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La Chica y su Elefanta: Compañeros Animales, #1
La Chica y su Elefanta: Compañeros Animales, #1
La Chica y su Elefanta: Compañeros Animales, #1
Libro electrónico161 páginas2 horas

La Chica y su Elefanta: Compañeros Animales, #1

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Información de este libro electrónico

Una elefanta muere durante el parto y el resto de elefantes lloran su pérdida. Kanita, la hija del cuidador de elefantes del rey, se niega a rendirse. Con sus propias manos ayuda a nacer a la pequeña elefanta, Safi. Desde ese momento comienza una amistad para toda la vida entre la chica y la elefanta.

Muchos de los aldeanos están preocupados por la maldición de la elefanta blanca con una marca de nacimiento de color rojo en la cara.

La vida idílica de Kanita, criada en las montañas del norte de Siam, se derrumba cuando le ordenan casarse con un hombre mucho mayor que ella y abandonar a la elefanta de la mala suerte. La naturaleza terca de Kanita se niega a ceder ante los deseos de sus padres así que huye con Safi para redimirla de su reputación maldita y fortalecer sus lazos, prometiendo no separarse nunca. Pero la selva es más peligrosa de lo que Kanita o Safi pueden imaginar.

Sigue a Kanita y Safi por la selva del antiguo Siam en una historia de amistad, esperanza y redención.

La chica y su elefanta es el primer libro de la serie Compañeros Animales. Cada libro es una novela única con aventuras y personajes nuevos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2019
ISBN9781071506493
La Chica y su Elefanta: Compañeros Animales, #1

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    La Chica y su Elefanta - Zoey Gong

    La Chica y su Elefanta

    La Chica y su Elefanta

    Zoey Gong

    Índice

    Capítulo uno

    Capítulo dos

    Capítulo tres

    Capítulo cuatro

    Capítulo cinco

    Capítulo seis

    Capítulo siete

    Capítulo ocho

    Capítulo nueve

    Capítulo diez

    Capítulo once

    Capítulo doce

    Capítulo trece

    Capítulo catorce

    Capítulo quince

    Capítulo dieciséis

    Capítulo diecisiete

    Capítulo dieciocho

    Capítulo diecinueve

    Capítulo uno

    El llanto de la elefanta podía escucharse a través de toda la selva.

    Kanita no podía ignorar más su sufrimiento. Aunque su padre, el mahout del rey, le había aconsejado que se mantuviese alejada, ella tenía que ver con sus propios ojos lo que ocurría. Bajó a hurtadillas por la ventana de su habitación y corrió a través de la aldea hasta los establos reales donde la elefanta blanca estaba de parto.

    A pesar de ser bien entrada la noche, los establos y el patio estaban bien iluminados con antorchas y los mahouts corrían de un lado para otro intentando calmar al resto de la manada de elefantes, que parecían inconsolables y barritaban molestos.

    ―¡Trae más agua caliente! ―Kanita escuchó como su padre le decía a uno de sus hombres―. Y mi kris, tendré que cortar el cordón umbilical de la cría.

    ¡Su padre había pedido su daga! «Pobre elefanta», pensó Kanita. Si la elefanta, uno de los elefantes blancos sagrados, muriese, el rey se disgustaría. Movió un fardo de heno hacia la ventana del establo y trepó sobre él para ver mejor.

    La gran elefanta blanca estaba en el suelo de los establos esforzándose por traer a su cría al mundo. De sus ojos brotaban lágrimas. La elefanta miró a Kanita y el corazón de Kanita se congeló en su pecho. Era como si pudiese escuchar al animal suplicándole ayuda. Los ojos húmedos de la elefanta se encontraron con los de Kanita y levantó su trompa hacia ella.

    Kanita saltó del fardo de heno y corrió al interior de los establos. Tenía que hacer algo para ayudar. Al entrar en el edificio, vio a su padre con su kris caminando por detrás de la elefanta.

    ―¡Por! ¡No! ―Kanita, llorando, corrió hacia él y tiró de su arma―. La matarás.

    ―¡Kanita! ―dijo con severidad―. Te dije que te quedaras en casa con tu madre. ¡Sal de aquí!

    ―No, yo puedo ayudar ―dijo ella.

    Se dirigió hacia la elefanta y miró por donde debía salir la cría. La zona estaba roja e hinchada, pero creyó ver una trompa que se movía tratando de salir.

    Nunca había ayudado en el nacimiento de una cría de elefante. Como era niña, tenía prohibido ser mahout. En cambio, había ayudado a su madre a asistir el parto de una mujer unos días antes y no le parecía que fuese muy distinto. Solo necesitaba llegar al interior y tirar de la cría. Pensó que sus pequeñas manos y sus menudos brazos tenían el tamaño perfecto para ello. Así que deslizó las manos dentro de la elefanta.

