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Del gobierno y su tutela: La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México
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Del gobierno y su tutela: La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México
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Del gobierno y su tutela: La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México

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Una aproximación a la concepción del gobierno en el antiguo régimen a la manera como gobernaba el monarca sus reinos, a la manera como se gobernaba la ciudad, con una apuesta historiográfica crítica de la historia política tradicional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
Del gobierno y su tutela: La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México
Autor

errjson

Lingüista, especialista en semántica, lingüística románica y lingüística general. Dirige el proyecto de elaboración del Diccionario del español de México en El Colegio de México desde 1973. Es autor de libros como Teoría del diccionario monolingüe, Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos, Lengua histórica y normatividad e Historia mínima de la lengua española, así como de más de un centenar de artículos publicados en revistas especializadas. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el Bologna Ragazzi Award (2013). Es miembro de El Colegio Nacional desde el 5 de marzo de 2007.

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    Del gobierno y su tutela - errjson

    Berlin

    PRÓLOGO

    Por persistir en un viejo empeño mío de ahondar en la comprensión del funcionamiento de un gobierno local en la época virreinal americana emprendí hace ya tiempo Los dueños de la calle.¹ La temática a estudiar fue la del gobierno del cabildo de la Ciudad de México en el momento crítico de la época de la llamada reforma borbónica en América, es decir, en la segunda mitad del siglo XVIII, con la apuesta de que ambos, aquel tema y aquel momento, por obvias razones, habrían de constituirse en atalaya ventajosa para dicha indagación. El episodio particular seleccionado fue la inusitada construcción de un empedrado para las calles de aquella capital, llevada a cabo a ultranza por los ilustrados virreyes, construcción que trastornó intereses de medio mundo y muy en particular los del anquilosado cabildo, cuyas objeciones y resistencias llenaron los archivos de su corporación con los papeles de los que pude valerme más que abundantemente.

    El estudio de la construcción del empedrado aquel y de la inusual intervención del gobierno virreinal, que además actuó sin la aprobación de Madrid, mostraron que algo tan aparentemente pedestre como un empedrado, pero decidido de manera autoritaria, había provocado poco menos que una crisis en las rutinas del gobierno. También en la concepción de la calle, porque se había intentado transformar su uso para convertir aquel espacio, hasta entonces irrestricto, sujeto solo a viejas costumbres, en un ámbito dedicado privilegiadamente a la circu­lación.

    Sin mayor novedad metodológica y con fidelidad a la tradición historiográfica en uso, todo quedaba explicado como resultado de que la implantación de las reformas ilustradas suponía […] la expansión de la acción del gobierno hacia ámbitos antes descuidados poco menos que por completo por el poder público y exigía, en consecuencia, el ensanchamiento del marco de las instituciones estatales.² Es decir, una de las tantas crisis debidas a los supuestos del avance del Estado moderno y de su inevitable y paulatina invasión de los usos y maneras tradicionales de los gobiernos locales. Conque el sujeto último del análisis había sido el Estado, buscado y estudiado desde sus propios términos. Y aunque para mejor entender los cambios sucedidos en la concepción de la calle me haya valido de la propuesta de Norbert Elias que categoriza como el proceso civilizatorio, tal proposición en nada contradecía lo demás afirmado. El resultado pareció entonces satisfactorio.

    No obstante, y como en su momento atinadamente me hizo notar Antonio Annino, había quedado pendiente aproximarme a la explicación del insólito papel jugado por las jurisdicciones de las corporaciones. De manera inocultable, la repentina aparición de un empedrado moderno por las hasta entonces tradicionales calles de aquella vieja capital había suscitado una verdadera guerra de jurisdicciones sin que las categorías propias del Estado moderno hubieran servido gran cosa para dar cuenta del significado que tenían tales sujetos inesperados y tales batallas. La jurisdicción de las autoridades virreinales, la de la corporación del ayuntamiento, la de las corporaciones religiosas, la de otras corporaciones urbanas afectadas, actuando todas sin clara jerarquía de mando, pero eso sí, todas en franco alegato de derechos autonómicos. De manera que pese a que tales jurisdicciones y su particular dinámica habían sido, según aquellos abundantes papeles, protagónicas, esto no había quedado ni someramente explicado en el trabajo apenas descrito, referido hasta en el título: los dueños de la calle.

