La balada del cálamo
Por Atiq Rahimi
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«He hablado mucho de mi tierra natal, de las mujeres condenadas, de la guerra que se llevó a mi hermano y dispersó a mi familia por todo el mundo... Pero nunca he evocado mi exilio. En cuanto me dispongo a describirlo me descubro desvalido, mudo, como frente a un agujero negro. El exilio es un camino sin retorno. Una vez en él, ya no podemos abandonarlo. Nos convertimos para siempre en una criatura errante, estamos tejidos de otros lugares. Yo soy como la calimorfa, esa mariposa migratoria de alas negras con rayas blancas que, tras abandonar la crisálida, está condenada a volar día y noche».
A través de sus recuerdos y sus reflexiones, de sus poemas y sus caligrafías, Atiq Rahimi nos propone en La balada del cálamo un íntimo y personal autorretrato, una lírica meditación sobre la deriva de nuestras vidas al suspender cruelmente el poderoso vínculo que las une a la tierra natal.
Atiq Rahimi
Atiq Rahimi (Kabul, 1962) cursó estudios secundarios en el Liceo franco-afgano de Kabul, y luego Literatura en la universidad de esa misma ciudad. En 1984, la guerra desatada tras la invasión soviética le obligó a refugiarse en Pakistán, desde donde pidió asilo político en Francia. Allí se doctoró en Comunicación Audiovisual en La Sorbona, vive en París y dedicado a la producción cinematográfica y a la escritura. Sus obras publicadas son Tierra y cenizas, Laberinto de sueño y angustia, La piedra de la paciencia (Premio Goncourt 2008) y Maldito sea Dostoievski. Él mismo ha adaptado y dirigido, con gran éxito, las películas basadas en Tierra y cenizas y La piedra de la paciencia. Desde 2002, cuando finalmente pudo regresar a su país natal, viaja con asiduidad a Kabul.
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La balada del cálamo - Atiq Rahimi
Edición en formato digital: novienbre de 2018
Título original: La ballade du calame
En cubierta: Caligrafía realizada por Atiq Rahimi
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Éditions de L’Iconoclaste, París, 2015
© De la traducción, Regina López Muñoz
En pág. 109, detalle del manuscrito chino Wakan rōeishū(1160), rollo de pergamino nº 1
En pág. 119, Monumento a D.A.F. de Sade, Man Ray, 1933
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17624-20-0
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Al principio...
Mi primer pecado
Errancia y soledad
Jatt, el trazo
Mother India
En otra parte
Matrika
Origen ausente
El duelo
¡Vete!
Aliento y alarido
Yo soy
Álif de Adam, ha de Hawá
Eros
Tánatos
Solo soy una letra
La llave perdida de los sueños
Tinta, luz, errancia...
La galería de los cuerpos
Letras de espíritu6
Letras en la arena
La poética de lo invisible
Un ganso, portador de letras
Calimorfa
Letras del cuerpo
El ser profano
La mujer calimórfica
Doce movimientos para inacabar
Agradecimientos
Referencias
Índice de calimorfías
Para R. K.,
que lleva dentro mi tierra natal
«Aquello que no eres es un autorretrato».
GEORG BASELITZ
Al principio...
Es de noche.
Y el verbo sigue estando ausente.
Esto me crea una extraña sensación, una angustia quizá, la de alcanzar el abismo de un espacio-tiempo donde confluyen soledad y deseo, como el estado de esos dioses engullidos por los tormentos de la nada anterior a la Creación.
Me encuentro en mi estudio,
un territorio íntimo al que se retiran mis deseos inconclusos;
escritorio por momentos, donde se registran silenciosamente mis sueños y pesadillas antes de transformarse en recuerdos remotos, volátiles.
Ante mí, en la pared, una galería de fotos y reproducciones pictóricas que presentan seres detenidos en su errancia. Cuerpos desterrados, perseguidos, perdidos...
