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Una Ciudad Propia
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Una Ciudad Propia

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Uno tras otro, aparecen a los lados de vías y autopistas suburbanas – los cuerpos desnudos y estrangulados de mujeres violadas, torturadas y abandonadas a morir.

La Policía empieza a sospechar que su sospechoso es un hábil canalla que ha salido de sus propias filas. Y entonces, el infierno se desata en Los Ángeles.

Un arresto por los asesinatos de dos estudiantes en otro estado lleva finalmente a un quiebre en el caso, pero el sospechoso es alguien que los investigadores nunca hubieran esperado.

Nadie está preparado para esta oscura travesía por los laberintos de la mente humana que habrá que recorrer para abrir la puerta a la justicia.

De la autora del exitoso Desapareció: Catástrofe en el Paraíso, “Una ciudad propia" es la verdadera historia del peor caso de homicidio sexual en serie en la historia estadounidense.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento1 mar 2020
ISBN9781071529256
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    Una Ciudad Propia - OJ Modjeska

    Prólogo

    El caso criminal que se remonta a fines de la década de 1970 y que es tema de este texto es bien conocido, hasta se diría que célebre. Los autores son rostros conocidos del salón de la fama de los asesinos en serie. Sin embargo, omitó deliberadamente menciones directas a ellos o el nombre popular del transcendental caso con el que están asociados hasta bien entrada la narrativa.

    La razón para esto será clara para el lector en su momento. La celebridad de los asesinos referidos no debe desmerecer el hecho de que muchos detalles significativos del caso son desconocidos o han caído en el olvido —y recordar esos datos desde el punto de ventaja del presente arroja nuevas luces a nuestra comprensión de los hechos.

    Ciertamente, recorrer este relato sin asumir nada puede generar una experiencia mucho más contemporánea y familiar de lo que podría esperarse.

    Escribí Asesinato por incrementos después de que me encontré con algunos de los detalles más oscuros del caso durante mis estudios de acreditación de criminología. En esa época, quedé asombrada por el hecho de que —a pesar de pensar que ya conocía de qué se trataba el caso— en verdad sabía muy poco, y los hechos de los que me estaba enterando trajeron a mi mente muchos horrores y sufrimientos que parecen estar ocurriendo con mayor frecuencia en nuestro mundo actual.

    Las acciones de los autores fueron infames, casi tan chocantes como las respuestas de la Policía, los tribunales y los psiquiatras a quienes se confió la justicia. Las figuras criminales en el centro de la historia, a mi parecer, no son el rasgo más llamativo, fueron catalizadores que con sus acciones revelaron la fragilidad de la naturaleza humana, y los contornos de una sociedad que se atormenta a sí misma. El sufrimiento continúa.

    Primera Parte: Pánico

    Capítulo 1

    Esta historia comienza en una metrópolis vasta y vibrante, cuyos distritos centrales son conocidos ahora por limpios, hasta insulsos. Es un mundo de muchos pisos de vidrio y acero, de diseño funcional y hasta soso. Con su diversidad de tiendas de música, en Rock Walk se destacan huellas de manos en concreto de luminarias del rock and roll, y el histórico Sunset Grill que Don Henley hizo famoso con su canción homónima, presenta una versión concienzudamente digerible de moda de los muchos turistas que acuden a la ciudad cada año. Los principales atractivos son cenar, comprar y recorrer los alrededores en busca de una celebridad o un perro en un bolso de mano. Nadie se preocupa por las visitas nocturnas. No hay tiempo para la delincuencia ni para la mugre. Este no es el terreno para marginales ni pervertidos. Esa gente se ha ido —a algún lugar, a cualquier lugar, no importa.

    Hace veintitantos años, Hugh Grant fue arrestado muy públicamente después de haber tenido sexo oral de la prostituta Divine Brown frente a su BMW. Eso fue antes de la gran limpieza; grandes zonas de Hollywood fueron comercializadas y purgadas de indeseables. Pero los nativos de Los Ángeles que han vivido en la ciudad la vida entera dirán que el final de la década de 1970 y de 1980 nos dio lo peor y más sucio de Hollywood.

