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¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!
¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!
¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!
Libro electrónico250 páginas3 horas

¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!

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Como un diamante envuelto en papel de estraza. "¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!", tras su lenguaje crudo y en ocasiones soez, esconde una historia de amor tierna y sentida. El personaje protagonista de la novela pasa, en su búsqueda de la persona amada, por sucesivas peripecias (surrealistas unas veces, delirantes otras, disparatadas y divertidísimas por lo común); y muy pronto la búsqueda de la mujer de sus sueños se convierte, como en las más grandes y románticas historias que en la Literatura han existido, en la búsqueda de uno mismo y de una razón para seguir levantándose cada mañana.
Ácida y sensible, procaz y delicada, sucia y dulce como indica el título, esta novela del escritor navarro Patxi Irurzun es, además de una auténtica historia de amor, pese a su embalaje grosero, una crítica asimismo de todas esas convenciones provincianas, esas pequeñas renunciaciones burguesas, esos prejuicios susurrados desde niños que nos impiden ser nosotros mismos y aspirar a lo que realmente nos gusta aunque no lo aprueben ni unos ni otros.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ene 2013
ISBN9788415414605
¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis!
Autor

Patxi Irurzun

Patxi Irurzun (Pamplona, 1969), es autor del dietario "Dios nunca reza", los libros de cuentos "La tristeza de las tiendas de pelucas", "Ajuste de cuentos", "Cuentos de color gris", "Cuentos sanfermineros", "El cangrejo valiente" y "La polla más grande del mundo"; las novelas "Cuestión de supervivencia", "Ciudad Retrete" y "Odio enamorado", y el libro de viajes "Atrapados en el paraíso", sobre su viaje al vertedero de Payatas (Manila) y a Papúa Nueva Guinea. Ha escrito además varias biografías para niños (Beethoven, Franklin, Mozart... ) y la colección Érase una vez en Navarra

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    ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! - Patxi Irurzun

    Patxi Irurzun camina por la vida con una mochila de libros. Esto es literal. Es un carrilano de las letras que busca editorial donde no la hay y que si no la encuentra se la inventa. Patxi es militante, yonqui y artesano de la palabra. La reivindica, se la mete por vena y la mima. Se ve en cada cuento, en cada relato y en cada novela. No parte de vivencias personales al borde del abismo. Es prolífico desde la cotidianeidad, diseccionando de forma certera la vida del común de los mortales. Necesita escribir más que respirar. Más que publicar, incluso. Seguramente es su manera de cambiar el mundo o de intentar entenderlo.

    Dice Iban Zaldua que el pasado es lo único que se puede cambiar. Seguramente es así, pero la literatura de Patxi es la excepción a esa regla. Patxi cambia el pasado, el presente y el futuro con su pluma vivaracha, de niño travieso y juguetón que sueña hasta cuando le llueven zapatillazos de madre. No existe el tiempo para los niños. Todo es posible ante los ojos de Patxi.

    Patxi ha firmado libros rotundos. Atrapados en el paraíso te marca a hierro. Pero son Cuentos sanfermineros y Ajuste de cuentos los que nos desvelan sus claves. Es en ellos donde Patxi juega en casa y machaca al equipo visitante con relatos bien escritos, cuentos madurados en el silencio de una cabeza que no deja de escribir, pulsión de vida cotidiana con el aderezo de una pedrada en la frente como guinda pastelera. Cuestión de supervivencia, Ciudad retrete o La virgen puta nos llevan al Patxi más anti-todo, al «anarco con pantuflas», como el mismo se ha autodefinido en alguna ocasión. En este territorio, precisamente, sitúo este nuevo título. Un libro con muchos momentos más que hilarantes: desternillantes. Por lo que dice y sobre todo por cómo lo dice. Porque te lleva con hambre voraz al capítulo siguiente y porque entre carcajada y carcajada te desarma y destensa la entretela.

    Soltura es la palabra. Patxi está suelto. No tiene miedo y quiere importunar, molestar y trastocar aquello que parece enfrentarse al pensamiento único y que sin embargo no se diferencia en nada de lo esencial. Libertad tanta que asustará a los que profesan esa otra libertad atada en corto, con lemas fáciles como estribillo de canción veraniega. Patxi vive entre el punk y el niño que habla con la sinceridad del borracho. Ese niño que lleva dentro y que a veces se apodera de su lápiz le llevó en su día a escribir El cangrejo valiente, un relato tan corto como tierno.

