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La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX
La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX
La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX
Libro electrónico797 páginas9 horas

La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX

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La expresión "ciudad latinoamericana" remite hoy con exclusividad a las grandes metrópolis que crecen sin control, escenarios amenazantes de violencia e inseguridad. Este libro reconstruye, en cambio, una historia fulgurante en la que la "ciudad latinoamericana" imantó el pensamiento y la acción, como punto de cruce entre los lenguajes de las ciencias sociales en su momento más experimental, los proyectos planificadores y la imaginación política. De 1940 a 1980 esa figura dio lugar a una "internacional latinoamericana" de increíble potencia, conformada por intelectuales, expertos, instituciones y Estados para quienes estudiar el territorio urbano era el paso indispensable para la transformación regional.

A partir de una investigación tan inspirada como ambiciosa, que lo llevó de los archivos europeos y norteamericanos a un recorrido por esa "ciudad latinoamericana" móvil, que se desplaza de La Habana a Santiago de Chile, de Lima a Buenos Aires y Río de Janeiro, de Puerto Rico a San Pablo, de Brasilia a México, de Caracas a Bogotá, Adrián Gorelik traza el ciclo histórico de esa figura, que tiene dos momentos. El primero, hasta fines de los sesenta, está atravesado por el entusiasmo modernizador, con la creencia de que las ciudades son la puerta a ideas y estilos de vida que van a liberar a América Latina de las cadenas del tradicionalismo y el subdesarrollo. Pero a medida que el optimismo reformista cae, el segundo momento mira las ciudades con otra óptica: bajo la clave de la dependencia, empieza a identificarlas con la reproducción de un orden injusto que solo la revolución –venida de aquel polo antagónico, el campo– podrá cambiar. Ambos momentos están marcados por la presencia dominante de los Estados Unidos y la incidencia de sus figuras, ideas e instituciones, en un contexto en el que la Guerra Fría redefine el campo académico-intelectual y el político.

Colocando a la ciudad en el centro de la dinámica intelectual, Adrián Gorelik produce una nueva mirada sobre el período en el que con mayor fervor llegó a formularse la idea de Latinoamérica como proyecto, sea en versión desarrollista o revolucionaria. Y, en la senda de grandes clásicos como Richard Morse, José Luis Romero o Ángel Rama, a quienes dedica los últimos capítulos, lo hace desde un prisma original, que funda un campo de exploración y da nueva inteligibilidad a una época.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 mar 2022
ISBN9789878011509
La ciudad latinoamericana: Una figura de la imaginación social del siglo XX

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    Vista previa del libro

    La ciudad latinoamericana - Adrián Gorelik

    Índice

    Cubierta

    Índice

    Portada

    Copyright

    Prólogo. Hoja de ruta

    Advertencia para los lectores

    Apertura: El ciclo de la ciudad latinoamericana

    La producción de la ciudad latinoamericana

    Rutas panamericanas: vías para pensar (una vez más) las relaciones con los Estados Unidos

    Parte I: Por el camino de la etnografía. La aldea, del campo a la ciudad

    1. Transiciones: la polémica Redfield/Lewis | Chicago - México (Tepoztlán - Mérida - DF)

    Un modelo del cambio social

    El antropólogo como documentalista

    El rol de los aldeanos en la cultura urbana

    2. 1959: un estado del debate en América Latina | Lima - Río de Janeiro - Buenos Aires

    Lima: los serranos invaden la ciudad

    Río de Janeiro: favela y populismo urbano

    Buenos Aires: el continuo acortado

    Un continuo sudamericano

    3. Dos ideas de comunidad en el debate sobre la vivienda | San Juan de Puerto Rico - Bogotá

    Grandes conjuntos habitacionales, Estado y modernidad: un modelo latinoamericano

    Otras modernidades, otras comunidades: el modelo panamericano del self-help

    El Cinva: la autoconstrucción como misión

    La trama panamericana de expertos

    4. Interregno (semi)rural: el Cinva y la acción comunal| Colombia

    El viaje del self-help de Puerto Rico a Colombia: un cambio conceptual

    Interdisciplina y compromiso: la investigación-acción en el Cinva

    5. De vuelta en la ciudad: el self-help se radicaliza, la barriada se urbaniza | Lima - Río de Janeiro - Santiago de Chile

