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Sangre pública
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Libro electrónico644 páginas10 horas

Sangre pública

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Sangre pública es una novela policíaca en la que un detective, un político y una fiscal especialista en delitos violentos deben descubrir quién está detrás de una serie de atentados con vehículos bomba, mientras que en medio de toda esta trama el detective y Javier, el político, mantienen abiertamente una relación amorosa desde hace varios años. La temática LGBTI se trata desde lugares menos comunes a los que generalmente se hace, pero desde la normalidad de una relación de pareja.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2019
ISBN9788417993795
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    Sangre pública - Felipe E. Mansilla Montiel

    Primera edición digital: septiembre 2019

    Imagen de la portada: Clem Onojeghuo | Unsplash

    Corrección: Bárbara Cáceres

    Revisión: Míriam Villares

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2019 Felipe E. Mansilla Montiel

    © 2019 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17993-79-5

    Felipe E. Mansilla Montiel

    Sangre pública

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Sangre pública

    Mecenas

    Contraportada

    Prólogo

    El reloj de la ciudad marcaba las veintidós horas con veinticinco minutos. Una leve llovizna caía sobre la metrópolis como presagio de las tempestades que estaban por desatarse. Hace casi una década, la muerte de sus padres había marcado inexorablemente el futuro de su vida al no saber quién los había asesinado y desde ese momento sólo existía una persona responsable de todo su sufrimiento. Se levantó de la cama cuando llegaron los guardias de seguridad para llevarlo al desayuno, se vistió, hizo una serie de flexiones y abdominales y salió ordenadamente de la celda tomando su lugar en la fila de presos que caminaban en silencio al comedor central de la cárcel. En pocos meses más tendría finalmente su venganza, mientras tanto, afuera de ese recinto amurallado, el estacionamiento del centro comercial poco a poco iba quedándose vacío.

    Las puertas de las tiendas comerciales habían cerrado hacía aproximadamente una hora y por sus pasillos sólo circulaban guardias de seguridad, hombres y mujeres que tras terminar su jornada de trabajo se disponían a regresar a sus hogares o clientes que a último minuto habían decidido ver una película de estreno o beber unos tragos en las terrazas del cuarto piso. El aparcamiento del Shopping Bulnes contaba con tres niveles subterráneos y capacidad para más de mil quinientos vehículos. Ahí, en medio de una inmensidad de rectángulos delimitados por un intenso color amarillo del nivel menos uno, desde hace más de doce horas se encontraba estacionada una camioneta Ford Escape negra, sin patentes ni ocupantes en su interior. O por lo menos, eso era lo que a simple vista cualquier persona que pasara cerca de ella podría apreciar sin esfuerzo. Varias horas más tarde, representantes de la Fiscalía Metropolitana y del Gobierno Regional, informarían lo contrario a los medios de comunicación.

    1

    El detective Antonio Vergara vio reflejado su rostro en la pantalla del computador. Estaba cansado, tenía profusas ojeras debajo de sus ojos marrones y su barba ya comenzaba a crecer más allá de lo reglamentariamente permitido. Notó que tenía nuevas canas en su cabello y que la camisa blanca que vestía dejaba entrever un cuello demasiado sucio. Recordó que esa mañana, mientras se vestía, había errado en coger su camisa desde el ropero y que, además, no había tenido el tiempo suficiente para afeitarse; aún acostado y varios minutos antes de que saliera el sol, había decidido permanecer abrazado a su pareja todo el tiempo que el despertador le permitiera, pero ya a la quinta vez que sonó la alarma no pudo prolongar más el levantarse y salió prácticamente corriendo del departamento, despidiéndose con un beso en la mejilla de quien dormía a su lado.

    La jornada laboral del detective Vergara había transcurrido y finalizado sin sobresaltos; aproximadamente a las seis de la tarde revisó por última vez su correo institucional, corroborando que no tenía e-mails por leer ni por responder. Sonrió frente a la pantalla y sintió que el día había superado notoriamente las expectativas que se había hecho doce horas antes cuando salía apresurado de su departamento ubicado en el barrio Bellas Artes. Despreocupadamente, revisó su celular y encontró un mensaje con el emoticón de un beso; lo respondió enviando el doble de emoticonos y, por ende, el doble de besos. No le gustaba que alguien le ganara en muestras virtuales de afecto, aunque en persona le costaba ser igual de cariñoso. Sonrió. Había pasado el día haciendo trabajo de escritorio, revisando órdenes de investigar y organizando las primeras diligencias que a partir del día siguiente comenzaría a realizar junto a su compañera de labores, la detective Paula Ruiz, con el objetivo de dar cumplimiento de los plazos que le había impuesto la fiscal Sofía Guerrero en las más de setenta causas que llevaban juntos.

    Siempre que Vergara pensaba en Guerrero, no podía evitar recordar a la protagonista de una telenovela que cada tarde después del colegio miraba en compañía de su madre. Ya no recordaba el nombre, pero las encontraba bastante semejantes. El pelo de la fiscal era de un rojo intenso y durante todos los años que llevaban trabajando juntos no había podido determinar si el color de su cabello era natural o el resultado de un tratamiento químico cuya mantención seguramente era muy costosa. La conocía hace más de siete años y durante ese tiempo habían desbaratado importantes redes de tráfico de personas y de drogas, aclarado incontables robos a mano armada y numerosos homicidios. Recordaba que cuando la conoció se sintió inmediatamente intimidado por su altura, conocía pocas mujeres que superaran el metro setenta y, en verdad, no estaba acostumbrado a trabajar con ellas; sus superiores casi siempre habían sido del género masculino, pero a pesar de ello la relación con la fiscal Guerrero había funcionado mejor de lo que alguna vez llegó a imaginar. Sin embargo, no sucedía lo mismo con la detective Paula Ruiz, con quien llevaba trabajando desde hace sólo seis meses. Ruiz era todo lo que él esperaba al conocer a una mujer, baja de estatura, de contextura delgada, tez blanca, inteligente y, en este caso, de pelo negro azabache. Llevaba en el cuerpo policial cerca de cuatro años y tenía un poco más de veintiocho años de edad. Antes de que Ruiz fuera designada como su compañera, había trabajado por más de dos años con el detective Alejandro Paredes, pero su relación laboral terminó repentinamente cuando este solicitó un cambio de unidad a su jefatura producto de diversos problemas y altercados personales que había tenido con la fiscal Guerrero en el desarrollo de las investigaciones. Y es que era sabido en el cuerpo policial que no cualquier policía podía soportar el nivel de exigencia y rigurosidad que mantenía día a día Guerrero.

