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Despertar: Séptimo
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Libro electrónico266 páginas3 horas

Despertar: Séptimo

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Una noticia pone en pie de guerra a medio mundo: existe un Séptimo Hijo nacido durante la conjunción, alguien con el potencial de convertirse en un mago de poder excepcional. Mientras el Archimago Wills y el Imperio intentan hacerse con el Séptimo, un hechicero renegado crea algo nunca visto: un ejército de seguidores del Dios de la Destrucción, con propósitos no muy claros, pero evidentemente, tampoco muy buenos.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento2 dic 2016
ISBN9781524304201
Despertar: Séptimo
Autor

Roger Durañona Vargas

Roger Durañona Vargas (Guantánamo, Cuba, 1975) Informático durante el día, en las noches de luna llena se transforma en escritor y desarrollador de videojuegos. Ha publicado una novela de fantasía, La piedra ardiente: Una aventura de Elymuria (Ed. Gente Nueva, Cuba, 2015) y un cuento en la antología de ciencia ficción Orbita Juracán (Ed. Voces de Hoy, USA, 2016).

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    Despertar - Roger Durañona Vargas

    Agradecimientos

    En primer lugar, tengo que agradecer a Yoss, que siempre es mi lector cero, aunque en esta ocasión no pudo ser por razones de trabajo. Sus consejos han sido invaluables durante mi aprendizaje como escritor, aún inconcluso. A Dayron, María y Cantallops, que tomaron su lugar y se ofrecieron voluntariamente para leer esta novela y dar su opinión. Y encima, dijeron que estaba muy buena. Nada, que hay gente masoquista en este mundo.

    Siempre digo que lo malo es tan buena fuente de motivación como lo bueno, así que no puedo dejar de agradecer a Bárbara, que no cree que pueda tener un futuro como escritor. Probablemente algunos lectores de este libro estarán de acuerdo con ella, pero no se puede complacer a todo el mundo. Y a Aldeide, por el sentimiento, y por hacer que me replanteara mi forma de trabajar; es una pena que no hayas visto el final.

    Capítulo I

    Keidar atravesó las puertas de la Academia de Magia de Kistar Kalavis y se zambulló en el bullicio de los estudiantes que iban de un lado para otro. La entrada daba paso a una amplia plaza empedrada con adoquines cuadrados de diversos colores, formando patrones de runas que solo se distinguían desde las alturas. Las runas no estaban ahí como simples adornos, cumplían además una función protectora doble: evitaban la entrada del posibles enemigos, y la salida de algún hechizo descontrolado. En una escuela llena de aprendices de magos intentando impresionar a las chicas, había margen para muchísimos accidentes.

    Echó un vistazo a los uniformes: pantalones bombachos, camisa a cuadros y túnica sin mangas para los varones, y túnicas largas con mangas hasta los codos para las damas. Un atuendo que debía haber sido cambiado un par de décadas atrás, pero que aún persistía. En especial esas túnicas largas, que hacían tan difícil descubrir si una recién llegada tenía buen cuerpo o no.

    Esquivó las manadas de estudiantes que se reincorporaban de las vacaciones de invierno, mientras tomaba hacia la derecha, tratando de no recordar que hacía unos años él había sido uno de ellos, viviendo acosado por exámenes, deudas y hambre a partes iguales. Por suerte, las cosas habían cambiado luego de graduarse: ahora ya no tenía que preocuparse por los exámenes.

    Unos cien metros más adelante, la plaza se convertía en un parque con bancos y árboles, que durante el día fungía como un remanso de paz para meditar o estudiar y durante las noches como un lugar de fornicio para a los que no podían hacerlo en sus cuartos.

    No entró al parque, sino que torció a la izquierda y se adentró por un estrecho sendero entre dos edificios. La Academia tendía a ser un laberinto para los recién llegados y tomaba varios días aprenderse los caminos. Sin embargo, el edificio al que se dirigía Keidar era fácil de encontrar pues estaba en el centro del campus y todos los caminos conducían hasta él: la Casa del Consejo, también conocido como el Matadero, por los estudiantes. Nada bueno salía de ser llamado a ese lugar, la madriguera del Consejo que regía la escuela.