    Freedom to build: autoconstrucción y autodeterminación en Lima

    De Lima a Río de Janeiro: el mito de la ruralidad urbana

    El camino de Santiago

    Coda: tres posiciones y dos reinterpretaciones

    Parte II: Bajo el signo de la planificación. Recorridos latinoamericanos del planning

    6. Un jardín de senderos que se bifurcan

    Dos tradiciones

    Interferencias, cruces, contaminaciones: tres casos

    7. Las formas del regionalismo | Cuencas hidrográficas: Tennessee (USA) - Tepaltepec (México) - Dulce-Salado (Argentina) - Paraná-Uruguay (Brasil)

    Descubrimientos del interior: regionalismos al norte y al sur

    Los ríos profundos

    Cuenca Paraná-Uruguay: una región muy particular

    8. El concepto Puerto Rico. De la planificación integral al polo de desarrollo | Puerto Rico - Venezuela (Ciudad Guayana)

    La planificación toma el mando

    Ciudad Guayana: polo y frontera de la planificación desarrollista

    9. Desvío por la arquitectura | Brasilia

    Una ciudad política

    El huevo de Colón

    10. Regresos desde el Sur. Avatares de la trama institucional en tiempos rugientes | Santiago de Chile - Buenos Aires - La Habana

    Chile como laboratorio

    Cuba como argumento

    Coda: cambio de época

    Cierre: Compañeros de ruta. La historia y la crítica cultural ante los dilemas de la ciudad latinoamericana

    La ciudad latinoamericana como proceso de urbanización

    Cultura urbana latinoamericana

    Bibliografía

    Índice de nombres

    Adrián Gorelik

    LA CIUDAD LATINOAMERICANA

    Una figura de la imaginación social del siglo XX

    Gorelik, Adrián

    La ciudad latinoamericana / Adrián Gorelik.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.

    Libro digital, EPUB.- (Hacer Historia)

    Archivo Digital: descarga

    ISBN 978-987-801-150-9

    1. Cultura Urbana. I. Título.

    CDD 307.7609

    © 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

    Diseño de portada: Ariana Jenik

    Imagen de portada: Facundo de Zuviría, Vista de Buenos Aires hacia el sur, c. 2010

    Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

    Primera edición en formato digital: abril de 2022

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-150-9

    Prólogo

    Hoja de ruta

    Este libro trata sobre un fenómeno fulgurante que ocurrió en América Latina entre las décadas de 1940 y 1970, cuando la intensidad social, política y cultural de la transformación urbana interesó a lo más experimental de las ciencias sociales, que también se estaban reinventando en ese proceso. Se sabe que la ciudad contiene las más diversas dimensiones de la vida social, les da forma y les sirve de soporte y metáfora al mismo tiempo. Así ha sido a lo largo de toda la historia, pero ello no significa que la ciudad ocupe siempre un puesto de tal relevancia en la reflexión sobre la sociedad: solo en contadas coyunturas todo parece volverse urbano, desde los temas de la teoría política a los de la psicología social. Una de esas coyunturas fortuitas se produjo en el período que tomamos aquí, cuando la ciudad se volvió indistinguible de las nociones de modernización y desarrollo, y las tres juntas ocuparon una parte decisiva de la conversación pública, de los programas políticos e intelectuales y de los temarios estatales. El resultado fue la creación de la ciudad latinoamericana como una figura de la imaginación social. Porque la ciudad latinoamericana de la que se habla en este libro no tiene una existencia material; no es –digamos– una ciudad real, sino un artefacto de la inteligencia, que organizó en torno de la cuestión urbana una serie de representaciones sobre el pasado y el presente de América Latina, y muy especialmente, sobre los rumbos necesarios para su transformación.

