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Botxo Sangriento
Botxo Sangriento
Botxo Sangriento
Libro electrónico308 páginas3 horas

Botxo Sangriento

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Bilbao. En vísperas de las anheladas conversaciones de desarme entre el gobierno y ETA, un grupo terrorista que se hace llamar Los Gudaris siembra la ciudad de cadáveres. Aunque el motivo de los asesinatos no está claro, desde la Consejería de Seguridad saltan las alarmas y se especula con la posibilidad de que esas muertes comprometan el proceso de paz.
Como cualquier efectivo de la Ertzaintza, la cabo Martina Furriol y el agente Eneko Larruskain reciben la orden de estar alerta para proceder a su captura. Conocidos como «La Doble R: Rabia y Resentimiento» por sus métodos expeditivos y la mala leche que destilan, ambos agentes tratan de localizar a la banda terrorista al tiempo que capean el temporal de sus respectivas vidas privadas. Mientras Martina intenta comprender a su hijo Kerman, un adolescente «autosuficiente» que tiene a las drogas y los videojuegos como modelos vitales, Larruskain brega con una madre (peculiar es quedarse corto para calificarla) que padece un principio de Alzheimer y con una sequía sexual que es el hazmerreír de toda la comisaría. Por si eso no fuera suficiente, la presión de los medios de comunicación y de los mandos policiales, personificada en la excéntrica figura del subcomisario Gabilondo, añadirá más leña al caso.
En tales circunstancias, la investigación da un giro radical cuando la acción de los terroristas sobresalta la vida de Martina y la detención de Los Gudaris pasa a convertirse en un asunto personal para ella.

Algunas opiniones de los lectores:

“Podrá gustarte o no pero lo que es indudable es que Botxo Sangriento no te dejará indiferente. Cáustica, irreverente, alocada... Algo distinto que no admite medias tintas”.
“Botxo Sangriento es lo que cualquier lector cansado de estereotipos desearía leer. Guillermo Sicilia no inventa nada pero todo suena original, contundente y demoledor”.
“Tras leer Botxo Sangriento solo puedo decir: ¿A quién carajo le importa la trama? Aquí es el tono burlón y salaz lo que te golpea en el estómago. Es como un episodio de Canción triste de Hill Street pasado por el tamiz de Extras o Brooklyn Nine- Nine, y coronado por unas gotas de los Monty Phyton y Enrique Jardiel Poncela. Toda una locura”.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2017
ISBN9781370956753
Botxo Sangriento
Autor

Guillermo Sicilia

Nació en Bilbao en 1971 y es licenciado en Periodismo por Universidad del País Vasco.En el ámbito literario, ha sido seleccionado en el III Certamen de Relato Ediciones BETA (2009); finalista del III Certamen de Relatos Breves El País Literario (2007) y Mención Especial en el IV Certamen de Relato ALMIAR (2007). Algunos de sus relatos pueden encontrarse en las antologías Un lugar mejor y otros relatos (Ediciones Beta, 2009), El libro y su autor (Ediciones Lulú, 2007), A Contrarreloj I y A Contrarreloj II (Editorial Hipálage, 2007 y 2008) y en diversos medios digitales.Tiene cuatro libros de relatos titulados Cuando el diablo no sabe qué hacer (conjuntamente con Óscar Fernández, 2007, editorial Lulu), La perdurabilidad y otros relatos (2001), ¿Qué cuentan las ovejas cuando no pueden dormir? (2005) y ¡Qué mala es la envidia! (2007).En el terreno novelístico ha escrito la novela policíaca Los bastardos mueren despacio (2010) y actualmente está volcado en La saga de la Doble R, de corte policíaco-humorístico, formada hasta ahora por las novelas Botxo Sangriento (2015), El gatillazo de James Bond (2016) y Debilidad por las rubias, de próxima aparición.Así mismo ha escrito diversos guiones de cortometrajes y la antología de cine Los artesanos olvidados de Hollywood. Vol. I (2012).También colabora asiduamente en el blog literario Directo al Hígado.