    Intrigado y sabiéndome en deuda con la explicación de un fenómeno que se había manifestado con tanta contundencia, me propuse enmendar lo que supuse había resultado del desconocimiento de la terminología jurídica; conocerla mejor se hacía indispensable. Asistí para ello a un estupendo curso introductorio expuesto por Jaime del Arenal, sin sospechar que con ello daba inicio a una accidentada aventura con una apuesta historiográfica diferente, crítica de la historiografía política tradicional. Imposible no reconocer la índole de la ayuda de que me valí, cuando —parafraseando a Pablo Fernández Albaladejo— buena parte de los autores citados […] guardan una relación más o menos estrecha con la historia del derecho […]. Claro, obedecía a la misma intención crítica: Una revisión de la interpretación con la que se venía rindiendo cuenta del orden político europeo del antiguo régimen.³

    Entre otras muchas cosas, desde el encuentro con esta intención historiográfica aprendí que mi perplejidad no era debida tan sólo a mi ignorancia de una terminología teórica especializada. Con el fenómeno jurisdiccional había topado con algo esencial de aquella sociedad de antiguo régimen: su constitución jurisdiccionalista. Y nada menos que con uno de los supuestos teóricos fundamentales de aquella metodología, crítica que ya cumplía más de veinte años revisando la constitución histórica de las monarquías del antiguo régimen.⁴ Y entendí que saldar mi deuda con aquella explicación exigiría un esfuerzo de fuste: un profundo replanteamiento. De dicho esfuerzo de aproximación es producto el presente texto.

    Eso sí, persistió y triunfó una tentación estratégica de repetir el mismo o casi el mismo ejercicio, ahora valiéndome de las aportaciones historiográficas críticas a la historia política tradicional que apenas descubría para poder luego contrastar resultados. Antes que reescribir, decidí para la nueva investigación mantener la época, el ámbito y el tema y sólo cambiar de episodio: ya no la reforma urbanística sino la reforma a la hacienda local —provocada en México por la primera. El propósito, ahora, tendría que ser acercarme a la comprensión del gobierno en el llamado Antiguo Régi­men, pero a partir de la dinámica jurisdiccional misma que lo constituía; no más desde el supuesto teleológico del avance de un pretendido Estado moderno. Como recomienda Carlos Garriga, se trata de un intento por despejar el campo histórico para replantearlo historiográ­ficamente.

    Todo lo anterior, aunque pueda no servir como justificante, quiere ser al menos una explicación del carácter preliminar, de iniciación, del intento todo. Y es la razón por la que dejo implícita la discusión metodológica que se impone por la comparación. Hago explícita en cambio y asumo con gratitud la deuda contraída con José María Portillo por su acuciosa lectura y su crítica puntual del texto original que mucho me ayudaron. De lo aquí interpretado y afirmado soy responsable.

    ¹ Esteban Sánchez de Tagle, Los dueños de la calle, México, INAH/DDF, 1997.

    ² Benjamín González Alonso, Las raíces ilustradas del ideario administrativo del moderantismo español, en P. Capellini et al., De la Ilustración al liberalismo, Symposium en honor del profesor Paolo Grossi, Madrid, 1994, p. 166.

    ³ Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de monarquía, Madrid, Alianza, 1992, p. 13.