    Sin embargo, para él era sinónimo de buena suerte, porque se trataba de algún encargo remunerado. Así que iba a buen paso, mientras repasaba mentalmente lo que haría con el dinero, como si ya lo tuviese en el bolsillo. Recorrió el laberíntico camino hasta el centro en apenas dos minutos y alcanzó el estrecho anillo de césped que rodeaba el edificio. Allí no había bancos, pues nadie se sentaba tan cerca de los líderes supremos de la Academia. Algunos decían que traía mala suerte incluso oler las flores del jardín.

    Subió a saltos la escalinata de la Casa del Consejo y saludó con un gesto al portero, un mago de unos doscientos o trecientos siglos, a juzgar por su barba blanca y cara arrugada. Este lo ignoró, ocupado con su siesta ―a decir verdad, Keidar nunca lo había visto despierto―, por lo que siguió adelante sin detenerse.

    La casa tenía una estructura circular. Los fundadores habían tratado por todos los medios de evitar que fuese una torre, pero magos y torres están íntimamente ligados, por lo que el edificio era un cilindro rechoncho, de seis pisos de puntal alto, rematado por una cúpula de metal dorado. A diferencia de las demás construcciones, hechas de aburrida piedra gris, era de mármol blanco.

    No era para nada una construcción imponente, al estilo de los edificios de la Academia occidental de Rogan, con contrafuertes o cosas así. En Kistar Kalavis, los edificios intentaban ser prácticos y funcionales.

    El piso bajo tenía dos escaleras y además era una especie de galería con cuadros de magos y héroes ilustres, por lo general retratados con una expresión adusta, como se espera de un mago o héroe ilustre.

    Ajá, que los conozco, partida de putañeros y borrachines, dijo Keidar para sus adentros. En realidad no los conocía, pero los héroes eran, ante todo, personas. Y las personas tienen defectos. Tomó la escalera derecha y llegó al segundo piso. Allí el espacio central estaba ocupado por los aposentos de los criados, y un ancho pasillo recorría la circunferencia exterior, con grandes ventanales del lado derecho.

    En el tercero ya las cosas empezaban a mejorar. Mantenía la misma disposición del anterior, pero en este los ventanales daban a balcones, no muy anchos, pero donde los magos más importantes podían sentarse a fumar una pipa y contemplar sus dominios.

    Llegó al sexto, donde un ujier le franqueó el paso, haciendo un gesto en dirección a dos magos. El sexto piso era ligeramente menor, y estaba ocupado por una sala de reuniones con una impresionante mesa ovalada de unos ocho metros de largo y tres de ancho. Cada asiento equivalía a un puesto en el Consejo. Pero los más importantes eran los tres que estaban al norte, pertenecientes al líder del Consejo y sus dos segundos.

    Y precisamente uno de los dos magos señalados por el ujier era el líder del Consejo: el Decano Wills. Su verdadero nombre era Emeris, pero desde que ingresó a la Academia, sus compañeros lo conocían como de Wills, por su lugar de origen, un pueblucho de pescadores en algún lugar de la costa sur. Con el tiempo se quedó en Wills, a secas.

    Era un hombre alto, de complexión robusta y manos grandes, que aún conservaba el color ligeramente bronceado, resultado de una infancia expuesto al sol del mar. Sus hazañas con los puños eran tan legendarias como su poder mágico. Solía pelear con luchadores callejeros de los barrios bajos, hasta que éstos se negaron a enfrentarlo porque no podían creer que no les estuviese haciendo trampas con magia. Le llamaban Patada de Mula. También tomaba clases regulares de esgrima. En fin, todo un bicho raro entre personas tan sedentarias como los hechiceros.

    Su rostro le hacía juego a las manos y parecía esculpido en piedra... con un cincel romo por un aprendiz de escultor.

    El otro era uno de los segundos, en concreto el más influyente de los dos: Raigh. Keidar odiaba a Raigh, al igual que el noventa y nueve por ciento de los alumnos ―y algunos profesores también―. Era un tipo pedante y estricto, todo lo contrario a lo que era el joven mago. Aquellos dos polos opuestos estaban destinados a repelerse, y desgraciadamente las consecuencias las sufría Keidar, que era el menos poderoso en todos los sentidos.