    En este entonces, toda la franja de Sunset entre Gardner y Western Avenue era un mercado sexual abundante. El lado oeste de Hollywood estaba atestado de comerciantes de drogas, proxenetas, vagabundos y fugitivos. Había un cine porno en cada viejo cine. Los escombros de la fallida contracultura, víctimas de guerra con bandanas y pantalones acampanados migraron al sur de Haight Ashbury, sus ideales morían sin gracia en el salado adobo de sexo y drogas por ganancias. Era un tiempo y un lugar intercalado, el glamur y las productoras se habían ido a otro lado, el futuro y su monstruo de limpieza de intereses comerciales aún no había llegado, y en el espacio vacío había basura amontonada en una pila humeante.

    Hacia 1977, cuando esta historia comienza, Hollywood era el hogar de los desesperados y los malditos. En cualquier noche o día de la semana, los autos recorrían el Boulevard, lo suficientemente lento como para que sus ocupantes evaluaran las mercaderías humanas alineadas en las sucias aceras. La guerra entre policías y prostitutas se cernía noche tras noche, hervía ocasionalmente y se volvía a enfriar. Al lado de la estatua de Rocky y Bullwinkle en Sunset, la línea de la ciudad que dividía West Hollywood de la ciudad de Los Ángeles recorre la franja. Si un auto de policía de Hollywood pasaba por ahí, las mujeres se hubieran movido al lado de West Hollywood; si era el auto del comisario el que veían, se hubieran movido al lado de Los Ángeles. La mayoría prefería ese lado. Los comisarios eran conocidos por alinear a las chicas contra sus vehículos y hacerles poner las manos en la capota, luego les daban un golpe en la mano con sus linternas de metal.

    Las chicas de Hollywood habían hecho que esquivar a los policías fuera una forma de arte. Por ejemplo, se sabía que los oficiales de Vicios tenían los sábados y domingos libres, así que eran buenas noches para trabajar. Se sabía que algunas llamaban a la estación y si no había respuesta. salían a trabajar.

    A veces, sin importar lo inteligente que fueran, qué precauciones tomaban, las atrapaban.

    Los policías podían estar encubiertos, y se hacían pasar por clientes que ofrecían un trabajo. Luego, para confundir más las cosas, civiles que se hacían pasar por policías encubiertos no eran una situación inusual.

    Tal vez era solamente una señal de los tiempos, la perversidad del mundo moderno, sino que había otra luchar en la ciudad además de la música disco. En su forma básica, parecían tipos que arañaban el camino en Sunset, con falsas sirenas en sus vehículos, que gritaban a las libertinas. Si se rascaba la superficie, había algo más grande y más complejo; algo que se aproximaba a una subcultura. La visibilidad de la profesión en falsa parafernalia policial y la cantidad de hombres que conducían autos para que parecieran deliberadamente autos de policía indicaba la existencia de una clase de policías aficionados en diversos matices. Los mercados y los lugares de trueque vendían placas, sirenas y esposas falsas, identificaciones con estilo policial y varas. También había comercio negro de cosas reales obtenidas con malas artes del cuerpo policial, que podían adquirirse a un precio mucho mayor.

    Algunos aficionados eran solamente muchachos a quienes les gustaba adquirir un antiguo vehículo por su velocidad y buen estado de conservación. Otros veían las cosas más en serio. Eran hombres a quienes les gustaba recorrer escenas de crímenes y pretender que estaban ahí por motivos legítimos. Instalaban escáneres en sus autos y escuchaban las llamadas policiales. Les gustaba detener a conductores y molestarlos por manejo inapropiado. O les gustaba acosar e intimidar prostitutas, haciendo como si ofrecieran un trabajo para luego mostrar una placa solamente para la cara de las chicas.

    Sus motivaciones variaban. Algunos lo hacían para reírse. Algunos estaban amargados porque la Policía los había rechazado. Algunos se sentían impotentes en sus vidas y disfrutaban sentir la autoridad que hacerse pasar por policías les daba.