    ⁴ Como afirma Frederick Schaub, en El pasado republicano del espacio público en Francois-Xavier Guerra, Annick Lempérière et al., Los espacio públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII>y XIX, México, CEMCA/FCE, 1998, p. 29, a "lo largo de las últimas décadas, la historiografía española y portuguesa ha protagonizado una auténtica revolución copernicana en el campo del análisis de los ordenamientos políticos. Un buen panorama historiográfico en Bartolomé Clavero, Paolo Grossi, Francisco Tomás y Valiente (eds.), Hispania. Entre derechos propios y derechos nacionales, Actas del encuentro de estudio en Florencia-Luca, 25, 26 y 27 de mayo de 1989, Per la storia del pensiero giuridico moderno, 34/35, Giuffrè Editore, Milán, 1990".

    ⁵ Carlos Garriga en Presentación a Carlos Garriga (coord.), Historia y constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, México, Cide/El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Escuela Libre de Derecho/HICOES/Universidad Autónoma de Madrid, 2010, p. 15.

    INTRODUCCIÓN

    EL ALETARGADO CABILDO DE MÉXICO

    En su sentencia a una demanda interpuesta por el ayuntamiento en 1765, la Audiencia de México había sido concluyente: Declárese por no Parte a la Ciudad: devuélvase a su Procurador Síndico esta instancia advirtiéndole se abstenga de representar en asuntos que (como este) son proprios y privativos de la Suprema Potestad y regalía de S.M.¹

    Afortunadamente, podemos averiguar la interpretación que en cabildo se dio a dicha sentencia. Podemos valernos de una extensa comunicación del procurador jurídico o síndico del ayuntamiento (el regidor perpetuo ese año con dicha comisión) en la que representa al cabildo su diagnóstico de la situación y prescribe el remedio. Por su amplitud, nos servirá como glosa para iniciar nuestro acercamiento a los supuestos y protagonistas de la operación del gobierno en la época virreinal. Resume así lo alegado por la Ciudad:

    La Mui Noble y Mui Leal Ciudad de México, Cabeza y Metropoli de las Villas y Ciudades de esta Septentrional América [representada por] unos sujetos con las obligaciones de Padres de la República con el cargo de Apoderados de los derechos del Comun [dice que…] Se puso el estanco del tabaco en el Reyno [...] no ha tenido la Nvma. Ciudad el mas leve participio, no se le ha dado audiencia [...] ya se ha insinuado que la Nvma. Ciudad es la que debe presumir, y en realidad la mas instruida en las cosas de su Republica, Reyno y Ciudades Sufraganeas.²

    De esa manera, con la guía jurídica de su procurador, los capitulares del ayuntamiento de la Ciudad de México concluían en sus reuniones de 1765 que era ya inocultable que a últimas fechas las autoridades peninsulares habían comenzado a actuar como si el cabildo de la capital del reino novohispano nada representara, como si no fuera parte interesada en todo. Habían escuchado argumentar a dicho procurador respecto del riesgo de descuidar la defensa del indisponible derecho de la corporación al reconocimiento debido a su representación y a la autonomía en el gobierno de la jurisdicción de la capital.

    En dicha comunicación, el procurador comenzó por refrescar la memoria de los capitulares, animándolos a reconsiderar la multitud de cédulas enviadas por los monarcas desde tiempos de la fundación y conservadas celosamente en los archivos de la corporación. Ellas —arguyó ahí— participan exaltaciones al Trono, nacimientos de Principes e Infantes, muertes y casamientos, guerras declaradas, batallas vencidas, paces celebradas, ausencias que han hecho los reyes de sus Cortes —en fin, la política antigua—. En conclusión, desde la fundación de México no había ocurrido novedad en los dominios de España que no hubiera sido comunicada con toda deferencia a la corporación. Documentos que daban testimonio de que la Ciudad había estado, como estaba, en posesión pacífica del derecho a una consideración distinguida. Con todo, de poco tiempo a esta parte se experimenta lo contrario […] porque ni de la Corte se comunican, ni los Excmos. Sres. Virreyes se los hacen saber con la distinción que corresponde. Era como si repentinamente el ayuntamiento de México no fuera más el Consejo de la ciudad capital. Como si no fuera parte imprescindible en la toma de decisiones de gobierno del reino al que representaba y la corporación responsable del gobierno de la jurisdicción territorial de la ciudad capital de Nueva España. Puesto que, además, existía la pretensión legal de que a la Ciudad de México le fuera reconocido su título de Cabeza y Metrópoli de las Villas y Ciudades de esta Septentrional América de tiempos de la fundación, menos podía entenderse que con ser aquellos momentos los de una desusada intensidad en las oficinas de palacio virreinal, en cambio, en las casas consistoriales de México apenas y se enteraban de las novedades, y eso circunstancialmente: Vienen cosas muy nuevas y extraordinarias al Reino y no tienen [los capitulares de la capital] otra noticia de ellas que las que merece el Vecino mas plebeyo, es decir, la vista pública de los sucesos. Los cabildantes atendieron seguramente con cierta perplejidad este llamado del procurador a asumir la responsabilidad política de una representación general del reino que hacía mucho sólo hacía suya en las ceremonias.

