Un País Céltico: 1/3, #1
Por Delenn Harper
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En un mundo donde los celtas no han sido derrotados por los romanos, en la actualidad siguen existiendo las escuelas druídicas en Europa.
Con sus 27 años, Lania aún no ha sentado la cabeza. Vive su vida de parisina sin dejar de preguntarse dónde han quedado sus sueños de niña y la magia que los rodeaba. Pero también sigue buscando su lugar en la vida, en la sociedad, tratando de encontrar algo que le embauque el alma. Por suerte, Avalonia, la escuela en la que se forman las Sacerdotisas de Avalon, se ha acordado de ella. Y cuando decide incorporarse a la escuela y viajar a ese país con normas tan peculiares, Lania no tiene nada que perder. Para ella, es en ese momento que todo empieza. Al fin empezará a vivir. Ese viaje al corazón de Europa, al fin del mundo, le cambiará la vida. Una preciosa saga para los amantes de Las Niebllas de Avalón (MZ Bradley) , de Harry Potter y del Diario de Bridget Jones.
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Un País Céltico - Delenn Harper
El otoño es la primavera del invierno.
Henri de Toulouse-Lautrec
PROLOGO
La habían forzado a adentrarse en un bosque, hasta llegar a una sala oscura y circular, en cuyo centro había una fogata que intentaba iluminar los rostros de sus secuestradores. El aire cargado de humo le producía picor en los ojos y desprendía un olor inusual, pero no tardó en reconocer el lugar: era el campamento de las Ruecas. Aquel punto de encuentro había sido decorado para la ocasión pero le resultó fácil reconocerlo, ya que solía ir allí a menudo con su prima. El jefe del grupo interpeló a Lania con estas palabras:
— La sangre bretona corre por tus venas desde varias generaciones, joven Lania —entabló este.
Seguidamente, cedió la palabra a una sombra que se encontraba detrás del más gordo del grupo. Con voz grave, dijo:
— Tienes que saber que la Bretaña debe su herencia a las mujeres de nuestro país, y por lo tanto, a su sangre. Es el motivo por el que estás aquí a estas horas tempranas del día. ¿Conoces el significado del alba?
— No, esto... sí. El alba es cuando sale el sol.
Asintió y prosiguió:
— El alba es el inicio. El inicio del día y el inicio de la vida. El alba brinda miles de posibilidades que se nos presentan. El alba es la promesa de un nuevo día.
Se detuvo, caminó hacia ella y la miró.
— Estás aquí para prometerle a tu vida un nuevo día, una nueva posibilidad. Nacemos bretones, pero para llegar a serlo del todo, tenemos que elegir serlo o no serlo. ¿Lo entiendes?
— Sí, creo —le respondió tímidamente.
— Así pues, Lania, hija de Katell, del clan Tudwall, al igual que tu madre y tu abuela que te precedieron, ¿estás lista para servir a Bretaña, a tu país, y a tu tierra como lo harías con tu propia vida?
Lania observaba a su vecina, a su lado, con mirada preocupada, intentando adivinar si era el momento de responder, ya que nadie la había advertido de nada.
— Estoy lista y lo prometo —decidió responder con una voz débil, más que febril. En aquel momento, la pequeña Lania, como la llamaban, sintió que se había hecho mayor y responsable, como después de haber superado una prueba difícil.
Tan lejos como podía recordar, Lania amaba su país y su lengua. Su color era distinto, pero Lania era bretona de madre y por ello, no podía dudar jamás de su bretonidad. Le habían dicho que pertenecía a la Bretaña y ella estaba segura de ello ya que el mismo día que cumplió siete años, al igual que todas las demás niñas de su clan, y como siempre se había hecho en la historia bretona, la llevaron ante los Jefes. En aquel pasado, en el universo en el que había crecido, los druidas, los dólmenes, las hadas y los korriganes (gnomos) formaban parte del patrimonio nacional, del inconsciente colectivo, del alma eterna de un país que compartía un mismo territorio y alimentaba a sus habitantes. Los personajes importantes eran sacados de aquellos mitos que contaban a los niños para reavivar la grandeza de una antigua nación, tanto en la retina de los herederos como en el corazón de sus progenitores.
