Santiaguinos
Por Roberto Rabi
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Santiaguinos - Roberto Rabi
Roberto Rabi
Santiaguinos
© Copyright 2015, by Roberto Rabi
Primera edición digital: Enero 2016
Colección de cuentos Territorios
Director: Máximo G. Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 256.052
ISBN: 978-956-317-275-1
Diseño y diagramación: Catalina Silva R.
Lectura y revisión: María Fernanda Rozas
Imagen de portada: Algunos derechos reservados
por Amilcar Cantoni / flickr.com
Edición electrónica: Sergio Cruz
Derechos Reservados
La gracia del contar
Con su característica lucidez, la Premio Nobel chilena Gabriela Mistral, decía que «contar es encantar»¹ y que ese don estaba cercano a la magia que debía tener un maestro en la educación primaria. Hay quienes creemos que esta reflexión de la poetisa se extiende perfectamente a la vida, a la literatura y a cualquier disciplina artística en que haya un autor y un receptor ávido de entrar en el juego del contar.
Los cuentos que conforman este libro llamado Santiaguinos, del autor chileno Roberto Rabi González, van en esa dirección. Son relatos cotidianos, sencillos, que se mueven entre el realismo citadino y una nostalgia que se asocia de forma constante a la ciudad de Santiago, con sus cambios bruscos, con su obsesión por la modernidad y con la impronta de vida frenética de quienes la conforman, aquellos santiaguinos que transitan siempre con el tiempo en contra, literal y metafóricamente.
Roberto Rabi posee la magia del buen contar, lo que hace que por momentos nos traslademos como lectores a la niñez y a la adolescencia, y nos veamos con una sonrisa en la cara al ver como los personajes de estas historias nos hacen cómplices en sus derroteros. Y quizás el gran mérito de Rabi en este sentido, es que su rol de buen narrador, con las pausas en la rítmica de las historias y las reflexiones que van acompañando las acciones, nos seduzcan de tal manera que los finales, predecibles o impredecibles, abiertos o cerrados, nos hagan volver páginas atrás, para revivir ese momento de encanto en el que compartimos objetivos con los personajes de estos cuentos. Queremos ansiosamente saber qué pasará, pero también queremos gozar ese momento literario de puente previo al final, en el que disfrutamos y divagamos con los deseos de los personajes. Deseos que a veces tienen que ver con una mujer que podría cambiarle la vida a un hombre, como en «La gárgola violeta», o en «El hijo del Chago», donde el deseo es que lo sucedido en una mala tarde dada por la violencia asociada a las barras de fútbol, no termine de la peor forma. También está el deseo de la nostalgia, de no perder lo recordado y de no chocar de frente con el presente, idea que se manifiesta bellamente en otro relato futbolero, «Una tarde de sábado en la plaza Guarello».
El fútbol ronda con autoridad en los cuentos de Rabi. Sus personajes son hinchas apasionados, que no temen caer en la rivalidad entre clubes, que a veces es sutil, otras es burlona. No es un misterio, el autor de Santiaguinos es un hincha fanático de la Universidad de Chile. Entre sus libros anteriores figura un volumen de cuentos dedicados a este club, así que la elección temática no es una sorpresa. Pero acá radica otro atributo de su prosa. La decisión retórica de crear historias en torno a sus colores, confirma aún más ese rasgo de encantar, de contar con gracia, porque creo que ahí está la principal virtud de este escritor: la gracia. No es fácil contar una historia con gracia, menos cuando los temas pueden provocar distanciamiento de quienes no se cuadran con sus colores.
