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Lord Cuba: Humberto Arenal contado por su obra
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Libro electrónico535 páginas3 horas

Lord Cuba: Humberto Arenal contado por su obra

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Humberto Arenal es un mito. El hombre que escribía y vivía novelas. De reportero en New York, retornó a La Habana de 1959 tras el sueño de la Revolución. Halló la aventura, se amistó con los rebeldes de su generación, vivió vuelcos, atestiguó la traición, siguió la fidelidad.
Esta es la historia no escrita de un hombre y su tiempo; la historia a través de su obra.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento11 jun 2018
ISBN9781524304065
Lord Cuba: Humberto Arenal contado por su obra
Autor

Yoe Suárez

Yoe Suárez, poeta, giornalista e regista, nasce a L"Avana nel 1990. È autore di numerosi articoli e reportage, tra cui Pasajes de la luz (2012) e Tú no te llamas desierto (2015), che formeranno parte della trilogia in costruzione Cuba crucis, così come Los hijos del diluvio (2016). Ha vinto il Premio nazionale di giornalismo culturale Ruben Martínez Villena 2013 e nel 2016 la sua biografia Charles en el mosaico ha ricevuto una menzione speciale da parte dell"Associazione scrittori e artisti cubani UNEAC. In ambito documentaristico, ha vinto il concorso Premio Documental Memoria Joven, all"interno della 11° Muestra Joven organizzato da ICAIC, l"Istituto cubano per l"arte e l"industria cinematografica. Nel 2015, invece, si è aggiudicato la borsa di studio Chicuelo con il copione del lungometraggio El rostro del mal. Cura inoltre il blog in lingua spagnola Tenía q decirlo (yoesuarez.wordpress.com).

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    Lord Cuba - Yoe Suárez

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    Prólogo

    (…) Orson Welles le dice al joven Arenal que un buen guión de cine, una buena película, no puede dejar nunca cabos sueltos. Y el joven Arenal sigue tomando «apuntes». Y yo, en la sala de su casa, lo escucho y tomo también «notas mentales», mientras el octogenario Arenal hace la anécdota. «En un buen guión de cine, dice Orson, si un personaje en la primera escena saca un trineo», y la sonrisa del anciano Arenal al pronunciar «trineo» es cinematográfica, «ese trineo tiene que aparecer después, aunque sea de fondo», y nuestro ilustre y distinguido vecino del cuarto piso de Infanta y Manglar, asiente. Y mi Paquita Diligencia de ficción, asiente. Y la Paquita Armas Fonseca autora del artículo donde descubro que el joven Arenal «ha muerto», asiente. Y yo, el destinatario del correo y del link, el doliente y dolido ex vecino, ex interlocutor, ex aprendiz de todo ese universo arenalino, miro en las gafas del anciano la sombra de los rascacielos de New York, el sombrero ladeado del Ciudadano Kane, el ruido de un trineo fotograma a fotograma.

    Y es entonces cuando descubro que soy afortunado, muy afortunado, que pocos habitantes de La Habana podrán contar después, ahora, que conocieron a Orson Welles a través de un trineo conducido por Humberto Arenal (…)

    Alexis Díaz Pimienta

    (Humberto Arenal y el trineo de Orson Welles ―fragmento―)

    Nosotros nos acordamos

    El escritor avanza despacio hasta estrechar la mano del periodista de turno. Siempre pulcro en aspecto y palabra. Con su acostumbrada agudeza lista para conversar, y la respuesta límpida y reflexiva traducida en la mirada. La imagen, repetida tantas veces en la sala de Humberto Arenal Pérez (La Habana, 1923-2012), ya no podrá ser de nuevo en la estrecha realidad que acoge a los mortales. Y aquellos que alcanzamos ―al menos en una ocasión― a conversar con Humberto agradecemos a Dios, a la vida, al oficio de la prensa y hasta a la casualidad por haber encontrado a ese ser humano de lujo.

    Hubo quien supo de él la veta filosofal, quien develó al poeta, al amante de la vida o al hombre sencillo que adoraba ver los deportes en casa, y charlar con amigos, vecinos y hasta desconocidos.

    Supimos de Humberto y su inglesa formalidad, la parsimonia pulida por las gentes y los años, la mansa voz de tenor y el gesto amable del que ha vivido y ahora nos cuenta todo lo que fue.

    La extensa (e intensa) vida de aquel hombre se deja ver en las notas rescatadas por sus entrevistadores, y en los dos ensayos que componen este libro (uno sobre la época y otro sobre la trayectoria intelectual de Arenal). Fue una mina de información y experiencias, cuya vocación de conversador abierto nos permitió salvar para la posteridad esta serie de retratos que ahora les presentamos.