    Raigh medía un poco menos que Wills, pero era delgado, de pálidas facciones afiladas y nariz ganchuda. Le llamaban el Buitre, por la nariz, y porque a decir de los estudiantes aparece cuando hueles a muerto. Su olfato para presentarse justo cuando habías cometido alguna indisciplina era temido por todos desde hacía una década. Sus ojos hundidos acentuaban su parecido con un ave rapaz. A diferencia de los otros magos, que solían llevar el pelo largo y descuidado, Raigh mantenía el cabello corto y peinado con esmero hacia atrás.

    Tanto Wills como Raigh eran Archimagos. Había una veintena de archimagos más sumando los de ésta Academia y la de Rogan, pero en todo el oriente ninguno tan poderoso como el Decano y su segundo. En la escala de doce rangos, Will y Raigh eran de duodécimo nivel. El bibliotecario Berthian y el segundo vicepresidente del Consejo, Amorjian ―más conocido como el Secretario―, eran once. Se decía que el joven profesor Stern, considerado un genio al alcanzar el nivel diez con solo treinta aniversarios, alcanzaría el doce en unos pocos años. Aún así, no todos los doce eran iguales.

    Quizás hubiesen algunos magos de similar poder en el Imperio, pero allí la magia no era muy bien vista. Miles de hechiceros vivían bajo un férreo control del gobierno, con su magia contenida por un sello. Los que lograban ganarse la confianza del paranoico Órgano de Supervisión de la Magia, iban a la Academia Imperial, una escuela de la que se sabía muy poco, salvo que atendía unos mil alumnos, y cuyos equipos casi siempre arrasaban en las competiciones de deportes mágicos. Los magos imperiales estaban al servicio del emperador, mayormente en el ejército, por tanto su poder real era secreto.

    Y había otra persona, otro genio incluso aún más prometedor que Stern... pero Keidar le dedicó un rápido pensamiento y lo dejó atrás.

    El Archimago lo tomó por el brazo y casi lo arrastró a su pequeño despacho. En ocasiones, Keidar pensaba que Wills aún lo veía como un alumno.

    La oficina era minúscula, porque no estaba en el plano original de la Casa. Apenas medía tres metros por cada lado, y aquel espacio era compartido por un número de objetos excesivo para un sitio tan estrecho. En una esquina estaba recostado a la pared el báculo del Decano, una vara de cinco centímetros de grosor, rematado por la cabeza del águila, una reliquia que el propio Keidar había rastreado hasta una mina abandonada en Duina. Montada en una percha y cubierta de polvo estaba la armadura de Wills, una túnica que llegaba hasta las rodillas, con grandes hombreras y forrada de malla anillada, dentro de la cual posiblemente Keidar podría bailar.

    No eran los únicos implementos militares, de la pared colgaba una maza, tras el pequeño librero sobresalía el mango de una espada y un puñal en la mesa servía de abrecartas, hasta que fuese convocado a tareas más marciales.

    Que hubiesen menos libros que armas decía a las claras a cualquiera que no conociese sus antecedentes que el Decano era un hombre de acción y no de introspección.

    La puerta se cerró detrás del Archimago, su segundo, y Keidar.

    ―Tenemos una misión urgente para ti.

    La pequeña oficina solo tenía tres sillas, justo las necesarias. Le resultó incómodo sentarse cerca de Raigh, que viró su asiento para quedar de frente a él, como en uno de aquellos desagradables tribunales examinadores. El Vicedecano solía atormentar a los alumnos en los exámenes sentándose cerca de ellos, en vez de en la mesa del tribunal.

    ―Hemos tenido noticias de la existencia de un séptimo hijo de conjunción. ―continuó el Archicanciller.

    Aquello cogió a Keidar de sorpresa. Siete era un número especial en la magia. En ocasiones era de mala suerte. En otras ocasiones, siete repeticiones o siete hechiceros eran lo necesario para imbuir algún hechizo u objeto de un poder enorme. En el caso de los séptimos hijos, si éstos nacían durante el especial momento de la Conjunción de los Siete Planos... Se habían escrito tratados de varios tomos sobre el tema, pero todos ellos podían reducirse a unas pocas palabras: un séptimo hijo nacido durante la conjunción de los planos estaba destinado a convertirse en un mago excepcional. Si había un nivel quince, estaba reservado para los séptimos vástagos de conjunción.