    Cuando eran las dieciocho con diez minutos, Vergara apagó su computador y tal como hacía cada tarde, derivó el teléfono de la oficina a su equipo celular. Siempre pensaba que Guerrero lo llamaría durante las horas más impensadas y sabía que no contestarle el teléfono acarrearía más de un llamado de atención al día siguiente. Vergara estaba consciente de que no era su obligación soportar tanta exigencia de parte de la abogada, mal que mal era él quien junto a la detective Ruiz pasaban el día interrogando a vendedores ambulantes, taxistas, vecinos, banqueros, transeúntes y a todo aquel que pudiera aportar antecedentes para lo que sea que estuvieren investigando. «Hacemos un buen equipo», pensó mientras se dirigía a su vehículo.

    Cuando salía del ascensor, se encontró con la detective Ruiz a quien no había visto en todo el día. Antonio no podía evitar pensar que Paula era prácticamente una estudiante de enseñanza media y, frente a ella, se sentía viejo, mañoso, desgastado, un tutor involuntario del saber policial a sus recién cumplidos treinta y dos años.

    —¿Vas de regreso a la oficina o te retiras a descansar? —preguntó Vergara.

    —De regreso a la oficina, detective; recordé que dejé pendiente una solicitud de autopsia al servicio médico legal y prefiero enviar el oficio requirente antes de irme a descansar para que mañana podamos partir con las diligencias que organizó durante el día —respondió Ruiz con un dejo de molestia por haber olvidado algo tan sencillo.

    Vergara solamente asintió moviendo la cabeza porque aún no lograba la familiaridad suficiente con ella para hablar sobre cosas coloquiales; le aconsejó que no se quedara tan tarde trabajando y que aprovechara para descansar porque se venían días agotadores. Se despidieron apresuradamente. Se subió a su vehículo y mientras veía a Ruiz alejarse por el espejo retrovisor, recordó que debía pasar al supermercado, ya que su refrigerador llevaba varios días sin nada en el interior. Mentalmente, revisó el resto de actividades para la tarde y dejando de lado el indeseado viaje al supermercado pudo constatar que tenía tiempo para ir al cine o para salir a trotar al parque, aunque de antemano sabía que al llegar a su casa, simplemente se acostaría a dormir.

    Tras un raudo viaje al supermercado, al llegar a su departamento arrojó las bolsas en el suelo de la cocina, se dirigió al dormitorio y cayó rendido sobre la cama. Las últimas dos semanas había estado trabajando un promedio de doce horas diarias como consecuencia de la próxima realización de dos juicios orales y en los cuales la fiscal Guerrero pretendía obtener cadena perpetua para todos los acusados. Sabía que no podía fallarle a Guerrero. Nunca lo había hecho y como consecuencia de ello, Guerrero había respondido transformándolo en uno de los detectives más exitosos de su unidad, con un nivel de investigaciones con personas tras las rejas notoriamente superior a la media. A los abogados defensores no les gustaba la dupla Guerrero-Vergara; sabían que si las investigaciones de sus clientes caían en mano de cualquiera de los dos debían trabajar más duro para evitar que llegaran a la cárcel.

    Antes de dormirse, el detective Vergara revisó su celular para ver si había llegado algún mensaje de Javier; no encontrando nada, como cada tarde, Javier llegaría al departamento después de las ocho de la noche, por lo que no le sorprendió su ausencia, aunque lamentó no haber tenido suficiente energía para ordenar las compras que había hecho.

    La fiscal Sofía Guerrero había pasado todo el día en los tribunales. A las cuatro de la tarde se sentía particularmente cansada, por lo que decidió salir a fumarse un cigarro y comprarse un café en el Starbucks que estaba al costado de los juzgados. Con un americano venti en la mano, concluyó que el día se había vuelto más grato y que, para cuando terminara de beberlo, habría logrado ahuyentar el cansancio por un par de horas más. Le gustaba beber el café sin azúcar o endulzantes, consideraba que añadirle cualquier otro aditivo arruinaba su sabor y aroma. Mientras se fumaba el cigarro, se percató de que no había llamado a Vergara ni a ningún otro policía durante el día, y pensó que estaba bien, que debía dejarlos descansar y permitirles que hicieran su trabajo sin más presiones que las estrictamente necesarias. Bebió un sorbo de café; vio pasar varios fiscales y abogados frente a ella y sólo se limitó a saludarlos pronunciando escuetas palabras de cordialidad. Le gustaba compartir con el resto de los abogados, pero no cuando disfrutaba un café, ese momento era para ella y prefería que no la interrumpieran, por lo que hizo caso omiso a cualquier invitación para entablar una conversación que se aventurara a durar más de dos minutos. Sabía que no la molestarían, tenía conciencia de la fama de dura y rigurosa que se había instalado en los círculos de abogados y policías y ello no le molestaba; al contrario, se veía a sí misma tal cual como la describían y no tenía problemas en remarcar esos atributos cuando alguien osaba olvidarlos.

    A sus treinta y ocho años, Sofía se sentía realizada. Le gustaba su trabajo, su vida, tenía buenos amigos, colegas relevantes dentro del mundo jurídico y lo más importante de todo, tenía a Josefina, su hija de quince años de edad, quien había nacido cuando ella tenía veinte años, mientras se encontraba en la universidad, producto de una relación pasajera que no se prolongó más de seis meses después del nacimiento de Josefina debido a la muerte de Federico, su padre, en un accidente automovilístico. Desde esa fecha había decidido estar sola y concentrarse en su hija y en su trabajo. Cuando terminó la universidad, ingresó de inmediato a la Fiscalía Metropolitana y por el momento no pretendía renunciar a ella, le gustaba encarcelar personas, le gustaban los juicios y por sobre todo, le gustaba develar qué había sucedido realmente con cualquier crimen que estuviera investigando. Varios años atrás comenzó a trabajar con el detective Antonio Vergara y, al ver los buenos resultados que se derivaron producto de su colaboración, decidió fomentarla en la medida que fuera posible.

