La mujer perfecta
Por Charlotte Lamb
4.5/5
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Entonces, ¿por qué encontraba tan atractiva a Patience Kirby? Con su salvaje cabello rojo y aspecto de duende, no se parecía en nada a las frías rubias en las que él había tratado de encontrar la esposa perfecta.
James estaba acostumbrado a un estilo de vida tranquilo y ordenado mientras que el hogar de Patience estaba lleno de niños, ancianos, calor, cariño...
¿Era así como se sentía uno cuando se enamoraba?
Charlotte Lamb
Sheila Holland, known by her millions of devoted readers as Charlotte Lamb, was born just before the Second World War in the East End of London. As a child, she was moved from relative to relative to escape the bombings of World War II. On leaving school at sixteen, the convent-educated author worked for the Bank of England as a clerk. Charlotte continued her education by taking advantage of the B of E's enormous library during her lunch breaks and after work. She later worked as a secretary for the British Broadcasting Corporation. While there, she met and married Richard Holland, a political reporter. A voracious reader of romance novels, she began writing at her husband's suggestion. She wrote her first book in three days—with three children underfoot! In between raising her five children (including a set of twins), Charlotte wrote several more novels. She used both her married and maiden names, among other pseudonyms, before her first novel as Charlotte Lamb, Follow a Stranger, was published by Harlequin Mills & Boon in 1973. Charlotte was a true revolutionary in the field of romance writing. One of the first writers to explore the boundaries of sexual desire, her novels often reflected the forefront of the "sexual revolution" of the 1970s. Her books touched on then-taboo subjects such as child abuse and rape, and she created sexually confident—even dominant—heroines. She was also one of the first to create a modern romantic heroine: independent, imperfect, and perfectly capable of initiating a sexual or romantic relationship. A prolific author, Charlotte penned more than 160 novels, most of them for Mills & Boon. Known for her swiftness as well as for her skill in writing, Charlotte typically wrote a minimum of two thousand words per day, working from 9:00 a.m. until 5:00 p.m. While she once finished a full-length novel in four days, she herself pegged her average speed at two weeks to complete a full novel. Charlotte Lamb passed away in October 2000 at the age of sixty-two. She is greatly missed by her many fans, and by the romance writing community.
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La mujer perfecta - Charlotte Lamb
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Charlotte Lamb
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La mujer perfecta, n.º 1003 - mayo 2021
Título original: An Excellent Wife?
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-598-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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Capítulo 1
CUANDO el teléfono empezó a sonar en el despacho exterior, James no le hizo caso, esperando que contestara su secretaria o, en todo caso, su ayudante actual, una chica con el cabello de un color amarillo imposible, el de un pollito de un día, lo que le pegaba bastante dado que, en su opinión, tenía el mismo cerebro y la enervante costumbre de asustarse cada vez que le hablaba. Pero ninguna de las dos contestaba al teléfono, así que, como no lo podía soportar más, se levantó y salió.
–¿Por qué no contestáis ese teléfono?
Pero allí no había nadie. Ni en el despacho de su ayudante.
Al parecer, todo su personal de secretariado había desertado. Y lo había dejado todo como un buque fantasma. Los ordenadores estaban encendidos, el fax recibiendo… pero no había ningún ser humano a la vista. Y el teléfono seguía sonando.
James se inclinó a descolgar el teléfono y el cabello negro le cayó sobre los ojos. Ya le estaba creciendo demasiado e iba a tener que ir a la peluquería, pero no tenía tiempo. Esa semana estaba demasiado ocupado.
–¿Diga?
La persona que llamaba pareció sorprendida por su tono cortante, pero luego se oyó una voz femenina que le dijo:
–Quiero hablar con el señor James Ormond, por favor.
La señorita Roper tenía una rutina habitual para recibir llamadas y él la siguió al pie de la letra en esta ocasión.
–¿Quién le llama?
–Me llamo Patience Kirby, pero el señor Ormond no me conoce.
Él ya se había dado cuenta de ello. El nombre no significaba nada para él y no iba a desperdiciar su precioso tiempo con esa mujer. Para eso le pagaba a la señorita Roper.
–Llame más tarde –dijo empezando a colgar.
Pero antes de que lo pudiera hacer, la suave voz le suplicó:
–¡Oh, por favor! ¿Es usted el señor Ormond?
–Llame más tarde –repitió él justo cuando su secretaria y su ayudante entraban a toda prisa en el despacho.
–¿Por qué tengo que perder yo el tiempo contestado al teléfono? ¿Dónde han estado?
La chica rubia se estremeció aterrorizada como preguntándose por qué la señorita Roper la había elegido a ella y se metió en su despacho sin decir nada.
James había adquirido la costumbre de dejar que su secretaria se ocupara de las nuevas contrataciones y los despidos.
–Lo siento mucho, señor Ormond –dijo la señorita Roper–, las chicas de administración le estaban dando una pequeña fiesta a Theresa y nosotras fuimos a llevarle nuestros regalos. Se marcha hoy, como ya sabe…
–No lo sabía. Ni siquiera la conozco. ¿Quién es?
–Theresa Worth. Es operadora de teléfonos, una chica con el cabello negro corto y con gafas.
–Ah, esa chica. ¿Por qué se marcha? ¿Ha conseguido un trabajo mejor? ¿O es que la ha despedido?
–Va a tener un hijo.
Él levantó las cejas.
–¿Está casada?
