quedado con los del grupo de yoga para despedirnos hasta septiembre con una cerveza bien fresquita. A las siete en el Café Federal. No iba a ir a casa y volver al rato, así que me he comprado dos empanadillas del horno de la esquina: una de tomate y otra de atún y cebolla, una botella de yogurt líquido, y me he quedado trabajando hasta la hora de la quedada. La oficina estaba en silencio, solo interrumpido por la limpiadora cuando arrastraba el carro en el que lleva todos esos botes tan potentes que no puedes comprar en cualquier supermercado. He adelantado bastante. Me ha cundido. El miércoles entrego mi trabajo a Ramón, el responsable de unir los trabajos de cada uno de los implicados en este proyecto y de exponer las conclusiones. Todavía tengo que contrastar con mis colegas, pero, según mis cálculos, a la aseguradora le sobran doce empleados y yo ya he identificado quiénes son.

    Mi trabajo consiste en aumentar la productividad de las empresas analizando sus debilidades y sus fortalezas. Eso es lo que digo cuando alguien me pregunta por mi oficio. Es una bonita definición que esconde una realidad más dura que callo; no voy a decir que trabajo en aumentar la productividad de las empresas echando trabajadores a la calle y comprando tecnología más barata que hace el mismo trabajo, que es lo que aconsejamos en el noventa por ciento de los informes que concluimos.

    Me paso los días revisando cuentas, ingresos, gastos, plantillas de trabajadores, sistemas de producción, novedades tecnológicas… y todo lo necesario para que el negocio dé beneficios, más de los que ofrece en el momento que solicitan nuestra ayuda.

    Menos mal que es un trabajo en equipo y que al cliente se le entrega un informe que avala la firma de la auditoría. No podría soportar que mi nombre apareciera como la responsable que ha decidido tirar a la calle a fulano o a mengano, con nombres y apellidos, con familias a las que alimentar, con deudas que pagar. Una losa demasiado pesada que por suerte consensuamos y sostenemos entre varios auditores.

    Yo intento favorecer todo lo que puedo a los empleados, pero no siempre es posible porque quien te contrata es el empresario y lo hace porque tiene problemas financieros que espera que se los resuelvas.

    No es un trabajo agradable, pero es un trabajo y recibo un buen sueldo que paga este bonito adosado que me he comprado en una zona residencial. Con mi cuadradito de jardín donde los fines de semana tomo mi desayuno escuchando el trino de los pájaros y contemplando un trocito de cielo que me anuncia si el día va a estar soleado o nuboso, si voy a poder estar todo el día tumbada tomando el sol en la piscina o es recomendable que me vaya de compras a un centro comercial al resguardo de la lluvia.

    De momento, donde me dejo caer es en el sofá con el mando de la tele en una mano y con un vaso de leche en la otra. En el Federal hemos compartido paté con mantequilla de salvia, almendras fritas con romero y kofta de ternera con salsa de pimiento ahumado, que me han dejado sin cenar y sin hambre a la vez.

    Me desparramo entre los cojines de plumas de pato y dejo en el televisor una película en blanco y negro a la que no le voy a hacer mucho caso porque ya está empezada, pero siempre será mejor que cualquiera de los bodrios de programas que emiten. ¿Por qué las cadenas no cuidan la programación en verano? Pensarán que los ciudadanos tenemos tres meses de vacaciones y no estamos en casa, pero de siempre las vacaciones son de solo un mes y, en los últimos tiempos, que nos estamos haciendo puñeteramente europeos, te dan dos semanas y las otras dos ya te las cogerás a lo largo del año.

    Aprovecho para repasar mis redes sociales. No las he mirado en toda la tarde. Empiezo a dar likes en Facebook, o caritas enfadadas según toca, retuiteo aquellas informaciones que me interesan y mando aplausos a aquellas fotos que merecen la pena en Instagram. Miro el correo particular y, por deformación profesional, también el laboral, y contesto a lo que creo que es inevitable.

    Por último, repaso el WhatsApp y voy contestando. A mi hermano le confirmo que iré el domingo a su casa a comer. El presidente de la comunidad de vecinos me informa que han cambiado los buzones y que tengo que pasar a recoger la nueva llave, se lo agradezco. Mi amigo Sergio me manda una foto desde la Patagonia rodeado de pingüinos magallánicos: «Qué bien vives, cabrón», le contesto. Me pasan las fotos del grupo de yoga que nos acabamos de hacer mientras nos tomábamos la cerveza, en tres de ellas salgo

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