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Ecos cercanos: Los clásicos y la cuestión étnica
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Ecos cercanos: Los clásicos y la cuestión étnica
Libro electrónico437 páginas6 horas

Ecos cercanos: Los clásicos y la cuestión étnica

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Desde una mirada novedosa, crítica y original, Miguel Baraona rescata el legado de cuatro filósofos clásicos: Marx, Durkheim, Trade y Weber, con la finalidad de deducir nuestro convulso y confuso presente. Por otra parte, el autor indaga en el discurso de las ciencias sociales y en la práctica histórica concreta la presencia de la etnicidad. De esta manera Ecos cercanos promete convertirse en una obra de referencia no solo para los interesados en el campo al que se aboca sino que también para los amantes de la lectura.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Ecos cercanos: Los clásicos y la cuestión étnica

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    Ecos cercanos - Miguel Baraona

    otro.

    Introducción:

    Itinerario de una interrogante

    Largo tiempo atrás Ionesco escribió, muy acertadamente a mi juicio, que no es la respuesta la que ilumina, sino la pregunta[1] . Si al final de una travesía intelectual uno finalmente es capaz de formular la pregunta acertada, entonces quizás pueda seriamente comenzar a encontrar la respuesta correcta. De hecho, la pregunta acertada es al menos la mitad de la respuesta correcta. En mi caso, y con respecto específicamente al tema que abarca este trabajo, el viaje hacia las preguntas acertadas fue largo y arduo. Comenzó cuando sólo tenía 12 años y junto con mis padres y hermana mayor pasé un mes acampando en una reservación mapuche en el sur de Chile, a una media hora de la ciudad de Lautaro. Fue mi primer encuentro intenso con el otro, y tendría efectos duraderos en mi memoria y mi conciencia.

    Luego la vida me llevó a países distantes y a vivir en el seno de culturas muy diferentes a aquella en la cual pasé mi infancia y la primera parte de mi juventud. Fue una larga migración del corazón y de la mente que dejaría marcas indelebles en mi percepción de la vida y del mundo. Viajar a vivir una cultura diferente siempre entraña numerosos desafíos, y quizás el más arduo consiste en cambiar para adaptarse, y al mismo tiempo poder seguir siendo uno mismo a niveles tan íntimos y recónditos de nuestro espíritu, que con dificultad podemos definirlos.

    Es difícil cambiar para poder seguir siendo el mismo, pero es aún mucho más difícil lograrlo cuando algo intangible pero esencial de nuestro ser, se encuentra no sólo ausente en otra cultura y sociedad, sino francamente negado, desvalorizado, o rechazado por esta. Por ello posiblemente una de las cuestiones que más llamaron mi atención en tanto observador forastero, era la persistencia, a menudo contra viento y marea, de formas de identidad y de vida marginales, oprimidas, y a veces claramente proscritas, a pesar de estar cimentadas en tradiciones históricas que suelen retroceder miles de años, precediendo casi siempre a las culturas dominantes en las cuales estaban insertas, o simplemente prisioneras. 

    Pero los cimientos de este trabajo[2] fueron realmente establecidos durante mi experiencia de trabajo de campo entre los totonacos y nahuas de la sierra norte de Puebla en México, y especialmente entre los mayas de Yucatán.

    A principios de 1981, me trasladé a la península de Yucatán para integrarme a un proyecto de investigación sobre los efectos de los procesos socio–económicos generales que estaban operando en México en aquella época, y su impacto sobre los sistemas alimentarios tradicionales mayas[3] . Permanecí en el área durante aproximadamente un año. En ese mismo período visité un abanico muy amplio de diferentes comunidades campesinas, pero la mayoría de mis experiencias entre los mayas fueron esencialmente en Filomeno Mata, una pequeña aldea en la selva tropical de Quintana Roo, donde residí durante casi un año.

    Los primeros campesinos mayas que arribaron al lugar donde se erigiría el diminuto asentamiento campesino bautizado luego como Filomeno Mata, llegaron a pie y a lomo de mula desde otro punto distante en el norte de la península. Así como habían hecho antes sus ancestros durante muchos siglos en tiempos de escasez y/o persecución, los primeros habitantes fundadores de Filomeno Mata habían dejado atrás familiares y amigos, para migrar a ese remoto territorio. Hasta sus aldeas y pueblos de origen en el estado de Yucatán habían llegado rumores de que el gobierno estaba distribuyendo tierras en el centro selvático y lejano de Quintana Roo. Era parte del proceso de distribución de tierras vírgenes  para crear nuevos ejidos[4] en una región aparentemente bien dotada para la agricultura itinerante de roza–tumba–quema.

