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Zona de habitabilidad
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Libro electrónico166 páginas2 horas

Zona de habitabilidad

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La historia de un joven gallego que llega a Canarias en busca de un cambio de entorno que permita a su cabeza evadirse de sus problemas más recurrentes. Entre ellos destacan la ansiedad crónica que lo acompaña desde hace años y la sensación de que, tras terminar su formación universitaria, su presente no se parece en nada al futuro que imaginó al empezar su carrera.

Las islas lo reciben con un empleo sin mucho futuro, un compañero de piso con una preocupante tendencia a generar situaciones surrealistas y la fiel amistad de Héctor, al que conoce en su nueva oficina y que será clave para integrarlo en su nueva ciudad, ya que lo introduce en su heterogéneo círculo social. En su nueva vida va adquiriendo una familiaridad cada vez mayor con el nuevo contexto, pero a pesar de todo es incapaz de eliminar de su interior todo aquello que lo llevó hasta allí.

No tardará mucho en hacerse una pregunta demasiado incómoda: "¿Por qué, si lo cambié casi todo, soy incapaz de cambiar lo que me destruye por dentro?".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 mar 2023
ISBN9788412598339
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    Zona de habitabilidad - Rubén Pedreira

    1

    «Joder. Ya estamos otra vez con esta mierda».

    Y en mi cabeza suena así, sin signos de exclamación aunque esas palabras los pidan a gritos. Porque no es momento, son las cuatro de la madrugada, la luz está apagada y, hasta que me desperté peleando por respirar, estaba durmiendo muy a gusto.

    Llega un momento en el que rutinizas el sentir cada dos o tres noches que estás a punto de palmarla. En serio, al final simplemente te despiertas hiperventilando y puedes predecir lo que va a pasar. Sigues con la seguridad de que vas a morir esa misma noche, pero lo afrontas como si lo tuvieras todo controlado. Primero crees que te ahogas durante un rato, después tu corazón parece que se va a salir del pecho y, por último, llega esa sensación de desmayo inminente que, en los días en los que tienes especial suerte, puede llegar a durar horas, mandando al carajo todos tus planes de sueño. Esas son las fases y te arrastras por ellas adivinando cuándo aparecerá cada una.

    Hoy es uno de esos días afortunados en los que sé que no voy a dormir más hasta que suene el despertador. ¿Y qué voy a hacer? Pues ir al sofá, encender la tele y esperar a que todo pase viendo uno de esos concursos timo, que son lo único que hay a esta hora y que solo sirven para que los insomnes tengamos una voz de fondo que escuchar, aunque sea la de un presentador claramente encocado. Así escrito todo parece más llevadero de lo que es, claro; pero en realidad uno no espera cómodamente recostado a que todo pase. Tú quieres pensar que estás esperando a que se pase, pero en el fondo sabes que no se va a pasar y que estás a un paso del hoyo. Esto funciona así, no hay nada racional que hacer con ello.

    Un problema añadido de que esta jodienda ataque por las noches es que existen pocas opciones de evasión. No es factible bajar a la calle porque, literalmente, no tienes fuerzas, te acabas de despertar como si hubieses corrido una maratón cuesta arriba, y tampoco hay nadie despierto para darte charla y aportar al menos la sensación de que, en el momento en el que te desmayes y te partas la crisma contra el suelo, habrá alguien que se dé cuenta y quizá tengas la suerte de poder decir unas últimas palabras. Aunque la compañía humana no suele servir de mucho en momentos así, la verdad.

    En las películas te lo pintan de otra manera. Te enseñan que, cuando te despiertas sudando y peleando por hacer llegar el aire a los pulmones, solo necesitas que la persona que tienes a tu lado se despierte a la vez y, con una voz aterciopelada que un humano convencional no tiene al ser arrancado de su sueño, te diga que todo va a ir bien mientras te abraza firmemente. Me descojono con esas gilipolleces. A esa gente de ficción siempre se le pasa todo en unos segundos, nunca empiezan a temblar de frío sin motivo aunque sea pleno julio ni tardan horas en volver a ser capaces de apagar la luz. A mí ese remedio del abrazo milagroso no me funciona, la verdad. A mí en esos momentos me dices que todo va a ir bien y te echo de mi casa. Lo único que me funciona es acercarme a la nevera y coger una cerveza detrás de otra hasta que no distingo si el mareo está provocado por el pánico o por el alcohol. Bueno, en realidad no puedo decir que funcione siempre, solo a veces. En otras ocasiones acaba mal y termino pensando que mi cabeza se va a quedar en ese estado para siempre, pero aquí hemos venido a jugar.