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    Botxo Sangriento - Guillermo Sicilia

    GUILLERMO SICILIA

    BOTXO SANGRIENTO

    Copyright

    © Botxo Sangriento, 2016

    © Guillermo Sicilia, 2016

    © Safe Creative, código de registro 1701080319509

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    «Algunos cabrones se empeñan en patinar cuesta arriba».

    Blade

    OJOS VERDES, RUBIA Y PELIGROSA (THE GREAT BANK ROBBERY, 1969)

    La cabo Martina Furriol se despojó de los vaqueros y, contemplándose ante el espejo, ahogó un grito de pavor.

    –¡Dios, pero si parezco el Yeti! –jadeó.

    Llevaba dos meses sin depilarse. Los pelos de sus piernas, negros y tirantes, descollaban y se erizaban sobre su piel blanquecina y tonificada formando una espesa pelambrera. Podría esperarse que en cualquier momento apareciera Tarzán deslizándose entre ellos.

    Eso a Martina le habría gustado: un hombre descolgándose entre sus piernas. Joseba, su marido, únicamente se deslizaba en la cama para susurrarle lo mucho que habían subido los fondos de inversiones o el follón que había armado un grupo de preferentistas a las puertas de la sucursal donde trabajaba. Es lo que tenía estar casada con un director bancario: lo más «empalmado» que podías obtener de alguien así era una tabla de valores. Y con la crisis actual, ni eso. Ella le lanzaba miradas lujuriosas, jugueteaba con sus gafas, le daba suaves besitos en el cuello y las orejas pero como si nada. La libido de Martina parecía querer gritar: «Con gente como tu maridito no hago carrera, guapa».

    Aun con todo lo amaba y le gustaba ponerse guapa y sexy por ver si el día menos pensado se comportaba y le echaba un buen polvo, como cuando aún no estaban casados y el sexo era algo divertido y ardiente. Y, claro, con unas piernas como aquellas...

    El problema era que en los vestuarios y aseos de la comisaría estaba prohibido depilarse en aras de la pulcritud higiénica. A pesar de eso, Martina había visto a muchas compañeras hacerse la cera en las duchas: piernas, axilas, muslos, glúteos..., hasta las ingles brasileñas. Había más vello corriendo por las tuberías de aquella comisaría que por las de un penal de la etnia Sij.

    Lo de las ingles brasileñas siempre le había llamado la atención: la sensualidad a través de un dolor insoportable. Según le habían comentado algunas compañeras, lo del parto era una fiesta en comparación con aquella tortura estética. «Hablan de última tecnología pero es mentira. Es como si te aplicaran un soplete al rojo vivo en pleno chichi», le había confesado su hermana Eva. Como el parto de su hijo Kerman había sido bastante complicado, Martina no se imaginaba sobre una camilla, con las piernas abiertas y berreando como una loca. Para eso ya tenía a su ginecólogo. Además, la única vez que parecía haberse mostrado interesada por el asunto, la gente de la comisaría se había puesto de acuerdo para gastarle una broma pesada que había dado mucho que hablar. Resultó que le dieron las señas de un local donde al parecer se hacía un buen precio por sesión y cuando llegó se encontró con un local antiguo y destartalado. Había un cartel enorme que rezaba:

    BARBERÍA Y PELUQUERÍA.

    SE AFEITAN LOS PELOS ARRIBA Y ABAJO.

    –Hola, buenas, venía a interesarme por la depilación brasileña. Ya sabe, esa de las ingles... –dijo nada más entrar.

    El dueño, un tipo bajito y enclenque, dejó de afeitar al cliente que estaba atendiendo y la observó de los pies a la cabeza.

    –Oiga, ¿se ha fijado bien en el letrero de la puerta? –le preguntó.

    Martina asintió.

    –Sí, PELOS ARRIBA Y ABAJO. ¿No es eso? Pues yo vengo a darle caña a los de abajo, je, je, je.

    Se rio para parecer enrollada y mira por dónde resultó. El cliente y el dueño se descojonaban lanzándose miraditas cómplices.

    –Hija mía, la caña te la van a dar a ti tus amigas como lleguen a enterarse de esto...

    –¿Esto? Creo que no te entiendo...

    –SE AFEITAN LOS PELOS ARRIBA Y ABAJO no quiere decir que hagamos las inglés brasileñas...