    El estado de Quintana Roo[5] en ese entonces era aún una región de frontera apta para la colonización, y el gobierno mexicano estaba deseoso de distribuir y otorgar esas tierras a colonos provenientes de todo el país. Pero pocos migrantes, exceptuando los mayas en necesidad de mejores tierras para cultivar, parecían atraídos por el prospecto de colonizar este hinterland tropical distante y todavía virgen.

    Cuando las dos primeras familias de  colonos llegaron al lugar donde se erigiría el modesto poblado de Filomeno Mata más de sesenta años atrás, no había otra forma de acceso al lugar que una angosta y retorcida huella en la selva, recorrida sólo por caminantes y viajeros a lomo de mula o a caballo. Estos migrantes o transeúntes venían de otras partes de la península donde la disponibilidad de tierras adecuadas para la milpa tradicional había sido negativamente afectada por la deforestación excesiva, la expansión demográfica acelerada, o por la voraz expansión de la ganadería. La zona de Filomeno Mata, dado su carácter todavía periférico con respecto a las áreas de desarrollo económico, demográfico y urbano más temprano, era por lo tanto una suerte de doble región de refugio étnico y ecológico. En esas amplias áreas de monte alto y selva virgen, vivían todavía algunos remanentes de los mayas que en el siglo XIX se alzaran contra la dominación foránea –en este caso de los mestizos y blancos representantes de la cultura dominante heredada del conquistador español– durante la llamada guerra de castas[6] .

    Durante miles de años la milpa, con su amplia variedad de cultivos, pero basada fundamentalmente en la milagrosa tríada de maíz,  frijoles negros y calabaza, había sido una eficiente solución para el dilema de sostener una población relativamente densa, habitando en un frágil medio ambiente. La milpa había sido además la base de la relativa autonomía del campesinado maya, y un elemento crucial para su vida social.  No es sorprendente, por lo tanto, que campesinos mayas negativamente afectados por la modernización en sus lugares de origen en otras áreas de la península, estuviesen dispuestos a arriesgarlo todo para trasladarse a la periferia remota de su mundo e intentar recrear el sistema  agrícola tradicional de milpa, en vez de migrar simplemente hacia los centros urbanos en auge dentro de la península, o a otras partes de México.

    El lugar donde se levantó Filomeno Mata, solía ser una vieja posta de mulas donde los viajeros podían detenerse para recoger agua y recuperarse antes de continuar viaje hacia Carrillo Puerto –que a su vez era un viejo asentamiento maya que se había transformado en un importante centro de organización y lanzamiento de la invasión de la porción caribeña de la península de Yucatán por los españoles.  Era un lugar adecuado para reposar y renovar fuerzas, ya que contaba con un viejo pozo de agua[7] que había sido cavado más de cien años antes por un grupo de cruzob (nombre que se daban a sí mismos los mayas rebeldes) que solían acampar allí durante la guerra de castas. Con el tiempo, llegó a ser bien conocido por los audaces viajeros

    –comerciantes o migrantes en general– que no cesaban de trasladarse de las áreas más pobladas y desarrolladas de la península, hacia el primitivo pero prometedor estado de Quintana Roo.

    En los primeros años de la década de los sesenta, se formalizó finalmente la creación del ejido de Filomeno Mata con cerca de 10 familias mayas. La dotación gubernamental fue relativamente generosa y 5,000 hás. fueron asignadas para su explotación dentro del marco legal e institucional de la reforma agraria mexicana. El ejido ya había existido durante poco más de veinte años cuando llegué a trabajar allí en 1981. Para llegar al pueblito de Filomeno Mata, en el centro del ejido, era necesario recorrer ochenta kilómetros a través de un camino que era poco más que una huella de tierra, sinuosa y llena de baches y grandes pozas de lodo que se formaban por unas horas luego de cada lluvia.