    La lista de séptimos en las crónicas no era larga, apenas cuatro de ellos en seis siglos, pues la conjunción abarcaba unos pocos minutos. En cambio, la lista de hazañas imposibles de cada uno sí abarcaba montones de páginas, muchas de ellas verdaderas.

    ―Vaya, eso sí es una noticia. ―dijo Keidar, a falta de otra cosa.

    ―Nuestros agentes lo han localizado en los bosques de Bardeh, al este del Dura. O sea, en el reino de Lorne.

    ―De más está decirte que esta información es estrictamente secreta ―intervino Raigh―, el Imperio estaría muy interesado en evitar por cualquier medio que ese séptimo cayera en nuestras manos... o en la de cualquier Academia.

    ―Por supuesto. ―asintió Keidar.

    ―Hasta este momento, la información no se ha divulgado. Es imperativo que viajes ahora mismo a Dorseg y traigas a ese séptimo para educarlo. Llevarás dinero suficiente para convencer a los padres.

    ―Un momento, Archimago, la última conjunción fue… ¿hace más de dieciocho años?

    ―Exacto. El séptimo tiene esa edad.

    ―Pero... ¿cómo? ¿Cómo se le pasó a todo el mundo que había un séptimo?

    ―Por el lugar donde viven ―explicó Raigh―. Los leñadores del Bardeh viven muy separados unos de otros, sus hijos solo son conocidos cuando ya tiene años suficientes para valerse por sí mismos. Y no todo el mundo suele llevar la cuenta de los hijos del vecino.

    ―Una sana costumbre que debería extenderse más ―dijo Wills―. La cuestión es que este chico debe ser puesto a salvo lo antes posible.

    Raigh se volvió hacia un armario y sacó una caja. La abrió y contó un centenar de monedas, una por una, con cuidado. Se las fue entregando a Keidar en grupos de diez.

    ―Ahí tienes para el viaje y para pagar a los padres. Puedes ofrecerles también una pensión mientras su hijo estudie con nosotros, y cualquier cosa que se te ocurra.

    ―Pero debes volver con ese chico. ―le cortó el Archimago.

    Abrió una gaveta y de ella sacó un pedazo de pergamino arrugado, que le entregó a Keidar. Era un tosco mapa de una sección del Dura, con dos enclaves señalados y una ruta trazada a partir de uno de ellos.

    La oficina quedó en silencio durante unos instantes. Keidar aún no se lo podía creer. No todos los días te enteras de que estás compartiendo época con un ser excepcional. Y justo a él le tocaba la misión de ir a buscarlo. Había desempeñado tareas para el Consejo, de hecho, solía considerarlo una especie de trabajo fijo con muchos días libres, pero aquello sería... único.

    ―Entonces, ¿qué esperas? ―preguntó el Archimago.

    Keidar se puso de pie de un salto y el dinero tintineó en sus bolsillos.

    ―Ya estoy en camino.

    Los Archimagos no eran dados a las ceremonias, así que omitió la despedida. Raigh lo vio alejarse y cerró la puerta.

    ―¿Estás seguro de que es el mejor para esta misión tan delicada?

    ―Por ciertas razones, lo es. No todo es fuerza bruta.

    Raigh se encogió de hombros, como diciendo allá tú. No dejaba de ser irónico que el mago más fuerte del mundo dijera eso.

    ―Esto complica aún más las cosas ―continuó Wills―, las complica a un extremo…

    Keidar bajó a toda prisa las escaleras mientras intentaba encontrar una distribución del dinero que no resultase tan sonora, y cuando vino a darse cuenta ya atravesaba las puertas de la Academia, esta vez con destino a la ciudad.

    Apretando los bolsillos se dirigió al Barrio Rojo, la zona donde se agrupaban varios prostíbulos de alta y media categoría. En una de las primeras esquinas le guiñó el ojo a una chica de pelo largo y negro, un poco desaliñada en comparación con sus colegas de profesión.

    ―¿Tienes algo para mí? ―le preguntó ella.

    ―Quizás más tarde. ―respondió Keidar.

    Se detuvo frente al Palacio de los Sueños, y contempló el sobrio edificio que no aparentaba para nada ser un burdel para extremadamente ricos. Suspiró, y se dijo que algún día entraría ahí. De momento, el dinero no le alcanzaba.