    –¿Ah, no?

    El rubor paralizó su sonrisa.

    –No, cariño. Quiere decir que el local tiene dos pisos y atendemos en el de ARRIBA y en este, el de ABAJO.

    –Ah...

    Martina deseó que se la tragara la tierra allí mismo. Para arreglarlo pidió disculpas y salió zumbando.

    Aunque en la comisaría negaba la mayor cuando le preguntaban, todo el mundo sabía que ocultaba la verdad y cuando los compañeros se cruzaban con ella sacaban a pasear la mala baba.

    –Oye, me encanta la serie Arriba y Abajo, ¿la has visto?

    –Sí, suelo verla mientras me depilo...

    Y cosas así para sacarla de quicio.

    Pero ella aguantó hasta que el asunto y su idea de exterminarse las ingles se enfriaron.

    Intentando quitarse de la cabeza el asunto de la depilación, se puso el uniforme, se calzó y se atusó el pelo antes de colocarse la gorra.

    –Así está mucho mejor. La cabo Furriol lista para el servicio –se dijo.

    Pero algo le indicó que no, que algo fallaba a la luz del espejo. Se dio cuenta de lo que era. Su bigote.

    –No puede ser…

    Pero lo era. Una mancha ligeramente parduzca que se extendía bajo la nariz. Martina intentó recordar la última vez que se había aplicado el decolorante Andina pero ni siquiera se acordaba. ¿Tres, cuatro, tal vez cinco semanas? Bueno, el caso es que ahí estaba la prueba fehaciente de su olvido.

    Pensó que sería un error eliminarlo con la maquinilla de afeitar pero no tenía crema ni cera depilatoria y no podía empezar la jornada sintiendo que toda la comisaría la observaba preguntándose si la estética de Frida Khalo se había puesto de moda.

    En una ocasión, durante una ceremonia en el Teatro Arriaga, les habían presentado a la concertino de la orquesta de jóvenes músicos de Méjico. Su compañero, el agente Larruskain, con su habitual discreción, no le quitaba el ojo al espectacular bigote que lucía la muchacha.

    –¡Dios santo! ¿Te has fijado en eso, jefa? –repetía dándole codazos.

    Martina lo había visto pero prefería obviarlo.

    –Joder, pero si podría cepillarme el uniforme con ese pedazo mostach...

    –Cállate, que nos va a oír...

    –Pero cómo me voy a callar. Si parece Pancho Villa...

    –Como si es Emiliano Zapata y todo su jodido ejército. Cierra el pico o te meto un puro.

    Al día siguiente los medios de comunicación se hacían eco de los motivos de la concertino para lucir aquel bigote. Al parecer había querido protestar contra la actitud del cantante italiano Tiziano Ferro, que había tildado a las mujeres mejicanas de «feas, chaparras y con bigote». Los periódicos mostraban algunas fotografías de la violinista posando sin bigote. Martina constató que era muy guapa y tuvo la tentación de restregárselas por la cara a Larruskain pero prefirió dejar las cosas como estaban.

    Lo que parecía obvio es que no podía dejar así aquella asquerosa pelusilla que asomaba bajo su nariz de modo que cogió la maquinilla y la eliminó de cuajo.

    Se miró y remiró en el espejo y por fin sonrió satisfecha.

    –¡Ándale, Martina, qué pendeja eres! –exclamó con su mejor acento mejicano.

    Y salió del vestuario lista para comenzar la jornada.

    KUNG FU SION (KUNG FU HUSTLE, 2004)

    Los caminos del señor son inescrutables pero los de la violencia y la maldad tampoco le van a la zaga.

    Y los de la estupidez ni te cuento.

    Aquellos tres mocetones de pelo afeitado al uno, pendiente orejero y fular palestino, y aquella rubia de pelo largo e inmaculado componían una curiosa amalgama de maldad, violencia y estupidez. Quizá por esa razón, la mañana en que decidieron asaltar aquel chalé se creían los reyes del universo: exultantes, confiados y astutos. Una especie de reválida de Ray Liotta y sus colegas en Uno de los nuestros antes de ajustar cuentas por los pecados cometidos y omitidos. A los cuatro les encantaba aquella película de Scorsese y habían estado esperando la oportunidad de emular a De Niro, Pesci y compañía en cuanto les llegara el material que habían encargado.

