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Gente del siglo XX
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Libro electrónico168 páginas1 hora

Gente del siglo XX

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Este conjunto de crónicas abordan, de manera curiosa, a personalidades notables de la cultura y la sociedad chilena: Carlos Pezoa Véliz, Mariano Latorre, José Santos González Vera, entre otros. Destaca la crónica sobre Claudio Arrau, que recorre su vida y recoge las palabras que el músico le declaró para Radio Moscú, en 1978. “¿Cómo podría estar con un gobierno de criminales?” le dijo “Ellos asesinaron la democracia que había en Chile”. Los “encuentros” con Pablo Neruda, se nutren de la docena de entrevistas que Luis Alberto hizo al poeta entre 1958 y agosto de 1973.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
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    Gente del siglo XX - Luis Alberto Mansilla

    Luis Alberto Mansilla

    Gente del siglo XX

    Crónicas culturales

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2010

    ISBN: 978-956-00-0141-2

    Imagen Pablo Neruda de portada, gentileza Fundación Pablo Neruda

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 6800

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Los diez de Mansilla

    Estos retratos de diez figuras de la cultura chilena en el siglo XX, son una muestra mínima del portentoso trabajo desarrollado por Luis Alberto Mansilla a lo largo de una vida de periodista y animador del arte y la literatura nacionales.

    Desde sus comienzos en la profesión, en los años 50, hasta hoy, Luis Alberto Mansilla ha publicado ininterrumpidamente en diarios y revistas chilenos unos 1.500 artículos. Es su estimación. Se queda corto. Baste pensar que durante los años en que fue redactor de El Siglo (1958 a 1973) escribió y publicó no menos de tres artículos diarios, a veces más, entre editoriales, columnas de opinión, crónicas, entrevistas, comentarios de libros, de teatro, de música.

    Alguna vez escribió la página editorial completa, con sus diversas secciones y columnas. No firmaba casi nunca con su nombre, sino con los pseudónimos Simón Blanco, Martín Ruiz y Pastor Aucapán, heterónimos, a la manera de Pessoa, cuyos estilos, personalidades y temática eran diferentes. Simón Blanco, en su 1ª. Columna, solía abordar en tono liviano asuntos cotidianos, no necesariamente políticos, ni menos trascendentales. Un lector y exigente le dijo un día:

    –Ese Simón Blanco habla de puras cosas superficiales. A mí me gusta más Pastor Aucapán: ese sí que va al fondo.

    Escribió además en el diario Última Hora y en la revista Vistazo. Después del golpe militar, en el exilio, fue director y redactor único del Boletín Exterior de la CUT, y colaboró con un centenar de crónicas culturales –varias de ellas forman parte de este volumen– en la revista Araucaria, la mejor revista cultural chilena de todos los tiempos.

    Este cronista ameno, refinado y profundo se formó, en rigor, como autodidacta, luego de los seis años de educación básica que recibió en el Liceo Salvador Sanfuentes, que marcaron decisivamente su vida y le dieron sus dos grandes amores: la música y la literatura.

    Su vida no fue fácil. Hijo de madre soltera, fue criado por su maravillosa tía Luzmira, que llegó a la capital desde Chanco, provincia de Cauquenes, en busca de trabajo. Fue empleada doméstica en la casa de Washington Figueroa, dueño de varias casas de estilo francés en la esquina de Catedral con Maipú y de otras propiedades en el mismo barrio. También su madre era de Chanco y también trabajó como doméstica.

    Luis Alberto tuvo que ganarse la vida desde niño en variados oficios, algunos ingratos y pesados. Su mayor placer era la lectura, que desarrolló en la Biblioteca Nacional desde sus años de escolar, a veces haciendo la cimarra. Leyó todas las novelas de Blest Gana, autor que lo apasionaba, desde La aritmética en el amor hasta Los trasplantados, pasando por El ideal de un calavera, Martín Rivas y Durante la Reconquista. La lectura de La sangre y la esperanza de Nicomedes Guzmán fue un gran empujón en el proceso de su toma de conciencia de la realidad y de la cuestión social. Sus lecturas de Pablo Neruda lo llevaron más tarde, durante los años de la represión de González Videla, al anhelo de militar en el Partido de Neruda. No le resultó difícil llevarlo a la práctica.

    Un día, de vuelta de la biblioteca, pasó por el Teatro Municipal y se topó con el famoso empresario Renato Salvatti, que regalaba entradas gratis a la ópera, a condición de que los beneficiados hicieran ruidosa claque después de cada aria a las divas del momento. Asistir, en esta condición, al estreno de Aída de Verdi, con la soprano Blanca Hauser en el papel principal, fue una experiencia fundamental en su vida y convirtió en pasión duradera la afición que desde muy niño sentía por la música en todas sus formas.