    Se trató de una figura muy potente, que activó no solo el pensamiento social latinoamericano, sino que atrajo la atención de los centros intelectuales más diversos, en particular los de los Estados Unidos, de donde provenían instrumentos analíticos novedosos para abordarla y buena parte de los modelos institucionales, así como de los recursos económicos que permitían hacerlo. La ciudad latinoamericana tenía, por cierto, especiales atractivos para generar tal interés, ya que permitía asomarse a varios mundos que parecían remitir, a la vez, a diversas eras históricas: su transformación explosiva coincidía con la experiencia de muchas ciudades del Tercer Mundo, en regiones que comenzaban su urbanización con migraciones multitudinarias del campo a la ciudad, similares a las que ocurrían en nuestro continente; pero a diferencia de la mayoría de las ciudades asiáticas o africanas, esa transformación tenía por detrás siglos de plan urbano, ya que aquí la ciudad fue, desde el siglo XVI, un experimento de avanzada del pensamiento europeo que moldeó el continente y fue moldeado por él.

    La propuesta general del libro, entonces, es una historia intelectual del pensamiento sobre la ciudad que permita recuperar, a través del prisma urbano, el fulgor de esas décadas de mediados del siglo XX, el período en el que quizás con mayor perseverancia llegó a formularse la idea de Latinoamérica como proyecto, sea en versión desarrollista o revolucionaria. La apuesta es que, al colocar a la ciudad en el centro de la dinámica intelectual de esas décadas como la cifra perdida que estructuró programas culturales, políticos y también académicos, se consiga dar una nueva inteligibilidad al período de conjunto.

    Para hacerlo, el libro se organiza en cuatro secciones: una apertura y un cierre, y dos partes centrales. En la Apertura se ofrece un cuadro general del ciclo de la ciudad latinoamericana, con foco en dos cuestiones: el modo en que el pensamiento sobre la ciudad se fue tramando con las más variadas dimensiones del debate político-intelectual y de las ciencias sociales en todo el continente (temas, protagonistas, instituciones), y el rol que jugaron las relaciones con los Estados Unidos para definir tanto el modo de interrogación de la ciudad cuanto su magnitud política, en momentos en que la Guerra Fría redefinía ambos, el campo académico-intelectual y el político. Y si puede calificarse como ciclo es porque aquellos temas, protagonistas e instituciones que producen la ciudad latinoamericana describen juntos durante esas décadas el pasaje a través de un arco completo de posiciones: desde el desarrollismo al dependentismo, desde el optimismo modernizador a su inversión radical, la exigencia revolucionaria que, si bien no fue menos optimista, reservaba un lugar opuesto para la ciudad en su modelo de transformación social.

    En la Parte I, Por el camino de la etnografía, se reconstruyen los debates sobre las migraciones del campo a la ciudad y sus manifestaciones propiamente urbanas: la proliferación de villas miseria, favelas, barriadas, y todas las formas de la marginalidad, un término que en sí mismo iba a ser objeto de grandes controversias a lo largo del ciclo. Sabemos que las relaciones campo/ciudad han sido decisivas en toda la historia latinoamericana, pero quizás nunca recibieron tanta atención ni fueron objeto de tanta especulación teórica o vehículo para tantos experimentos como a lo largo de este ciclo. Se trata de debates etnográficos y sociohabitacionales que proveyeron a la ciudad latinoamericana de su definición más característica, ya que lidiaron con un fenómeno que en muy pocas décadas llegó a invertir los patrones demográficos de América Latina convirtiéndolo en un continente urbano, tan marcado por la precariedad y la desigualdad como antes, cuando era un continente rural, aunque en la ciudad esas características ganaron una visibilidad que las puso en el tope de la preocupación pública. Los capítulos de esta parte siguen los debates desde sus comienzos en Chicago y en México, revisan sus cristalizaciones institucionales en Puerto Rico y Colombia, y las experiencias que se realizaron en esa senda en Lima, Río de Janeiro y Santiago de Chile, donde el tema alcanzó una envergadura sociopolítica que trastocó todo lo que se venía pensando al respecto.