    ¿Cómo hablaba Arenal? ¿Era más neoyorquino que isleño? ¿Y sus pasiones, sus manías, su cosmovisión, su pasado? Al menos buena parte de las respuestas las guardan estos textos.

    Como el pintor, un día, el periodista puede dar color a un nombre que desconocemos. Y sin proponérselo, a veces, revela una imagen tan rica que trasciende los momentos. Sin afanes, ni petulancias (como diría Humberto), los diálogos transcritos aquí conservan en estado fragmentario la figura del prolífico autor. Tocará a los lectores armar este puzle compuesto además por novelas, teatros y versos de un Arenal que quedó cifrado en su propia obra escrita.

    Aquí está el reportero que abandonó la Visión americana cuando un director opresivo lo censuró por «castrista», para después naufragar con Lunes de Revolución. Aquí hablamos del amigo que no dio la espalda a convicciones ni a nombres, aunque fueran «prohibidos»; del narrador silenciado en el Quinquenio Gris.

    Escuchar a Humberto fue para muchos un provecho sugestivo. Algo así como sentarse en torno a una zarza ardiente y escuchar al abuelo rehacer el mundo que no vivimos. Los entrevistadores apreciamos al caballero que nos escuchaba con su gentil sonrisa. Y ya no fue más Arenal, después fue simplemente Humberto, el flaco, el amigo.

    Como autor nos obsequió obras memorables. Ahí está El caballero Charles, un relato antologado en más de una ocasión. El también escritor César López comentó alguna vez que, en su opinión, Humberto fue de los grandes cuentistas de la Generación del 50.

    De su paso por las tablas (que fue más bien una larga caminata) quedaron en la historia las primeras puestas del mítico Aire frío, y la fundación, entre otros, del Teatro Musical de La Habana y la Comedia Lírica «Gonzalo Roig».

    Parece superficial decir que casi veinte títulos bajo su firma se sumaron a los catálogos bibliográficos, si cuando hablamos de su obra quizá lo más importante sea resaltar su profundo conocimiento del hombre en disímiles contextos. Así revivió en la escena a un Benny Moré «malhablado» de un modo tan creíble como al Alberto distinguido de su segunda novela, Los animales sagrados.

    Arenal fue para muchos un decano de la ética, que disfrutaba y sabía escuchar la voz y el espíritu de los más jóvenes. Para otros fue el socarrón, el hombre que huía a las cámaras y prefería simplemente saludar a un funcionario antes de quejarse o pedir.

    Su querida Beatriz contaba que Humberto antes de morir le decía: «Escribí la primera novela de la Revolución; fundé la oficina de Prensa Latina en Nueva York; fui de los iniciadores el ICAIC; he defendido mi Patria. Pero ya nadie se acuerda de mí… ―y se apresuraba a agregar― Pero, ¿sabes?, no me importa. He sido fiel conmigo mismo».

    Se refería tal vez a los medios, a las instituciones, pero seguros estamos que disfrutó como pocos intelectuales (pienso ahora en Lezama) la visita de los jóvenes. Quizá sin proponérselo fue mentor para algunos, modelo para otros, amigo.

    En sus últimos años (cuando el cáncer arreciaba y el tratamiento homeopático era insuficiente para sosegar el cuerpo) vio su apartamento de Infanta y Manglar lleno de gente fresca.

    Íbamos interesados en el autor que trabajó con el mítico cineasta Tomás Gutiérrez Alea y acarició el sueño americano gracias a su éxito en el movimiento off-Broadway. Muchos llegamos a él buscando respuestas que superaran los «límites conocidos» y el olvido en ciertos temas culturales.

    Humberto, conversador amistoso y casi sin reservas, a veces terminaba pidiéndole al periodista que dejara tal o más cual tema fuera de la transcripción. Tras despedir a los entrevistadores su esposa lo escuchaba lamentarse: «¡Ay, Beatriz!, me jalaron mucho la lengua».

    Si nos fijamos bien, la mayoría de las interrogantes propuestas en las nueve entrevistas reunidas en este volumen exigen a Humberto una media vuelta. Aparecen así, en su voz protagónica, Lunes de Revolución, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Virgilio Piñera y la Escuela Nacional para Instructores de Arte. La menor parte lo invita a mirar el presente, y casi ninguna le pide proféticas sentencias. En resumen: el pretérito de Arenal (tan intenso como extenso, repito) acaparaba atenciones.

    De su casa no pocos salimos con un buen consejo anotado en la memoria o con alguna promesa de ayuda, que si bien pocas veces cuajaba mostraba al hombre generoso que habíamos tenido enfrente.