    El camino constituía un transecto involuntario, pero altamente revelador de los procesos de cambios ecológicos y socio–culturales en la zona. En algunos tramos del camino era visible la tala de la selva original, que había sido cortada y quemada para abrir espacios a milpas, potreros para la ganadería, o abandonada para recubrirse gradualmente de cobertura vegetal en proceso de recuperación. Salvo dos o tres parajes, los lados del camino que estaban cubiertos de selva sólo exhibían diversos grados de sucesión forestal secundaria. Este último dato muy significativo, pues el ejido de Filomeno Mata había sido escogido por nuestro equipo de investigación por ser uno de los últimos reductos en la parte mexicana de la península –que también comprende a Belice– donde la selva alta tropical original presentaba aún algunos de sus rasgos imponentes de otrora. Una evaluación preliminar nos había hecho llegar a la errónea conclusión de que Filomeno Mata  era todavía representativo del tipo de comunidades y sistemas alimentarios que predominaron en la península entre 1920 y 1930[8] , cuando la gran ola modernizadora post–revolucionaria que barrió todo México no había llegado aún a Yucatán.

    A medida que pasaban los días, comenzamos a palpar con más realismo la dinámica verdadera  de Filomeno Mata y sus alrededores, y empezamos a percibir las fuerzas que estaban operando tras los bastidores en este escenario aparentemente tan bucólico. Y así una nueva imagen muy diferente del lugar y sus habitantes se fue formando en nuestras mentes. Una imagen que, incidentalmente, corresponde a una historia harto común en los trópicos húmedos, y que tan perentoriamente ha puesto en entredicho la supervivencia de sus habitantes originales y su cultura y modo de vida, a medida que los recursos naturales en que se sustenta su existencia dejan a su vez de existir. 

    Desde los años cincuenta, la selva ya había sido sometida a una intensa cosecha. Primero, la deforestación selectiva privó a la selva de sus maderas más nobles. Árboles de caoba y otras maderas preciosas fueron intensamente explotadas, hasta casi desaparecer por completo, para satisfacer así el apetito insaciable por estas joyas naturales en las grandes urbes modernas, especialmente en los países más desarrollados. Luego,  hubo una larga fase de deforestación indiscriminada en la que la mayor parte de los árboles con maderas duras fueron talados para tallar y vender durmientes a la compañía gubernamental de ferrocarriles. En el inter tanto, la mayor parte de los chicozapotes (árboles del chicle) fueron severamente dañados para extraerles el látex blanco que sirve para manufacturar el chicle. Durante dos décadas, los campesinos y otros recolectores del látex se internaban en la selva en busca de los chicozapotes con el objeto de exprimirlos sin reposo, y obviamente, sin un plan de reforestación. En 1981 cuando llegué a Filomeno Mata los pocos chicozapotes que podían encontrarse estaban escondidos en lugares recónditos de la selva, pero aún así podía apreciarse a simple vista las cicatrices dejadas por los numerosos cortes oblicuos y escalonados que habían sido hechos en su corteza.

    Los efectos ecológicos de esta intervención humana eran difíciles de evaluar con precisión, pero no se necesitaba ser una gran autoridad en la materia para estimar que esta intromisión no había pasado desapercibida. Las maderas preciosas y duras que habían sido tan activamente taladas, desempeñan un rol clave en el funcionamiento de este tipo de medio ambiente. Ello coincidía además con la queja generalizada y reiterativa de los campesinos respecto al declive paulatino, pero continuo, de los rendimientos agrícolas en las milpas durante los últimos veinte años.  Mas adelante, con mediciones y datos comparativos de las cosechas de los últimos cinco años, que pudimos reunir en Filomeno Mata y otros pueblos y ejidos cercanos, pudimos corroborarnos en forma independiente la caída de las cosechas[9] .

    Los datos comparativos de distintos años y campesinos, nos permitió determinar que las áreas de cultivo de las milpas habían progresivamente aumentado con el objeto de mantener el mismo nivel de producción del año agrícola inicial de nuestra investigación retrospectiva, y que denominamos año cero. Pudimos comprobar además, que el llamado año cero –es decir cinco años antes de nuestra llegada a Filomeno Mata–  distaba mucho de ser un año de buenas cosechas. Incluso en aquel entonces eran pocos los campesinos que lograban rebasar la producción necesaria para alimentar a su familia y poder así vender el excedente en el mercado regional de grano. La milpa desde hacía tiempo que apenas si daba para alimentar a los propios campesinos y sus familias, pero no para obtener el dinero tan necesario para otros víveres, ropas, medicinas, pagar pasajes, comprar implementos e insumos agrícolas, etc.