    A las siete de la tarde y tras terminar sus audiencias en los tribunales, Guerrero ya estaba instalada en su oficina revisando las declaraciones de los testigos para los juicios de la semana siguiente; era la única que se encontraba trabajando en el edificio de ocho pisos que albergaban las dependencias de la Fiscalía Metropolitana de Robos y Homicidios y en la cual trabajaban, junto a ella, aproximadamente otros veinte fiscales. Los guardias de seguridad del edificio nunca le hacían problemas para ingresar durante horas fuera de la jornada laboral; sabían que estaba autorizada por la jefatura de la fiscalía para ingresar cuando quisiera. Sofía consideraba que mantenía buenas relaciones con la mayoría del resto de los fiscales, pero se sentía realmente cercana sólo a cuatro de ellos, Ignacio, Beatriz, Camila y Eduardo, quienes formaban su círculo de hierro a nivel personal y laboral.

    A medida que revisaba las declaraciones, recordó que no había visto a Ignacio durante todo el día, ni en tribunales ni en la fiscalía. Revisó su celular para ver si había recibido algún mensaje suyo, pero no encontró nada. Le envió un mensaje por WhatsApp preguntándole dónde estaba. Quería conversar con él y beberse un Martini seco antes de llegar a su casa. Volvió a revisar la aplicación para percatarse de que aún no lo recibía y que la última vez que se había conectado fue a las nueve horas y diez minutos. Con Ignacio habían sido compañeros de universidad y, tras convertirse en abogados, habían decidido ingresar a la fiscalía, trabajando juntos desde esa oportunidad. En algún momento habían estado saliendo, pero no pudieron seguir con su relación porque, básicamente, eran muy amigos para poder ser novios. Ignacio se había casado hace dos años con una enfermera que conoció mientras se encontraba de vacaciones en Colombia y, aunque aún no tenía hijos, emocionalmente era un caso cerrado para la fiscal Guerrero.

    Sofía hizo un par de llamadas preguntándole a varios fiscales si habían visto a Ignacio durante el día, pero todos respondieron que no. Le pareció raro, pero sin darle mayor importancia continúo leyendo la declaración de uno de los testigos del juicio de parricidio, y pensó que cuando Ignacio le respondiera, le llamaría enérgicamente la atención por no haberle ni siquiera enviado un mensaje de texto por su cumpleaños. En verdad, ninguno de sus cercanos lo había recordado y a ella tampoco le interesaba de sobremanera, pero le gustaba hacer sentir mal a sus amigos que lo olvidaban. Supuso que Ignacio estaba preparándole un cumpleaños sorpresa, así que decidió llegar a su casa no antes de las nueve de la noche para que los invitados pudieran llegar sin apuro.

    —Debo practicar mi cara de asombro —concluyó.

    Al terminar con las declaraciones que estaban sobre su escritorio, salió rápidamente de la oficina y camino a su casa, pasó al supermercado para comprar un par de botellas de vino blanco y una de vodka, «nunca están de más», se dijo. Llamó a Josefina para preguntarle si necesitaba algo y ella le respondió que no. Cuando salió del supermercado, notó que para ser las nueve y media de la noche hacía bastante frío y a bordo de su vehículo encendió la calefacción. Su plan era disfrutar de la sorpresa preparada por Ignacio no más allá de las dos de la madrugada y después retirarse a descansar aunque los invitados siguieran bebiendo en su departamento, pero probablemente ello no sucedería porque dado su carácter, les pediría amablemente que se fueran del departamento y que continuaran la celebración en un lugar en el cual ella no se encontrara presente.

    Mientras recorría la avenida Santa María en dirección a su domicilio, en la misma esquina donde siempre había un mimo haciendo malabares, reconoció la cara de una de las víctimas que hace un par de años había interrogado para recabar antecedentes respecto a quién había ingresado a su domicilio, dejándola maniatada para sustraer un par de billetes sueltos que mantenía en su velador; recordó que se llamaba Francisca, pero al encontrarse sus miradas, ella no la reconoció y al dar el semáforo verde para peatones vio a Francisca continuar con su trote nocturno. El teléfono de Sofía vibró y mientras retomaba la marcha del vehículo desvió la mirada hacia él; Camila le recordaba que al día siguiente debía llamar al detective Vergara o a la detective Ruiz para pedirles que comenzaran a trabajar en la investigación de sustracción de balones de gas desde la planta de distribución regional. Pensó que esa investigación no estaba a su altura y decidió que hablaría con su jefe para que se la entregara a fiscales más jóvenes e inexpertos.

    Un par de cuadras más adelante se encontró con el tránsito detenido como consecuencia de que la policía estaba permitiendo el paso a una caravana de más de diez camionetas Ford Escape negras, las que probablemente se dirigían a alguna cumbre internacional de la cual no tenía conocimiento; no veía noticias, siempre le decía a sus colegas que su trabajo era el que generaba las pautas informativas, así que no le veía sentido a rememorar su jornada laboral en poco más de veinte minutos que eran lo que normalmente duraba la crónica roja en los noticieros nacionales. Estaba acostumbrada a hablar con la prensa, y le gustaba. Gran parte de sus investigaciones y de sus juicios eran de relevancia pública, así que en la agenda de su celular se podían encontrar, por igual, números de fiscales, policías, defensores, abogados, peritos, políticos y periodistas. Seguía observando las camionetas pasar frente a ella y al retomar su marcha decidió que en un plazo no superior a tres meses cambiaría la suya, porque «Daysi», como llamaba a su Montero negra, ya superaba el límite de kilómetros recomendables.