–¿No lo recuerda? Se casó el año pasado y le dimos una fiesta. Usted nos dejó usar la cafetería.
–Lo recuerdo.
Y era cierto, la habían dejado hecha un desastre. El personal de limpieza se había quejado amargamente al día siguiente.
–¿Se va para siempre o es sólo una baja por maternidad?
–No, señor, su marido y ella se vuelven a Yorkshire. Theresa no va a volver.
–Muy bien. Parece haber sido toda una molestia.
–Es muy popular –le dijo la señorita Roper indignada–. Nos cae bien a todos. Y le aseguro, señor Ormond, que no hemos estado fuera más que un momento. Además, les dije a los de la centralita que no pasaran ninguna llamada hasta que estuviéramos de vuelta. Lamento mucho que lo hayan molestado. Haré que quien le haya pasado la llamada venga a disculparse con usted en persona.
–No, no se moleste. Ya he perdido bastante tiempo. Sólo asegúrese de que no vuelva a suceder.
–Así será –le prometió ella ruborizada.
–¿Por qué no me dijo que se marchaban del despacho? Cualquiera podría haber entrado a robar o habría podido sacar información confidencial de los ordenadores.
–No sin las palabras clave, señor Ormond. Nadie puede entrar en nuestros ordenadores privados sin ellas y usted y yo somos los únicos que las tenemos. Lamento no haberle dicho que nos íbamos, no quería interrumpirle.
–En ese caso, ¿por qué se han ido las dos? Podía haberse quedado esa chica. Por lo menos podría haber respondido al teléfono, aunque no pueda tomar un mensaje correctamente.
Desde el otro despacho, se oyó un gemido y la señorita Roper lo miró reprobatoriamente.
–Lisa hace lo que puede, señor Ormond.
–Pues no es suficiente.
–Eso no es justo. Créame, es una chica muy capaz y trabaja mucho. Es sólo que usted la pone nerviosa.
–No me imagino por qué.
Luego, James entró en su despacho y trató de concentrarse de nuevo en el trabajo, pero la señorita Roper llamó poco después.
–Lamento molestarlo. Ya sé que tiene una semana muy ocupada.
Sin levantar la mirada, James agitó una mano.
–Sólo asegúrese de que esto no vuelva a pasar, siempre tiene que haber alguien ahí fuera, no les pago para contestar yo mismo al teléfono. ¡Si seguimos así, pronto querrá que me escriba yo mismo las cartas!
–Usted no sabe escribir a máquina, señor Ormond.
James la miró fríamente.
–¿Se supone que eso es un chiste o un sarcasmo?
–No, simplemente ha sido la aseveración de un hecho.
Eso lo dijo sin parecer arrepentida y se acercó a la mesa de él como si tuviera más que decir.
–¿Y bien?
–Una tal señorita Kirby está al teléfono y quiere hablar con usted.
–¿Kirby? ¿Patience Kirby?
–Eso es, señor, Patience Kirby. ¿Se la paso?
–¿La conoce?
–¿Yo? No, señor Ormond, no la conozco. Pensé que usted sí.
–Bueno, pues no es así. ¿Quién es?
–No tengo ni idea. No se lo pregunté, dado que di por hecho que se trataba de una llamada personal.
–¿Qué le dio esa idea?
–La señorita Kirby.
–¿Lo hizo? No me sorprende. Mientras ustedes estaban fuera respondí a una llamada suya y entonces fue la primera vez que oí su nombre.
–¿Le paso entonces la llamada?
–Por supuesto que no. Averigüe lo que quiere y ocúpese de ello usted misma.
–Sí, señor.
Luego, la señorita Roper salió, cerró la puerta y James siguió con su trabajo hasta que, un rato después, sonó el teléfono de su mesa.
–¿Sí?
–La señorita Wallis, señor –dijo la señorita Roper con el tono impersonal que solía utilizar cada vez que se refería a Fiona.
James era muy consciente de que Fiona no le gustaba nada a la señorita Roper y, sospechaba que esa hostilidad era mutua, pero Fiona se limitaba a ser fría con su secretaria. Fiona nunca desperdiciaba energía con alguien a quien no considerara una amenaza.
–Querido, lo siento. Voy a tener que cancelar la cena de esta noche. Tengo una de mis migrañas.
–¿Queso o chocolate?
–¡Me conoces bien! Queso, querido, cuando cené anoche con mi padre me serví un poco de brie. Tenía un aspecto delicioso y pensé que no me iba a afectar, pero no ha habido suerte. Esta mañana me desperté con una fuerte migraña.
–¿Cómo puedes ser tan tonta? ¿Por qué arriesgarte a tener una migraña sólo por un pedazo de queso?
No era muy propio de ella ser tan débil con las tentaciones, pero tenía una migraña cada semana o dos por ceder a su pasión por el queso o el chocolate.
–Ya sé que es una locura, pero tomé muy poco, James, y a mí me encanta el brie.
–Eres desesperante. Espero que por lo menos tengas tus pastillas.
–Me las acabo de tomar, pero todavía no han hecho efecto. Estoy en la oficina, pero me voy a ir a casa a tumbarme en una habitación oscura. Probablemente tarde ocho horas en pasárseme. Lo siento, James. ¿Mañana por la noche?
–Tendrá que ser el sábado. Mañana ceno con los Jamieson. Llámame el sábado por la mañana. ¡Y no comas más queso! ¡Ni chocolate!
Ella le mandó un beso.
–No te preocupes. Adiós, querido.
James colgó irritado porque la