    Patxi se ha depilado la lengua. La única parte del cuerpo humano en la que perdura el vello capilar, tras el ataque metrosexual de vientre tableteado y silicona a granel. Él pilló la epilady de las ingles y se rasuró la sinhueso. De otra forma no sería posible este libro. La depilación y, por supuesto, estar como una puta cabra y tener la certeza de perder el saludo de algún cenutrio en el poteo por lo viejo. Tardarán mucho tiempo en la vieja Iruña antes de ponerle una calle. Y no hablamos de su alcaldesa, sino de la cosa más popular y se supone que más simpática.

    Este es un libro rápido y agradecido donde importa más el caminar que el llegar a la última página. Vacilador irredento, Patxi nos lleva a bucear en el sueño universal de los hombres por convertirse en actores porno con pollas descomunales, nos traslada a realidades y países en los que ya ha situado otras historias, nos recuerda al escritor-personaje de Plataforma, Michel Houllebecq, por lo arisco y por su vocación de incomodar, por el sexo explícito, sucio, mercantil y vacunado de romanticismos de todo a cien, y nos retrata la realidad de un pequeño país donde la revolución solo está presente en la cada vez más aburrida cartelería política.

    Patxi es un escritor que sabe contar cosas. Es un niño que quiere autos de choque sin fichas. Un anarquista que sueña con dinamita. ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! Memorias de una estrella del porno (amateur) no necesita poster desplegable de la chica del mes. El escribidor se sobra con su facilidad para dibujar personajes de carne y hueso. Ahora es el turno de la piel tostada y los flujos corporales. De los besos húmedos y la carne caliente. Del semen y de la animalidad disparada. De la crítica descarnada. De la risa cabrona. Ese Patxi. Valiente.

    Josu Arteaga

    1. Blakandéker

    Yo empecé en esto del porno por la pasta, como todos. Bueno, y por afición. Y también, claro, porque tengo un cimbel que parece una blakandéker. Aunque no fui consciente de ello hasta que un verano, después de pegarme todo el año barriendo las calles de Pamplona, me fui de vacaciones a Cuba y Janis, la jinetera con el culazo más potente de La Habana, me enseñó todo lo que hay que saber. Eso fue hace ya la tira de años, a finales de los ochenta. Yo era por entonces un crío y mi única experiencia eran cuatro polvos mal echados en coches, parques o edificios en obras.

    —¿Seré eyaculador precoz? —recuerdo que me preguntaba, pero ahora sé que me corría en un pispás porque aquí no había querencia, te ponías a hacerlo con cualquier pava y lo veías en sus ojos, «Acaba ya, tío, que se me está helando el gato», parecía que te estaba diciendo.

    En La Habana, con eso del calorcito y el trópico, era todo lo contrario, hasta a las putas les hacían los ojos chiribitas con solo hacer alguna broma guarrindonga.

    —¡Así, fuerte, fuerte, papi! —gritaba Janis, por ejemplo, cada vez que yo la embestía por detrás, en aquel cuartucho de Centro Habana hasta el que me arrastró con su trasero como un imán, el día que la conocí.

    Estaba sentado tomándome un mojito en una terraza del Malecón y ella se sentó en mi mesa y empezó a hablarme como si fuéramos amigos de toda la vida. Era una situación muy rara, porque a mí, sin embargo, me parecía un ser de otra galaxia, despampanante, alta, negra casi azul, con curvas por todas partes y aquel trasero, ¡madre mía!, que no hay palabras ni fórmulas matemáticas para describir. No me hacía a la idea de tener a aquel pedazo de mujer allí al lado, hablándome tan rico, toquiteándome por debajo de la mesa (me echaba la mano al muslo y cuando lo retiraba, como quien no quiere la cosa, me rozaba el paquete, supongo que para comprobar que tenía la minga dura como un martillo de esos para romper marisco). Por cierto, que antes de ir al cuarto de Centro Habana con Janis nos dimos un buen homenaje en una paladar a base de langosta, y luego nos tomamos unas cuantas birras y daiquirís por varios bares, y unas veces pagaba yo y otras ella...

    —Pues igual no es una jinetera —me decía entonces, porque me parecía extraño, y además Janis era muy zalamera, me tocaba el pelo, que por entonces, como yo era cantante en un grupo jevi, en Pamplona, llevaba muy largo, y decía:

    —¿Y estos rizos tan bonitos, son todos tuyos?

    Y luego:

    —Chico, tú no te puedes ir de La Habana sin saborear a una cubana.

    El caso es que, mojito va, mojito viene, acabamos más calientes que una placa de cocina.

    —Ahora, papi, tú me sigues unos metros por detrás y, cuando veas que entro a un portal, vienes —me dijo, una vez que me apartó hasta una calle oscura.