    Cuando llegó a su edificio saludó al conserje de turno pero no lo reconoció y al ingresar a su departamento se sintió enormemente decepcionada. No había ninguna sorpresa preparada para ella por sus amigos. Sólo estaba Josefina, que la esperaba con su torta favorita de panqueques de naranja y una vela de un signo de exclamación encendida. Su corazón se llenó de ternura al ver el gesto de Josefina y le dio un enorme abrazo, pidió tres deseos y apagó la vela. Se olvidó de la idea preconcebida de una fiesta sorpresa y se sentó a conversar con Josefina mientras comían un trozo de torta. Abrió una de las botellas de vino blanco que había comprado, se sirvió una copa y la bebió de un trago. Asumió que Ignacio y el resto de sus amigos habían olvidado su cumpleaños así que se dio un baño de tina y se fue a acostar mientras Josefina se quedaba viendo en la televisión la segunda temporada de una serie de ciencia ficción. Cuando se metió a la cama, se durmió inmediatamente. Eran casi las diez y media de la noche.

    El detective Vergara se despertó con el sonido de la puerta al cerrarse. Revisó su celular. Eran cerca de las veinte con treinta minutos. Javier había llegado un poco más tarde de lo habitual. Decidió hacerse el dormido para que Javier no lo obligara a ordenar las compras que aún permanecían en bolsas en el suelo de la cocina. Silencio. Escuchó que se abría la puerta del dormitorio y que alguien se acercaba a la cama. Seguía en su actuación de dormido, la cual sólo abandonó cuando sintió un beso en la frente y una mano que le hacía cariño en su pelo. Abrió los ojos y vio a Javier sonriendo al lado de la cama. Se incorporó y le devolvió el beso, pero esta vez en los labios. Javier no reaccionó y con una voz bastante más seria de la habitual le dijo que debía levantarse a arreglar las compras, pero que él se encargaría de prepararle una de las mejores onces que hasta el momento había disfrutado. La propuesta le pareció justa, por lo que se levantó, se lavó la cara y, tras preguntarle cómo había estado su día, comenzó a ordenar las compras que había hecho. Observaba cómo Javier se movía diestramente por la cocina preparando panqueques; su novio se había cambiado de ropa dejando de lado el ambo negro usado durante el día; vestía una polera roja y pantalones cortos de color azul, además de un delantal que tenía la bandera británica encima. Le gustaba ver a Javier cocinar, poco tiempo antes y por más de seis meses lo había acompañado todas las tardes a un curso de cocina del cual, por lo menos él, sólo había aprendido a hacer diferentes tragos con las más diversas frutas, pero Javier prácticamente había aprobado con distinción máxima e incluso la profesora del curso le había dicho que podría cambiar de trabajo, aunque sabía que Javier no lo haría.

    Cuando finalmente Javier terminó de cocinar, sobre la mesa se encontraba una cantidad inmanejable de panqueques rellenos de manjar. Era el postre favorito de Antonio. Cada vez que comía alguno de ellos, recordaba la primera vez que había visto a Javier. Habían pasado más de tres años desde ese momento y si bien habían terminado en un par de oportunidades, desde que vivían juntos no habían tenido mayores inconvenientes. Tal vez el mayor problema con el que debían lidiar era sus horarios de trabajo. Las jornadas de ambos eran prácticamente inconciliables; los turnos de Antonio y las largas jornadas de Javier atentaban contra la consolidación de su relación, pero habían logrado sobrevivir el año y medio que llevaban viviendo juntos.

    Javier Marconi tenía treinta y cuatro años de edad, era de la misma estatura que Antonio, aunque su cabello era más oscuro que el de Vergara, sus ojos eran de color verde y, producto de que todos los días se movilizaba en bicicleta hasta su trabajo, tenía un cuerpo atlético y fibroso. Hace varios años se había titulado como cientista político, especialista en conflictos internacionales, y actualmente trabajaba como jefe de gabinete del intendente de la región y, política mediante, trataba de cumplir con una jornada normal de trabajo que le permitiese disfrutar del escaso tiempo que Antonio podía entregarle.

    Antonio y Javier se conocieron en una fiesta de Año Nuevo que dio el intendente y a la cual Antonio asistió como representante del cuerpo policial en un perfecto smoking Hugo Boss, con la misión no oficial de obtener fondos para la renovación del laboratorio de ADN de la policía. Esa noche, antes de los abrazos de Año Nuevo y antes de que pudiera siquiera probar los panqueques de manjar que tanto le habían llamado la atención, se conocieron de la manera menos adecuada posible, porque en el momento en que Antonio trató de tomar uno de los panqueques del postre, este se le cayó al suelo justo cuando iba pasando Javier, quien no pudo evitar resbalar con él para posteriormente impactar de manera estrepitosa contra la madera recién encerada. Esa caída terminó en un viaje de emergencia al hospital para poder suturar el corte de tres centímetros que mantenía Javier en la nuca, sintiéndose Antonio obligado a acompañarlo hasta que le dieran de alta, recibiendo ambos el año nuevo en un box de la asistencia pública, rodeados de batas blancas y litros de suero fisiológico. Por ello, la invitación de panqueques hecha por Javier al llegar al departamento era tan irresistible; para Antonio significaba la manifestación más concreta de que tal como hace varios años, quería volver a pasar una noche con él, aunque esta vez sin batas blancas, puntos o litros de suero alrededor, y eso era suficiente. Normalidad. Esa sensación que Antonio perdía cada vez que se sumergía en una investigación criminal, especialmente cuando se trataba de investigar homicidios. Normalidad. Una comida, una noche de sexo, un despertar al lado de alguien que lo quería tal como era y a quien él quería sin condición alguna. Eso era lo que le entregaba Javier. Una vez que terminaron de intoxicarse con tanta cantidad de panqueques, se recostaron a ver la última película de Brad Pitt, pero a los pocos minutos de iniciada, comenzaron a quedarse dormidos.

    A las diez de la noche con veintiocho minutos, Andrés decidió realizar una última ronda por los estacionamientos del mall antes de dejar su turno, el cual terminaba exactamente en treinta y dos minutos más. Le gustaba cumplir los horarios. Sentía que le daban orden a su vida y orden era lo que necesitaba después de haber pasado varios meses en una clínica de rehabilitación por sus problemas con el alcohol. Tomó una radio, una linterna, se puso la chaqueta, salió de la garita habilitada para los guardias y se dirigió a los subterráneos. Junto a él, trabajaban dos guardias de seguridad más, pero cada uno tenía asignado su lugar de vigilancia. Andrés había elegido desde el inicio del turno los estacionamientos subterráneos.