El exilio es dejar atrás el propio cuerpo, decía Ovidio.
Y con el cuerpo, las palabras, los secretos, los gestos, la mirada, la alegría...
Esas imágenes, que reúno y cuelgo desde hace un año, conforman un mosaico de rostros y cuerpos —conocidos o desconocidos, imaginarios o no—, todos, como yo, condenados por la Historia a la incertidumbre del exilio. Cada mirada suspendida es una novela; cada paso perdido, un destino. Esos seres migratorios, extraviados en los márgenes de la tierra, suspendidos en la nebulosa espiral del tiempo, observan mi búsqueda desesperada de palabras, de alientos, con el fin de poder describir sus sueños, narrar sus periplos, trasladar sus gritos...
El desastre, que los expulsó de su tierra natal, rechaza darse un nombre... Censura la voz, ahuyenta las palabras.
La palabra vaga sin rumbo.
Y el libro, su tierra prometida, se niega a acogerla.
Estas imágenes del desastre poseen el poder asfixiante de una cicatriz que reaviva, cuando la miramos, el dolor que sentimos en el momento de la herida. Una sensación extraña, imposible de expresar mediante adjetivos y adverbios. Abandona la pantalla de mi ordenador vacío. Tan vacío como mi cráneo.
Contemplo las fotos y los cuadros como mis propias cicatrices.
Condenado al ostracismo como ellos,
tengo el mismo pasado,
la misma suerte incierta,
las mismas heridas...
Y sin embargo falta una imagen aquí, en la pared. Que atormenta mi espíritu vagabundo. Una imagen, una sola. La de una extensión desierta, cubierta de nieve, un espacio suspendido en el tiempo; un momento decisivo en mi vida que cuento siempre, en todas partes. Infatigablemente. Y cada vez tengo la sensación de relatarlo por vez primera, cuando en realidad vuelvo a masticarlo con los mismos vocablos, las mismas frases, los mismos detalles... Es mi salmo.
Esa imagen me sigue dondequiera que vaya, incluso aquí, esta noche, en mi estudio, como una hoja en blanco que yaciera ante mí, encima de mi escritorio. Su blancura refleja el vacuum de mi existencia proscrita; es la expresión de mi experiencia original del exilio:
Era de noche, una noche fría. Sorda.
Lo único que oía era el ruido afelpado de mis pasos helados sobre la nieve.
Huía de la guerra, soñando con otra parte, con una vida mejor.
Silencioso, ansioso, me acercaba a una frontera con la esperanza de que el terror y el
sufrimiento me perdieran la pista.
En la frontera, quien me ayudaba a pasar me dijo que echara un último vistazo a mi tierra natal. Me detuve y miré hacia atrás: solo vi una extensión de nieve con las huellas de mis pasos.
Y al otro lado de la frontera, un desierto semejante a una hoja de papel virgen.
Sin rastro alguno. Me dije que el exilio era eso, una página en blanco que habría que llenar.
Una extraña sensación se apoderó de mí.
Insondable. No me atrevía a avanzar ni a retroceder.
¡Pero había que marcharse!
Nada más cruzar la frontera, el vacío me absorbió. Es el vértigo del exilio, murmuré para mis adentros más profundos.
Ya no tenía ni mi tierra bajo los pies,
ni a mi familia entre los brazos,
ni mi identidad en las alforjas.
Nada.
Y aquí estoy, treinta años más tarde, agotado, todavía ante esta página en blanco. ¿Cómo trazar mi vida en ella? No soy capaz. Hace meses que me encerré en este estudio para escribir este libro sobre el exilio.
Imposible.
La angustia.
Una angustia ritual, inmutable; una prueba excitante y lacerante, que sufro a cada instante en que me pongo a escribir. Siempre la misma historia, como si fuera mi primer libro, como si franqueara por primera vez una frontera, abandonando una tierra por otra, una vida por otra, un amor por