    –Hoy será el principio de una nueva era, muchachos. La era de Los Gudaris.

    Mikel desclavó la caja y exhaló un orgásmico ¡oh! al ver su contenido.

    –Oye, Mikel, yo esto del hacha no lo veo… –protestó Estíbaliz frunciendo los labios–. Donde esté una buena pipa…

    En todas las grandes bandas de forajidos surgen rencillas, envidias y malos rollos. La química entre Mikel y Estíbaliz jamás había existido. Y de hacerlo habría sido algo similar al ácido cianhídrico. O sea, letal de cojones.

    –Como he de decírtelo, cariño, nada de armas de fuego. Somos Los Gudaris, los nuevos liberadores del pueblo vasco, no una vulgar banda de delincuentes…

    –Ya. Pues es una pena porque esta mierda pesa de cojones…

    –No te preocupes, tú te quedarás en el coche vigilando.

    –¿Ah, sí? ¿Y quién eres tú para decidirlo?

    –El que va a meterte el hacha por el culo como sigas quejándote. ¿Algo más que añadir a eso?

    Eran chiquilladas, discusiones por ver quién meaba más lejos y la tenía más grande.

    Aun así, esas pequeñas tiranteces fueron incapaces de desdibujar la primera actuación de Los Gudaris.

    Mientras Estíbaliz aguardaba en el coche, Mikel, Peru y Negu saltaron el muro del jardín, accedieron al interior de la casa y sorprendieron a la familia Madariaga a punto de bendecir la mesa para el desayuno.

    –¡Qué tierno! –exclamó Mikel.

    Aquel acto era sagrado y el cabeza de familia se lo tomó a pecho.

    –¡Cómo se atreven! ¿Acaso no saben quién soy? Soy Enrique Madariaga, concejal del ayuntamiento de Bilbao…

    Mikel le propinó un guantazo en la cara que lo arrojó contra el suelo.

    –Eso por levantarme la voz, so capullo –repuso exudando adrenalina–. Y esto por ser un puto facha de mierda.

    La furibunda ración de patadas y golpes que recibió a continuación lo dejó sin sentido en unos segundos. La esposa y los dos hijos de Madariaga, incapaces de reaccionar debido al shock, gimoteaban y alzaban quejumbrosas plegarias al Señor.

    –¡Llévatelos arriba! –le ordenó Mikel a Peru–. En cuanto los hayas maniatado y amordazado baja cagando leches.

    Cuando lo hizo, Peru se encontró a Mikel blandiendo el filo del hacha a escasos centímetros de la frente del concejal.

    –Primero le grabaré en la frente lo que es, un JODIDO LADRÓN...

    El acero del filo rasgó la piel con un suave siseo. La sangre manaba caliente, trazando imprecisos regueros sobre el rostro del concejal.

    –Joder, Mikel, no estarás pensando en eso… –se quejó Negu. Le llamaban así porque le encantaba el grupo Negu Gorriak. Por falta de hachas no iba a ser.

    –¿Qué pasa? –quiso saber Peru quitándose el pasamontañas.

    –Mikel, que está intentando grabarle el nombre de la banda en la puta frente…

    –¡Hostia puta!

    –Ya te digo. Los Gudaris. Menos mal que no surgió algo al estilo Loquillo y los Trogloditas…

    –Joder, ¿es que no lo comprendéis? –rezongó Mikel dando un manotazo en el suelo–. No somos unos pringaos cualquiera. Somos Los Gudaris, la nueva banda que va a liberar al pueblo de esta clase de gentuza...

    El hacha le temblaba entre las manos.

    –Necesitamos reivindicar nuestras acciones, que el pueblo nos conozca, joder –prosiguió–. ¿Acaso conocéis otro modo de hacerlo?

    –A mí nunca me gustó eso de Los Gudaris. Suena algo…, como decirlo…, arcaico.

    –¿Arcaico?

    –Sí, como del siglo XX.