    Comenzó la inspección rutinaria por el nivel menos tres. Bajó en ascensor y, al salir de este, vio las luces del nivel encendidas, las señales de tránsito en su lugar y las cámaras de seguridad operativas. No encontró nada extraño y constató que había un par de vehículos estacionados de personas que seguramente estaban viendo una película de trasnoche en el cine del centro comercial o bebiendo unos tequilas en los bares de la terraza. Siguió avanzando y por la escalera se dirigió al nivel menos dos, reportando a su compañero de guardia por radio que tampoco había novedades en él. Recordó que en los cuatro años que llevaba trabajando en esa dependencia había encontrado en los estacionamientos subterráneos perros abandonados, ropa interior, billeteras, gavetas de cajeros automáticos, parejas teniendo sexo en lugares alejados de las cámaras de seguridad y hasta un bebé recién nacido que lo había hecho famoso por un lapso de tres meses, pasando a ser la portada principal de varios periódicos de la región. Andrés se sentía orgulloso de su trabajo, sentía que era el custodio de las propiedades de más de mil quinientas personas y, con ello, de sus historias y de sus desgracias.

    Decidió dar por concluida la revisión del nivel menos dos y siguió subiendo hasta el menos uno. Se percató de que este nivel era el que más vehículos tenía en su interior. No le sorprendió; había aprendido que las personas preferían estar lo más cerca posible del lugar a donde se dirigían. Comenzó a revisar entre los vehículos para cerciorarse de que no hubiera algún auto con signos de robo. Podía nombrar las marcas de todos los vehículos que aún seguían estacionados y ninguno le gustaba en particular. No se consideraba una persona de autos, le gustaban las bicicletas y, todos los días, llegaba en la suya a trabajar. Detectó unas luces de iluminación quemadas cerca de una camioneta negra que estaba estacionada aproximadamente a cien metros de donde se encontraba parado, avanzó tranquilamente hacia ella mientras solicitaba a su colega que personal de mantenimiento se acercara a reponerlas al día siguiente; comunicó que las luces con desperfecto se encontraban cerca del estacionamiento C-33 y mientras caminaba hacía él vio que las cámaras de seguridad del sector no estaban encendidas y, por tanto, ninguna luz roja titilaba en ellas.

    Se detuvo. Llamó al puesto de control de cámaras y preguntó por ellas; una voz anónima le informó que habían dejado de funcionar hace aproximadamente veinticinco minutos, pero que un técnico de la concesionaria ya iba en camino para revisar su configuración. Quedó conforme con la respuesta y decidió seguir con su ronda. A medida que se acercaba al sector de luces apagadas, notó que la camioneta negra estacionada cerca de ellas no mantenía sus patentes instaladas y, por lo reluciente que se veía, asumió que se trataba de un vehículo nuevo siendo por tanto improbable que las mantuviera; concluyó que si le gustara esa camioneta, al verla habría sentido envidia de su propietario. Seguía avanzando hacia ella y vio que estaba estacionada en el box C-44 y que a su alrededor no había otros vehículos, y aunque le pareció extraño no le dio mayor importancia. Revisó su reloj y vio que quedaban pocos minutos para que fueran las once de la noche. Quería irse rápido a su casa. Debía asistir al cumpleaños de un amigo en unas horas más.

    Avanzó un par de pasos percatándose de que desde la parte trasera de la camioneta negra caía un líquido cuyo color aún no podía determinar con claridad debido a la falta de luz del sector, pero fuera lo que fuere había inundado todo el estacionamiento C-36, por lo que apresuró un poco su marcha con la intención de constatar qué estaba sucediendo, asumiendo que se trataba de una fuga de aceite o en el peor de los casos de gasolina, lo que le significaría activar los protocolos de seguridad para evitar cualquier tipo de accidente y con ello la prolongación de su turno hasta una hora indeterminada; al llegar al estacionamiento C-36 se agachó y palpó el líquido con sus manos percatándose de manera inmediata que era de un color rojizo y que expelía un fuerte olor a hierro lo cual le provocó náuseas violentas y mareos. Andrés dudó de lo que sus sentidos le informaban, tardando un par de segundos en asimilar que lo que había descubierto era una gran cantidad de sangre. De manera instintiva giró su cabeza hacia la izquierda y notó que la sangre caía gota tras gota desde la parte trasera de la camioneta, y con el pulso acelerado, una buena dosis de adrenalina y con un manejable nivel de miedo, se acercó a ella para corroborar el origen del líquido viscoso que cubría sus dedos; no tuvo duda alguna de que era sangre lo que caía desde la parte posterior del vehículo y sin lógica alguna palpó su cinturón buscando el arma que no poseía porque antes de salir a hacer la ronda la había dejado en la garita de seguridad, guardada en la caja fuerte, dándose cuenta de que se encontraba absolutamente desprotegido en ese momento para cualquier tipo de agresión de parte de quien hubiera originado ese charco de sangre que se extendía frente a él. Trató de ver si alguien se acercaba a su alrededor, percatándose a través del vidrio trasero de la Ford negra que al interior de ella se encontraba sin expresión alguna el cuerpo de un hombre con la boca vendada y sus manos y pies atados en posición fetal. Con el pulso a máximo nivel, la visión nublada, su respiración entrecortada y profusas gotas de sudor en el rostro, comenzó a limpiarse las manos sobre la ropa para poder tomar la radio que mantenía en su bolsillo y comunicar el macabro hallazgo que acababa de realizar, pero esta se le resbaló y cayó al suelo, quedando un par de centímetros bajo la camioneta. Se agachó de inmediato para recogerla, observando que en el chasis del vehículo un reloj con cuatro números rojos contaba regresivamente los últimos cinco segundos de un periodo de tiempo cuya extensión anterior Andrés nunca conocería. Trató de levantarse y correr, pero antes de siquiera poder mover un músculo de sus piernas, un calor inmenso lo abrasó por completo y un estruendo que nunca había escuchado lo separó en incontables pedazos, que se esparcieron por el aire hasta chocar contra los muros distantes a más de siete metros de donde se incendiaba la camioneta negra que mantenía en su interior los restos del cuerpo sin vida de Ignacio Villablanca, fiscal de robos y homicidios de la Fiscalía Metropolitana.