    De acuerdo con nuestros informantes locales, las perturbaciones ecológicas más severas habían tenido lugar durante los años setenta, cuando se había introducido la ganadería tropical en el área. Esta forma extensiva e ineficiente de explotación del trópico húmedo, había conducido a una deforestación masiva e indiscriminada en muy pocos años. La selva había sido simplemente talada y luego destruida para efectuar la siembra de pastos permanentes. Lo increíble es que ese angosto camino de tierra tan rudimentario, de tránsito tan difícil, y que sólo cuatro años antes de nuestra llegada se había construido para comunicar a Filomeno Mata con el gran mundo exterior, había desempeñado un papel decisivo en precipitar todos estos cambios.

    Con la rápida y descuidada construcción de esa huella grandota que pasaba por camino, la posibilidad de viajes más frecuentes a la ciudad más cercana (Carrillo Puerto, a 80 kilómetros de distancia) se había incrementado notablemente. A pesar de lo azaroso del viaje, los campesinos recorrían la gran huella de tierra cada vez que podían. Servía como conducto para todo tipo de empresas, iniciativas, e impulsos que antes se encontraban severamente limitados. Se utilizaba ahora con frecuencia  para ir a hacer trámites, visitar parientes y amigos, comprar y/o vender algunas cosas, o simplemente pasear y disfrutar de aquello que los campesinos mayas percibían como un contacto más cercano con las realidades del mundo urbano moderno. Después de todo, la mayor parte de ellos se habían trasladado de regiones cercanas a pueblos y ciudades, y la vida en la selva remota era concebida como una solución desesperada al problema de escasez de buenas tierras cultivables en sus lugares de origen. Los mayas, a pesar de su rica tradición campesina y agrícola, son por historia y vocación una cultura eminentemente urbana.

    Pero el tránsito campesino hacia y desde el exterior, era un aspecto secundario de los cambios que se habían precipitado. Ahora grandes camiones de la compañía nacional de ferrocarriles llegaban a Filomeno Mata en forma casi diaria a recoger durmientes. Las actividades ganaderas, aún  incipientes, se vieron también fuertemente estimuladas al permitirse acceso más rápido al mercado regional, y al permitirse que intermediarios visitaran ahora regularmente Filomeno Mata y otros poblados cercanos para comprar ganado, o trocarlo por otros bienes de consumo necesarios. Sólo una semana después de nuestra llegada a Filomeno Mata, los campesinos locales contrataron un buldózer que originalmente había sido traído por las autoridades municipales para reparar los peores tramos del camino, y procedieron a derribar dos gigantescas ceibas que se encontraban en el centro del poblado. Previamente, durante veinte años, esos magníficos árboles habían desafiado numerosos intentos por derribarlos. Hachas, fuego, y eventualmente dinamita habían sido insuficientes para acabar con estos gigantes, que a pesar de las cicatrices y llagas que ostentaban en sus enormes troncos de cerca de veinte metros de diámetro, se erguían incólumes, dominando la selva circundante desde lo alto de sus cuarenta metros.

    Con la plaza central súbitamente despejada de la sombra de sus antiguos monarcas, y transformada ahora en un amplio yermo vacío apenas cubierto de una grama rala y seca, los habitantes mayores de Filomeno Mata que habían crecido en otras regiones ya severamente deforestadas de la península, sintieron seguramente que habían recuperado un pequeño trozo imaginario de sus antiguos pueblos de nacimiento. En general, los centros urbanos más antiguos de la península, son viejos asentamientos indígenas utilizados por los conquistadores para levantar pueblos y ciudades siguiendo el diseño y trazado característicos de la colonización española del nuevo mundo. Estos centros habitacionales surgieron como producto de la redistribución poblacional compulsiva y la sedentarización forzada,  impuestas a los mayas por los españoles en el siglo diecisiete. Estas medidas fueron implementadas por las nuevas autoridades coloniales con el fin de asegurar el control militar, religioso y productivo de la población nativa, e imponer así las cargas de trabajo forzado a los indígenas que permitieran el éxito económico de la endeble empresa colonizadora. Todos estos pueblos y ciudades coloniales poseen un diseño distintivo común. Esos asentamientos urbanos coloniales se organizan en torno a una plaza central rodeada conspicuamente por los símbolos de la nueva civilización: una iglesia, los centros del poder cívico y municipal, y con frecuencia algunas tiendas y bares.  Con la tala de las ceibas y el nuevo camino de tierra, Filomeno Mata había dado un primer paso para su integración a esa civilización: una polvorienta plaza central rodeada de una veintena de casuchas de madera y techados de palma, con una pequeña iglesia de concreto y tejado de zinc a un costado, y el primer bar y tiendita de misceláneas en el otro extremo[10] .