    En la Parte II, Bajo el signo de la planificación, se analiza el surgimiento de un campo académico-intelectual específico para estudiar la ciudad e intervenir en ella, el de la planificación urbana y regional, que fue creando una urdimbre institucional con la aspiración de cubrir todo el continente. Pero, sobre todo, se busca entender la marca profunda que el verbo planificar, con su tensión hacia la praxis, dejó sobre el conjunto de la investigación social: basta verificar la presencia de los temas urbanos y regionales en los programas de las instituciones latinoamericanas de ciencias sociales desde su propia creación –esa proliferación de centros de estudios en cuyos nombres no suelen faltar las palabras desarrollo o planeamiento–, insertas en redes académicas internacionales, pero a las que aquella tensión a la praxis llevó también a vincularse, de modos crecientemente complejos, con los procesos de transformación locales y las demandas de los Estados nacionales, que habían adoptado la noción de planificación como un pasaporte voluntarista a la modernización social. En este caso, el curso que siguen los capítulos arranca en la experiencia de planificación regionalista del Valle del Tennessee y los planes de cuenca que se derivaron de ella en México, Argentina y Brasil; se detiene en la fase de la planificación desarrollista en Puerto Rico y Venezuela (Ciudad Guayana); acompaña el desvío arquitectónico que produce Brasilia, y finaliza con la consolidación institucional de la red de pensamiento urbano con doble foco en Santiago de Chile y Buenos Aires, analizando muy especialmente el rol que tuvo en esa consolidación la experiencia de la Cuba revolucionaria.

    Finalmente, en el cierre Compañeros de ruta, se vuelve a recorrer todo el ciclo, pero a través de las miradas, a veces escépticas, a veces comprensivas, de la historia y la crítica cultural. El imperativo planificador creó un campo historiográfico a su medida: el de la historia del proceso de urbanización, inclinado de forma excluyente a los enfoques sociodemográficos sobre la ciudad. En ese contexto, sin embargo, para su definición, la ciudad latinoamericana precisó una perspectiva cultural, que quedó a cargo de las tres figuras excepcionales de Richard Morse, José Luis Romero y Ángel Rama –muy contrastantes respecto del conjunto y muy diferentes entre sí–, que nos permiten entender desde otro ángulo el final de toda una época en la concepción de los estudios urbanos y su reemplazo por la cultura urbana latinoamericana.

    Como se puede advertir, todas las secciones recorren el ciclo completo, pero desde perspectivas diferentes, porque cada una lo reconstruye por medio de los distintos lenguajes con que la ciudad latinoamericana fue producida: las voces de la etnografía y la sociología, de la arquitectura, la planificación y la historia cultural, pero también los dialectos de las instituciones gubernamentales o de los centros de investigación, de las fundaciones norteamericanas o de las agrupaciones de base. Como toda figura de la imaginación social producida en el pasado, la ciudad latinoamericana no surge del trabajo histórico con una silueta unívoca, sino como un mosaico desajustado, hecho de piezas irregulares que no calzan entre sí con exactitud: representaciones sociales, discursos científicos, programas políticos, imaginaciones artísticas, ideologías. Mucho de lo que se escribió en aquel tiempo sobre la ciudad (muchas piezas de ese mosaico) hoy se presenta como una jerga hermética, jeroglíficos de una era que, tanto por el economicismo desarrollista o dependentista como por el estructuralismo funcionalista o marxista, entendió la ciudad desde una matriz cientificista y a la vez altamente ideologizada que hoy resulta indescifrable para cualquier lector lego. Sin embargo, en su tiempo esos textos contribuyeron con la formación de una vasta constelación cultural: nunca como entonces en América Latina la ciudad formó parte tan activa de los principales diagnósticos y programas políticos e intelectuales. Ese hallazgo está en la base de la investigación que llevó a este libro, y lo convierte en un esfuerzo de traducción a fin de despejar el velo de aquellos lenguajes esotéricos y reponer la extraordinaria potencia que llegó a tener la imaginación urbana en la definición de cuestiones clave de América Latina en esas décadas cruciales del siglo XX.

    * * *

    Todo el libro apela a la metáfora del viaje, porque el ciclo de la ciudad latinoamericana, sus ideas y sus protagonistas describieron itinerarios que la investigación debió seguir para comprender. En términos más amplios, busca expresar la idea de que una de las formas de captar lo que pueda llamarse latinoamericano reside en el tránsito cultural, en los desplazamientos y los contactos de ciudad en ciudad y de país en país. Muchas veces, los argumentos del libro se detienen en episodios específicos (en ciudades o países), pero no porque se tomen como casos representativos, ni porque en su simple adición pudieran dar cuenta de América Latina, sino porque funcionaron como nodos de imaginarios y debates transnacionales que se asumieron como latinoamericanos.

