La imposible dimensión
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En la segunda parte sólo encontramos cuatro cuentos, más bien breves, que sirven como tránsito situaciones más estáticas, argumentos más sencillos que preparen al lector a abandonar la fisonomía del divertimento que antes asumió y afrontar el último conjunto del libro con tramas más serias o quizás menos divertidas. De ningún modo en esta porción tercera del libro nos valdrá la sonrisa. En la mayoría de los cuentos se impone como una reservada inquietud, la locación puede ser un país, una ciudad, una escuela, una memoria. Reino a veces difuso u onírico, a veces real; el leiv motiv de lo improbable con magnitud corpulenta: los personajes se evaden en una migración interior y quizás también perecen en la patética dimensión del imposible.
Rafael Amador Díaz Pérez
Rafael Amador Díaz Pérez. Poeta y narrador cubano que también ha incursionado en la crítica literaria. Nace el 30 de abril de 1955 en Holguín. Descendiente de asturianos y canarios, se recibió como licenciado en Educación en la especialidad de Lengua Española y Literatura. Desde 1996 se radicó en La Habana. Ha obtenido premios de poesía en importantes concursos de su país como el "David" y el "Luís Rogelio Nogueras". Vinculado desde 1996 al ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión), ha sido guionista y director de programas en la Emisoras Nacionales Radio Enciclopedia y Radio Rebelde. Posee doble membresía de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) por la Asociación de Escritores y por la Asociación de Cine, Radio y Televisión. Algunos (celebrados) títulos en su haber: "Eclipse o el precio de la luz", "Semejante a lo eterno", "La inversión de los confines", "La vertical de los disturbios" y "Salvajes lejanías".
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La imposible dimensión - Rafael Amador Díaz Pérez
Cruz
Un poco de caléndula
Zunilda, la esposa de Romilio el mensajero, ha sacado las cacerolas. Puestas en los clavos de la pared se secan más rápido. Las cacerolas son de algún metal clásico; cobre, bronce, ¡qué sé yo! Pero eso sí, todas bruñidas pues ella las friega obsesivamente día a día.
―Gracias, perdonen, permiso, hasta luego, no hay por qué ―dice Romilio a camaradas y a extraños, no importa si le responden o no el saludo. Su educación es legítima. Es delicadeza viva y usa los zapatos más lustrosos de la ciudad.
Tan integrados tiene esos modales que en ocasiones saluda a las arrinconadas máquinas Rémington sustituidas por voluminosas computadoras rusas. Las confunde con alguna secretaria en reposo.
―¡Qué maravilloso carácter tiene Romilio! ¡Es la cortesía en persona! ―repiten quienes le quieren bien.
Así se comportó Romilio hasta un buen día. Siempre hay un momento en que todo concluye o se inicia, sin dudas, se transforma. Y fue cuando se acabó la Caléndula. En realidad no aparecía en la ciudad ni en los territorios adyacentes. A partir de entonces Romilio experimentó un cambio de personalidad absoluto, radical. Se mostró diferente, casi huraño. La Caléndula era el sustituto perfecto que él había descubierto para lustrar el calzado a falta del betún o grasa de zapatos.
Hoy mientras Zunilda desprendía la costra que deja el plátano verde en las cazuelas, le confesó a Romilio: ―Soy dueña de la ciudad, estoy casi realizada.
En ese momento Romilio miraba sus apagados zapatos parroquianos y lloraba desconsoladamente por lo que no le prestó atención.
Toda vez que como muchos otros productos, el betún había desaparecido del mercado, Romilio padecía por éste más que por algún otro. Significaba la caída total, el fin de una predilección ancestral por un calzado rutilante.
Ni la ausencia de la leche de vaca que era el colmo de la escasez en el país para él era problema, pero la falta de Caléndula sí que era atroz.