    Se asegura ahí que desde la exaltación al trono de Carlos III la Ciudad apenas había tenido noticia de que había habido declaración de guerras, concertación de paces, jura de el Principe y casamientos de Infantes. Al reino habían llegado cosas muy nuevas y extraordinarias, sin que México recibiera aviso alguno.

    Han venido al Reino nuevas tropas arregladas bajo el comando de un Teniente General, y cuatro mariscales de campo en esta capital se han acuartelado de pie un regimiento de Infanteria y otro de Dragones, se ha mandado a la N.C. dar sitio y costear el vivaque, se han expedido decretos para dar utensilios a las tropas de transito; se esta empadronando el vecindario por los Sres. Capitulares para arreglar las milicias; se ha pensado en arbitrios y gabelas publicas; se ha establecido un Estanco del Tabaco y finalmente ha llegado a la Vera Cruz un Visitador del Reyno; y de tan extrañas novedades no ha tenido VS mas noticias que las que tienen todos, como si nada representara, como si no fuera parte interesada en todo; entrandose en esta Corte los Sujetos empleados sin usar la menor demostracion de politica, sin reconocimiento de una Carta o visita a este M.I. Ayuntamiento.

    Premisa incontrovertible era la del honor del cuerpo: la de que por ningún motivo podría pasarse por alto la postergación cometida de manera reiterada por dichos empleados —se refería así, despectivamente, a los oficiales reales—. En la ocasión, ante la sentencia de la Audiencia, era imperativo acudir directamente al monarca, por el ningun aprecio que se ha hecho y hace de las representaciones remitidas a los Superiores Tribunales de esta capital. En el tribunal de la Audiencia, aquélla y otras demandas referentes a asuntos que afectaban la jurisdicción del cuerpo nomás no estaban siendo atendidas, a veces ni siquiera consideradas para sustanciar al menos la regular audiencia de partes —como vimos suceder con el importantísimo asunto del estanco del tabaco, en el que la representación³ de la Ciudad nada había logrado—. En conclusión, urgía reclamar al monarca por este desdén creciente y por desaires casi públicos como los cometidos por los Jefes de la Tropa, Intendentes y demas Ministros. Por ser cuestión de honor, del honor del cuerpo, podemos suponer que aquel procurador logró avivar los apagados ánimos de la mayoría de los regidores propietarios. Siempre había sido —les recordaba el procurador—

    el estilo antiguo que [al ayuntamiento] se le participe todo para que si sobre ello pulsare algún inconveniente, premeditare algun daño, o alcanzare mas proporcionado arbitrio para que tengan efecto las altas resoluciones de S. Majestad, como parte tan interesada en el servicio del Rey y bien del reyno.

    Nada que no supieran los de aquel cuerpo, pero, evidentemente, se sintió en la necesidad de esclarecerlo. Era el argumento jurídico del autogobierno, del estilo antiguo y solo por ello legítimo, el indisponible derecho a la autogestión de las corporaciones de la monarquía hispana de aquel entonces.