    Yo hice lo que me decía porque su culo me hipnotizaba, se bamboleaba que daba gusto, con unos caderazos que me dejaban k.o. (soy de esos que cambian su recorrido y sus planes si se les pone delante un buen culo, ya sabéis)… Al principio, me dio mala espina, en aquel barrio no se veían turistas, todo estaba lleno de negros y chinos que me radiografiaban con la mirada, pero luego me dije: «Qué cojones, solo soy un pobre barrendero que se mata a pajas en una ciudad llena de meapilas, un poco de marcha, sea del tipo que sea, no me vendrá mal» y entré al portal, y allá, ¡uf!, estaba Janis, esperándome. Me hizo subir por unas escaleras a un cuartito en el que justo cabía una cama y en menos de un segundo ya la tenía delante de mí, con aquel culazo en pompa.

    No me pude contener, me abalancé sobre ella y empecé a bombear, a pelo.

    —¡Así, fuerte, fuerte, papi! —gritaba Janis, y cada vez que lo repetía yo le pegaba un viaje, con toda mi alma, pin-pan, pin-pan, una y otra vez, una y otra vez. Parecía el conejito Duracell. Y aguantaba como un campeón, en parte por los mojitos que me había ventilado, pero también porque Janis me hacía sentirme todo un follador, y no un tío guarro, un salido, como todos esos cardos que me había malfollado en Pamplona.

    Fue uno de los mejores polvos de mi vida y hay una imagen que se me ha quedado grabada. Cada vez que la recuerdo es como si me apretaran un botón, din-don, y la polla se pone firme, preparada para taladrar. Es una gota de sudor resbalando por la espalda retorcida de aquella prieta (como llamaban allá a las negras de piel oscura) y quedándose retenida en una pequeña hondonada, justo donde arrancaban sus dos nalgas espectaculares, firmes, redondas, apetitosas...

    —¿Dónde tú has aprendido a templar de ese manera, papi? —me preguntó Janis cuando acabé—. ¿Y esa blakandéker, de dónde la has sacado, chico? ¡Qué cosa más bonita!

    Después, eso sí, me pidió veinte dólares. Entonces todo se me vino abajo, incluido mi berbiquí. Yo era un infeliz, había llegado a creerme que me había levantado a aquella negraza por mi cara bonita.

    Solté la guita algo desilusionado, y me fui hacia la puerta de la habitación.

    —Es para el autobús, papito, vivo en Matanzas —oí, sin embargo, decir a Janis—. Suelo venir a La Habana de vez en cuando. Si vuelves por la terraza del Malecón nos veremos otra vez. Y te cuento un bisnes. Por esa templadera tan rica tú mereces que te paguen, gallego.

    2. Orgasmo universal

    No es por fardar, pero a lo largo de mi vida yo habré echado unos seis mil casquetes (tampoco es tanto para un actor de porno casero, y casero quería decir por entonces que te encerraban en un apartamento y una tía desnuda con calcetines blancos y granos en el culo te ordeñaba con todos los agujeros de su cuerpo delante de una Súper 8 hasta que no te quedaba ni una gota de esperma). Pero sin duda aquel polvo con Janis fue el mejor de todos, y eso que, como estaba ciego como un murciélago, tampoco me acuerdo mucho; o igual por eso. De lo que no me olvido es de aquella gota de sudor como una perla entre los dos cachetes del trasero de mi negra.

    El caso es que, a pesar de ello, y de que era recordarlo y ponerme verraco, durante dos o tres días estuve evitando pasar por aquella terraza del Malecón de La Habana en la que ella me abrió las piernas a una nueva vida. Igual era porque había estudiado en curas, pero irme de putas me parecía una cosa algo cutre. ¿Por qué iba a pagar yo por acostarme con nadie?

    Después de todo, como cantaba en mi grupo jevi:

    —Tengo los huevos llenos de amooooor. (Aquí gorgorito a lo Bruce Dickinson).

    Pura poesía. Bueno, en realidad había escrito aquel verso para que me rimara con «horror», «rencor», «rocanrol» o con algo parecido, y no creía que el sexo fuera necesariamente una cuestión de amor, pero algún tipo de conexión tiene que haber entre dos personas cuando se van a la cama juntas, ¿no?, y si esta se reducía simplemente a un trapicheo, a mí me parecía una puta estafa.

    De todos modos, me picaba la curiosidad, aparte del nabo, cuando pensaba en ella y en aquello que había dicho, «Tengo que hablarte de un bisnes», así que, después de aquellos días de penitencia, una tarde me tomé media docena de cervezas Cristal y me dije «A tomar por saco, me voy al Malecón, a ver ponerse el sol y, si hay suerte y es con una negra que está como un tren, mejor que mejor».

