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El ornitorrinco y otros ensayos
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Libro electrónico194 páginas3 horas

El ornitorrinco y otros ensayos

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Esta colección de ensayos configura una especie de bestiario intelectual. Siguiendo la fórmula de la célebre estatua de “Los músicos de Bremen” en estas hojas se salta de un tema a otro sin aparente conexión. Desde la relación de los cubanos con el mar, las casas embrujadas, la historia del cine o la influencia del hambre en la creación artística, hasta la transculturación de ciertos dogmas espirituales en América Latina, estos ensayos creativos en la tradición de Montaigne divierten por su gran sentido del humor y la fatalidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2015
ISBN9786077818922
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    El ornitorrinco y otros ensayos - Manuel Pereira

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    [ EL ORNITORRINCO ONÍRICO ]

    El ornitorrinco es un palimpsesto zoológico rayano en la teratología, un rompecabezas biológico atrapado en alguna encrucijada de la evolución de las especies, aislado entre Australia y Tasmania, semejante al eslabón perdido de algún sueño —o pesadilla— de la Madre Naturaleza.

    El ornitorrinco despliega más morfologías que una historia del arte. Puede ser neoclásico y expresionista, surrealista y futurista, naif y románico, barroco y gótico, todo eso a la vez. Se parece a la estatua de los Músicos de Bremen —inspirada en el cuento de los hermanos Grimm— que representa a un animal indescifrable formado por un gallo que canta encima de un gato mientras éste maúlla encaramado en un perro que ladra, el cual a su vez está trepado en el lomo de un asno que rebuzna.

    La historia del sueño en las artes plásticas tiene mucho de ese atronador sonido nunca antes oído y que espantó a los ladrones. Es un popurrí que va saltando del coq-à-l’âne. Brincar del quiquiriquí al roznido, pasar de un tema a otro —como en el free jazz— revela la naturaleza polimórfica y polifónica de un ornitorrinco onírico.

    ¿Con qué soñaban los creadores del arte paleolítico hace unos treinta mil años? ¿Qué simbolizan la Venus de Willendorf y la de Lespugue? Ciertamente son amuletos mitológicos. Si toda mitología no es más que el sueño colectivo de una civilización, entonces estas beldades prehistóricas expresan afanes materiales sublimados: fertilidad, maternidad, abundancia, sexualidad.

    Las cuevas de Altamira, de Lascaux, de Chauvet y del Levante español atesoran no pocos ornitorrincos oníricos, es decir, palimpsestos rupestres. Ello se debe a la superposición de diversas imágenes, pintadas en distintas épocas y por diferentes manos. Aquí un reno sale del vientre de un león, allá una masa de rinocerontes se entremezcla confusamente; más allá, un bisonte tiene ocho patas, o un caballo ostenta tres cabezas...

    Según parece, los autores de estas superposiciones querían transmitir la sensación de movimiento de los animales; pero también estos traslapos pudieran significar que escaseaba el espacio en las paredes y, por tanto, no importaban los errores anatómicos, ya que la función principal de estas figuras no era estética, sino mágica.

    ¿Arte cinético o cinegético? Probablemente ambas cosas a la vez. Sea lo que sea, lo cierto es que quienes decoraron estas cavernas soñaban con tener éxito en la caza, fantaseaban con capturar y comer carne. De ahí que en ningún momento pintaran plantas, árboles, peces, frutas, ni aves. Siempre dibujaban carne roja en movimiento. Lo que vemos en tropel son sueños carnívoros fosilizados, magia homeopática para obtener las presas capaces de garantizar la alimentación del clan. Aquellos sueños de supervivencia actuaban como exvotos, convirtiéndose en conjuros o espejismos chamanísticos.

    Ese arte animalista dará lugar —en Sumeria, en India y en Egipto— a las primeras hibridaciones mitológicas: mujeres con garras de ave rapaz o con cola de serpiente, hombres con cabeza de halcón, de mono, de chacal o de elefante, toros alados con cabezas humanas barbadas… Parecen experimentos de ingeniería genética procedentes de otras galaxias, o mutaciones biológicas manipuladas por algún demiurgo trasnochado. Tal vez hayan sido intentos fallidos de injertos animales en seres humanos, acaso una metáfora de la animalidad que llevamos dentro, o el residuo poético de la promiscua convivencia del hombre primitivo con las bestias. Quizá la zoofilia ritual practicada en tribus arcaicas suscitó esa proliferación de divinidades antropomórficas con rasgos zoomorfos que más tarde influyó en mitos clásicos como Leda y el Cisne, Europa raptada por el Toro o Pasifae alumbrando al Minotauro.