    –Es que es del siglo XX. Guerra Civil española, ¿te suena de algo?

    –Pues no.

    –No sé –terció Peru–. Tal vez si usáramos iniciales…

    Mikel frunció el ceño.

    –¿Iniciales?

    –Sí.

    –¿Como qué?

    –LG. Los Gudaris.

    –¿LG? ¿Pero qué cojones es eso, un eslogan de electrodomésticos? Pensad antes de hablar, ¿queréis?

    –Tal vez tengas razón.

    Y si no la tenía a ver quién era el machote que le llevaba la contraria a Mikel. Una vida de reformatorio en reformatorio hace que inspires miedo a la gente. Casi tanto como el que puede inspirarse uno a sí mismo cuando no tiene nada que perder.

    –Eh, un momento. ¿Y qué me decís de nuestros nombres abreviados? –propuso Negu–. Acrónimo, creo que se llama…

    –¿Acrónimo? ¿Bromeas?

    –Mikel, Peru y Negu...

    –¿Lo que nos da?

    –MiPeNe...

    –¿MiPeNe? ¡Cojonudo! –saltó Mikel-. ¿Y dime, qué le tatúo a este en la frente, una polla gigantesca?

    –Bueno, falta Estíbaliz. Podríamos grabarle MiPeNeEs…

    –…Es tan corto como tu cerebro, so capullo –bramó Mikel fuera de sí–. Hazme un favor, cierra el pico si no quieres que te lo cierre yo.

    Veinte minutos después el mensaje había quedado grabado para la posteridad. La cocina quedó perdida de sangre.

    –¡Hostia, qué estropicio!

    –Pues en Malditos Bastardos funcionaba…

    –¡Despertadlo y sentadlo, vamos! –ordenó Mikel limpiando el hacha.

    Tuvieron que emplearse a fondo para espabilarlo.

    –¡Alabado sea Dios! –balbució Madariaga al verse la camisa teñida de rojo.

    Mikel le hizo un gesto a Peru y este encendió el teléfono móvil. Buscaban la canción que habían elegido para acompañar aquel macabro ritual y que, como suele ocurrir, acabaría por hacerles famosos. Lepoan hartu eta segi aurrera.

    Entonces Mikel levantó el hacha y, llevando todo el peso de su cuerpo hacia atrás a la vez que adelantaba su pie derecho, la descargó sobre la base del cuello del concejal. La cabeza salió disparada contra la pared.

    –¡Pues alabado sea, joder!

    CORREDOR DE FONDO (RUN, FAT BOY, RUN, 2007)

    El subinspector Eguren vivía en el extremo norte del barrio de Santa Ana de Getxo pero siempre que salía a correr se perdía por la exclusiva maraña de chalés y palacetes del barrio de Negurigane. El sumum de la abundancia y la solvencia se percibía hasta en el tamaño de las papeleras. Fortificadas, pulcras, colosales..., como para albergar los excrementos de una jauría de mastines durante un mes. Era una zona tranquila y pudiente, diseñada con tiralíneas para que los pájaros trinaran, los niños jugaran seguros y los ladrones se frotaran las manos. No en vano se erigía como zona residencial de eso que se llamó en su día la alta burguesía bilbaína y que ahora únicamente era el bastión de unos cuantos arquitectos, empresarios y banqueros que los domingos jugaban al golf en La Galea o salían de barbacoa a los montes de Umbe para echarse en cara el dinero que ganaban o lo maravilloso que eran los beneficios de hacer pilates o yoga.

    A Eguren en cambio le iba el running. Era como una droga. Un día te desperezabas en el sofá, te enfundabas un chándal y unas zapatillas y te lanzabas a quemar calorías como si tu mujer te hubiera soltado que tenías menos curvas que el muñeco de Michelin.

    –¿Me estás llamando gordo? –le preguntó.

    –Sí. Y fofo también.

    Una cosa era el dolor físico y otra bien distinta una patada en plena hombría.

    –Cariño, yo siempre he sido de complexión fuerte, ya lo sabes. Incluso cuando entré en la policía...

    –Puede ser. La diferencia es que tenías agilidad y no te pasabas todo el santo día tomando cervezas...