    Dos meses luego de la destrucción de las ceibas, el progreso parecía hacerse una realidad más tangible en Filomeno Mata. La primera bomba de agua accionada por un motor de gasolina[11] permitió extraerla del corazón hídrico del karst, y distribuirla mediante manguera a numerosas casitas del poblado. Varias familias construyeron casas de concreto y con techos de zinc, que luego nunca ocuparían por ser demasiado calurosas para el tórrido clima de Quintana Roo. Pero orgullosas de sus nuevas viviendas –símbolo visible de algún cambio positivo hacia un modelo nebuloso, pero no por ello menos atractivo de avance social– las familias propietarias de las casas de material procedieron a utilizarlas como bodegas para almacenar maíz, frijol, tubérculos, calabazas, e implementos agrícolas, al tiempo que continuaban viviendo como siempre en sus antiguas palapas.

    A medida que el dinero circulaba más en la comunidad –como resultado principalmente de la venta de durmientes, ganado, miel de abejas, y ocasionalmente maíz y frijol–  los campesinos recurrían a nuevas[12] estrategias productivas y económicas. Varios de ellos decidieron incursionar en el ámbito incierto de la agricultura comercial[13] mediante la producción de un solo cultivo monetariamente redituable, que reemplazaría al rico mosaico productivo de la milpa tradicional. En general, este nuevo tipo de agricultura fue introducido por los tres o cuatro campesinos comparativamente más adinerados del lugar, pero muchos otros más modestos siguieron eventualmente sus pasos. Típicamente estos campesinos contrataban  a otros campesinos locales para la mayor parte de las tareas de deforestación, de quema subsiguiente, de preparación del suelo, y de siembra y cosecha. Y puesto que esto representaba una inversión significativa para los estándares y posibilidades locales, se suponía que estas seudo–milpas debían generar un retorno monetario significativo.

    Entretanto, otros campesinos mayas menos afortunados, debían recurrir a la venta cada vez más frecuente y prolongada de su fuerza de trabajo con el objeto de obtener un dinero que se hacía cada vez más indispensable dentro de una economía local, en la que las milpas tradicionales estaban experimentando un declive productivo notable. Ante nuestros propios ojos, esta diminuta y bucólica aldea indígena se encontraba en rápido proceso de ser arrastrada hacia una nueva realidad económica y social en la que los imperativos del mercado, el dinero y la ganancia se estaban transformando en las principales fuerzas motrices. 

    En sólo un año presenciamos, no sin sorpresa, la aparición de cuatro tiendas de misceláneas relativamente bien surtidas en Filomeno Mata. El hombre más adinerado del pueblito compró el primer camión, y una mujer adquirió la primera máquina de coser eléctrica –activada por medio de dos baterías de automóvil–  en Filomeno Mata y todos los pueblos aledaños. Siguiendo la introducción de la tienditas de miscelánea, pudimos observar y registrar, de acuerdo con nuestro sistema diario de control de cambios alimentarios entre las ocho familias que componían nuestra muestra, un incremento significativo en el consumo de gaseosas entre todos sus miembros, y un aumento considerable en el consumo de golosinas y alimentos chatarra por parte de los niños.