Cuando Lania era pequeña, le habían contado que hubo un tiempo en que la nación Celta era una sola. Y la Bretaña, tanto la Pequeña como la Grande, era un único continente, un único estado en el que se hablaba una misma lengua. Ahora, el continente se había dividido en dos: la Bretaña de habla celta se había ido afrancesando aunque según los más longevos, aquella nación quimérica seguía existiendo al otro lado del mar. Algunos hablaban de Britonnia como de un paraíso pagano. Otros preferían referirse a ella como la nación Celta. Lania no sabía cómo llamarla. Solo sabía que en aquel reino reunificado, los druidas tenían escuelas para estudiar e instruir a sus cada vez más numerosos alumnos. A su parecer, era un país curioso, ajeno en algunos aspectos a sus costumbres bretonas, purificadas en exceso por la religión oficial de un centro francés dominante. Ambos continentes hermanos habían permanecido separados durante demasiados años y desde entonces, de sus creencias, en la Pequeña Bretaña solo quedaban unas pocas costumbres patrióticas cuyo significado original se había sumido en el olvido.
Cuando era niña, le habían dicho que en el otro lado del mar, en aquel país, los habitantes adoraban a la Madre de los Dioses y veneraban la tierra que les había visto nacer, asimilándola a sus propias Madres. Para ellos, aquella tierra era lo más sagrado que tenían el deber de servir y proteger. También le habían contado que en aquel país, las gentes amaban la tierra y sus frutos, y que allí todo lo que envejecía cobraba mayor importancia. De todo aquello, solo tenía constancia de la brisa marítima y de las gaviotas. De todo aquello, ella nunca había visto la realidad hasta aquella precisa mañana de su primera infancia, cuando simplemente, se convenció de todo ello.
La madre de Lania avivaba las llamas con una tierna sonrisa. Los reflejos del fuego iluminaban el cabello rubio de su madre y suavizaban aún más los rasgos de su rostro. Para celebrar el voto de fidelidad a su país, aquella tarde, junto a la chimenea, le contó la historia de las gentes de Bretaña:
— Erase una vez, una historia repleta de magia y de malvados brujos —empezó su relato— La historia sucedió en tiempos antiguos en que la Gran Bretaña y la Pequeña Bretaña eran una sola. En tiempos muy lejanos, nuestra Pequeña Bretaña era una tierra sagrada, tan sagrada como la Bretaña en la que reinaba el Gran Rey, Arturo. En aquella época, había una isla llamada Sein, que llegó a ser tan importante como lo era el Bosque.
— ¿Qué bosque, mamá?
— El Bosque. Antaño, Lania, el Bosque era un santuario, una especie de iglesia hecha de árboles en la que la gente se adentraba con miedo o respeto. Antaño, el bosque era admirado y temido por todos. Y si unos pocos ni lo admiraban ni lo temían, era porque no lo entendían. Aún así, hoy en día, algunos siguen viniendo para verlo o sentirlo. Aquel bosque es el Bosque de Brocelianda, pero ya hace mucho tiempo que se quedó dormido.
— ¿Por qué?
— Porque la gente ha dejado de ver y ya no quiere entender los Misterios. Antaño, los Misterios hacían vibrar el Bosque, los mismos Misterios que las Sacerdotisas de la isla de Sein veneraban.
— ¿Sacerdotisas?
— Sí, has oído bien, cariño. Sacerdotisas. Mucho antes de que la Bretaña conociera a la Virgen María, unas mujeres rezaban a Nuestra Madre bajo un nombre distinto en las islas sagradas de Bretaña. Aquellas mujeres no eran consideradas como unas santas, sino que eran una especie de monjas. Y aquellas curiosas mujeres que tenían los mismos conocimientos que los hombres eran temidas por los frailes cristianos. Y es que en aquellos tiempos, los frailes y los curas cristianos eran todopoderosos y representaban una nueva religión que querían imponer en Bretaña.
— Pero mamá, ¿por qué temían a las mujeres?
— Porque aquellas mujeres eran libres. Podían ir a la guerra con los hombres para defender su país, no pertenecían a ningún hombre, eran duchas en medicina natural y aullaban a la Luna cuando se sentían en peligro.
Seguía avivando las llamas como quien abre una vieja herida.
— Al querer instaurar su religión por la fuerza, aquellos sacerdotes que tenían miedo de aquello que no conocían prohibieron cualquier otra creencia que no fuera la suya. Algunos dicen que los de la Pequeña Bretaña somos desafortunados por haber sido engullidos por Francia ya que ahora, en la isla de Sein solo hay gaviotas y turistas, y el Bosque se ha quedado dormido a la espera del poco probable retorno de sus Sacerdotisas. Pero su espíritu sigue estando ahí —le dijo levantando la cabeza en un brote de esperanza— vigila los lugares sagrados a la espera de que los hombres recuerden los Misterios.
— ¿Qué más hacían las Sacerdotisas de la isla?
— En aquella isla, se guardaban, se transmitían y se celebraban los antiguos secretos, cariño. Los que se estudiaban en Avalon.