    –¿Agilidad? ¿Cuándo has visto tú un gordo con agilidad?

    –Hum, ¿qué me dices de Ronaldo?

    A su mujer le encantaba el fútbol.

    –Ese es mulato –replicó–. O medio negro. Tienen los músculos más cortos y son más explosivos...

    –Explosivo va a ser tu tamaño como no te levantes de ese sofá y hagas algo de una vez...

    Dicho y hecho.

    El primer día no pasó de los doscientos metros. Por poco echa los bofes.

    El segundo alcanzó los quinientos metros. Aliento entrecortado, sudor a toneladas, músculos agarrotados, dos litros de agua de un solo trago...

    El tercero se sintió complacido, exhausto, pletórico por el kilómetro recorrido. Como si hubiera hecho la maratón de Nueva York pero en versión infantil.

    En dos meses alcanzó los diez kilómetros diarios y lo de gordo pasó a la historia. Comida saludable, diez horas de sueño y nada de malos hábitos. Si acaso la partida de los sábados en casa de Larruskain regada con algunos pacharanes...

    Precisamente esa mañana había salido a correr cuando observó algo que le hizo dudar de que no llevara algunos lingotazos de más en el cuerpo.

    Cuatro individuos vestidos de negro bajándose de un coche.

    Zapatos negros, pantalones negros, jerséis de cuello negros…

    Transportando cuatro fundas de guitarra. Negras. Vamos, como si Antonio Banderas se hubiera estancado en la secuela de El Mariachi de por vida.

    –¡La hostia, lo que hay que ver! –masculló doblando la esquina de la calle y olvidándose del asunto.

    Es lo que tiene el running. Que limpia y renueva cuerpo, alma y cerebro hasta el punto de la abstracción.

    Pero los medios de comunicación no se abstrajeron en absoluto y a la mañana siguiente exhibieron sus mejores titulares en portada.

    EL CONCEJAL ENRIQUE MADARIAGA, ASESINADO BRUTALMENTE.

    El cadáver apareció decapitado en su chalé del barrio de Negurigane. La policía baraja la posibilidad de que se trate de un caso de ajuste de cuentas a tenor de los antecedentes de presunta corrupción que pesaban sobre el concejal...

    HISTORIA DE UN POLICÍA (FLIC STORY, 1975)

    Alguien dijo que el amor es lo que queda cuando se da de merendar al odio.

    Bonita frase.

    A los dieciocho años de edad, al agente Eneko Larruskain una echadora de cartas le profetizó que «jamás sería capaz de unirse a una mujer porque él estaba hecho para dar amor y ser un alma libre». Entre calada y calada del porro que fumaba y el paquete de doce cervezas que había tomado, Larruskain no supo discernir lo que aquella mujer de rostro enjuto y mirada conspiratoria trataba de explicarle. El problema no era que estuviera drogado o bebido. La cuestión era que ni siquiera había «mojado el churro» y eso de dar amor le quedaba tan lejos como la órbita de Plutón.

    Eso a los dieciocho.

    A los veintiuno y en segundo año de universidad corroboró con enorme alborozo que eso de dar amor era una auténtica gozada. Por expresarlo de una manera decorosa, pasó de ser el hazmerreír de sus colegas (un aura de virginidad le perseguía) a tirarse, literalmente, cualquier cosa que contuviera estrógenos y no hiciera más de dos preguntas seguidas. «Estoy hecho para dar amor», decía mientras las chavalas se sentaban a horcajadas sobre él y gritaban de placer al comprobar que al menos por una vez en su vida habían encontrado un hombre que dijera la verdad.

    Dado el éxito que despertaba entre el público femenino, nada más aterrizar en tercer año de Empresariales se le cruzaron los cables, dejó la universidad y pensó en hacerse gigoló. O algo peor. Dinero fácil, tías complacidas, nada de compromisos serios, folleteo libre… Hummm, podía funcionar…

    Pero no lo hizo.

    El motivo, en palabras del gerente de la primera agencia que visitó, no fue otro que este: «No das la imagen que todo maromo necesita para venderse» (sic). Figuradamente hablando, en un combate de boxeo habría perdido a los puntos. Tenía a su

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