Roberto Rabi es un escritor que elabora una prosa con gracia, pero también elegante. Más allá de reflexiones entusiastas que tienen sus personajes hacia el final de algunos de estos relatos, lo suyo es la construcción de un puente en que invita a jugar al lector. Juega con la comedia, juega con el drama, juega con la contingencia. Su elegancia nos mantiene expectantes. Influye en esto su profesión de abogado y su trabajo de fiscal en el ministerio público. Hago la referencia porque estos mundos aparecen de forma recurrente en sus cuentos, lo que también confirma que su trabajo de escritor, es una vocación. Una pasión que lo enlaza con sus personajes santiaguinos, en su mayoría sujetos errantes y derrotados, pero que creen que hasta de eso pueden sacar lecciones para seguir viviendo en una ciudad que los cobija en sus destinos, un Santiago que incluso como telón de fondo se ve apático ante sus historias.
En «Tarde en el templo», uno de los cuentos cumbre de este volumen, y que paradójicamente transcurre en Buenos Aires, el personaje principal reflexiona: «…como si el problema fuese Santiago y sus habitantes pretenciosos, los malls, el Transantiago con sus pasajeros fétidos y rabiosos. Los silencios cubiertos por ruidos sin sentido y la ausencia de diálogo colmada por miradas de envidia, de ira, de cinismo. Una ciudad que esconde bajo la alfombra a aquellos seres humanos que sirven de bandera de lucha para quienes afirman buscar una sociedad más justa, pero que los incomodan y asustan cuando pretenden acercarse a ellos.»
Y es que Santiago está ahí, a veces imperceptible, con su debilidad por la metamorfosis arquitectónica y espiritual, tal como los personajes de los cuentos de Roberto Rabi, tal como muchos de los que somos parte de esta ciudad.
Víctor Hugo Ortega C.
Periodista, escritor y profesor
¹ Mistral, Gabriela. «Contar» en Magisterio y Niño. Editorial Andrés Bello. Santiago, 2005.
El hijo del Chago
Mientras volvían a casa aquella calurosa tarde del día veintidós de diciembre, en el Nissan V16 pintado innumerables veces: burdeos, verde olivo y gris perla, alternando siempre con el consabido negro y techo amarillo, la mirada de Hugo deambulaba lánguida entre los rincones de la carrocería en que aparecían los colores que antes dieron una imagen radiante a la joya de la familia y que hoy solo denotan su presencia en las múltiples abolladuras y rayados del vehículo. Como una siniestra letanía retumbaba en su cabeza un nombre que casi nunca habían pronunciado anteriormente en la población: Darío Gutiérrez Muñoz. Quince días antes, cuando lavaba su taxi en la entrada de su casa, comenzó todo.
Eran cerca de las siete y con dedicación manguereaba cada recóndito escondrijo del cacharro, mientras una botella de Cristal casi vacía le servía de compañía presenciando el rutinario espectáculo. En la radio del auto sonaba a todo volumen «Te quiero» de Nigga, un empalagoso reggaetón muy popular por esos días y por la calle transitaban bulliciosamente niños, jóvenes desempleados, mujeres con bolsas de dudoso contenido, angustiados, y obreros de la construcción exhaustos retornando a sus miserables pero cálidos hogares. De pronto una figura familiar, vistiendo sandalias, pantalones de mezclilla cortados con tijeras a la altura de los muslos y una impecable camiseta blanca con una «V» negra en el pecho, se le acercó, moviendo la mano con la palma hacia abajo a la altura del cuello, mientras cantaba con una entonación monstruosa la variante de una canción sesentera adaptada por la hinchada de uno de los clubes trascendentales del fútbol de Buenos Aires, luego readaptada por la barra de la «U» y finalmente reacondicionada por la escasa pero fiel parcialidad de Santiago Morning.
—¡Essse Chaguito! -exclamó gratamente sorprendido Hugo mientras dejaba la manguera a un lado.
—¿Qué pasa jugoso? -interrogó a modo de saludo el personaje en cuestión.
—Nada compadre, aquí lavando el «mercedes».
Chaguito sacó entonces del bolsillo trasero del jeans un ejemplar sucio y doblado de «La Cuarta» cuyo titular principal declamaba: «Piscola Pérez: No le dejaremos ni una pluma buena al Chuncho» y lo enarboló cual trofeo diciendo: Ese es mi Piscoliiita, ¿hay cachao que los hueones cada vez que hay clásicos se tiran al suelo, dicen que el otro equipo llega mejor y puro lloran? ¡No poh! Piscola es otra raza, no podís llegar entregao a la final.