    Desde la apertura del camino, observamos pesados camiones cargados con cervezas que se habrían paso con dificultad, pero con determinación, al menos una vez cada mes para llevar su cargamento hasta Filomeno Mata. Habitualmente, el cargamento de varios centenares de cerveza, sería consumido con rapidez durante un fin de semana de jolgorio y baile. La fiesta a veces tendría algún motivo más o menos definido –un matrimonio, un bautizo, un cumpleaños, o una fecha del calendario religioso católico– pero también con frecuencia no tendría ninguna razón establecida. Los vendedores de cerveza llegarían sin anunciarse, y la aldea entera procedería  espontáneamente a celebrar y a endeudarse para poder consumir el cargamento completo. A sabiendas, las compañías cerveceras con frecuencia enviaban sus camiones acompañados de una pequeña banda de músicos, para alegrar y apurar la ingesta de centenares de botellas de cerveza. No cabe duda que esta novedad aparentemente inofensiva, agregaba un nuevo ingrediente de animación a la lenta y simple vida social de Filomeno Mata, pero representaba un nuevo gasto para los modestos presupuestos familiares lugareños. La dependencia al dinero, y por consiguiente a las actividades remuneradas y el mercado, parecía ahondarse irremisiblemente.

    Pero eran numerosas transformaciones paralelas y que se reforzaban unas a otras, las que estaban desencadenándose. Las transformaciones ecológicas, así como cambios en los patrones comunitarios locales de consumo, no dejaban de tener a su vez consecuencias sociales. Así, lo que habíamos pensado sería un modelo muy claro e instructivo de lo que se suponía era una comunidad campesina maya tradicional, estaba resultando ser un microcosmos cultural y social mucho más complejo. En la superficie se trataba de un microcosmos relativamente igualitario y bien cohesionado. Pero cuando  trascendían las primeras impresiones, una imagen de cambios compulsivos y fuera de control local, que conducían inevitablemente a abruptas modificaciones culturales y ecológicas, parecía cobrar una nitidez difícil de sospechar a primera vista.

    Era difícil para nosotros, sin una apropiado conocimiento aún de la historia local, determinar con precisión si acaso nos había tocado, de acuerdo con una misteriosa ironía del destino, llegar exactamente en el instante en que se estaba precipitando la desintegración de una comunidad tradicional,  o simplemente una etapa más dentro de un proceso más amplio con numerosos flujos y reflujos de cambio y continuidad, transformación y preservación. En los primeros meses, la concatenación de pequeños acontecimientos locales  parecía indicar la existencia de un proceso de tan intensas, caóticas y visibles consecuencias, que nos sentíamos fuertemente inclinados a pensar que las cosas ya estaban encaminadas al desastre en Filomeno Mata. Dadas estas primeras impresiones, no era extraño entonces que visualizáramos un futuro próximo de conflicto interno comunitario creciente, desastre ecológico, expulsión migratoria y pobreza generalizada similar a la ya existente en otras áreas indígenas de Yucatán y México. En nuestras mentes todo parecía destinado –como en las palabras del gran escritor africano Chinua Achebe al describir los efectos de la colonización europea en la región del bajo Níger– a caerse a pedazos[14] . 

    Fue a partir de ese punto que comencé a sentirme más y más preocupado por el futuro cultural y étnico de nuestros amables anfitriones; y es también aproximadamente en ese punto, que me formulé por primera vez la pregunta que gatillaría la larga pesquisa intelectual que se condensa parcialmente en este trabajo. De manera muy esquemática, esa pregunta puede formularse como sigue: ¿Podrían los mayas de Yucatán persistir a los embates de la modernización para continuar siendo esa cultura vibrante y distintiva que habían sido por miles de años?

    Sin embargo, como era de esperarse, mi pregunta inicial estaba destinada a evolucionar considerablemente, a medida que nuevas experiencias de campo y otras lecturas y reflexiones me llevarían a reevaluar y revisar mis supuestos originales sobre el presente (hace más de veinte años) y el futuro de los mayas.  De hecho, sin que yo pudiese preverlo en ese momento, mi pregunta inicial estaba condenada a una existencia fugaz; era apenas el primer paso que inauguraba una larga marcha –y muy larga por cierto. Durante los próximos años mi perspectiva inicial cambiaria dramáticamente. A medida que las supuestas verdades obvias  que estaban entre–tejidas dentro de la trama de mis primeras interpretaciones comenzaban a desmadejarse, hilo a hilo, mi visión del tema que me preocupaba comenzaba igualmente a modificarse.