    El deseo totémico del hombre por adquirir la fortaleza física y el poderío espiritual de los animales está ampliamente documentado. Los cruces entre especies llegan al frenesí en ese monstruo escatológico (híbrido de cocodrilo con hipopótamo y león) que devora corazones humanos en el Libro de los Muertos de los egipcios. De ésta y otras atroces criaturas emana la tétrica luz de una pesadilla.

    Sin embargo, habrá que esperar por los hebreos para desembocar abiertamente en el desconcertante mundo de los sueños. José —el primogénito de Raquel— interpreta los sueños del faraón (Génesis 41). Es el primer psicoanalista de la historia, por lo cual no debe asombrarnos que más tarde sea otro judío, Sigmund Freud, quien conciba el psicoanálisis como método científico para explorar los abismos del inconsciente.

    Ahora bien, para encontrar una deidad que encarne la materia huidiza de los sueños tenemos que llegar a Grecia, cuya casi infinita mitología incluye a Morfeo. Si bien no nos han llegado representaciones pictóricas de este dios del sueño, gracias a Pausanias y a Filóstrato sabemos que le consagraron estatuas y cuadros en los que aparecía empuñando un cuerno por donde hacía pasar los sueños.

    En la Edad Moderna aparecen las primeras imágenes de Morfeo, de cuyo nombre deriva la palabra morfina. De ahí que a este Oniro lo representen durmiendo entre amapolas o adormideras. Morfeo es sobrino de Tánatos, lo cual sugiere que el acto de dormir —o de soñar— nos introduce inadvertidamente en el mundo de los muertos.

    Dormir es morir un poco. Los gnósticos creen que durante el sueño nuestra alma asciende súbitamente a planos superiores, donde tiene encuentros agradables o desagradables, que a su vez se convierten en sueños o en pesadillas, respectivamente. El alma es secuestrada por Morfeo, como un anticipo de la liberación final. Poco antes de despertar, ese hálito regresa al instante a nuestro cuerpo, que es su jaula de carne y hueso. De ahí que sólo recordemos los últimos retazos oníricos experimentados por el alma durante ese paseo por las regiones superiores.

    Morfeo significa creador de formas, porque él es quien engendra las formas —o imágenes— que conciben los

    durmientes. Subrayo aquí la coincidencia entre la naturaleza de ese dios y el hecho de que la historia del arte no es más que la sucesión de formas que adopta el espíritu a lo largo de los siglos. Cada momento de la historia desprende algo así como un espíritu de la época, que los artistas traducen en imágenes, casi siempre sin percatarse de ello. A su vez, esa diversidad de estilos históricos nos remite de nuevo a la multiplicidad biológica que nos rodea y, por supuesto, nos lleva a pensar en el ornitorrinco como el animal que más disimilitudes aglomera.

    Cuando Goethe acuñó el término morfología para designar la ciencia que estudia la estructura de los seres vivos, sin duda pensó en la teoría de las ideas o formas perfectas de Platón, pero también tuvo que pensar en el dios Morfeo. He aquí al dios del sueño influyendo en las visiones biológicas, botánicas y osteológicas del sabio alemán, que más tarde entrarían también en el ámbito de la lingüística.

    En los grabados de Charles Le Brun (o Lebrun) asistimos en pleno siglo XVII a algunas de esas súbitas metamorfosis en las que el ser humano se convierte en pájaro, en toro, en asno, o en hombre lobo. Ante tantas transformaciones biológicas, ante tanta fisionomía humana devenida teratología, casi pudiéramos decir que hemos desembarcado en La Isla del Doctor Moreau más de dos siglos antes de que Wells la imaginara. Apuleyo ya había visto todo esto en su Asno de oro, también llamado Metamorfosis, antecedente del relato homónimo de Kafka. Ninguna de esas mutaciones será ajena a las teorías evolucionistas de Darwin.