    De hecho, estaba seguro de inquietarlos al recordarles que, sobre todo en el territorio mismo de la jurisdicción de la Ciudad de México, comenzaban a vivirse efectos que eran de temerse: ciertamente ya se resistían verdaderos abusos. Se trataba de las temidas consecuencias fruto de la aparente indefensión que, con su indolencia, manifestaba el cuerpo, por no reclamar el que ni de la Corte […] ni los Excmos. Sres. Virreyes le ocultaran las instrucciones dadas en la corte para tantas novedades; o que se pudiera omitir su parecer en asuntos de su jurisdicción; o le desconocieran los fueros, los privilegios debidos a su representación distinguida. Consecuencias que ya ocurrían en el ámbito mismo de su República. Se comenzaba, por ejemplo, a obligar a los proprios y rentas de esta N.C., es decir, a afectarse las rentas públicas que la Ciudad había jurado proteger como su apoderada que era. Más y más se multiplicaban las evidencias del uso y abuso que los funcionarios reales creían poder perpetrar impunemente en el espacio jurisdiccional del reino y aun de la ciudad y hasta con los bienes que la corporación custodiaba, de los derechos del Común. Sin mayor trámite, desde el palacio virreinal se ha mandado a la Ciudad —refería el regidor— dar sitio y costear el vivaque para las nuevas tropas. No sólo sin acuerdos ni audiencia con el ayuntamiento; en tales ocasiones las autoridades ni siquiera habían escuchado las objeciones del cuerpo. Una invasión de jurisdicciones que el superintendente de los propios del cuerpo (un oidor de la Audiencia comisionado por las autoridades con esta jurisdicción especial), en su momento, no había dudado en considerar intolerable y declarar que despóticamente el actual virrey marqués de Cruillas (1760-1766) había pretendido imponer al ayuntamiento un gravamen de 6 000 pesos para el vestuario y habilitación de los regimientos de milicias de Españoles y Pardos.⁴ El procurador encarecía la urgencia de reclamar directamente a la corte madrileña por el indebido desconocimiento, por el despojo de derechos que desde siempre habían pertenecido al cuerpo, por la intromisión desconsiderada en asuntos de su jurisdicción y el reiterado intento por disponer, sin más, de bienes que la corporación tenía en custodia. Al procurador jurídico de aquel ayuntamiento le descorazonaba percatarse de que si algunos oficiales habían podido mostrar tal desenfado en su actuación sin sentirse obligados a reconocerle privilegios, figurándose liberados de pagarle los merecidos honores, sin tener que consultarlo siquiera aun en la disposición de rentas que eran responsabilidad suya, era justamente porque lo consideraban en la indefensión.

    De no hacerse así, el regidor y procurador jurídico advertía para el cuerpo un futuro deshonroso; hacía hincapié en el riesgo que se corría de que, en su indecisión, la corporación terminara dando la nota de nuestros tiempos. A los capitulares que lo escuchaban aseguraba que tal cosa les estaría bien merecida por no haber sabido defender sus derechos. Vaticinaba una vergonzosa suerte para un cuerpo de la entidad del ayuntamiento de México; además, que no hubiera sabido conservar el lustre que había sido suyo y que no hubiera sabido resistir con decisión las intromisiones, la externa disposición de sus derechos. Les recordaba que a ellos correspondía cumplir con las obligaciones de Padres de la República: había que dar la cara en representación y defensa de los privilegios de la Ciudad, del reino, frente a estas acechanzas autoritarias, o cualquiera otra que perjudicase a sus aumentos, a sus privilegios o al bien público. Recordaba que su deber era no transigir, no callar que al cuerpo que en aquel momento él representaba jurídicamente lo trataran con negligencia, con desdén y aun como ajeno en temas concernientes al territorio de su jurisdicción. Urgía a reclamar que hubiera quien se atreviera a estorbar su libre acceso a los tribunales advirtiéndole se abstenga de representar en asuntos⁵ que eran de su responsabilidad indisputable. En suma, que representara por el flagrante atropello a sus derechos.