    ―Ten cuidado ―advirtió su padre―, ¿puedes sentir las patas de la cría?

    Kanita no estaba segura de qué estaba tocando. No le recordaba a nada que hubiese tocado antes. Cerró los ojos y dejó que sus manos vieran por ellos.

    Era una trompa, pudo sentirla. Sintió su longitud y las rugosidades hasta la cara de la cría. Sintió que la trompa rodeaba su brazo.

    ―¡Estoy tocando su cara! ―gritó Kanita.

    ―Continúa ―dijo su padre.

    Introdujo los brazos hasta cubrirse los hombros para llegar al elefantito. Deslizó sus manos por el lateral del animal y lo sujetó por una de las patas delanteras.

    ―Lo tengo ―dijo―. Tengo la pata. ―Intentó tirar de ella, pero no tenía fuerza suficiente―. ¡Ayuda! ―gritó.

    Su padre la agarró por la cintura y tiró de ella.

    ―¡No la sueltes! ―le ordenó.

    Kanita sintió como sus manos comenzaban a escurrirse y se negó a soltarse. La trompa de la cría envolvía su brazo con firmeza. Comenzó a notar que el cuerpo de la criatura cedía.

    ―¡Ya sale! ―chilló.

    La elefanta barritó de nuevo al empujar a su cría.

    Kanita y su padre cayeron de espaldas cuando la cría cayó encima de ellos cubierta de restos del parto. Aún forcejeaba medio atrapada en el saco amniótico. El padre de Kanita usó su kris para cortarlo.

    El recién nacido cogió su primera bocanada de aire. Kanita envolvió con sus brazos a la cría. Una cría que debía pesar diez veces el peso de Kanita, una niña de ocho años. Era hembra.

    ―Lo conseguiste ―dijo su padre dándole una palmada en la espalda.

    Kanita suspiró aliviada, feliz por haber salvado a madre e hija.

    En ese momento, la madre barritó de nuevo y soltó un espeluznante gemido. Sangre y otros fluidos brotaron de su cuerpo y dejaron empapado el suelo del establo.

    ―¡Oh, no! ―gritó Kanita al levantarse. Su chong kraben estaba lleno de sangre.

    Se acercó con dificultad a la cara de la madre, que gimió cuando Kanita le acarició la cara.

    ―Lo siento ―dijo Kanita―. Cuidaré de ella, lo prometo.

    Como si entendiera, con una mirada tierna puesta en Kanita, la madre dio su último suspiro y cerró sus ojos para siempre.

    Kanita se retiró y luego se postró ante la elefanta blanca, agradeciéndole sus servicios al rey y honrándola como su representante. Todos los mahouts del establo, incluido el padre de Kanita, hicieron lo mismo tal y como correspondía. El resto de elefantes blancos y grises que estaban en los establos del rey soltaron un barrito triste. Ellos también sentían su pérdida.

    Kanita fue la primera en levantar la cabeza. Solo pensaba en la elefantita que había dejado atrás. La pequeña se había incorporado, sus grandes ojos parecían confusos por lo que estaba ocurriendo. Kanita le levantó la trompa, la persuadió para que siguiera sus pasos y la llevó hasta su madre para que pudiera alimentarse. Aunque la madre había fallecido, la leche aún debía estar buena para la primera comida de la cría.

    Mientras tanto, los hombres hablaban sobre qué hacer con la elefanta real muerta: tendrían que informar al rey y luego llevar a cabo un cortejo real para ella.

    Kanita cogió un cubo de agua y comenzó a bañar a la recién nacida. Mientras lo hacía, vio algo increíble.

    ―¡Por! ―llamó a su padre―, ¡mira!

    Su padre y algunos de los otros mahouts fueron a ver porqué estaba tan emocionada.

    ―Vaya… ―la voz de su padre se iba apagando al tiempo que se arrodillaba.

    Era una elefanta blanca igual que su madre.

    Una vez más, todos en el establo, incluida Kanita, se postraron ante un elefante de buena suerte.

    ―¿Es la primera vez que un elefante blanco nace en cautividad? ―preguntó Kanita a su padre cuando ya todos se habían levantado.

    ―El rey Sakda es realmente un monarca bendecido ―dijo su padre.

    ―Eh, jefe ―llamó uno de los mahouts. El padre de Kanita se acercó y hablaron en voz baja mientras fruncían el ceño al animal.

    ―¿Qué pasa? ―preguntó Kanita y se acercó al lado de su padre para ver lo que estaban mirando.