    Ahora bien, es sabido que no resulta sencillo estudiar cuestiones de dimensión latinoamericana desde un país latinoamericano: nuestras concepciones historiográficas, nuestros archivos y bibliotecas se formaron en un molde nacionalista que apenas ha sido modificado por estertores latinoamericanistas de escasa consecuencia para alterar el panorama general. Y mientras las tradiciones historiográficas sostienen la fragmentación nacionalista, las tradiciones culturales y la realidad del mercado conectan con mayor fluidez cada centro urbano latinoamericano con diversos focos mundiales antes que con otras ciudades del continente, incluso vecinas: es más sencillo encontrar en las librerías de Buenos Aires un libro editado en Madrid o Barcelona que uno escrito y publicado aquí enfrente, en Montevideo, por no hablar de los que se publican en Lima o San Juan de Puerto Rico. Existe internet, por suerte, pero sabemos lo lacunar del conocimiento que ofrece, las enormes mediaciones que establece con los hechos de los que da cuenta; así, queda reducida a una suerte de complemento, utilísimo, pero para quienes tienen otras fuentes de recursos, provenientes de experiencias menos virtuales.

    Los únicos centros académicos que se han preocupado por reunir de modo sistemático a lo largo de un tiempo considerable todo el material disponible para estudiar los países de esta región vistos como conjunto son los centros latinoamericanistas de los Estados Unidos y Europa, a cuyos archivos y bibliotecas debemos un agradecimiento infinito. Pero aunque no siempre es sencillo recurrir a ellos, quizás lo más difícil sea encontrar los caminos para usar lo mejor que esos centros ofrecen, manteniendo, sin embargo, un rumbo local para la investigación, es decir, organizado a través de los problemas y las preguntas que parece necesario formular desde aquí. No porque se considere que la perspectiva local tenga alguna superioridad ontológica, sino todo lo contrario: porque se piensa que esa región imaginaria que llamamos América Latina se puede llegar a conocer mejor si se multiplican los lugares de enunciación –y con ello, los programas de preguntas y las formas de hacerlas–, ya que se trata de un objeto multiforme que solo puede recuperar sus diversas caras a través de una construcción plural. Así como la ciudad latinoamericana es una figura del pensamiento, también América Latina lo es, en cuanto sus modos de definición, sus roles y propósitos cambian con el tiempo y la geografía desde la que se los examina, y la productividad de lo que hagamos está asociada a la posibilidad de poner en un mismo plano de legitimidad programas de conocimiento que no coincidan necesariamente con los que se vuelven hegemónicos cada vez por la asimetría de los recursos académicos. Se trata, entonces, de buscar los modos de cubrir las extraordinarias carencias que tenemos en cada uno de nuestros países, sin perder de vista la autenticidad de los problemas y de las hipótesis para entenderlos que surgen de aquellas. Viajar mucho y, sobre todo, armar tramas cada vez más amplias de colegas e interlocutores es un camino para lograrlo: el que he tenido la suerte de tentar en los más de quince años que ha llevado el trabajo.

    * * *

    En efecto, he tenido el privilegio de contar con soportes excepcionales que me permitieron pasar estadías completas en centros con bibliotecas fabulosas, viajar a los archivos de cada una de las instituciones que estudio en mi trabajo, recorrer las ciudades de las que hablo y, sobre todo, ponerme en vinculación directa con los grupos de personas que en cada país están trabajando estos temas, e incluso, con algunas de ellas, llegar a organizar proyectos colectivos transnacionales. Este prólogo es una hoja de ruta también porque quiero dar cuenta aquí de mis deudas con todo aquello que posibilitó esos recorridos, las instituciones y las personas que me ayudaron de un modo imposible de inventariar con precisión y detalle. Permítanme intentarlo de la manera más sucinta posible.