    De hecho, el abandono era tal —arguye— que a la Ciudad las no­vedades por poco la cogían del todo descuidada: apenas y había tenido representante ante la corte madrileña, tanto que pudo el procurador afirmar que en diez años le ha faltado el sujeto que se apersone por esta N.C. con el empeño y exactitud que se requiere. Pero habiéndose, muy últimamente era cierto, resuelto el problema y teniendo al fin apoderado en la corte —afirmaba el regidor—, no hay motivo para que se omitan los ocursos que con urgencia piden los extraños acaecimientos que se experimentan.

    En suma, se pedía a los del cabildo

    impetrar de la benigna piedad del Rey el correspondiente remedio […] suplicándole se digne Su Real beneficencia de expedir Cedula mandando que los Excels. Sres Virreyes, Rs. Audiencias y demas Intendencias a quienes se diere algun orden en que sea interesado el Común, la manifiesten y hagan saber por testimonio a esta N.C. Que sean siempre oidas y atendidas, en todos los asuntos publicos, sus representaciones. Que no se vulneren los honores y privilegios que goza. Que no se le oblige a erogar de sus propios […] Que se quite el vivaque […] Que todos los sujetos previstos para empleos publicos de este Reyno escriban carta desde Vera Cruz.

    Basta ponderar con algún detenimiento lo discutido en aquellas reuniones para que resulte evidente que sin importar la gravedad de los excesos anotados por el representante jurídico de la ciudad, nada de lo que entonces sucedía les causaba extrañeza suficiente a los cabildantes como para dejarlos sin saber qué hacer. Nos lo deja ver el que la principal recomendación fuera que había que desperezarse para acudir a Madrid como desde siempre se había podido hacer, no hay motivo para que se omitan los recursos. Es decir, para estos novohispanos, el rey seguía siendo y actuando como el rey de siempre: aquel al que se podía acudir para solicitar justicia; su imagen permanecía como la del juez supremo garante del orden.⁷ Con seguridad, los cabildantes consideraban que lo que entonces sucedía sólo podía explicarse como resultado de excesos, los excesos de siempre de ministros u oficiales codiciosos. Por lo que, también como otras veces había ocurrido, podría bastar con el reclamo decidido al rey, que, de paso, serviría para informar a la corte madrileña de los excesos de sus oficiales y, entonces, con toda seguridad, aquélla pondría un alto a los abusos que se experimentaban. Insistía en su argumentación el procurador de la ciudad: Debe representarse en la Corte la falta de noticias.⁸

    En el mismo sentido, es supuesto de la argumentación no haber sido aquella la primera ocasión en que el cabildo había tenido que enfrentar excesos similares. Ni siquiera se le consideraba como de las más notables; es claro que para el representante jurídico contrarrestar tales excesos formaba parte de la rutina de su cargo en el ayuntamiento. De hecho, estos pleitos eran parte sustantiva de la dinámica de la vida de las corporaciones del antiguo régimen novohispano. En aquel mundo consuetudinario, el litigio para la defensa de derechos entendidos como propiedad indisponible había sido, desde siempre, la manera de mostrar que tales derechos continuaban vigentes y que la corporación de pronto afectada por alguna invasión se mantenía en posesión de los mismos: Alguna vez debe lisongearse el honor mismo de la necesidad de disputarse.

