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Las insoportables transparencias
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Libro electrónico162 páginas2 horas

Las insoportables transparencias

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Información de este libro electrónico

Desde el vago azar o desde las precisas leyes, el primer volumen de cuentos del narrador y poeta Rodolfo Dagnino (¿Roberto Lara?), contiene la suma (y por consiguiente resta, diría el gran Cronopio) de sus otredades y alteridades. Las insoportables transparencias es el canto de cisne de las últimas boqueadas de las pulsiones adolescentes y miedos genitales, rito de paso de una escritura que presiente y preanuncia una nueva bancarrota de imágenes en el espejo. Convicto –y confeso– del "ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro" como lo dicta el epígrafe de uno de sus dioses tutelares, podría concluirse que la inminente navegación escritural del narrador, personajes y materia investigada –tal vez muy próxima pero de cualquier manera ineludible– discurrirá inevitablemente entre el zumbido incesante de una multitud de voces que nos dicen, inequívocamente, la vida, siempre, está en otra parte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2019
ISBN9781503225169
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    Las insoportables transparencias - Rodolfo Dagnino

    RODOLFO DAGNINO

    LAS INSOPORTABLES TRANSPARENCIAS

    COLECCIÓN

    EL GRAN CRONOPIO

    Esta obra fue posible gracias al apoyo de:

    CONACULTA - CECAN - GOBIERNO DE NAYARIT

    D.R. 2014, Primera edición: CECAN.

    D.R. Por la obra: Rodolfo Dagnino.

    Segunda edición: Libros Invisibles, 2018.

    Corrección editorial: Nicolás Guzmán Olague.

    Ilustración de portada: Bea Ortiz Wario.

    Proyecto gráfico e impresión: Libros Invisibles, servicios editoriales.

    informes@librosinvisibles.com - 33 1482 2765

    www.librosinvisibles.com

    ISBN-13: 978-1503225169 | ISBN-10: 150322516X

    Impreso y hecho en México.

    Presentación

    De los claroscuros de la memoria emergen historias por demás sinuosas y llenas de una melancolía intangible, quizá un tanto lejanas para un lector distante de sí mismo. Historias que se entretejen en zonas insospechadas de una ciudad multiforme y diversa, compleja y simple a la vez, ciudad que pide a gritos ser narrada por los nuevos personajes que la habitan y la padecen más allá del anecdotario popular o de las efemérides históricas.

    Flotan aires familiares, los rostros van y vienen, cambian de nombre y forma pero su materia narrativa esencial es la misma. Se baña en el mismo río pero nunca en las mismas aguas. Conjugación de tiempos, modos y pronombres, Las insoportables transparencias revela un narrador desdoblado en diversas versiones de sí mismo aunque, de cualquier manera, el fabulador no pueda esconderse, antes bien deambula suplantado, enmascarado, objeto y sujeto de sí mismo, entre el equilibrio catastrófico de historias y atmósferas. De repente le brotan alas, sale volando por una página y regresa más adelante, como si saliera a recorrer las calles de otras ciudades o mundos posibles e imposibles en donde rigen las leyes inexorables del encuentro y el desencuentro.

    Ya sea desde el realismo crítico o bien desde el realismo fantástico, Las insoportables transparencias es una exploración en torno a lo visible en lo invisible (y de nuevo en sentido contrario), a partir no sólo de la disolución de la identidad de sus personajes y su búsqueda desesperante para restituirla, sino también del equívoco y de la suplantación.

    Desde el vago azar o desde las precisas leyes, el primer volumen de cuentos del narrador y poeta Rodolfo Dagnino (¿Roberto Lara?), contiene la suma (y por consiguiente resta, diría el gran Cronopio) de sus otredades y alteridades. Las insoportables transparencias es el canto de cisne de las últimas boqueadas de las pulsiones adolescentes y miedos genitales, rito de paso de una escritura que presiente y preanuncia una nueva bancarrota de imágenes en el espejo.