    El problema es que no se podía distinguir a unos de otros. Muchos eran perfectamente inocuos; algunos eran peligrosos más allá de la peor imaginación de una mujer.

    * * *

    Alta, negra y de largas piernas, Yolanda ganaba hasta 300 dólares por noche —en dinero de la década de 1970, una pequeña fortuna. Tras abandonar la secundaria estuvo un tiempo sirviendo mesas y lavando platos, haciendo lo que debía hacer, trabajo respetable para aquellos con perspectivas limitadas. Apenas ganaba lo suficiente para alimentarse ella y a su hija. Algunas amigas de Yolanda eran prostitutas. Ella lo intentó y entregó su renuncia al restaurante poco después. A la mierda.

    A Yolanda le encantaba el dinero que ganaba con ese juego. Era joven y estaba en la plenitud de su vida, disfrutaba de la moda y se vanagloriaba de cómo vestía. Le gustaban las cosas que le compraba el buen dinero que ganaba en las calles: ropa fina y sexy. Buenas joyas, como su anillo de turquesa encajada con broche de hoja de plata. No era sucia. Se le veía con buen aspecto, más como escolta que prostituta callejera.

    Era un trabajo solamente. No planeaba hacerlo para siempre —una situación temporal, se decía. Era bueno tener suficiente dinero para comprar lo que quería para ella y para su hija. Pero el trabajo tenía una gran desventaja —y tenía varias, como el hecho de que ya la habían detenido por prostitución y tenía antecedentes penales con 22 años. Gradualmente, su estilo de vida cambió, empezó a usar drogas y se movía con un comerciante local, y luego su hija fue a vivir con su abuela. Así quedó separada de la niña, que había sido la razón para empezar con el juego.

    La noche del 17 de octubre de 1977 tenía todo eso en mente cuando salió y se dirigió a lo suyo. No se sentía bien y extrañaba a su hija. Sin ganas de nada, solamente quería salir de ahí, ganar su dinero y volver a casa.

    Se reunió con su proxeneta en Sunset y el hombre debió notar su falta de entusiasmo porque le dijo que moviera su trasero y se largara antes de que se enfureciera. La vio alejarse hacia el este, a la intersección de Sunset y Detroit.

    Ronald LaMieux administraba una tienda de órganos en el distrito musical de Sunset, cerca de esa intersección. La noche del 17 de octubre, él y un colega se quedaron trabajando hasta tarde para cumplir con una auditoría. En algún momento lo distrajeron sonidos de gritos afuera. Miró por la ventana y vio lo que parecía ser el arresto de una prostituta negra alta en la calle justo frente a su tienda. Un hombre con cabello oscuro y bigote mostraba una placa a la joven y gritaba.

    LaMieux vio que el hombre esposaba a la mujer y le ponía en la parte trasera de su vehículo. Había otro hombre sentado adelante en el asiento del conductor. Los arrestos de Vicios de las prostitutas callejeras eran comunes en esa parte de Sunset, y LaMieux no le dio mucha importancia, salvo que el oficial que hizo el arresto parecía tener una manera innecesariamente agresiva.

    Yolanda, sentada esposada en la parte de atrás del auto, maldecía su suerte. Otro arresto era lo último que necesitaba. El policía que la había arrestado, un muchacho con bigote y huellas de acné en el cuello, le dijo que la iban a llevar a la estación, y luego se sentó en el asiento de atrás, a su lado, lo que a ella le pareció raro. Pero no fue hasta que miró mejor al conductor que tuvo la sensación de que algo raro estaba ocurriendo.

    Se dio cuenta de que conocía al conductor, o al menos que lo había visto antes. Era mayor que el otro, con una nariz grande y ganchuda y tupido cabello negro con vetas grises. Bastante feo, en realidad. Pero tenía algo, pensó Yolanda. Lo había pensado la primera vez que lo vio. No podía verle toda la cara, solamente el perfil, pero estaba segura de que era el mismo hombre.