    Lejos de ser estático, aquel era un orden muy dinámico, pero el motor del cambio no era la ley sino el conflicto, que formaba parte de la fisiología —y no de la patología— de los cuerpos políticos.¹⁰ Bien podía considerarse que oficiales irrespetuosos del orden, por exceso, por ignorancia o por creer poder complacer así a sus superiores en la península, no habrían de faltar (aunque, fuera indiscutible que a últimas fechas abundaban). En cambio, los miembros del cabildo son acusados responsables de lo que sucedía; acusados de indolencia por el procurador, de abandono de sus responsabilidades. Era inocultable el lamentable abandono que experimenta esta Novilisima Ciudad. De manera que en el argumento central de esta carta del procurador, justamente ellos, los regidores perpetuos aparecen como causa mediata de los abusos: porque antes no se excusaban las más prolijas y exquisitas diligencias era muy atendida y porque ahora se omiten las precisas está olvidada.¹¹ Así, no obstante que en su intervención el procurador del cabildo destaque y quizá hasta cargue la tinta para resaltar las cosas muy nuevas y extraordinarias, al final nada parece encontrar verdaderamente extraño; nada ve que no pueda resolverse con reclamar a la Corona, con recordarle que no eran esos los términos pactados.¹² Es decir, estaba seguro de que con los medios jurídicos tradicionales al alcance de la corporación y dada la inalterable constitución del reino, todo podría traerse a la normalidad de la consuetudinaria vida de la provincia, para todo esto se ha de impetrar de la benigna piedad del Rey el correspondiente remedio. Por esta confianza de ir sobre seguro se explica que el representante acuda precisamente al pasado en búsqueda de ejemplares edificantes; a la memoria viva de antiguos enfrentamientos que el ayuntamiento había sabido sortear para persuadir al actual cabildo a emular a sus mayores. Recuerda a los capitulares que fue honor de los antiguos el defender sus fueros sin omitir representaciones [...] y si en los Superiores Tribunales de esta capital no lograban remedio, indefectiblemente se ocurría a la Corte.¹³

    Por último, vale la pena destacar del alegato que formulaba aquel procurador, que resulta igualmente cierto que tampoco manifiesta escándalo ninguno frente a la intervención real en asuntos de la administración local. No se pone en duda el derecho del monarca a participar en asuntos del gobierno de sus reinos, de sus ciudades. Aquel era un mundo de autonomías no de soberanías.¹⁴ A nadie sorprendía, porque aunque hasta inicios del siglo XVIII este derecho del monarca había permanecido, al menos para la Ciudad de México, punto menos que tácito (excepto para la solicitud de recursos y la vigilancia); para mediados de siglo cumplía ya cuatro décadas de haber dejado de ser inusual una mayor interferencia. Indudablemente, en un primer momento, en las primeras décadas del siglo les había resultado difícil asimilar el repentino mayor interés del monarca y sus enviados por participar en temas que desde siempre habían sido práctica casi exclusiva del ayuntamiento, como un control más cercano de sus cuentas. Sin embargo, ya se deja ver que durante aquellos años de mediados del setecientos la Ciudad, la corporación que la representaba, se había acostumbrado a una mayor injerencia: era un mundo de costumbres.

    Con todo, no había sido sino hasta últimas fechas que las cosas verdaderamente llegaban a límites inaceptables. Hasta mediados de siglo, en las infrecuentes novedosas determinaciones oficiales en asuntos similares, pese a sus quejas, la Ciudad había sido considerada como parte interesada, la natural responsable. Hasta esos momentos, con su consejo y opinión, no había dejado de presumir lo que era más provechoso para la jurisdicción. Sólo últimamente, de pronto, veía cómo se le desconocía su posición como la corporación más instruida en las cosas de su República, a quien correspondía interpretar y velar por el bien común de los habitantes de la jurisdicción bajo su encomienda, de su República. De tal manera que el derecho tradicional del monarca español a participar en los asuntos relacionados con el gobierno de sus ciudades no era el tema que preocupaba en estas discusiones. Preocupaba que la intervención pusiera en evidencia la ausencia de una respuesta inmediata, sistemática, por parte de los capitulares; que se evidenciara su incuria.