    Convicto –y confeso– del ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro, como lo dicta el epígrafe de uno de sus dioses tutelares, podría concluirse que la inminente navegación escritural del narrador, personajes y materia investigada –tal vez muy próxima e ineludible– discurrirá inevitablemente entre el zumbido incesante de una multitud de voces que nos dicen, inequívocamente, la vida, siempre, está en otra parte.

    Brisa López

    La energía de lo visible, es lo invisible.

    Marianne Moore

    Una mano invisible acaricia calladamente la pulpa triste

    de los mundos rodantes. Alguien, a quien no comprendo,

    me macera el corazón de dulzura.

    Alfonsina Storni

    El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.

    Oscar Wilde

    El viaje en autobús

    Él llega un minuto antes de la hora de partida: ocho veintinueve p.m. Entrega el boleto a la edecán y recibe una bolsa con un emparedado y a la pregunta de qué quiere tomar, él responde. Whiski. Sonríe y rectifica. Coca Cola por favor. La edecán entrega la bebida y con una sonrisa confirma su número de asiento: 12, pasillo. Él le sonríe y nota que la edecán tiene bonitos labios, discretos pero sugerentes. ¿Las edecanes van también en el autobús? Pregunta con malicia. No, nosotras nos quedamos en puerto. Contesta de manera impersonal. Lástima. Dice él y aborda.

    Ella ocupa el asiento número 11. Habla por teléfono. Sí mamá, el viernes en cuanto termine tomo un autobús de regreso. Sí, sí. Dales un beso por mí, diles que las amo, no dejes que coman dulces por la noche, adiós. Cuelga. Ve su reloj y voltea hacia la ventana. Ve su rostro reflejado en el cristal. Se arregla un poco el cabello y suspira. Busca en su bolsa y saca una caja de Paracetamol. Toma dos pastillas y bebe de la botella de agua que está en el portavasos. Su celular vibra. Revisa sus mensajes y lee bajo el nombre de Julián. ¿Ya tomaste tus pastillas? Que tengas bonito viaje. Te veo al regreso. Besos. Piensa en responder el mensaje pero no lo hace. El detalle de las pastillas la enoja. Antes eran cosas que apreciaba, ahora, no sabe bien por qué, le molestan.

    Él camina por el pasillo con los ojos puestos en la cinta de numeración de los asientos. Se da cuenta de que cada vez que sube a un autobús avanza contando parsimoniosamente: uno-dos, tres-cuatro, cinco-seis hasta llegar al que le corresponde. Ríe mentalmente de sí mismo y se detiene en el once-doce. Ella tiene el rostro vuelto hacia la ventana. Él piensa que Alba no tuvo la precaución de escoger un asiento que estuviera solo cuando le compró el boleto. ¡Es tan distraída! Ella siente la presencia de alguien que se prepara para sentarse a su lado y maldice el momento en que le pidió a Chelita que le comprara el pasaje. Claramente le dije que escogiera uno que fuera solo, creo que se desquitó por hacerla trabajar hasta tarde. Él saca un libro de su valija, lo deja en el asiento y sube la valija al portaequipajes. Ella voltea a ver el libro. El profesor del deseo, Philip Roth. Después voltea a ver el rostro de la persona que lo acaba de dejar ahí en el mismo momento en el que él, después de acomodar su pequeña valija, dirige su vista hacia ella. Los dos se contemplan un instante cuya duración les parece incierta. Hola. Dice él. Creo que nos toca compartir. Hola. Responde ella. Sí, creo que sí. Y acomodándose como si quisiera proteger en la medida de lo posible el espacio que le corresponde regresa su vista a la ventana. Él se sienta. Vamos retrasados, ¿no? Pregunta ella como para sí. Él ve su reloj. Sí, pero sólo por cinco minutos. Ella, sintiendo una especie de reproche en su precisión, responde. Bueno, me parece que deben de ser más cuidadosos con sus horarios. Él, dándose cuenta de que su comentario la ofende de alguna forma, afirma sin convicción. Sí, creo lo mismo. El chofer aparece, se para al inicio del pasillo y recorre el espacio con la vista. Parece contar el número de asientos vacíos u ocupados, no lo saben. Da media vuelta y toma su lugar como conductor. Sienten el motor al arrancar con una suave vibración en el cuerpo. Él imagina que se acaba de sentar en un gato enorme que ronronea. Ella ve su reloj y se tranquiliza.