    ¿Morfeo actuando en la historia del arte? ¿Por qué no? ¿No decía Shakespeare que estamos hechos de la misma sustancia que los sueños? Borges prosigue esa línea de pensamiento: Ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño, y en otra parte insiste: la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

    De la mitología, de la filosofía y del teatro griegos, de Homero y de Hesíodo, salen algunos de los temas cruciales que mucho después desarrollará el psicoanálisis: Edipo, Electra, Narciso, Eros, la ninfa Psyche... De la Biblia proceden otras tradiciones relacionadas con la actividad sexual: Onán, Sodoma y Gomorra... De ese intrincado tejido de fantasías —sueños en potencia— surgirá nuestra cultura que no es sólo judeo-cristiana, como suele afirmarse, sino más bien greco-judeo-cristiana.

    Entremos ahora en la humilde gravedad de la sensibilidad románica. Si en algún período de la historia se manifiestan plenamente las potencias del sueño —o de la pesadilla— es durante la Edad Media. Ya no impera la mitología pagana. El Cristianismo ha triunfado y, con él, su iconografía. Las iglesias devienen breviarios, salterios o libros doctrinales de piedra que nos previenen contra los peligros infernales. Casi pudiera decirse que nos regañan, con ánimo de asustarnos, a cada paso.

    Estos desasosiegos dantescos abundan tanto en los templos románicos como en los góticos, donde asoman gárgolas, demonios, endriagos, homúnculos, gnomos, grifos, arpías, dragones... todo ese bestiario petrificado nos contempla desde los campanarios y las fachadas de las catedrales europeas.

    En los capiteles de la iglesia de Saint Pierre de Chauvigny, en Poitiers, vemos unos monstruos románicos que devoran entre el siglo XI y el XII a los condenados en el Averno. Más tarde, la majestuosidad del estilo gótico puede resumirse en la fachada de Notre Dame de Paris. Es la época de la cacería de brujas, de la incineración de herejes, un tiempo plagado de alucinaciones, grimorios y supersticiones que tuvo su repercusión en los sueños de los individuos y en las expresiones artísticas. En las postrimerías de la Edad Media surgió el género llamado danzas macabras, que es el reflejo de las epidemias, las guerras, las visiones milenaristas o apocalípticas, como puede verse en El séptimo sello, de Ingmar Bergman.

    Esas mazurcas de esqueletos actúan a modo de memento mori, son recordatorios de cuán efímeras son las vanidades terrenales y de que lo único seguro es que vamos a morir. Son también un canto a la fuerza igualadora de la muerte, a la verdadera democratización que sólo se establece en las tumbas, donde yacen en igualdad de condiciones reyes, senescales, papas, artesanos, labriegos y limosneros.

    El principal autor de estas esqueletadas fue Hans Holbein, el Joven (1526). La influencia de sus xilografías llegará tres siglos después a México con las desenfadadas recreaciones de José Guadalupe Posada.

    Los pintores de Flandes eran góticos, pero ya tenían influencias renacentistas italianas. Entre ellos sobresale el más onírico de todos: el Bosco. Artista inclasificable, primitivo en la forma, mas no en el fondo, cinco siglos después los surrealistas lo considerarían su precursor.

    El Museo del Prado expone su obra maestra: El jardín de las delicias. En el panel izquierdo de ese tríptico —donde está Jesús con Adán y Eva en el acto de la creación— contemplamos una fauna insólita. El Bosco introduce en un lago circular a dos criaturas que, si no son ornitorrincos, se parecen bastante. Uno está en el agua, leyendo con su cara de pato, el otro está saliendo a la orilla.

    El pintor murió en 1516. Los primeros exploradores holandeses llegaron a Australia en el siglo XVII, aunque parece que los portugueses desembarcaron allí mucho antes, hacia 1522. De todas maneras, ya para entonces el Bosco llevaba seis años muerto.

    ¿Cómo pudo este genial pintor concebir un animal tan paradójico como el ornitorrinco sin haberlo visto nunca? ¿Será posible que a fuerza de imaginarlo lo haya inventado, confirmando así la máxima de Oscar Wilde según la cual la naturaleza imita al arte? En cualquier caso, he aquí una prueba más de que este monotrema es un animal de fantasía, un sueño inconcluso de la naturaleza, un ornitorrinco onírico.