    Durante su último año y medio de vida, el escritor no recibió más reporteros; la casa siguió llena de buenos amigos (algunos de ellos periodistas). Tuve el privilegio de hacerle una entrevista en octubre de 2010. Fue la última que dio. Conversó sobre una parte poco visible de su plural trayectoria: el magisterio.

    Después vinieron las recaídas de la salud.

    En más de una ocasión pidió a Beatriz que comprara pasajes para regresar a La Habana. Creía estar en Nueva York (como en los años 50); y a veces los reclamos se hacían desesperados. Mezclaba los recuerdos con la realidad.

    En medio de su desconcierto anhelaba retornar a Cuba (como lo hizo al triunfo de la Revolución). No era una mente aturdida la que hablaba en esos momentos, sino el corazón de un hombre que amaba la tierra en que nació y, sospechando la vecindad de la muerte, deseaba dormir en ella.

    Yoe Suárez

    La Habana, Marzo de 2012

    (De derecha a izquierda) César López, Pablo Armando Fernández,

    un amigo en común y Humberto Arenal

    El caballero y el tiempo

    (Poder, intelectual y cuba

    pintada de verde. 1959-1986)

    Despertarse en Cuba hoy para estudiar la articulación entre el proyecto revolucionario del 59, la política cultural¹ y el papel real de los intelectuales en distintos momentos de los últimos cincuenta años puede suscitar reacciones impensadas, entre ellas la migraña del «cómo escribo sobre esto».

    En primer lugar, porque otros tantos lo han hecho antes que uno; y por eso han ganado premios, becas y palmaditas en la espalda llegadas de la estratosfera. Significa en muchos casos mirar con añoranza y misticismo los 60’, desde los cuales Jean Paul Sartre calificó al proceso barbudo ―y lo dijo a modo de cumplido― como una Revolución sin ideología. Bueno… no diría tanto que esto sucedió en toda la década, sino más bien hasta 1961. En ese año ya el poder revolucionario y su conexión con las masas populares se afianzaba; la tirantez entre distintos grupos de poder en el ámbito cultural crecía.

    El primer fenómeno, es decir, la consolidación pueblo-Estado ocurría en el torbellino de plomo y fuego que el gobierno norteamericano financiaba a través de grupos armados en el Escambray, y el terrorismo que llevó a la voladura del barco La Coubre, la quema de cañaverales y el asesinato de campesinos, pescadores y maestros rurales, por poner algunos ejemplos. Basta ver los titulares de la época en casi cualquier medio de comunicación, simpatizara o no con el rumbo carmesí que tomaba el gobierno de Osvaldo Dorticós Torrado y el Premier Fidel Castro.

    Antes de continuar haciendo historia, sería bueno dejar claros dos conceptos que acompañan esta investigación: campo intelectual y trayectoria artístico-literaria. En ambos la ayuda de Pierre Bourdieu será inestimable. El teórico francés entiende campo como el entramado social que media a determinado ámbito de la producción social, ya sea científica, artística o literaria. De modo que la trayectoria del individuo en el campo cultural es vista como el modo particular de recorrer el espacio social «donde se expresan las disposiciones del habitus»².

    Esos individuos (intelectuales) sin lugar a dudas, eran revolucionarios en su mayoría a la altura de 1959. El despreciar la dictadura de Fulgencio Batista ya era suficiente para colgar el cartelito; luego se añadieron otros muchos requerimientos que polarizaron los diferentes conceptos y expectativas sobre la Revolución. El ensayista cubano Rafael Rojas explica que algunos abogaban por un proceso que recuperara el orden democrático perdido³, otros pedían una reforma agraria moderada, instituciones representativas, y algunos defendían la Revolución desde un punto de vista marxista, que veía con buenos ojos la radicalización del proceso para establecer una alianza con el Kremlin.⁴

    El 1ro de enero del 59 remueve los cimentos del panorama artístico-literario en Cuba. Y aunque hombres como Humberto Arenal, miraban con cierta ironía el hecho de que los escritores pudieran cambiar las cosas con un poema, una novela o un cuento, 50 años atrás la sensación de tocar las estrellas estaba en vena para muchos autores. Bueno, seamos justos: Arenal completaba su opinión aceptando un margen de error: «Tal vez a largo plazo».

    Un cambio que trajeron los años inaugurales de la Revolución fue el fin del pesimismo político. ¿Cómo conciliar poesía e historia?, se pregunta Rafael Rojas. Antes los intelectuales estaban frustrados con la historia, y engendraban su literatura a partir de esa frustración. El proceso carga los aires de una esperanza, en la que la recurrencia artera de la política parece llegar a su fin.