    Supongo que me había embarcado en un proceso de eliminación crítica, pero gradual, de ciertos supuestos culturalistas y evolucionistas, mientras me movía más hacia un enfoque que, por falta de otro término, podríamos llamar provisionalmente como estructural–situacionista[15] . En las palabras de Kuhn, era como si hubiese sido [...] transportado a otro planeta donde objetos otrora familiares son vistos bajo una luz diferente al tiempo que otros nuevos aparecen.

    Antes de partir a Yucatán en 1981, mi familiaridad con teorías e investigaciones referentes a tópicos étnicos había sido más o menos circunstancial, aunque la cuestión de la sobrevivencia y persistencia de las minorías (en cuanto a su posición social y no a su peso demográfico) étnicas había sido ya sembrada en mi mente durante otras experiencias previas de trabajo de campo en México. Como tantos otros antropólogos, mi camino intelectual había sido marcado por el contacto con aquello que a menudo tan pomposamente llamamos la alteridad.

    En los dos primeros años luego de mi llegada a México, efectué trabajo de campo entre totonacos y nahuas, y había pasado algunos meses en una comunidad campesina mestiza del sur de Veracruz estudiando los desastrosos efectos de la llamada colectivización agraria –como un intento fallido de darle nuevos bríos a una reforma agraria mexicana ya languideciente –que había sido lanzada diez años antes en varias partes del país. En el norte de Puebla, donde residen gran número de comunidades totonacas y nahuas regadas en las laderas de una serranía fría y habitualmente cubierta de neblina, me sentí tocado por la pobreza y la marginalidad de las comunidades indígenas, que luchaban con dificultad por su sobrevivencia física y cultural. Aferrados a sus pequeñas parcelas de maíz en las abruptas laderas que rodeaban los valles donde las mejores tierras estaban en manos de agricultores mestizos y blancos, estas comunidades parecían encaminadas a su lenta pero casi segura desaparición.

    La desintegración comunitaria, la migración compulsiva, la pobreza creciente de los sectores mayoritarios y menos afortunados del campesinado y de los grupos indígenas, y la perdida de tierras ante la usurpación y el deterioro ecológico, parecían síntomas muy palpables que señalaban el fin seguro de las economías campesinas, y la gradual destrucción de las culturas étnicas tradicionales. Como tantos otros cientistas sociales y simples observadores externos, yo estaba bastante convencido de que los procesos de modernización estaban enviando todas las comunidades naturales por un camino sin retorno ni salida. Campesinos, tanto indígenas como mestizos, estaban dentro de este esquema condenados a no tan largo plazo a unirse a los enormes huestes de precaristas urbanos habitando en una sórdida barriada marginal, o a convertirse en trabajadores rurales apenas sobre–viviendo con un mísero salario.

    Posteriormente, la exposición a nuevas experiencias, reflexiones e investigaciones de campo, alterarían significativamente mis tempranas impresiones e interpretaciones.  Los procesos que yo –y tantos otros– habíamos observado, eran sin duda reales, pero su diagnostico e interpretación eran erróneos. Era correcto pensar que las comunidades campesinas e indígenas se encontraban encaminadas por una senda sin retorno, pero era errado pensar que esta senda no tenía salida y que únicamente  podía proseguir en una sola dirección y con un sólo resultado posible. Lo que parecía una situación terminal, no era otra cosa que un episodio dramático, pero de inciertas consecuencias.

    No hay una ley de hierro de la historia que rija nuestro destino en forma ineluctable, sino correlaciones de fuerzas transitorias, etapas dominadas por ciertas tendencias, pero cuyo desenlace está siempre preñado de opciones disímiles. El significado de todos los procesos de erosión comunitaria, y de empobrecimiento de las condiciones objetivas y subjetivas para la sobrevivencia étnica de diversos grupos antes descritos, no era en realidad tan obvio, ni sus consecuencias tan fácilmente predecibles.

    Unos cuantos años mas tarde, tuve la oportunidad de revisitar Yucatán. Regresé dos veces en los veranos de 1989 y de 1992. En mi último viaje tuve la posibilidad de quedarme en Filomeno Mata por dos meses, y en esa ocasión tuve también la oportunidad de examinar directamente algunos de los efectos más a largo plazo –dentro de una escala temporal micro histórica por supuesto– introducidos en la comunidad por los dramáticos cambios observados a principios de los ochenta.

