Circunvalación
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Circunvalación - Ignacio Camdessus
Ignacio Camdessus
Circunvalación
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
©Libros del Zorzal, 2014
Buenos Aires, Argentina
Impreso en Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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A la familia
Índice
Martes 4 | 6
Miércoles 5 | 8
Jueves 6 | 12
Viernes 7 | 18
Sábado 8 | 20
Miércoles 12 | 26
Viernes 14 | 34
Lunes 17 | 38
Miércoles 19 | 40
Jueves 20 | 48
Viernes 21 | 54
Domingo 23 | 60
Lunes 24 | 66
Martes 25 | 70
Miércoles 26 | 73
Jueves 27 | 81
Viernes 28 | 85
Sábado 29 | 91
Domingo 30 | 94
Lunes 31 | 97
Martes 4
Sube las escaleras hasta la calle al ritmo pausado de la muchedumbre. Es un día activo, otra jornada laboral para quienes comparten su edad mediana. Un pie tras otro, con la precaución de que el paso no desentone; ni muy acelerado, para no encimarse a la figura inmediata, ni demasiado moroso, para evitar la dentellada de quien pueda arremeter desde atrás. Cualquier roce sería un gesto hostil. No muy rápido, no muy lento.
Se reincorpora a la ciudad. Uno más en el torrente, alza la mirada en busca de augurio. Recorta un fragmento de cielo despejado. La enramada de los árboles no consigue detener los rayos ni atajar la caída lenta de la polución. Las ventanas sucesivas de los edificios espejan el sol matutino. Es otro prolijo día de un otoño tardío.
Pasa frente al centro comercial acorazado. A medida que se acerca pierde perspectiva y el edificio se le vuelve solo una empalizada. Sortea la fila de proveedores sin detenerse a leer sus cajas con inscripciones y prosigue la marcha. Tuerce a la izquierda. De ahí al trabajo son solo tres cuadras. Conoce de memoria cada edificio, cada baldío reverdecido, cada construcción sin terminar. El lustrador le devuelve una sonrisa acabada. Celis intenta imbuirse de la solemnidad del caso: ahora que va a la oficina por última vez, sospecha que no volverá a transitar esas calles atareadas.
Frente al edificio se desea suerte. Cruza el vestíbulo. Llama al ascensor.
Baja y se anuncia como si fuera un día más. La chicharra suena. Entra.
Detrás del escritorio de la recepción está Carol.
—Buenos días, Celis. ¿Cómo anda?
—Buen día.
—La directora lo espera en su oficina. Preguntó por qué estaba demorado.
—¿Demorado? Son las 9 en punto.
—Las 9.03, en rigor.
—Da igual. ¿Por qué el trato de usted?
—Pase, la directora lo espera.
Le dan paso al corredor, que huele a alfombra recién pegada. Reprime el impulso de tocar con sus yemas el interruptor de luz; atraviesa a oscuras el pasillo, como ha hecho durante los últimos años. Su sentido de equilibrio le sugiere tantear las paredes, reafirmarse. Pero lo desoye, sabe que están cubiertas de cuadros, teme apoyarse y que también caigan. Golpea la puerta al final y escucha la voz de la directora que lo autoriza a entrar. Abre y la luz del ventanal que da al mar asalta sus pupilas. El aturdimiento matutino dejará de acicatear su jornada laboral, piensa.
—Siéntese —le ordena la directora mientras hace girar una estilográfica de plata con la mano huesuda—. Prefiero no hacer de esto una ceremonia. Puede imaginar la situación: su foja será depurada. Está en libertad de tomarse unas vacaciones.
—¿Puedo preguntar por qué esto, así? Siempre seguí directivas, creo no haberla defraudado.
—Mire, Celis. Preguntar puede todo lo que quiera. Pero no veo por qué responderle. —Hace una pausa y deja de girar la estilográfica—. En cuanto a expectativas, sepa que me ha decepcionado. Sus promesas y compromisos incumplidos son una carga para la compañía, y para mí, que auspicié su incorporación.
—¿Compromisos incumplidos? —y en el momento en que Celis quiere completar su alegato, justificarse y retrucar, la directora lo interrumpe.
—Por no hablar de confidencialidad violada y otras prácticas irregulares. —Lo apunta con la lapicera—. Tiene suerte de que su foja solo vaya a ser depurada, Celis. Todavía podríamos empezar un sumario. Tome este sobre con su liquidación y márchese.
—Espere.
—No espero, Celis. Váyase de vacaciones y permanezca lejos.
La directora amaga con pulsar el timbre que alerta a la custodia. Son tipos broncos, Celis los ha visto en acción otras veces. Intenta mirarla fijamente para hacerle saber que no se olvidará de ella y que deberá cuidarse de él cuando, en la calle, sea una silueta más de regreso a casa. Sus miradas se cruzan; un estremecimiento eléctrico lo acobarda.
—Yo solo quería.
—Lo que quiera carece de importancia ¿se da cuenta? Váyase de una vez, Celis, antes de que sea peor.
Entonces antes de obedecer Celis toma el sobre, arrebata la estilográfica de plata de la mano de la directora, y a los tumbos sale de la oficina hacia la recepción, y de ahí a la calle.
Miércoles 5
Celis despierta a la hora de siempre sin necesidad de alarma. Deja la cama de plaza y media y gira sin concierto por el departamento. Luego encadena sus acciones matutinas. Del espejo empañado del baño pasa a la cocina mínima en desuso para quitarse la sed. Esquiva la única silla del comedor sin informes apilados, regresa a la habitación. Le lleva unos minutos caer en la cuenta de que el departamento no se ha inmutado con las novedades. Se echa encima la última ropa limpia que encuentra y sale.
Sabe dónde ir. Años de apuro por estas calles para llegar a tiempo al trabajo. El café frente a la plaza, cruzando la avenida, fue siempre un remanso imposible, el lujo de una vida contemplativa de la que carecía. Allí piensa replegarse.
Entra y se deja caer sobre una silla lindera con la ventana como si fuera un paquete. El lugar es amplio y el día luminoso. Pasan autobuses cargados con gente, autobuses vacíos y peatones que se dirigen a sus trabajos o simplemente se pierden. El café se le hace a Celis un lugar propicio para que las ideas también circulen. A esta hora los clientes son pocos, apenas un par de mesas. Celis los mide, preocupado por juzgarse igual o diferente de ellos. Diferente a la pareja de jóvenes al fondo, cuyas miradas anticipan los juegos de habitación. Igual al hombre desaliñado de cabellera canosa, sentado frente a él a unas mesas de distancia, que toma apuntes y mira por la ventana. Apoyada en la barra, una camarera con delantal hojea un diario. Afuera, una formación de palomas sucias sobrevuela la plaza.
Contabiliza los pesos de la billetera en el bolsillo interno izquierdo de su saco. Unos doscientos mil, sin considerar el cambio y el cheque de la liquidación por cobrar. Espera a que la camarera repare en él y con un gesto la llama para ordenar un café concentrado.
Desde la ventana el movimiento de la calle parece el de cualquier día laborable. En esta mano de la avenida, la descarga de mercadería para una tienda interrumpe un carril y lentifica la circulación en dirección al núcleo de la ciudad. En la mano de enfrente en cambio el tránsito se ve normal. Aunque es temprano, los espacios para estacionar están ocupados; ningún auto marcha atrás entorpece el tráfico. Solo queda un lugar libre, protegido por conos fluorescentes.
La