―No puedo usar zapatos mustios, no lo concibo ―se lamentaba Romilio― y no hay Caléndula; la de similar efecto, la sucedánea descubierta por mí. Y estrujaba y volvía a estrujar sus ojos lagrimosos con las manos embarradas de cualquier linimento con el que experimentaba infructuosas refulgencias.
Su rostro era una ruina.
Tamita el hijo de Romilio y Zunilda, se llamaba realmente Tamakún.
Último deseo de la tía Cirila en homenaje a un seriado radial de juventud. Pero la madre, había derivado aquel vocablo intolerable hacia un sonido más grato: Tamita.
―Tamita ayuda a tu padre a recuperar su dignidad, alguien debe cooperar con él, yo estoy ocupada ―insistía―. Soy feliz, soy casi dueña de la ciudad ―reiteró inocente y satisfecha como una colegiala.
Ese día Romilio y su hijo Tamita solicitaron la inestimable Caléndula por la calle Calvario y mucho más allá hasta el barrio de Piedra Blanca, pero inútil, nadie declaró su tenencia y mucho menos su ofrecimiento.
Al caer la noche Romilio ya no aguantó más, se sentó bajo la neoclásica glorieta del Parque de las Flores. Sus iniciales sollozos se convirtieron en llanto, el llanto dio paso a una gritería y seguidamente lo invadió un espeluznante arrebato.
Toda la gente que en ese momento salía del cine Infante de disfrutar de la dominadora belleza de la Félix abofeteando al Indio en el film Enamorada, se conglomeró alrededor de Romilio quien, como poseso, se rasgaba su ropa.
―¡Necesito caléndula! ¡Necesito caléndula! ―repetía y seguía rompiendo su vestimenta inconteniblemente. Las gentes que lo conocían sufrían tanto como él sin poder remediar la angustia.
Tarde en la noche Romilio mostraba casi una total desnudez y cierto resfrío. Todos lo miraban entre compasivos y desesperanzados, una ansiedad popular flotaba en el ambiente:
―¿Quién poseerá un poco Caléndula?
Pero los rostros perpetuaban la incertidumbre en sus semblantes, nadie, absolutamente nadie la tenía.
Cuando Romilio se dio cuenta que la carencia era inminente, tomó una determinación. Se incorporó de pronto y ante el multitudinario público que lo contemplaba silencioso y absorto, sonó su irritada nariz, luego, algo más sosegado, como un Fénix en solemne renacer, exclamó levantando su rostro:
―Andaré descalzo el resto de mis días.
Fue un juramento que aterró a todos. Un ¡ohhh! multitudinario se propagó de inmediato. En su voz había firmeza y decisión. Cuando se acentuaba más el silencio reinante, se oyó casi un grito:
―¡¡Noooo!! ¡¿Qué pensará la gente?! ―chilló de pronto Zunilda saliendo de entre el público con el delantal marroquí todavía puesto.
―¡No puedes doblegarnos a una renuncia así ¡No! ¡No es digno!
Entonces acudieron algunos amigos, impostergables e inesperados como siempre son los buenos amigos. Aparecieron de pronto y ahí estaban de cuerpo presente. Era un momento en que tanto Romilio como Zunilda requerían de solidaridad.
Dionisio Pandora estibadora; diablesa de la comparsa de Pueblo Nuevo, Noemí la profe de literatura o la casi gitana
como también le llamaban, el Fenómeno destilando alcohol y Gabriel-Criatura nasalizando a más no poder que le imploraba a Romilio:
―Romilio, criatura, por Dios no hagas eso no, criatura, no.
Todos, todos sin excepción tendieron sus manos solidarias.
Por el momento trataban de conducir a Romilio a casa, más bien lo arrastraban pero él se negaba a acompañarles, sólo se oía su emitir convulso: ¡Caléndula! ¡Caléndula! ¡Caléndula! Y detrás su persistente amigo Gabriel rogándole ―No criatura, no... Por favor… criatura.
Por su parte Tamita; el