    ¿A dónde se dirige? Pregunta él dejando a Roth de lado. Ella, abandonando las luces al fondo de la oscuridad de la ventana voltea a verlo y después de dudar un momento responde. Voy al DF. Él asiente en silencio. ¿Conoce? Pregunta ella. Un poco. Miente él. Ella lo ve con detenimiento y él rectifica. Bueno, sí. Yo nací allá. Hace ya algunos años. Ríe. Evito ir lo más que puedo. Ella suspira y cuando se recobra continúa. Y ¿usted? Voy a Querétaro. ¿Hacemos escala en Querétaro? Pregunta ella sobresaltada mientras ve su reloj. Eso espero, de lo contrario estoy en el lugar equivocado. Ella lo ve repentinamente como si hubiese un mensaje oculto en lo que acaba de decir. ¿Qué? Dice él. Nada, nada. Responde ella. Silencio. Y ¿a qué se dedica? Pregunta ella buscando algo, para él inimaginable, en su bolso. Mmm, soy poeta. Saca la cabeza del bolso. ¿Poeta? No me diga. Sí, sí le digo. ¿Por qué le parece tan extraño? Lanza su vista hacia la noche y responde. No, extraño no, es sólo que conocí una vez a un poeta. Silencio. ¿Y qué tal fue? Ella voltea a verlo como si no comprendiera. Él puntualiza. ¿Qué tal fue conocerlo? Ella suspira. Bien, por momentos. Él asiente con la vista refugiada en la portada del libro. ¿Y qué tal se gana como poeta? Pregunta ella con cierta malicia. Sonriendo, como si se hiciera una broma a sí mismo, dice. No mucho, digo en dinero. ¿Y en qué más se puede ganar? Él voltea a verla como para verificar que lo dice en serio. Ella ríe. No me haga caso, sólo bromeo. Son bromas que tenía con aquel poeta del que le hablaba. Él sonríe. Bueno, soy poeta pero no vivo de eso. Para subsistir doy clases en la universidad, para existir hago poemas. Soy como el doctor Jekyll y míster Hyde. Se avergüenza de inmediato de haber usado una referencia literaria tan trillada. ¿Y cuál es cuál? Pregunta ella en tono juguetón. Él sonríe y recobra el ánimo. No estoy muy seguro. Risas. Él continúa. El trabajo es necesario, ya sabe, tengo que ayudar a sostener una familia. Ella, queriendo evitar sonar muy curiosa pregunta. ¿Casado? No. Dice él. Divorciado. Yo también. Dice ella. Y se ven a los ojos. Cada uno piensa que hay algo en la vista del otro que les recuerda algo sobre sí mismos, algo que habían olvidado. Las luces se apagan, el camión sale de la ciudad. Las pantallas de los televisores descienden lentamente con un bep-bep hipnótico. Los dos ríen perturbando un poco el espacio sonoro envuelto en algodón del autobús. La película comienza.