    La investigación se abrió y se cerró entre dos ciudades muy especiales para mí, Berlín y Cambridge. Elaboré el proyecto con el que iba a ganar la beca Guggenheim en 2003 reuniendo materiales en el Instituto Iberoamericano de Berlín gracias a una beca del DAAD, y en la biblioteca de Cambridge, en una estadía como profesor visitante en el Centro de Estudios Latinoamericanos (CLAS), gracias a la curiosidad de David Lehmann. Más de una década después, con buena parte de la investigación realizada, organicé por primera vez lo que iba a ser el índice de este libro para un curso dictado nuevamente en Cambridge, pero esta vez como profesor Simón Bolívar, una experiencia maravillosa posibilitada una vez más por la generosidad de David, además del sostén de Julie Coimbra, Charles Jones y Felipe Hernández. Y encontré el tiempo y la concentración para realizar parte de la escritura en una estadía memorable en el Wissenschaftskolleg de Berlín, gracias a la persistencia de Shevy Jelin e Hilda Sabato y, por supuesto, a los compañeros y al equipo del Wiko. Como quiso alguna vez Guy Debord, yo recorría alucinado las calles de Berlín siguiendo las orientaciones del plano de mi ciudad latinoamericana, una colisión de experiencias que me gustaría que haya dejado su marca en este libro.

    Entre ambos extremos, dos estadías en la Graduate School of Design de Harvard me abrieron ese mundo de bibliotecas inagotable (y con tantos insumos fundamentales para esta investigación), que pude disfrutar gracias al apoyo de Jorge Silvetti y Rodolfo Machado, de Inés Zalduendo, Mariano Siskind y Felipe Correa. Y, gracias a la beca Guggenheim, a partir de 2004 pude recorrer los lugares estudiados en el libro, con estadías en aquellos que resultaban más importantes, por sus archivos o sus instituciones, para el argumento que se iba conformando. En todos ellos conté con el auxilio desinteresado de una cantidad enorme de personas: si todo trabajo intelectual supone deudas, intercambios, ayudas inestimables, la escala latinoamericana de esta investigación, más su larguísima duración, da como resultado una lista portentosa. Así que voy a nombrar solo a los imprescindibles, mezclando tiempos y viajes, que en México DF, San Juan (Puerto Rico), Caracas, Bogotá, Lima, Santiago de Chile, Río de Janeiro, Brasilia y San Pablo fueron excelentes anfitriones, interlocutores, aliados, corresponsales, amigos (en unos casos, alguna de estas cosas; en muchos otros, todas): Arturo Almandoz, Silvia Álvarez-Curbelo, Renato Anelli, Nilce Aravecchia, Ricardo Benzaquén (inolvidable Ricardinho), Gonzalo Cáceres, Antonio Carlos Carpintero, Ana Castro, Maria Elisa Cevasco, Horacio Crespo, Alejandro Crispiani, Paulina Courard, Sergio Chejfec, Sarah Feldman, Teodoro Fernández, Néstor García Canclini, Guillermo Giucci, Beatriz Jaguaribe, Shariff Kahatt, Otávio Leonidio, Zé Lira, Jorge Lizardi, Claudio Lomnitz, Carlos Marichal, Juan José Martín Frechilla, Carlos Martins, João Masao Kamita, Germán Mejía, Joana Melo, Ricardo Medrano, Sandra Reina Mendoza, Sergio Miceli, Graciela Montaldo, Alejandra Monti, Ana Luiza Nobre, Fernanda Peixoto, Fernando Pérez Oyarzún, Heloísa Pontes, Chuco Quintero Rivera, Maria Alice Rezende de Carvalho, Luz Marie Rodríguez, Malena Rodríguez Castro, Enrique Rodríguez Larreta, Rafael Rojas, Pepe Rosas, Silvana Rubino, Francisco Sabatini, Alberto Sato, Adriana María Suárez, Mauricio Tenorio Trillo, Roberta Vasallo, Loreto Villarroel, Liliana Weinberg, Guilherme Wisnik. Con ellos recorrí las ciudades, accedí a archivos recónditos, conocí protagonistas del período que estudiaba, conversé sobre estos y tantos otros temas, fui perfilando mis hipótesis. Algunos fueron corresponsales forzosos: la cantidad de megabytes y kilogramos de papel que debe movilizar una investigación sobre América Latina podría ser un indicador objetivo de su dificultad; o, mejor, de que solo puede realizarse a través de una trama muy estrecha y militante de colegas y amigos. Tejerla fue al mismo tiempo un requisito de esta investigación y un estímulo para hacerla, y queda como uno de sus resultados perdurables.