    Janis tardó en aparecérseme, pero al final, cuando ya estaba pensando en irme al hotel a hacerme un pajote (mientras esperaba había almacenado en la memoria el cimbreo de varias mulatas), la vi venir a lo lejos, dando aquellos caderazos asesinos, pin-pan, pin-pan... También me di cuenta entonces de que era un poco miope, igual eso era lo que le permitía moverse con aquella indiferencia y aquella seguridad, como si nadie pudiera verla ni tocarla y todos a su alrededor permaneciéramos tras una cortina de niebla.

    El caso es que solo me vio una vez que la tuve a tiro de lapo.

    —Janis —le dije, y al pronunciar su nombre el escroto se me llenó de hormigas.

    Ella, por su parte, cuando me reconoció me metió la lengua tan adentro que me chuperreteó el corazón como si fuera un chupachús. Demasiada efusividad para levantarse veinte napos, me parecía a mí. Y aquello del chupachús y las hormigas, una mezcla de lo más pegajosa.

    El caso es que nos tomamos juntos otra media docena de birras, y también fuimos a bailar a un garito de salsa, yo me sentía un poco ridículo con Janis moviéndose como una culebra mientras me rascaba la tripa en plan jevitón, marcándome un punteo imaginario, pero la recompensa mereció la pena, al final acabamos en el pretil del Malecón, fumándonos a medias un canutito, Janis se tragaba el humo y después me lo escupía en la boca a mí, y cuando yo lo echaba al aire decía «Mira, es tu corazoncito», total, que como quien no quiere la cosa, una risita aquí un piquito allá, de repente tenía a Janis sentada en mi regazo, con la falda en los tobillos y la blakandéker endosada en la raja de aquel culo glorioso, y a ella apretando los músculos (por cierto, que para mí que las prietas tienen algún músculo de más en el trasero, un músculo duro como una piedra y a la vez flexible como un junco), «Te gusta, eh, papi, uy, uy, pero que pinga más grande», decía, mientras hacía círculos con aquel trasero, y al final se levantó una nalga con una de sus manos y, ¡zas!, atrapó mi herramienta, se la metió dentro, yo ya no me pude contener, comencé a taladrarla, con cada empujón más fuerte, más profundo, como si estuviera abriendo algún agujero a través del cual pudiera ver durante un solo momento el cielo y, justo antes de que viniera alguien a meterme el dedo al ojo, rellenarlo con un buen disparo de gotelé y dejarlo apañado para volver a asomarme al paraíso en otra ocasión.

    —Ay, gallego, pero qué tú tienes ahí entre las piernas, ¿un animal salvaje? Sí, sí, dame duro, muérdeme bien adentro —gritaba Janis, cada vez con más fuerza, y fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos en mitad de la calle, y de que apenas a un metro se había apalancado un tipo, un negro con una tranca descomunal, parecía una berenjena, larga, gorda, y él se la meneaba con furia, sin disimulo... Por un momento, puse el off a la taladradora, Janis entonces giró la cabeza y también vio a aquel pervertido, pero no se cortó un pelo, al contrario, comenzó a menearse más deprisa, mirándole directamente a los ojos, «No te pares ahora, papi, umm que rico», decía, más alto todavía, y no sabía si se refería a mí o al otro.

    —Fuerte, papito, fuerte —gritaba Janis.

    Puse la palma de la mano en su boca, «Calla, loca», le dije, y me giré hacia el otro lado para ver si había algún otro pajillero, y fue entonces cuando la vi, a la guiri, una nórdica de unos cuarenta años, alta, rellenita, haciéndose un dedo, ella sin apartar la vista del superpollón del negro, y por detrás cómo llegaba otro negro y comenzaba a sobarle las tetas, que eran redondas, abundantes, con unos pezones como fresas, «Joder, ¿qué es esto, una orgía sin fin?», me pregunté, y recuerdo que me imaginé que la cadena continuaba y continuaba, como una gran ola o una descarga de electricidad, que sacudía al mundo entero, una especie de orgasmo universal, y por un momento me alegró, me hizo sentir importante saber que nosotros, Janis y yo, éramos el epicentro, y cerré los ojos, sentí los labios, la lengua de Janis, chupando mis dedos, y ya no me pude contener más, me corrí larga y abundantemente, y al hacerlo grité como un animal, y oí el eco de aquel aullido, repitiéndose, alejándose, hasta que no lo reconocí como propio...

    Todo muy jipi, la verdad.

    Creo que después me quedé sobado.

    —¿Eh, gallego, quieres que te cuente ese bisnes que tenemos a medias? —me despertó la voz de Janis.

    —¿Bisnes, qué bisnes?

    —Mira, tú templas muy rico, eso que tienes entre las piernas no es una pinga cualquiera, es una blakandéker, y ya has visto que la gente se excita mirándote... Pues resulta

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