    Fue a visitar a González Vera y le habló con entusiasmo de su novela famosa. El escritor se interesó por él y al saber que era un cesante en busca de trabajo, le dio una carta de recomendación para el Dr. Bronfman, quien lo acogió afablemente y le dio un empleo en el Laboratorio Recalcine. Se convirtió en proletario. Trabajó varios años en la producción de tabletas de Cafrenal, un analgésico muy popular en aquellos tiempos. Por desgracia, un periodista comunista publicó irresponsablemente la acusación, carente de todo fundamento, de que en aquel laboratorio se falsificaba penicilina. Uno de los dueños de la empresa, don Nicolás Weinstein, montó en cólera y, como consecuencia, Luis Alberto, que ya se había convertido en ocasional colaborador del diario El Siglo, con un artículo sobre Máximo Gorki, fue despedido.

    El entonces director del diario comunista, Luis Landaeta, le ofreció trabajo como corrector de pruebas para el diario Última Hora, que se imprimía en los talleres de la imprenta del PC, Horizonte. No era un oficio adecuado para él. Pajareaba y se distraía. Se le pasaban errores. El más gordo fue un titular de primera página, en rojo, de Última Hora: SARPASO AL COBRE. Despedido de nuevo, se le ofreció la oportunidad de ver si daba fuego como periodista. Comenzó a trabajar en la revista Vistazo que dirigía Luis Enrique Délano, quien lo destinó de inmediato a las páginas culturales y supo descubrir y estimular su talento, lo que no excluía frecuentes y pedagógicas correcciones. Délano fue su maestro, amplió sus horizontes, y lo ayudó a dominar las artes del oficio y el idioma. Así contribuyó a completar la formación del brillante cronista que llegó a ser, presente en estas páginas.

    Estaba en la redacción del diario El Siglo la noche del 2 al 3 de abril de 1957, cuando una banda de agentes de Investigaciones asaltó las oficinas y la imprenta Horizonte. Provistos de pesados mazos mineros, los custodios del orden destrozaron la rotativa, las linotipias y demás máquinas de impresión y se llevaron detenidos a los periodistas, entre ellos a Luis Alberto Mansilla, y a los trabajadores gráficos de turno. A continuación los subieron a un camión que los condujo en calidad de relegados a diversas localidades del sur. Al llegar a Río Negro, Luis Alberto manifestó su admiración ante el bello panorama, lo que indignó a algunos de sus compañeros. Lo bautizaron el relegado feliz.

    Más tarde hizo crítica de cine en la Radio Magallanes. Después tuvo que marchar al exilio. Lo pasó en Francia y en la República Democrática Alemana. Desde su regreso a Chile, en 1990, ha colaborado regularmente con comentarios sobre cine y teatro en la revista Punto Final y, además, ha prologado y presentado numerosos libros de variados autores, principalmente de LOM Ediciones, de cuyo Comité Editorial forma parte.

    Los diez personajes retratados en el libro que prologamos, Gente del siglo XX, son, cada uno en su terreno, figuras esenciales de la cultura chilena. En algunas crónicas, como ocurre en la excelente que abre el volumen, Encuentros con Pablo Neruda, el autor, como de soslayo, además de pintar al poeta, se pinta a sí mismo. La que dedica a Claudio Arrau es la mejor que conocemos sobre el pianista, su vida, su mundo y sus originales características como intérprete musical. Sobresalen las que dedica a González Vera: coleccionista de dudas, y a la actriz y sublime lectora de poesía Inés Moreno. Su valoración necesaria y exacta del gran escritor que fue Mariano Latorre, cuyo criollismo fue denostado por Alone y proyectó una sombra negativa perdurable e injusta sobre su obra; en fin, la vida trágica de Carlos Pezoa Véliz y el pensamiento de la educadora, pacifista y defensora de los derechos de la mujer, Olga Poblete, cuya larga marcha rescata del olvido, son temas esenciales para quien quiera conocer el proceso de maduración de nuestra identidad.

    Con su estilo fresco y directo, su tecleo rápido de engañosa facilidad y el rigor de la información que transmite, Luis Alberto Mansilla ha retratado aquí, en gran prosa chilena, a diez escritores y artistas esenciales en la creación de la cultura nacional del siglo XX.