    Casi al frente, un tipo sermoneaba a tres o cuatro oyentes acerca del despertar de Velaaz. Había visto en un par de ocasiones a otro con acento y tez amarillenta de kuranés, propagando la misma historia, pero éste parecía ser nativo de la ciudad. Alguien que se creyó tal embuste, se dijo, sin prestarle más atención.

    Siguió su marcha hasta llegar a la casa de la señora Estrella, un burdel con menos pretensiones, pero bastante bueno. Su dueña, que en verdad no se llamaba Estrella (en realidad ninguna prostituta se hacía llamar como la nombraron sus padres), era una veterana que se había iniciado en esas lides en el susodicho Palacio de los Sueños.

    En la puerta estaba sentado el Loco, un viejo de ojos verdes rodeados por un halo rojizo de alcohol y otras sustancias. No era el típico portero enorme y amenazador, sino del tipo canijo y desquiciado. Todo el mundo sabía que al Loco no le importaba morir, y que era muy probable que antes de hacerlo, en su carga suicida, se llevase por delante a alguien. Nadie quería ser ese alguien, así que todos evitaban causar problemas en la Casa de la Señora Estrella.

    ―Keidar, mi niño querido.

    Estrella se adelantó a saludarlo. Era una mujer de unos treinta y algo muy bien conservados, aunque se adivinaban algunas arrugas alrededor de los ojos. Tenía un cuerpo generoso y bien moldeado por la naturaleza, mantenido gracias a la dieta estricta y masajes, y realzado por aquel atuendo, hecho a la medida para resaltar las caderas.

    El recibidor estaba vacío, Estrella lo mantenía así para que los clientes tuviesen cierta intimidad, y no perdiesen tiempo en chacharear con otros.

    ―Te estábamos extrañando.

    ―Si me cobraras más barato no tendrías necesidad de extrañarme. ―dijo el mago.

    Estrella hizo un gesto de impotencia.

    ―La vida es dura, Keidar. Mis chicas tienen que vivir.

    Y diciendo esto extendió una mano hacia el potencial cliente.

    ―Sabes que yo nunca te engaño. ―dijo Keidar, y depositó unas monedas en la mano de Estrella.

    ―¿Selita?

    Keidar asintió.

    ―Hasta mañana. Dile que se ponga bien bonita, que me iré tomando una copa aquí.

    Se dirigió a uno de los reservados menos discretos, que no tenía puertas y con ventana a la calle. Casi enseguida una jovencita, quizás candidata al oficio, le trajo una copa de vino. Qué tacaña., se dijo el joven. Pero el vino no estaba tan mal.

    A los pocos minutos vio a un hombre en la calle. El sujeto lo miró, y lo saludó con descuido. Cambió de rumbo y se dirigió al burdel. Una vez adentro saludó a Estrella y le pidió una copa, mientras comparto un rato con mi amigo Keidar.

    ―Hola Tien.

    ―Keidar... te veo en buen lugar.

    Tien era un mercader del Imperio. Regentaba una tienda de sedas en el barrio rico de la ciudad, con tejidos tan caros que Keidar no concebía cómo alguien podía pagar por ellos. Precisamente por eso es por lo que los compran, le decía el mercader. En realidad, vender o no era irrelevante, pues Tien era un agente del Servicio de Información Imperial, el temido cuerpo de espías del Imperio.

    Estaba allí para vigilar la Academia. Al Imperio le importaba muy poco el reino de Varta Kartalis, una pequeña región montañosa cuya única riqueza era el cristal de roca que los magos empleaban para diversos objetos. Sin embargo, sí le interesaba saber cualquier cosa que sucediese en la Academia, o relacionada con el mundo de la magia. Keidar llevaba ya un buen tiempo pasándole información a Tien, y sacando un dinerito para ir tirando.

    ―Clara me dio tu mensaje.

    ―Ha aparecido un séptimo hijo.

    Tien no solía mostrar sus emociones, a menos que quisiese ―y en ese caso, eran fingidas―, pero Keidar notó que había interrumpido el trago.

    ―¿Dónde?

    ―Eso sí no puedo revelártelo. Ya me estoy arriesgando muchísimo solo por estar aquí hablando contigo.

    ―La información no me sirve incompleta.

    ―Antes ni siquiera te imaginabas eso, así que

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