    La pequeña tenía una mancha de nacimiento roja y larga en un lado de la cara. En su piel de color rosa pálido ―los elefantes blancos no son realmente blancos sino que tienen un color rosa o gris pálido―, la marca se notaba muchísimo.

    ―No es nada ―dijo Kanita, recordando que su amiga Boonsri tenía una marca de nacimiento roja en su espalda―. Sigue siendo un elefante blanco. La seguiremos honrando.

    ―Es un mal augurio, jefe ―balbuceó el otro mahout.

    ―¡No digas eso! ―gritó Kanita.

    ―¡Basta! ―dijo su padre con severidad―. Enviaré un mensaje urgente al rey para contarle lo que ha pasado y hablarle sobre la nueva elefanta blanca. Él, en su infinita sabiduría, sabrá que hacer.

    ―Deberíamos cuidar bien de ella ―dijo Kanita―. El rey querrá saber que su elefante de buena suerte está bien cuidado.

    Kanita se acercó a la cría, que ya había terminado de mamar la leche de su madre, y se la llevó a una zona limpia de los establos donde terminó de bañarla y secarla y la tumbó sobre un lecho fresco de paja.

    ―No te preocupes ―dijo Kanita mientras se tumbaba con la elefanta y la rodeaba con sus brazos―. No dejaré que te pase nada, Safi, mi pequeña y dulce amiga.

    En su corazón, estaba preocupada por el mahout que había dicho que la elefantita era «un mal augurio».

    Los mensajes tardaban varios días en llegar desde los establos reales en Chiang Mai al rey en Bangkok. Y su respuesta tardaba varios días más. Kanita se entretuvo cuidando de Safi durante la espera.

    Encontrar suficiente leche era un reto. Había otras madres jóvenes en la manada de elefantes del rey, pero eran reacias a dejar que Safi se alimentara mucho de ellas. Temían que sus crías no tuviesen leche suficiente para crecer sanas. Kanita se pasaba todo el día llevando a Safi de una madre a otra esperando que fueran buenas y la dejaran alimentarse. Incluso así no había suficiente comida y Kanita pasaba muchas horas al día ofreciéndose a dar de comer a las vacas de los vecinos de la aldea a cambio de algo de leche. Dormían juntas por las noches y Safi la rodeaba con su trompa.

    Después de un par de días, Kanita y Safi habían creado tal vínculo que incluso asombraba a los mahouts y eso que ellos tenían fuertes lazos con sus propios elefantes.

    ―Es una pena que sea una chica ―dijo uno de los mahouts en broma a su padre―. Tiene alma de mahout.

    La cara de Kanita enrojeció de orgullo. Esperaba que un día su padre desafiara la tradición y la dejara unirse a los mahouts, pero él solo sacudió su cabeza y se alejó.

    Esa noche, una discusión de sus padres la despertó en los establos. Kanita intentó escabullirse de Safi para descubrir cuál era el problema, pero Safi se despertó con el primer movimiento.

    ―Quédate aquí ―dijo Kanita a Safi al salir de los establos.

    Safi la siguió de cerca.

    ―Vale, pero al menos no hagas ruido ―advirtió a la elefanta.

    ―Es tu culpa ―gritaba su padre a su madre cuando Kanita se acercaba a hurtadillas por una ventana y se ponía de pie en el lomo de Safi para echar un vistazo―. Siempre la has consentido.

    ―Si eso es lo que piensas es que no conoces a Kanita ―dijo su madre―. Ella es terca y voluntariosa. No hay nada que podamos hacer para impedir que haga lo que se proponga. Es como un elefante. Yo no la consiento, yo solo me quito de en medio para que no me pisotee.

    ―Para eso es para lo que sirve el ankus ―espetó su padre refiriéndose al garfio usado para controlar y guiar a los elefantes durante su adiestramiento―. Nunca la castigas.

    Su madre agitó las manos como si sacudiera sus preocupaciones.

    ―Podrás criticar mi papel como madre luego. La cuestión es qué vamos a hacer ahora. Has visto lo unidas que han crecido. El edicto del rey la va a destrozar.

    ―Yo no puedo hacer nada ―suspiró y miró el papel con el sello real que tenía en las manos―. La elefanta deber ser ejecutada.

    ―¿Qué? ―gritó Kanita y se levantó tan rápido que perdió el equilibrio y se cayó de espaldas del lomo de Safi.

    Sus padres salieron a toda prisa de la casa. Su madre la ayudó a levantarse del suelo y sacudió la suciedad y las hojas de sus rodillas.

    ―¡Kanita! ―la regañó su madre―. ¿Qué haces fuera tan tarde?

    ―No lo dijo en serio, ¿verdad, Mae? ―preguntó agarrando a su madre―. ¡No va

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