Amor de compraventa
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Por supuesto, nada de caricias ni de besos, teminantemente prohibido hacer el amor y nada de sentimentalismos. Pero cuando llegó la noche de bodas...
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Amor de compraventa - Judy Christenberry
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Judy Christenberry
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor de compraventa, n.º 1130 - marzo 2020
Título original: Marry Me, Kate
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-076-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
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Capítulo 1
HE VENIDO a ver al señor Hardison –anunció Kate O’Connor con calma a la mujer de aspecto profesional sentada detrás de un gran escritorio.
–¿Tiene cita?
Con qué rapidez habían llegado al aspecto problemático de la situación.
–No, pero no le robaré mucho tiempo. He venido para hablar del programa de patrocinio.
–¿Es miembro de la prensa? –preguntó la secretaria con el ceño fruncido mientras pasaba hojas de su calendario.
Kate quería contestar afirmativamente, pero su honestidad se lo impidió.
–No.
–En ese caso, ¿por qué quiere hablar con el señor Hardison?
–Prefiero explicárselo a él personalmente –respondió Kate, resentida con la actitud de esa mujer.
«Cuidado», se advirtió a sí misma. Debía dominar su genio de la misma manera que había dominado su pelirrojo cabello aquella mañana, recogiéndolo en un moño.
–Puedo concederle diez minutos el mes que viene.
El mes próximo era demasiado tarde. Estaba a punto de tener que cerrar.
–Tengo que verlo ahora mismo.
–Lo siento, no puede ser –las palabras fueron acompañadas de una sonrisa de superioridad, y a Kate le resultó muy difícil controlarse.
Sin pronunciar una palabra más, Kate salió de la alfombrada oficina. Cuando la puerta se cerró tras ella, se apoyó en la pared; le temblaban las piernas y el corazón le galopaba.
Su padre había fallecido hacía dos meses, dos meses muy difíciles. Ella había descubierto que la casa de comidas que su padre tenía durante años había estado perdiendo dinero durante los últimos doce meses; y, junto las facturas médicas, los ahorros de su padre casi se habían agotado. Kate había ideado un plan para salvar el negocio, pero necesitaba invertir dinero, necesitaba capital. Su hermana Maggie le había ofrecido sus ahorros, a pesar de que no le interesaba salvar la casa de comidas, pero Kate no podía aceptar el dinero de Maggie.
Una sonrisa iluminó su rostro. Su padre siempre decía que Maggie era una renegada porque era muy cautelosa con el dinero; sin embargo, era la única de la familia solvente económicamente. Su media hermana, Susan, de cuya existencia hacía muy poco que Kate y Maggie se habían enterado, estaba criando ella sola a sus dos medio hermanos; por supuesto, no tenía dinero para invertir en el negocio.
Además, Kate, como hermana mayor, consideraba obligación suya cuidar de sus hermanas. Y estaba decidida a hacerlo. Había acudido al banco a solicitar un préstamo, pero se lo habían negado.
Estaba desesperada cuando un artículo en el periódico le dio cierta esperanza. El empresario Hardison, de Hardison Enterprises, había lanzado un programa de patrocinio para pequeños negocios.
Sin demorarse a pensar, Kate se puso su único traje de ejecutivo, de color azul y diseño parisino que ensalzaba sus curvas, y había ido a ver al señor Hardison inmediatamente. Pero, al parecer, no necesitaba haber ido ya que no podía verlo si no era con cita previa para el mes siguiente.
A sus espaldas, la puerta se abrió y oyó decir a la altanera secretaria:
–Lo tendré listo dentro de quince minutos, señor Hardison.
Entonces, la puerta se cerró y Kate vio a la mujer, de espaldas a ella, alejarse por el pasillo.
Dejando al empresario solo.
«Papá, ya sé que siempre me has dicho que no sea tan impulsiva, pero tengo que hacerlo».
Sigilosamente, abrió la puerta y se introdujo en la oficina. Se quedó mirando la puerta cerrada que daba al santuario prohibido, al fondo de la estancia; y, brevemente, se preguntó si se atrevería a entrar.
Sonrió traviesamente. Su padre siempre decía que tenía más valor que sentido común, y ella nunca le había dejado mal. No iba a hacerlo ahora. Cruzó la oficina y abrió la puerta que daba al despacho interior.
Lo primero que le sorprendió al ver al hombre sentado detrás del escritorio fue su edad; representaba alrededor de treinta años, dos más o dos menos. ¿Se había equivocado de despacho? Aquel hombre parecía demasiado joven para estar al frente de Hardison Enterprises. Y tampoco le había imaginado tan… atractivo.
Entonces, él se levantó. Su estatura y su esbeltez la intimidaron aún más mientras lo miraba. En un hombre menos importante, habría calificado esa mirada de furiosa; en él, era amenazante.
–¿El señor Hardison?
–¿Quién es usted? –le espetó él.
Bien, no se había equivocado de despacho.
–Me llamo Kathryn O’Connor. Tengo que hablar con usted a cerca del programa de patrocinio.
–¿Es periodista? –preguntó él con voz dura.
¿Qué le pasaba a esa gente? ¿Tan importantes eran sus vidas que la prensa les perseguía continuamente?
–No. Pero yo…
–En ese caso, salga de aquí –él se sentó de nuevo y volvió la atención una vez más al montón de papeles que tenía encima del escritorio.