Lania escuchaba a su madre mientras bebía un zumo de manzana caliente que esta le había preparado. Sus pequeñas manos rollizas rodeaban la taza para mantenerla caliente.
— Las llamaban Sacerdotisas de Avalon porque allí estaba su escuela, pero vivían en la isla de Sein, al margen de la Bretaña, porque ante todo, eran bretonas. En aquella época, se solía decir que la Pequeña Bretaña tenía su Avalon bretón, una isla que nadie podía pisar sin haber sido antes invitado o llamado a ir. Y tú, hija mía —le dijo rebuscando en su alma joven y mirándola a los ojos— un día despertarás al Bosque y serás invitada a viajar a la Isla.
— ¿Es eso verdad? —le respondió con los ojos como platos, llenos de esperanza.
— ¡Claro que es verdad! —asintió— Desciendes de un linaje de mujeres devotas a la Diosa, bajo todos Sus nombres y aspectos. Y Su momento ha llegado de regresar a la Pequeña Bretaña bajo Su primer nombre. Cada uno tiene su destino, hija mía. El mío fue otro muy distinto. No será fácil pero todo cuesta y lo sabes. En los momentos de incertidumbre, mi niña, mi niñita, no olvides nunca de dónde vienes, ni quién eres. Y sobre todo, no olvides nunca tu nombre, cariño, porque Ella fue quien te lo dio.
Pasaron los años desde aquel momento que ahora parecía un vago recuerdo en su memoria, casi como una anécdota. Lania había salido de la Pequeña Bretaña para trabajar y estudiar en París. Durante varios años tranquilos y felices, incluso ingenuos, sus amigas y su vida fueron transcurriendo bastante bien hasta el día en que todo se convirtió en apocalipsis en su joven existencia que solo deseaba llenar de aventuras.
El calor atronador del verano seguía muy presente y Lania no terminaba de encontrar su lugar. París parecía paralizada en el calor del verano y la ciudad se había vuelto asfixiante en aquella época del año. Las vacaciones habían terminado y no le quedaba otra que seguir viviendo, aunque fuera sin futuro, sin trabajo, sin pareja y sin amigos. En cualquier caso, lejos de su antigua vida. Se decía a sí misma que tenía que encontrar sus marcas, que tenía que encontrar unas referencias naturales en aquella vida que no lo era. Algo no iba bien, el decorado de su vida no combinaba.
Tras su descanso marino, regresó por unos días a la Pequeña Bretaña para visitar a su familia y disfrutar de su paisaje natal. Unos pocos Fest Noz más tarde, su vida bretona y sus amigos de la infancia volvían a ser los de antes y ella creía haber recuperado las fuerzas que necesitaba para volver a luchar en la jungla urbana. Hasta que una mañana de verano, recibió una extraña carta en la casa familiar. Observó el sobre con detenimiento, ya que la dirección la había intrigado. Sujetaba el sobre entre los dedos, lo giraba y lo volvía a mirar. Le surgían mil preguntas cada vez que miraba aquel sobre. Todo en él era exótico... o diferente. El sello, la letra, la forma en que el remitente había anotado la dirección de Lania. Pero lo más intrigante era que todo era correcto.
Lania, hija de KatellFamilia TudwallPaís de Morbihan, 56 490Bretaña armoricanaFrancia
¿Cómo pudieron los servicios de correos encontrarla con aquellos datos? Titubeó antes de abrirlo. No tenía ninguna prisa de enfrentarse a aquella realidad. Seguía observando aquel sobre de papel, decorado con pequeñas ondas en los bordes, mientras seguía preguntándose cómo sabía el remitente que ella estaría ahí y no en París. Pero permanecía perpleja mientras leía y releía la dirección en el sobre. No figuraba ninguna dirección de remitente. Cuando abrió la carta, observó que la fecha también era inusual. Arriba a la derecha, rezaba: la Nueva Luna del mes de agosto
.
Respiró hondo y empezó a leer frunciendo el ceño muy a su pesar:
Lania, hija de Katell del clan Tudwall de la Bretaña armoricana,
El Oráculo y los ancianos se han pronunciado. Su decisión ha sido clara e inapelable. La ronda de las estrellas del firmamento anuncia vuestro retorno a Britonnia.
La escuela Avalonia tendrá el placer de recibiros entre sus muros. Habéis sido llamada al servicio de su comunidad conforme al pacto de vuestra promesa hecha en el pasado a vuestra estirpe y a vuestra tradición ancestral, porque una promesa hecha a la tierra siempre es escuchada.
Para el equinoccio de otoño, deberéis acudir a la Escuela del País de Verano para iniciar su primer año de estudios célticos con la finalidad de recibir la enseñanza de las Sacerdotisas. No olvidéis el