    2

    El suelo exterior del centro comercial colapsó de manera inmediata tras la explosión dejando sepultados los fierros de la camioneta negra y de varios vehículos más que se mantenían en el lugar, además de los restos de los cuerpos calcinados de Ignacio y Andrés. Las alarmas se dispararon y multitudes de personas salieron desesperadas de los bares en los que hasta hace pocos segundos reían y bebían sin preocupación alguna. A los pocos minutos, numerosos carros de bomberos llegaron al lugar para apagar el incendio que comenzaba a propagarse por el resto de los niveles subterráneos y que amenazaba con consumir a los demás locales comerciales. Patrullas policiales cortaron el tránsito cinco cuadras a la redonda y un agitado detective Paredes que salía corriendo del cine, al ver el caos que comenzaba a formarse, se hizo del control de la situación y comenzó a gritar órdenes a todos los policías y bomberos que iban llegando. Había que controlar el incendio, evacuar a los lesionados, evitar la fuga de testigos potenciales de lo sucedido, comprobar la existencia de personas fallecidas o atrapadas cerca de la explosión, colocar la cinta amarilla de prohibido el paso en aquellos lugares que los bomberos calificaban como notoriamente inestable o con peligro de derrumbe, ordenar a los medios de comunicación que comenzaban a llegar y confirmar al país una de las mayores explosiones de las que tenía memoria. Paredes aún no se atrevía a calificarlo como un acto terrorista ni tampoco se sentía capacitado para hablar con los medios, aunque tenía la certeza de que no se había tratado de un accidente, por lo que se contactó con la central de la policía metropolitana para que lo comunicaran con el fiscal de turno.

    Camila Salamanca se encontraba de turno cuando se produjo la explosión; había ingresado a las ocho de la noche y si todo hubiera ido normalmente, habría salido a las ocho de la mañana. Durante los turnos de noche aprovechaba para avanzar en sus investigaciones, leer declaraciones y decretar diligencias para las policías. Generalmente asumía los turnos nocturnos y se sentía cómoda con ellos; tenía el pelo castaño, era de estatura promedio, contextura gruesa, tenía treinta años de edad, era soltera y sin hijos, por lo que pasar una noche trabajando no significaba ninguna pérdida para nadie. Al contrario, le gustaban esos turnos porque sufría problemas para dormir; vivía en un departamento en el centro de la ciudad muy cerca de la avenida principal por lo que el ruido de la locomoción colectiva frecuentemente interrumpía el poco sueño que lograba conciliar.

    Cuando sonó su celular eran cerca de las once y cuarto de la noche. Contestó. Apenas podía escuchar al interlocutor y lo único que lograba descifrar de toda la conversación era la palabra «bomba», el número no lo tenía registrado pero asumió que era algún policía porque nadie más, salvo sus amigos, tenía su número de celular. La llamada se cortó. Al cabo de unos segundos le llegó un mensaje de texto que solamente decía: «Explosión. ¿Atentado? ¿Bomba? Ni idea. Mall Bulnes. Venga urgente». Volvió a leer el mensaje en tres oportunidades. No podía creer que fuera cierto y corrió al primer piso del edificio para encender la televisión que se encontraba en el comedor de funcionarios. Puso los canales nacionales, dividió la pantalla en cuatro y en todas ellas observaba imágenes de un incendio fuera de control en lo que parecían ser («¿es posible?», se preguntó) los estacionamientos del mall Bulnes, distantes aproximadamente a cuarenta minutos de donde se encontraba. En el cuarto piso de la fiscalía además se encontraban un par de abogados a cargo de la gestión de documentos y oficios que se originaban en el turno. Subió a hablar con ellos y les dijo que a partir de ese momento se dedicaría exclusivamente al caso de la explosión que acababa de ocurrir hace quince minutos en el centro comercial Bulnes. Los abogados rápidamente se contactaron con el resto de los fiscales para solicitarles que concurrieran a apoyar a la fiscal Salamanca y al resto de unidades policiales de la región. Mientras bajaba rumbo a su vehículo, trató de contactarse con su jefe, pero todos los números celulares que mantenía de él se encontraban ocupados, así que dejó de intentarlo, le envió un mensaje diciéndole que iba hacia la explosión, se subió a su vehículo y salió a una velocidad que bordeaba los ochenta kilómetros por hora, lo cual era todo un desafío para sus habilidades como conductora. Con la adrenalina recorriendo sus venas, decidió no respetar ningún semáforo que se encontrara en rojo y por tal decisión logró llegar en poco menos de veinticinco minutos al lugar de la explosión.

    No podía creer lo que veía mientras se acercaba. Un agujero de aproximadamente quince metros aparecía frente a ella y enormes llamas salían desde el interior. Se dijo que si creyera en el infierno debería ser muy similar a lo que estaba observando. Se sacó la chaqueta, estacionó su vehículo, tomó su identificación fiscal, se cambió los zapatos de taco aguja que andaba usando por zapatillas de trotar y se dirigió hacia la barrera policial corriendo.

    —Soy la fiscal Salamanca, abran paso, necesito contactarme de manera inmediata con el policía que se encuentre a cargo —les dijo a quienes controlaban el perímetro mientras exhibía efusivamente su identificación como fiscal.

    —Fiscal, creo que el que está a cargo es el detective Paredes, pero no tenemos la menor idea de dónde se encuentra en este momento; sin ofender, fiscal, estamos preocupados de evacuar a los heridos y a los que tienen principio de asfixia más que de empezar a investigar en este momento qué es lo que ocurrió —le respondió el oficial agachando la cabeza cuando terminó de dirigirse a ella.

    Camila entendió. No preguntó nada más y pasó por entre las vallas de seguridad y entre la multitud aún en estado de shock, comenzó a buscar al detective Paredes, maldiciendo que fuera él quien se encontrara a cargo. Hace varios meses atrás se había visto en la obligación de informar a sus superiores que Paredes había desobedecido una instrucción expresa que le había dado por escrito, lo que derivó en la fuga de uno de los miembros más importantes de una banda que se dedicaba a robar vehículos de lujo desde diversas automotoras de la región. Por su irresponsabilidad, el cabecilla de la banda había huido a España y ahora se encontraba gestionando una orden de detención internacional en su contra. Al cabo de unos minutos, lo divisó arriba de un carro de bomberos vociferando a través de un megáfono que cualquier testigo que pudiera dar alguna información sobre lo ocurrido se acercara a su posición. Por primera vez desde hace mucho tiempo como fiscal se sintió impotente ante tanta destrucción y desorientada respecto de lo que había que hacer.