Kate se quedó de pie, preguntándose qué hacer. No iba a darse por vencida, pero…
–Le he dicho que se vaya –él ni siquiera la miró.
–Antes de irme tengo que hablar con usted. Quiero que me considere candidata en su programa de patrocinio.
Él se cubrió su bello rostro con una mano antes de mirarla.
–¿Eso es lo que quiere? Pues olvídelo.
–Espere un momento, soy una buena inversión –protestó ella acercándose al escritorio.
–En ese caso, vaya a un banco –él volvió su atención a los papeles.
–Se han negado a darme un préstamo.
–Señorita, a nadie le dan nada gratis, ni siquiera a las mujeres con su físico –él le paseó la mirada por el cuerpo y Kate sintió que las mejillas se le encendían.
–No estoy pidiendo nada gratis –le contestó ella con voz que reflejaba su enfado.
–Eso es lo que dicen todas.
Kate se acercó al escritorio, tan irritada con él por ignorarla como por sus palabras.
–Al menos, escúcheme –dijo ella.
–Fuera –respondió él con calma, haciendo anotaciones en una carta.
Kate perdió la calma por ser tratada de esa forma y dio un puñetazo en la carta.
–Tiene que oírme.
Despacio, William Hardison alzó la mirada y la clavó en los ojos castaños de ella, que brillaban de ira.
No era la belleza de esa mujer lo que llamó su atención, constantemente le acompañaban hermosas mujeres.
No, era la firme y pequeña barbilla, y el brillo de decisión en sus ojos. Will suspiró. Ya había tenido que vérselas con una mujer muy decidida esa misma mañana.
Su madre.
Quería que le prometiera que asistiría a una fiesta aquella noche con la crema de la sociedad, acompañado de la nueva candidata de su madre para convertirse en la señora de William Hardison. Su madre no dejaba de manipularlo, acosarlo o forzarle a hacer lo que ella quería. Igual que hizo con su padre.
James Hardison casi tenía cuarenta años cuando se casó, perdidamente enamorado de Miriam Esters. Después de acceder a casarse con el rico hombre de negocios, siempre hizo lo que quiso con él.
A Will no le habría importado si le hubiera hecho feliz, pero ella jamás le dio motivos para creer que estaba enamorada de él y jamás se mostró satisfecha con los regalos que le hacía.
A pesar de lo que había querido a su padre, Will siempre despreció la debilidad que sentía por su madre.
Él mismo, tras una serie de desafortunados romances, llegó a la conclusión de que la mayoría de las mujeres eran como su madre. Lo mejor era no implicarse con ellas.
Ahora, cuando esa atractiva joven dio un puñetazo encima de la carta que estaba leyendo, se dio cuenta de que, al igual que su madre, no iba a dejarle en paz sin pelear.
Se fijó en sus uñas: limpias y bien cortadas, en vez de las largas y rojas garras que su madre y sus amigas lucían. Eso significaba que quizá no intentaría sacarle los ojos. Al menos, lo esperaba.
–Señorita… como se llame, creo que le he pedido que se marche –dijo él sin levantar la voz.
–Y todo el mundo hace lo que usted dice, ¿no?
–Bueno… –dijo él reflexivamente, con una débil sonrisa–, éste es mi despacho.
–¡Lo único que le estoy pidiendo es que me escuche! Soy una candidata perfecta para su programa de patrocinio –con la agitación, unas hebras de pelo rizado se le habían salido del moño.
–¿Cómo sabes que es una candidata perfecta?
–He leído lo de Paul Jones en el periódico.
–¿Y quiere ser la siguiente Paul Jones? –preguntó él con voz algo ácida.
¿Sabía esa mujer que Paul Jones era un fraude? ¿Lo era ella también?
–¡Sí!
–Ni en sueños, señorita. Y ahora, salga de mi oficina; de lo contrario, me veré obligado a llamar a los de seguridad.
No iba a meterse en otro lío como el que había tenido por culpa de Paul Jones. Ese hombre había mentido, había cometido fraude e incluso había amenazado con chantaje. Ése era el resultado de los esfuerzos filantrópicos de Will.
–¿Por qué no me escucha? –gritó ella–. ¿Es porque soy una mujer? ¿Es usted uno de esos hombres que piensan que las mujeres son incapaces de contar más de diez?
Él esbozó la más cínica de las sonrisas.
–Las mujeres que conozco son muy capaces de contar millones; sobre todo, los ajenos.
Ella alzó la barbilla y empequeñeció los ojos.
–Sólo le pido que me escuche, no estoy intentando robarle.
–Escuche, el programa de patrocinio ha sido suspendido de momento, así que está perdiendo el tiempo.
–¡No! –exclamó ella, como si fuera decisión suya–. ¡No, no, no!
Él sonrió traviesamente. Su madre no soportaría a esa mujer tan exigente, tan dispuesta a discutir y tan decidida. Era justamente lo opuesto a esas suaves y aromáticas criaturas con corazones de piedra.
De hecho, si él decidía casarse con una mujer como la que tenía delante, lo más seguro era que su madre, desesperada, acabara lavándose las manos.
Cuando extendió el brazo para llamar por teléfono a los del servicio de seguridad, detuvo la mano en el aire. Una idea ridícula, pero digna de consideración. Lanzó una mirada a la mano de aquella mujer. No tenía anillo.
–¿Está casada? –preguntó Will.
Por primera vez desde que entró en la oficina, ella vaciló.
–¿Por