    Lo único que está claro es que mañana es mi primer día de trabajo y voy a ir borracho y sin dormir.

    2

    Al final sí que conseguí dormir más, pero me dormí en el salón, y eso no es muy recomendable si dejaste el despertador en la habitación. Aun así, tuve suerte porque mi compañero de piso está trastornado. De verdad, el tío es de lo que no hay. Llevo tres días en esta casa y en los tres hizo lo mismo. Se despierta a las siete de la mañana sin motivo aparente, se ducha y se vuelve a su habitación a dormir hasta las tantas. Y hace ruido como un demonio, va por el pasillo con la luz apagada y tropieza con todo lo que encuentra. Esta vez, al menos, agradecí que lo hiciera porque me evitó el papelón de debutar llegando tarde.

    Cuando abro los ojos y lo veo allí le pregunto la hora, pero no me escucha. El tío va con los auriculares a todo trapo bailando como un anormal y ajeno a todo, así que lo doy por imposible y voy a mirar el móvil a la habitación. Veo que tengo media hora para llegar al trabajo, pero este chaval es capaz de pasarse veinte minutos encerrado en la ducha y yo no puedo presentarme en la oficina el primer día con el aliento oliendo a alcohol y el peinado de Bitelchús. Voy corriendo al baño y por suerte todavía no ha echado el pestillo. Le aparto los auriculares y le digo que si no le importa que lo use yo antes, que voy muy pillado de tiempo.

    —¡Dale! —me dice, enseñando el pulgar.

    Está abonado a esa palabra. La usa hasta cuando no debe usarla porque a veces se lía con el idioma, y eso que me dijo que ya lleva tres años aquí. Es italiano y está obsesionado con el surf, por eso un día decidió coger un vuelo desde Milán para vivir al lado de la playa, y aquí se quedó hasta ahora. Supongo que el tío mea dinero, porque no hace nada más que surfear y fumar maría en la habitación. Por mí puede hacer lo que le apetezca con su vida, pero lo que sí le diré al volver de trabajar es que lo de andar por los pasillos a oscuras a horas intempestivas se acabó.

    El panorama del día no pinta bien, la verdad. Estoy destrozado, ni siquiera la ducha me espabila después de la noche que me ha tocado pasar. Si consigo llegar al mediodía sin dormirme encima del teclado, será casi un milagro. Además, tengo que ir vestido como un gilipollas, parece ser que en la empresa no está bien visto ir de cualquier manera a pesar de que en la oficina no entra nadie aparte de otros cinco o seis compañeros igual de muertos del asco que yo, pero también con su camisa impecable y su corbata bien puesta.

    Viendo ya que el primer día es accidentado, agradezco haber encontrado alojamiento tan cerca de la empresa, tiene pinta de que me va a salvar de más de un susto. Llegar al edificio me resulta fácil porque ya había pasado por la zona hace unos días para controlar el panorama, pero encontrar la oficina no lo es tanto. «Planta quince», me dicen en recepción cuando me decido a preguntar, después de un rato intentando aclararme con los carteles, y hacia allí subo en un ascensor que se para en todos y cada uno de los catorce pisos anteriores. Dentro de la sucursal hay gente para regalar; es imposible encontrar un tráfico de personas semejante en cualquier otro lugar de la ciudad un lunes a las ocho de la mañana.

    Cuando llego a mi planta el jefe del departamento me recibe de muy buenas maneras y me presenta a los demás, cuyos nombres olvido al momento porque es una manía que tengo, y tarda poquísimo en abandonarme con la excusa de acudir a una reunión. Antes de irse, eso sí, me indica cuál es mi mesa y me informa de que Lolo, el compañero que se sienta justo al lado, es mi responsable directo y se encargará de decirme lo que tengo que hacer.

    Finalmente, resulta que tengo seis compañeros y una compañera. Lolo, «el segundo de a bordo» según sus propias palabras, es un tipo con cara de bebé barbudo y un intento de melena en la que se ve más cartón que pelo, pero parece buena gente:

    —Vaya acento, mi niño. Gallego, ¿no? —Desde que llegué a la isla es lo primero que escucho cada vez que me presento a alguien nuevo. Bueno, salvo cuando me presenté al italiano, que me preguntó si era argentino porque anda perdido por la vida y no tiene intención de encontrarse.