    Y usted ¿a qué se dedica? Soy criminalista. Vaya, eso es… intimidante. Ella lo ve y sonríe cuando descubre la broma en su mirada. Sí, eso me dicen. Responde mientras retira de su bolso un paquete de Trident de menta, saca uno, lo mete en su boca y le ofrece el resto. Él acepta mientras imagina el chicle que ella mastica. Ve el diminuto, blanco y aromático chicle pasando entre sus labios, recibido por la punta de la lengua voluntariosa que se adelgaza para alcanzarlo y mandarlo ipso facto a las muelas implacables. ¡Quién fuera el chicle! Piensa él mientras da comienzo a su propio rumiar mentolado. ¿Y qué tal se gana? Imagino que mucho y bien. Dice tratando de evitar cualquier dejo de sarcasmo en su voz. Ella, con la vista perdida en la pantalla del televisor más cercano, responde ensimismada. Sí, se gana bien. Silencio. Él observa su perfil iluminado por el resplandor azul del monitor. No lo dice muy convencida. Ella reacciona y sonríe. Bueno, lo que pasa es que hay que sacrificar mucho, pero me apasiona lo que hago. ¿O qué, en la poesía todo es fácil? Ríe. Luego de aceptar la encrucijada en la que lo acaba de meter asiente. No, no es fácil. Hay mucha frustración en el camino. Ella ve en el brillo azulado de sus ojos una pasión que le recuerda sus años de juventud, cuando todo era una posibilidad detrás de cada decisión por tomar, de cada esquina por doblar, de cada puerta por abrir. ¿Frustración por la fama no alcanzada? Pregunta ella con honestidad. Él la encara pensándose blanco de un ataque. No. Dice con energía. Se tranquiliza y continúa con menos severidad. No, no la fama. No en el sentido en el que se piensa comúnmente, por lo menos. Y ¿cómo, entonces? No lo sé, quizá adquirir la certeza, por mínima que sea, de que se puede escribir eso que se creía que se iba a escribir. Ella lo ve. Silencio. En la película los amantes se separan.

    Y ¿a qué vas a Querétaro? Perdón, ¿te puedo tutear? Él siente que hay algo muy conocido en esa forma de la confianza, algo parecido a la intimidad. Claro, voy a un encuentro de poetas. Ella sonríe y bromea. Pues sí que es difícil eso de la poesía, ya me imagino, todos ebrios acostándose con todos por todas partes. A él le divierte la imagen tan estereotipada que ella tiene sobre tales eventos. No quiere decepcionarla y, en el fondo, sabe que algo de cierto hay en eso. Bueno, imagina un congreso de ególatras narcisistas y te darás cuenta de lo que es. Ella voltea sobresaltada, como si se sintiera descubierta por algo. Después ríe. Lo imagino. Él la ve. ¿Qué, en los congresos de criminalistas no pasa lo mismo? Se ven a los ojos y ríen. Bueno, sí. Pero tengo la impresión de que el ambiente es más frío, más… ¿cómo decirlo? ¿Científico? Entonces no copulan. Dice él. Se estudian, se comprueban. Ella, en tono desafiante arremete. ¿Y los poetas? ¿Se usan entre sí para futuros textos? Vuelven a reír. Silencio. En la película los amantes separados recorren caminos opuestos aunque saben en el fondo que el destino predestinado por el celuloide holiwodense los hará volverse a encontrar.

    Y ¿cómo te llamas? Héctor, ¿y tú? Helena. Helena. Piensa él y dice casi sin querer. En este momento me gustaría llamarme Paris. ¿Hilton? Él voltea sin creer que lo que dice es en serio. Ella lo recibe con una risa franca y para nada moderada. ¡Tranquilo! Los poetas siempre andan colgados de las nubes y no aguantan una broma de los mass media. Él ríe. Bueno, no estaría mal, un poeta con el dinero de los Hilton. Lo ve y revira. Te la pasarías borracho ocho días a la semana. Quiere reír pero se da cuenta de que a él no le causa gracia. Lo digo por la fama que tienen los poetas. Ya lo creo. Responde refunfuñando. Ella cambia la conversación. Mi viaje es de trabajo. ¡Siempre trabajo! Exclama él entre dientes. ¿Cómo dices? Se molesta ella.

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