    Algunos individuos y familias enteras se habían trasladado a otra parte, pero en general la mayor parte de la gente que yo había conocido durante mi primera estadía, estaba firmemente instalada en el lugar, e incluso algunos nuevos colonos se habían incorporado al ejido. Los contrastes socio–económicos, que se manifiestan principalmente en este tipo de pequeñas sociedades a través de las características de la vivienda y otros bienes conspicuos tales como pequeños camiones, radios, muebles, televisiones y otros aparatos electrónicos, etc., se habían tornado más evidentes. Pero no pude detectar aún ningún signo de conflictos internos por tierras, dinero, política, religión[16] , o en torno a otras cuestiones de importancia comunitaria. En general la gente parecía bastante unida, y la atmósfera cultural prevalente era característica de una comunidad de campesinos maya.

    La productividad de las milpas había continuado descendiendo. Pero la agricultura comercial había sido completamente abandonada a causa de una combinación fatal de bajos rendimientos, costos productivos demasiado altos, y un incremento global en los factores de riesgos económicos y agrícolas. La mayor parte de los campesinos, sin embargo, había sido capaz de maniobrar para abrirse paso entre tantos cambios difíciles, y habían conseguido mantener también un cierto control sobre los cambios subsiguientes. Pero Filomeno Mata reunía aún ciertas características muy favorables. La disponibilidad de tierras en el ejido era excepcionalmente grande. La amenaza de la ganadería continuaba siendo real, pero no pasaba de ser apenas una posibilidad distante, asomándose sobre el horizonte económico y social de la comunidad[17] .

    Sin duda numerosos cambios y desafíos aguardaban a Filomeno Mata –así como al conjunto de los mayas peninsulares– en un futuro no muy lejano a principios de los noventa[18] a medida que se sumerjan más profundamente en el torbellino de la modernización. Como en tantos ejidos, pueblos, o pequeños asentamientos más antiguos que conocí desde mi primera incursión en Yucatán, la pequeña sociedad de Filomeno Mata parecía haber resistido por el momento los embates de su rápida incorporación al mundo externo dominante. Mas aún, se manifestaba entre algunas de las personas con las que hablé en mi último viaje, un espíritu más militante en relación con la defensa y preservación de su idioma; un nuevo interés que se expresaba principalmente a través de la popularidad creciente de las radios que transmitían su programación enteramente en maya. En Filomeno Mata y en otras comunidades encontré que los mayas estaban dando un fuerte apoyo político y electoral a los principales partidos de oposición[19] , pero no se percibía ningún gran espíritu de revitalización étnica. Esto era revelador, ya que generalmente es en situaciones críticas, cuando los diversos grupos étnicos desarrollan discursos revitalizadores más radicales.

    En el frente cultural, se observaban innumerables pequeños cambios en las comunidades que volví a visitar. Estos cambios abarcaban desde simples modificaciones en los hábitos de vestir y comer, hasta formas más sutiles y a la vez profundas en el terreno de las expectativas e intereses culturales  –especialmente entre las generaciones más jóvenes. Los valores tradicionales mayas –tal como yo los había conocido y entendido pocos años antes– no se habían preservado incólumes frente al paso del tiempo y sus consecuencias, pero en general la cultura indígena parecía estar evolucionando y adaptándose de maneras impredecibles ante los nuevos problemas y dilemas del momento.

    Entre otras cosas, se estaba tornando aparente también que los lazos y la conciencia étnica no dependen estrictamente para su reproducción de la continuidad cultural. Los datos empíricos que podían recopilarse por simple observación entre dos momentos consecutivos recientes de la historia de los mayas peninsulares, señalaban que la etnicidad no cabe bien dentro del molde constrictivo del pensamiento evolucionista desarrollado en las ciencias sociales, y que tampoco se acomoda satisfactoriamente dentro del marco culturalista. En este caso el  otro no parecía estar evolucionando hacia el nosotros, ni parecía estar derivando sus fuerzas de una tradición[20] perfectamente continua.

    Por otro lado, los procesos diarios de ‘continuidad étnica’ entre los mayas parecían entenderse mejor cuando se los visualizaba en tanto un flujo permanente pero variable, abarcando cambios de dirección inesperados

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