    —¿Se me nota? —Y esta es mi respuesta genérica.

    —Se te nota un poco bastante, sí. ¿Pero cómo vienes desde tan lejos, muchacho?

    —Porque parece un buen sitio, ¿no?

    —Es un sitio cojonudo, ya verás. Aquí trabajamos a nuestro ritmo, no te estreses.

    Y, al final, entre conversaciones de presentación e indicaciones para ayudarme a familiarizarme con las bases de datos, consigo sobrevivir hasta el mediodía. Esperaba que mantenerme despierto resultara más complicado de lo que fue, si soy sincero.

    Al mediodía tenemos dos horas libres para comer, así que, cuando el reloj marca las dos, me dispongo a despedirme hasta la tarde, pero mis compañeros me interrumpen y me invitan a quedarme con ellos en la cafetería de la sucursal para conocernos y, como es el primer día, me resigno a pecar de principiante. Lo que ellos llaman cafetería resulta ser un cubículo de mala muerte en el que la única opción lícita para comer es un sándwich de máquina, con lo que me tengo que comprar tres porque soy de estómago avaricioso. Los que ponen los precios en la máquina también son avariciosos, poco más y el día de trabajo de hoy me sale a pagar.

    El mal trago se compensa un poco con el primer mordisco, con el que compruebo que mi comida, aunque bastante cutre para su precio, no sabe tan mal como esperaba. Además, los compañeros parecen simpáticos, aunque reconozco que el zulo al que me han traído me deprime un poco y no me apetece volver aquí salvo que sea a punta de pistola. A partir de ahora, me iré a comer a mi casa aunque tenga que aguantar al italiano creyéndose Franco Battiato mientras cocina.

    3

    Admito que mi primera semana de oficina se me hizo más ligera de lo que imaginaba. El trabajo es un muermo, pero, al menos, por las tardes solo tengo que ir un par de horas antes de quedar libre y así puedo aprovechar para hacer algo de ejercicio y despejar la cabeza. Encontré un gimnasio bastante barato cerca de casa. Es enano, pero tiene lo que necesito y está casi vacío a las horas a las que puedo ir. El monitor me pone de los nervios porque se motiva demasiado y, cada vez que pasa junto a mí, me suelta unos gritos de ánimo a centímetros de mi oreja que me generan más ganas de soltarle una hostia que de levantar pesos, pero al tercer día empecé a poner la música a todo volumen en los auriculares para no escucharlo y así se hace más llevadero.

    Hoy ya es viernes y, en cuanto llega la hora de salida (los viernes no trabajamos por la tarde, a las dos cerramos el chiringuito hasta el lunes), nos levantamos todos inmediatamente porque aquí nadie especula con su tiempo. Mi firme intención es la de pasar la tarde y la noche tirado en gayumbos en el sofá sin mayor aspiración que ver unas cuantas películas y comer basura hasta quedarme dormido. El italiano está en otra isla haciendo surf todo el fin de semana, así que aprovecharé la soledad para no guardar ni el más mínimo decoro en el salón, mi piso es un horno y a mediados de agosto ponerse una simple camiseta ahí dentro es un suplicio. Por las mañanas tengo que ponerme la camisa segundos antes de marcharme al trabajo porque, si me la pongo antes, acabo saliendo de casa con una prenda de un color distinto al que tenía al sacarla del armario. Es un drama.

    Estoy esperando a que el ascensor llegue a la planta de la oficina mientras fantaseo con la tarrina de helado que tengo en el congelador y noto que me agarran el hombro. Por la presión excesiva, supongo antes de girarme que es Héctor, y al mirar hacia atrás confirmo que no me equivoco. Héctor es de mi edad, aunque cuando me lo dijo no me lo creí porque tiene la cara ajada por el solárium. El tío es grande como un mastodonte, su vida se distribuye entre el trabajo, las pesas y el ponerse moreno. Vive un verano constante.

    —Oye, pásate esta noche si tal —me dice—. Vamos a quedar unos del gimnasio para tomar las primeras copas antes de salir. Así conoces por dónde está la buena fiesta aquí.

    Y la

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