    —¡Camila! —Escuchó a la distancia. Se dio vuelta y vio aparecer a los fiscales Eduardo y Beatriz llegando juntos. En otras circunstancias se habría preguntado por qué llegaron al mismo tiempo, pero en esta oportunidad estaba felizmente agradecida de que estuvieran para ayudarla.

    —¿Hace cuánto llegaron? —preguntó Camila.

    —Cinco minutos —respondieron al unísono sus colegas.

    —Yo hace un poco más, pero en verdad no he podido hacer mucho; he tratado de comunicarme con el jefe pero me ha sido imposible. Esto es un caos, hay varios heridos y el fuego aún es muy fuerte y no lo pueden controlar. Paredes está a cargo de las policías y de coordinar al resto de los organismos. Escuché que viene el intendente y los medios de comunicación están todos instalados fuera del perímetro. No sé por dónde partir.

    —Tranquila —respondió Beatriz—. Hagamos lo siguiente, yo me dirijo a hablar con los medios, Eduardo se encarga de comenzar a conversar con los testigos, y tú, bueno, eh, te encargas de apoyar a Paredes aunque sé que no es de tu agrado, ¿te parece?

    —Por mi parte no hay problema, iré a conversar con ese grupo de personas que tiene separado Paredes al fondo. Nos juntamos acá en veinte minutos para compartir información. —Eduardo le dio un beso en la cara a Beatriz y salió corriendo hacia los testigos.

    —¿Camila? ¿Estás bien? —preguntó Beatriz.

    —Están sacando a un niño lesionado desde la explosión, voy a ver. En veinte minutos acá. —Salió corriendo igualmente.

    —Ok —respondió Beatriz. Se dirigió a los medios de comunicación y se acordó de que tenía que avisarles a Ignacio y a Sofía. Ella sabría cómo organizar la situación, pensó.

    Mientras Beatriz se dirigía a las rejas de seguridad trató de llamar a Ignacio, pero los teléfonos seguían caídos. Les envió mensajes a él y a Sofía. Se maldijo por no pasar a buscarlos camino a la explosión. A tres metros de distancia de los periodistas, estos comenzaron a gritarles sus preguntas. Hasta ese momento nadie había hablado con los medios de comunicación pero Beatriz entendía que era crucial entregarle información a la ciudadanía. Tiempo atrás le había correspondido asumir la vocería de la fiscalía, así que sabía cómo comunicarse con ellos. Decidió que no respondería preguntas y sólo daría a conocer lo que saltaba a simple vista, sin añadir calificativos como «atentado», «bomba», «terrorismo» o «grupos anarquistas», porque en verdad ni siquiera ella tenía claridad aún de lo que había sucedido. Cuando llegó frente a las cámaras maldijo a la televisión en HD y se percató de que era muy probable que no estuviera en las mejores condiciones para crear una buena impresión televisiva. Había pasado las últimas cuatro horas teniendo sexo de manera apasionada y furtiva con Eduardo, pero a pesar de ello se propuso hacer el mejor esfuerzo para tranquilizar a la población. Se detuvo y miró directo a las cámaras de televisión.

    —Silencio, por favor, para que puedan escucharme —exigió Beatriz a los canales y radios que estaban frente a ella. Retomó su discurso—. Hace aproximadamente cincuenta minutos atrás, se produjo una fuerte explosión en uno de los subterráneos del mall Bulnes, lo que derivó en que cediera la loza de estacionamientos que se encuentra a nivel de suelo, provocándose el agujero que pueden apreciar hacia el fondo y en el cual bomberos, de manera incesante, se encuentran tratando de controlar el incendio que sale de él. Al momento, hay varias personas lesionadas sin riesgo vital, desconociéndose aún el motivo de la explosión, así como también puedo precisar que no se han encontrado personas fallecidas en el radio de la misma. —Tragó saliva rápidamente para evitar silencios que permitieran que le hicieran preguntas, y continúo—. La fiscal Camila Salamanca, junto al detective Alejandro Paredes se encuentran a cargo de las diligencias investigativas, habiéndose trasladado hasta este lugar otros miembros de la Fiscalía Metropolitana, como quien les habla, para apoyar en la gestión de la crisis, así como también se han trasladado la totalidad de las instituciones que tienen que trabajar en este tipo de situaciones. —Cambió el tono de voz para ser más enfática—. Cualquier hipótesis que puedan tener de lo ocurrido son meras especulaciones basadas en información aún no comprobada, por cuanto recién estamos comenzando con el interrogatorio de los testigos que se encuentren en condiciones de hablar con nosotros. —Pensó en el tono de voz más dulce que tenía y habló directamente a la cámara del canal estatal—. En estos momentos, el énfasis está volcado en controlar el incendio y evacuar a los lesionados. Tenemos una larga noche y días por delante para indagar lo sucedido. Tengo entendido que el intendente vendrá durante las próximas horas y será él quien les podrá transmitir mayor información sobre los lugares a los cuales están siendo derivados los heridos así como también cualquier otra información de tipo administrativa que necesiten —concluyó, diciendo—, esto es todo cuanto les puedo informar por parte de la fiscalía y las instituciones que en estos momentos trabajan para disminuir los efectos de esta grave situación. Cuando tengamos mayores antecedentes, volveremos a conversar con ustedes.