    Unas semanas antes había ido con su amiga Deborah a hacer un encargo para ver a este hombre en su tienda en Colorado Street en Glendale. Era un tapicero de autos. El lugar estaba lleno de espuma y carretes de hilo y había una máquina de coser en una mesa de trabajo. Había unos autos vistosos estacionados en el garaje, un Mercury y una limosina Cadillac. El hombre se había jactado de que Frank Sinatra era su cliente.

    La cara como de cuero viejo grasoso, y esa nariz grande —sin embargo, Yolanda se había sentido extrañamente atraída hacia él. Le había hablado con una voz suave, sonreído apenas que arrugó levemente el borde de sus ojos, y exudaba un aura de confianza espontánea. Durante su conversación, se dio cuenta de que mencionó que se la podría encontrar en Sunset cerca de Highland.

    Yolanda no pudo tener todos los detalles de su amiga, pero sabía que Deborah le vendía al tipo una lista de trucos, un documento de pistas con clientes. Era tapicero de autos y tal vez proxeneta. Y ahora ahí estaba, un policía. Fue cuando Yolanda empezó a pensar que algo estaba mal.

    —¿Qué ocurre? No son policías, ¿cierto?

    El más joven, sentado a su lado en el asiento trasero, la miró gravemente.

    Ella pateó la parte de atrás del asiento del conductor con su alto tacón.

    —¡Oye! Te conozco, te he visto antes. No eres policía. ¿A dónde me llevas?

    El conductor se volvió brevemente, y Yolanda vio sus ojos. Definitivamente era el mismo hombre, pero sus ojos eran muy diferentes al día en que había hablado con él en su tienda. Los iris negros flotaban sobre el blanco. Sin palabras la reprendieron por patear la espalda del asiento, tal vez solamente por existir. Parecía sumamente molesto.

    Cállate, dijo el más joven.

    Y entonces ocurrió, tan rápido que Yolanda no lo vio venir; el puño del hombre le cayó fuerte en un lado de la cara.

    Y entonces supo que algo estaba muy muy mal.

    Estos tipos no eran agentes, no sabía quiénes o qué eran, pero era un juego, algo como un mal viaje, e iba a terminar lastimada, había a terminar muy jodida.

    Capítulo 2

    En la mañana del 18 de octubre de 1977, un grupo de agentes de policía de Los Ángeles estaban cerca de la entrada al cementerio Forest Lawn Memorial en Glendale, donde los grandes de Hollywood descansan en divisiones temáticas llamadas Ladera Inspiración, Slumberland, Dulces Recuerdos y Amanecer de Mañana, rodeados por réplicas de estatuas de Miguel Ángel. Su fundador, Dr. Hubert Eaton, empresario de San Francisco, pensaba que los cementerios normales eran feos y deprimentes y quiso crear uno con onda más optimista, algo más de acuerdo con las necesidades de Hollywood. Cursi o no. Humphrey Bogart, Walt Disney, Errol Flynn y más recientemente Michael Jackson pagaron enormes sumas para que los enterraran ahí.

    La causa de esta reunión de agentes de la ley era el cadáver desnudo e inerte de una joven que yacía en la franja de césped al lado de Forest Lawn Memorial Drive.

    Alguien lanzó la teoría de que el homicida se estaba expresando irónicamente cuando la dejó ahí. Sin duda, su lugar de reposo, y la evidente manera en que murió, no podía contrastar más con la grandiosa visión de la muerte detrás de las puertas. Completamente desnuda, con la cara abajo, la tosca posición de sus piernas abiertas y cómo estaban sus brazos proyectados en ángulos no naturales parecían sugerir que la habían arrojado —bastante literalmente— al suelo.

    Encima de ellos, el zumbido de autos al pasar por Ventura Autopista se mezclaba con el murmullo de insectos. A unos metros del cadáver, un cartel de no merodear se alzaba entre la tierra.

    Tras examinar el terreno alrededor, los detectives llegaron a una conclusión diferente. Se pararon encima de la pendiente y la recorrieron con los ojos hasta donde ella yacía. Las alteraciones del césped y los arbustos parecían sugerir que el cadáver había sido lanzado de un vehículo en la autopista. Bajó rodando por la pendiente y se detuvo cerca

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