    Visto en la perspectiva de los siglos, en la profundidad del tiempo, pareciera como si el sueño se hubiera resistido, por pudor, a convertirse en materia estética. Diríase que el sueño —tras oponer una tenaz resistencia—, finalmente cedió, poco a poco, hasta mostrarse de cuerpo entero.

    El Manierismo poco tiene que ver con descabellados ensueños. Sin embargo, hay un artista que anticipa el Barroco con sus retratos concebidos a modo de ensamblajes de verduras, frutas, libros... Las delirantes efigies de Arcimboldo —como La primavera, El Otoño, o El verano— son eclosiones surrealistas avant la lettre.

    El Romanticismo es un movimiento dionisíaco por donde quiera que se le mire. Así, no es extraño que en él afloren elementos oníricos, como materiales flotantes en el oscuro espejo de un lago. Entre los iniciadores de ese sentimiento estético está William Blake. Sus poemas ilustrados ejercieron una poderosa influencia en el Romanticismo. Obras suyas como El viejo de los días, El gran dragón rojo, Hécate... revelan la presencia del sueño en el arte.

    Su contemporáneo, Goya, se formó en el ambiente rococó, pero evolucionó hacia un estilo cada vez más personal desembocando en alucinaciones como el grabado El sueño de la razón produce monstruos. Esa atmósfera de pesadilla se hace patente también en el Macho cabrío, en Aquelarre, en Saturno devorando a su hijo...

    Otro artista de la misma época es el suizo Henry Fuseli. Obsesionado con el horror y la fantasía, es un gótico prerromántico que disfruta desplegando tenebrosas sensualidades, como en La pesadilla, donde asoma la cabeza de un caballo ciego, de ojos entre ígneos y lácteos, mientras un íncubo sentado sobre la bella durmiente nos dirige una mirada escalofriante. En su lienzo El despertar de Titania, el ambiente es más afable, porque Fuseli se inspira aquí en Sueño de una noche de verano, de Shakespeare. Es también un universo teatralmente onírico, esta vez poblado de hadas y duendes.

    Ya en pleno Romanticismo, el alemán Caspar David Friedrich nos ofrece visiones casi místicas, envueltas en un hálito de poesía nocturna, como Dos hombres contemplando la luna o La nieve.

    En Francia, Delacroix nos regala un paisaje entre onírico e infernal con La barca de Dante. A finales del XIX, el simbolismo pictórico reacciona contra los suspiros de luz del Impresionismo. Estos artistas, también llamados nabis (del hebreo: profetas o videntes) influirán decisivamente en el Surrealismo. Probablemente el más onírico de todos sea Odilon Redon con telas tan enigmáticas como El Cíclope, El Ojo, La araña risueña. En Bélgica nos esperan las fantasmales mascaradas de James Ensor. Títulos como Intriga y Esqueletos luchando por un arenque nos sitúan inmediatamente en el terreno abismal de los sueños. En su lienzo El sueño, Pierre Puvis de Chavannes nos devuelve a unos espejismos más bien líricos. Esos espíritus celestes de túnicas etéreas que descienden hacia la mujer dormida mientras derraman pétalos, pudieran ser ángeles de la muerte. Es un cuadro de raíz gnóstica.

    Un pintor ineludible en este catálogo de forjadores de sueños aparece en los albores del siglo XX. Henri Rousseau, o el Aduanero, era un autodidacta cuya deslumbrante producción es ya arte moderno, no a pesar de, sino gracias a, sus imperfecciones. La paradoja es que su obra está tan llena de defectos que es genial, porque contiene en estado puro toda la poesía del arte primitivo. En óleos como El sueño y La encantadora de serpientes, el éxtasis o el trance son una constante. Cuando Picasso lo visitó para manifestarle su admiración, Rousseau exclamó: usted y yo somos los mejores pintores del siglo XX, usted en el estilo egipcio, yo en el estilo clásico. En ese comentario tan simpático está todo el candor de lo naif. En efecto, Las señoritas de Avignon posan con gesticulaciones geométricamente egipciacas, mientras que el Aduanero cree mantenerse dentro de los cánones clasicistas, aunque una flor azul pueda ser dos veces más alta que

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