    Para entender mejor el desconcierto en el ayuntamiento hay que reconsiderar cosas como que aquel cuerpo pertenecía a un mundo sustentado en la permanencia de sus costumbres. Que la sola expresión cosas nuevas y extraordinarias, lejos de la resonancia prometedora, alentadora que una noticia así tendría para un oído moderno como el nuestro, tales términos llevaban entonces la intención de descalificar esas cosas por perturbadoras, por no haber sido acreditadas por el tiempo ni por la autoridad competente. Pero, de hecho, lo que el representante jurídico del cabildo buscaba era impedir que escandalosamente y contra todo derecho, por sus excesos, los oficiales del rey intentaran dejarlos fuera del juego, a ellos, a los responsables naturales del gobierno, ni más ni menos. Estaba contra la inverosímil intención de querer poder hacerla a un lado, a ella, a la corporación responsable natural de la procuración del bien común en su jurisdicción; que se pretendiera siquiera relegar a la Ciudad. Todo ello preocupaba al procurador no tanto por las novedades en sí mismas, sino por la aparente incapacidad de respuesta, la negligente apatía de los representantes del cuerpo.

    Por tanto, el esfuerzo del procurador es advertir a los demás regidores lo escandaloso de esa falta de respuesta, lo inaplazable de acudir al rey en defensa de los derechos del cuerpo. Su alegato busca justamente hacerlos ver que lo sucedido últimamente era del todo intolerable, pero que lo verdaderamente grave era mostrar debilidad. Que la manera como estaba siendo llevada a cabo la intromisión significaba disposición flagrante de los derechos de propiedad del cuerpo. El reclamo de la representación exigía que fuera atendida; era un asunto de derecho: defender sus fueros sin omitir representaciones.¹⁵ No permitir que el desdén fuera pasado por alto y que dicho abandono de sus privilegios sentara precedente. En suma, estaba seguro de que el reclamo no podría no ser considerado en la corte, ni que en adelante se pudiera evadir la opinión del cabildo en cuestiones que afectaran a la jurisdicción; pero urgía reclamar, representar. Justa demanda que tendría que ser admitida en el Consejo sin posible disputa en tanto que asunto contencioso;¹⁶ tal era el alegato, el remedio: la defensa judicial. El propósito de la representación enviada por el procurador al cabildo: urgir a los capitulares, hacer un llamado de alerta, sacudirlos, desperezarlos y recordarles su carácter de representantes de la república, su obligación de contrarrestar la irrupción de las novedades en tiempos de Carlos III debidas precisamente a el lamentable abandono que experimenta esta Novilísima Ciudad.

    EL MONARCA Y EL BUEN GOBIERNO

    Podemos ver que para los naturales de la monarquía católica del siglo XVIII, aún más cuando éstos eran americanos, permanecía vigente la concepción tradicional del oficio de sus reyes. Esta concepción, en estricto sentido y como con sencillez lo escribió alguna vez fray Luis de León, consistía en castigar lo mal hecho y restituir a los agraviados en la posesión de su hacienda.¹⁷ Es decir, subsistía la imagen de un juez que vigilaba la permanencia de un orden considerado natural e indisponible, desde el trono en que más brilla el Sol de Justicia;¹⁸ la imagen de un juez supremo. Ni siquiera la de un padre que en la península avanzaba y con la que, ya para este siglo, se acreditaba una mayor tutela de la económica: de aquella obligación de todos los que gobiernan […y] cual Padres de Familia anhelan por la mejor disposición de sus Casas y heredades y por sus adelantamientos y seguros […];¹⁹ de la injerencia en la administración en el interior de las corporaciones urbanas.²⁰

    Se ha puesto en evidencia como el soberano español de aquellos años lo era de una monarquía compuesta.²¹ Monarca de un cuerpo político plural, que aglutinaba un conglomerado formado por otros muchos cuerpos jurídicos diversos: donde la representación del reino como una ‘constelación de comunidades’ es bien visible.²² Cada uno de los cuales defendiendo derechos históricos propios, con atributos de una autoridad que no era considerada prolongación de la potestad del rey. Decía la Ciudad de México en 1779:

    Esto proviene de que aunque el Pueblo transfirio en el Principe la jurisdicción de hacer leyes, potestad de cuchillo, y eleccion

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