    «Supuestamente Cuba ya es plenamente soberana y justa, y por lo tanto la literatura pierde el soporte de frustración y se vuelve muy complicada: ¿cómo hacer una literatura, una narrativa y una poesía en un estado de felicidad? Ese es el gran dilema ―explica Rojas, y continúa―. Esa es una de las discusiones más fecundas que se producen en Cuba en los años sesenta y setenta. Ahora, por suerte, creo que en la literatura que se produce de los ochenta para acá ya está resuelto el asunto, porque quienes trazan la política cultural, el Ministerio de Cultura, no pretenden que estamos viviendo en un mundo feliz. Entonces la literatura vuelve a adquirir esa plataforma de insatisfacción con la historia que necesita para poder crear».⁶ Para Rojas, como para otros tantos estudiosos, el papel del intelectual en la sociedad es el de un Pepe Grillo criticón.

    Por otra parte, la figura del intelectual ha estado marcada por mitos y prejuicios. Primero que todo, como bien identifica el Doctor Marcelo Villamarín, la imagen (estereotipada) remite a aquellos personajes que han hecho de la palabra hablada y escrita su actividad primordial: filósofos, poetas, ensayistas, científicos sociales, entre otros. El catedrático ecuatoriano señala que debido a la redefinición del concepto de cultura, se ha incluido entre los intelectuales a los artistas que crean desde la plástica y la música.⁷

    Al interior de la filosofía de la praxis es donde se ha debatido de modo más intenso lo relacionado con el rol de los intelectuales, explica Villamarín sin dejar de plantear disyuntivas históricas en el seno del movimiento obrero y sus partidos: ¿Cuál era y es su rol? ¿Dirigir, orientar, impulsar los procesos revolucionarios? ¿Formular teorías? ¿Criticar a las dirigencias siendo el ojo avizor de los dirigidos?⁸

    El catedrático recuerda que las luchas intestinas en el Partido bolchevique y la actitud del súper-estado soviético ante los intelectuales, al legitimar exclusivamente a quienes aceptaron las teorías oficiales partidistas, prueban estos encontronazos. Y amén de su postura claramente de izquierda, agrega:

    En este sentido, no cabe duda que el Estado capitalista ha sido relativamente más tolerante con los intelectuales que el estado socialista, lo cual se atribuye equivocadamente a la adhesión del primero al supremo principio de la libertad. Y digo equivocadamente porque uno y otro, en momentos en que se pone en juego la estabilidad y permanencia del Estado, son implacables con los intelectuales.⁹

    El profesor cubano Emilio Barreto, en una crítica al pensamiento de Umberto Eco, expone que si en un momento la relación político-intelectual es de colaboración el segundo debe ser doblemente ético: porque se le pedirán verdades. Y a partir de tal demanda se verá inducido a ejercer una libertad de conciencia que le hará saber, inicialmente, que él mismo es un intelectual; no otra cosa. Del mismo modo, la ética le llevará a un servicio vestido de humildad.¹⁰

    Barreto explica que existe, además, una ayuda no solicitada por los políticos a los intelectuales, que se le escapa a Umberto Eco: la intervención que compete al intelectual como indagador, convocador de lo verdadero y luego divulgador de la verdad, de la esperanza, del perdón y de la reconciliación en todos los órdenes: cuatro urgencias que claman por ser dispuestas en el terreno de la mesura, que es el del diálogo. Ese es un apéndice consustancial a la libertad de conciencia.¹¹

    Por otro lado, Antonio Gramsci despliega su teoría política de la mano con el concepto de hegemonía¹², cuyo fin parece ser el surgimiento de una cultura y un proyecto espiritual nuevos. En esa aspiración los intelectuales desempeñan un rol importante. Marcelo Villamarín, glosa algunas interesantes reflexiones del pensador Michel Löwy. Dice que los intelectuales no son una clase por este motivo: su posición no se define en relación con la estructura socioeconómica. Son una categoría social. No producen bienes o servicios, mas crean productos ideológico-culturales.¹³

    Gramsci señalaba que todos los hombres son intelectuales, pero no todos consuman socialmente una función como tal.¹⁴ Löwy también considera que más allá del lugar que ocupen en la estructura económico-social, todos los seres humanos, por el mero hecho de ser, pueden crear productos ideológico-culturales. Ambas ideas están sustentadas en que todos tributan con su capacidad intelectual a la ejecución de sus tareas, en distintas circunstancias, por supuesto.

    Otra meditación de gran

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