    Terminó de hablar a las cámaras y al unísono todos los periodistas comenzaron a interrogarla. Les dijo que no respondería preguntas, se dio media vuelta, sonrió al policía que la escoltaba y se dirigió al punto de reunión con Camila y Eduardo. Revisó su celular y no encontró respuesta ni de Sofía ni de Ignacio. Cuando volvió a juntarse con sus colegas, les reportó cómo le había ido con los medios de comunicación y ellos hicieron lo mismo con sus respectivas tareas. No hubo mayores cambios en la información que mantenían. A las once de la noche se produjo la explosión y desde ese momento había transcurrido poco más de una hora. El incendio estaba más controlado y aún no se habían encontrado fallecidos aunque era algo que, dada la magnitud del hecho, no podían descartar. Camila logró comunicarse con el jefe de la Fiscalía Metropolitana y le informó lo que estaba sucediendo en el lugar de la explosión. El fiscal jefe, Pedro Montalbán, sólo se limitó a decirle que siguieran haciendo lo que habían acordado con el resto de los fiscales y que lo mantuviera informado cada treinta minutos o ante cualquier hecho o información relevante que se descubriera. Retomaron los intentos para contactarse con Sofía o con Ignacio. No hubo resultados.

    A las once con cinco minutos de la noche, sonó el celular de Javier Marconi. Sentía que había dormido una eternidad cuando en realidad sólo habían transcurrido unos minutos desde que comenzaron a ver la película de Brad Pitt. Antonio seguía descansando sobre su pecho. Puso su celular en silencio, sin responder la llamada y escribió un mensaje de texto al número desconocido que lo trataba de contactar: «Te llamo en cinco minutos».

    Dejó el teléfono al lado y se dedicó a acariciar el cabello de Antonio; le encantaban las canas que tenía en las patillas y, hace un par de años, fueron una de las primeras cosas de él en que se fijó cuando estaba acostado en la camilla del Hospital Regional, esperando que le suturaran la herida de la cabeza. Había pasado ya más de tres años y aún lo volvían loco. Sintió una incipiente presión en sus pantalones, pero decidió pensar en otra cosa que no fuera el cuerpo de Antonio, porque en pocos minutos debía devolver el llamado tal y como se había comprometido. Antonio seguía durmiendo. Notó que tenía los nudillos de la mano derecha con moretones y los atribuyó a alguna lesión sufrida mientras detenía a algún delincuente. Le gustaba imaginarlo en su trabajo, aunque el detective Vergara nunca compartiera con él ese aspecto de su vida. Sabía que era difícil para su pareja hablar de las bajezas de la raza humana. En varias oportunidades lo había visto llorar en el baño al regresar de la policía. Javier trataba de formar parte de ese mundo, pero Antonio no se lo permitía y en cierta forma se dio cuenta de que lo quería aún más por eso. Por protegerlo, por mostrarle un mundo más amable de lo que en realidad era, sin embargo, en más de alguna discusión y con el sólo afán de herirlo, le había gritado que él no era una víctima a la cual tenía que proteger, sino que era su pareja a la cual sólo debía amar. Varias peleas se originaban entre ambos por el afán proteccionista de Antonio, pero habiendo pasado tanto tiempo juntos había aprendido a vivir con ello.

    Decidió despertarlo con un beso en la boca. Antonio reaccionó y lo besó apasionadamente. Se tendieron en el sillón y sus pelvis comenzaron a rozarse; ambos sentían como sus miembros crecían dentro de sus pantalones a medida que los besos y caricias se descontrolaban por sus cuerpos. Los dos disfrutaban del sexo con el otro. Era una de las mejores cosas que tenían y quizás por eso seguían juntos. En otros aspectos de su relación se parecían a un matrimonio que llevaba más de setenta años juntos. Javier sacó la mano de Antonio desde dentro de sus bóxers y le dio un beso cariñoso, le dijo que debía hacer una llamada pero que no se quedara dormido. Antonio sonrió y se fue a la habitación; no le gustaba tener sexo en el living, aunque más de alguna vez había accedido a ello. No se sacó la ropa porque le gustaba que Javier hiciera ese trabajo, le gustaba que Javier fuera descubriendo prenda tras prenda su cuerpo, aunque hubieran realizado ese ritual más de mil veces.

    Al cabo de unos minutos, un pálido Javier ingresó a la habitación. Antonio preocupado se sentó en la cama y le preguntó qué le había sucedido.

    —Hace pocos instantes se produjo una fuerte explosión en los estacionamientos subterráneos del mall Bulnes. Mi contacto de bomberos me acaba de avisar que existe un enorme forado en el suelo y que fuego descontrolado sale de él; al intendente aún no le han avisado, prefieren que yo lo haga.

    —Entonces, ¿supongo que damos por cancelada nuestra noche? —replicó Antonio.

    —Lo siento —se limitó a decir Javier, acercándose a Antonio para darle un beso, colocarse una chaqueta y salir rápidamente del departamento.

    Tras la repentina salida de su novio, Antonio no tuvo otro camino que masturbarse pensando en el cuerpo de Javier y una vez más relajado decidió que al no encontrarse de turno policial permanecería en su domicilio y esperaría que Javier le contara por teléfono la magnitud de la crisis. Se dio vuelta en la cama con la intención de dormir, pero su curiosidad fue más fuerte que el sueño que tenía y encendió la televisión; a los dos segundos de haber visto las imágenes y leer «posible atentado» en la pantalla, cambió inmediatamente su decisión, se levantó lo más rápido que pudo, se lavó las manos, sacó su arma de servicio desde el velador, su placa desde la chaqueta que había usado durante el día y trató de contactarse con la fiscalía sin tener resultados positivos. Decidió dirigirse al lugar de la explosión y desde ahí evaluar cuál sería su aporte a lo que estaba sucediendo.

    Javier conducía rápidamente rumbo a la intendencia. Recién había terminado de informarle lo ocurrido a Alfonso Figueroa, el intendente de la región; le señaló que ya estaba organizando un comité de emergencia, que se reuniría a las doce y cuarto de la noche, y que estaba por llegar a la intendencia para hacer una minuta que contendría toda la información existente hasta el momento para entregársela a los jefes de reparticiones, que tendrían que decretar e implementar medidas ante la crisis Bulnes, como la bautizó sin pensar mayormente en ello. Llegó al edificio poco antes de la reunión y se dirigió a su oficina. Revisó los medios de comunicación, los informes existentes de la policía, imprimió el comunicado dado por la fiscal Beatriz Salvatierra a los medios de comunicación, confeccionó su minuta, imprimió veinte copias y bajó a la sala de reuniones.

    Cuando ingresó ya estaban todos los jefes de reparticiones con las más variadas vestimentas y algunos incluso

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