—De más poh, más lo que hablan de pasión, sentimientos y la hueá y son terrible lloronas las madres, el «negro» Rocha, ya empezó a palabrear por la radio a... ¿cómo se llama el árbitro?
—No se sabe todavía cumpa -respondió Chaguito con una carcajada irónica- así que anda puro cuenteando, pero...
—Si es el Tobar -interrumpió Hugo- el Tobar o el Catalán, la hueá es que decía que siempre los perjudicaban y la hueá, ¡enteros cagones!
En todo caso, va a estar lleno de cagones la hueá de estadio, así que mejor armamos un piño terrible poderoso y nos vamos tempranito.
Hugo guardó silencio un par de segundos mientras apagaba la radio del vehículo, prendía un cigarro y se armaba de valor para lo que tenía que decir.
—Es que no voy a ir na’.
—¿Qué hueá? ¿Me estay hueviando?
—Es que, la dura, va estar terrible brígida la hueá. La Ceci me pidió casi de rodillas que no fuera.
—Estay hueón, yo te presto moneas, llorón macabeo.
—¡Si no es hueá de moneas! me ha ido bien en la calle.
—¿Entonces? ¿Cómo arrugai ahora?
—Es que el otro día en la semifinal al hijo del Torombolo ¡un pendejo culiao choro! le sacaron la chucha a la bajá de la micro, los del Colo. Creo que perdió un ojo o una hueá así, igual las minas se impresionan, y eso que andaba con todo un piño de madres, de los hueones bravos, de la Alerce Dos.
—Por eso te digo que armemos una hueá grande poh, si no te niego que la hueá va a estar pelúa, ¡pero es la final hueón! ¡la final! vos todavía ni naciai la última vez que salimos campeones.
—Puta compadre...
—Ya hueón, no hablís más hueás, yo hablo con la Ceci cuando le esté dando a la nochecita.
—Mañana en la mañana mejor, esta noche me toca a mí.
Asunto cerrado. La mañana siguiente Chaguito apareció en la casa de Hugo cuidadosamente peinado, con zapatos, pantalones de tela y una camisa Basement en buen estado, pese a una mancha de grasa en la parte inferior que había resistido heroicamente los innumerables lavados con jabón Popeye. Cecilia, la conviviente de Hugo, abrió la reja de entrada saludando con desconfianza.
—¿Qué lo trae por acá vecino?
—Nada vecina, venía a pedirle permiso al Jugo.
—¿Pa tomar? ¿De cuándo que piden permiso?
—No vecina, pa ir al estadio el domingo.
Cecilia inmediatamente se dio vuelta caminando callada hacia la cocina, se sacó el inmundo delantal que pretendía proteger sus nada de limpias vestimentas, sirvió Coca Cola en un vaso con el escudo de Santiago Morning algo borroso y luego volvió al living donde Chaguito esperaba ansiosamente sentado con las piernas cruzadas, infló el pecho y suspiró desganada.
—¿Y si me lo matan? ¿Usté me va a ayudar a criar al Brayan? Yo no quiero que vaya na’, -gruñó, mientras le pasaba el refresco.
—Pero vecina, si vamos a ir todos, el chico Maulén se va a conseguir unos fierros...
—No sé na’ yo -interrumpió intransigente Cecilia- Huguito sabe que la familia está primero, no va a ir ahí a que lo agarren a palos o me lo dejen lisiado o le saquen un ojo por una pichanga.
—¡Pichanga! Si es la final vecina, el Chaguito no llega a la final desde ya no me acuerdo cuando. Su papá era re amigo de mi viejo y nunca faltaban al estadio: es como una religión vecina. Si de nosotros nadie sabe ni el nombre, a mi viejo le decían el Chago y nadie cachaba cómo se llamaba, después a mí