    José Miguel Varas

    Encuentros con Pablo Neruda

    En el curso de quince años –desde 1958 a 1973– entrevisté unas doce veces a Pablo Neruda para el diario El Siglo o la revista Vistazo, en los cuales inicié y desarrollé mi oficio de periodista. Las entrevistas rara vez fueron con grabadora y ni siquiera muchos apuntes. Cuando ya nos familiarizamos el uno con el otro, estimamos que era mejor conversar libremente en la biblioteca de su casa en Isla Negra o dando paseos frente al mar o comiendo a veces de manera pantagruélica en la abundante mesa del poeta o en la hostería de ese bello lugar de la costa chilena. A veces lo encontré donde sus amigos en Santiago o en La Chascona, su casa al pie del cerro San Cristóbal, la de la cascada de agua cristalina de origen misterioso, y en la cual se escuchaban constantemente los rugidos de los leones del zoológico cercano. También estas entrevistas se realizaron en Valparaíso, en La Sebastiana, que todavía tiene una torre que domina el puerto y en la cual había colecciones de los objetos más inverosímiles.

    Entonces caminábamos por las calles de los cerros, bajábamos y subíamos escaleras o nos sentábamos en los funiculares destartalados, viejos y lentos, que hacen un breve trayecto que le encantaba al poeta.

    Cuando me despedía de él después de estos encuentros, le decía a menudo: Pablo, no sé qué voy a publicar en el diario. Y él me respondía:

    —Pon lo que se te ocurra, inventa cosas. Te autorizo a que digas lo que no dije. Tú me conoces a mí.

    Naturalmente, me cuidaba de no inventar demasiado, pero también de no reproducir algunas opiniones de Neruda que no eran oportunas o eran confidencias que podrían herir la epidermis siempre delicada de algunos escritores y políticos nacionales. El diario o la revista para la que trabajaba tenía que cuidar las alianzas políticas del momento y no escandalizar con Pablo Neruda, que era miembro del Comité Central del Partido Comunista de Chile.

    A veces Neruda me decía:

    —Tú vienes solo para explotarme. Olvida alguna vez tu nefasto oficio, ven a Isla Negra, hay sitio para ti y cuéntame lo que sucede.

    En varias ocasiones acepté estas invitaciones y los encuentros fueron mucho más interesantes que en mis entrevistas. Conocí allí a algunos viejos amigos del poeta: al extravagante músico Acario Cotapos –por ejemplo–, que se negaba a dar la mano a la gente por su terror a la transmisión de microbios; al escritor Rubén Azócar, que preparaba maravillosos curantos en el patio de la casa; al silencioso poeta Juvencio Valle, a la escritora Margarita Aguirre y, sobre todo, al secretario del poeta, Homero Arce, que copiaba y hasta corregía con aportes propios las primeras versiones de los poemas de Neruda.

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    A todos nos gusta acordarnos de la primera vez que hicimos o leímos algo. ¿Cuándo leí por primera vez algún verso, algún libro de Neruda? Creo que fue a los catorce años y ese libro fue exactamente 20 poemas de amor y una canción desesperada. Era un volumen blanco con título azul de la editorial Nascimento de Santiago. El Poema 20 lo repetía para mí mismo con los ojos en blanco y en un asiento de la Quinta Normal, cerca del Museo de Historia Natural, que poseía el impresionante esqueleto de una ballena. Creo que nadie había interpretado mejor mis propios sentimientos de entonces. Aquello de puedo escribir los versos más tristes esta noche, / escribir por ejemplo la noche está estrellada / y tiritan azules los astros a lo lejos. Y más aún, Farewell o Mariposa de Otoño de Crepusculario, que leí después. Hasta me ofrecí para recitar Farewell en una fiesta escolar, y una maestra me dijo que eso era inadecuado para la ocasión y que era mejor que aprendiera un espantoso poema patriótico llamado Al pie de la bandera.

    Después leí en el diario El Siglo uno de los Cantos de amor a Stalingrado y luego España en el corazón. No sabía entonces lo que había pasado en Stalingrado ni en España y aunque no entendí del todo los versos de Neruda, me parecieron impresionantes, soberbios.

    Me desilusionó escuchar en un mitin al poeta tan amado. Me pareció un hombre de voz extraña, lenta y nasal, nada de elocuente y muy aburrido.

    Supe que era comunista, pero a los quince años no me interesaban en absoluto los partidos políticos. Leía entonces a Rubén Darío, a Gustavo Adolfo Bécquer, a Gabriela Mistral, a poetas que escribían sobre el amor o la muerte y que me parecía se ocupaban de asuntos menos prosaicos que hablar en mitines de obreros.

    No obstante, no olvidaba el Poema 20 o Farewell. De pronto, el nombre de Neruda apareció en los títulos de los diarios sensacionalistas. Lo perseguían, lo buscaba la policía, se ocultaba nadie sabía dónde. Me pareció una barbarie. Y tomé la decisión de ingresar yo también al partido de Pablo Neruda. No sé cómo ni quién ayudó a mi ingreso. Después

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