    Dos de esos amigos-interlocutores requieren una mención especial, porque sus aportes obligaron a giros importantes en el trabajo: Arcadio Díaz Quiñones, que a poco de comenzar me señaló que no podía faltar la experiencia portorriqueña por su riqueza en los temas que trataba, y me facilitó los contactos para una estadía en la isla que confirmó su sugerencia con creces, al punto de que Puerto Rico se convirtió en uno de los pivotes de la argumentación; y Mark Healey, que en diversas conversaciones insistió en que mi enfoque sobre la ciudad latinoamericana precisaba contaminarse con las representaciones sobre el mundo rural, algo que comencé a comprender al volver a trabajar sobre el Centro Interamericano de Vivienda de Bogotá, que me llevó a reorganizar el tratamiento de la Parte I.

    Tengo que agradecer también a los protagonistas o testigos del ciclo que estudio que aceptaron conversar conmigo en los comienzos de la investigación, cuyas experiencias y percepciones sirvieron de orientación en ese mundo perdido de ideas: Sonia Barrios, Jordi Borja, Nora Clichevsky, José Luis Coraggio, Carlos de Mattos, Víctor Fossi, Gustavo Garza, Guillermo Geisse, Alberto Gurevich, Hilda Herzer, Elizabeth Jelin, Francis Korn, José Matos Mar, Marco Negrón, Pedro Pírez, Emilio Pradilla Cobos, Alejandro Rofman, Martha Schteingart, Marta Vallmitjana, Alicia Ziccardi.

    Como en toda investigación larga, ha habido muchas instancias académicas (seminarios, cursos de posgrado) en las que avancé hipótesis de la investigación y me alimenté de los debates generados, así como publicaciones que acogieron artículos en los que fui elaborando y dando a conocer mis argumentos. Pido disculpas por no mencionarlas exhaustivamente. Respecto de las primeras, solo voy a destacar un curso en la Escola de Engenharia de São Carlos (Universidad de San Pablo) en 2007, porque el intenso intercambio con los colegas y los estudiantes incidió en la formulación de las hipótesis sobre la historia de la planificación que organizan la Parte II. Respecto de las publicaciones, no puedo dejar de señalar que varias ideas que sustentan la investigación fueron lanzadas en artículos escritos para Punto de Vista a comienzos de los años 2000; más importante todavía, que la revista fue la escuela donde cultivé este gusto por la traducción cultural de la historia de la ciudad y las ideas urbanas con el estímulo de Beatriz Sarlo, siempre entusiasta en promoverlo.

    Todo eso pudo realizarse gracias al respaldo institucional del Conicet y la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), que me dieron completa libertad para llevar adelante la investigación y el sostén económico para hacerlo a lo largo del tiempo. En el caso del Centro de Historia Intelectual de la UNQ, recibí algo más: el diálogo constante con un grupo entrañable de colegas y amigos. Desde su creación por Oscar Terán, el Centro ha sido mi grupo académico de referencia: el trabajo en el seminario permanente de discusión (donde se leyó una versión de la Parte I) y, sobre todo, los proyectos colectivos de dimensión latinoamericana funcionaron todos estos años como una suerte de taller experimental en el que fui tentando las formas de comprensión histórica de la vida intelectual de la región. Mi agradecimiento para todos por este intercambio continuo puede resumirse en el nombre de Carlos Altamirano, principal mentor, a comienzos de los años 2000, del vuelco de los estudios del Centro hacia América Latina y del hábito de conformación de equipos transnacionales para realizarlos.[1]

    Ya en el proceso de escritura, tuve la fortuna de contar con lecturas generosas de Anahi Ballent, Pablo Blitstein, Gonzalo Cáceres, Carlos Martins, Charly Reboratti y Hugo Vezzetti. Sus críticas y comentarios me ayudaron mucho a mejorar el libro, aunque, como es obligado hacer en estos casos, debo eximirlos de responsabilidad en los resultados, en los que quizás no se reconozcan. A la que no eximo tan fácilmente, en cambio, es a Graciela Silvestri: como en todos mis trabajos, ella ha estado presente desde las primeras hipótesis hasta las versiones finales, discutiendo, dando ideas, corrigiendo; después de tanto tiempo de hacerlo, ya se ha ganado el derecho de ser reconocida incluso en mis flaquezas o, mejor, ya que en las líneas generales parecemos muy diferentes, en esos detalles mínimos que, como han sostenido algunos críticos de arte para la pintura, delatan la autoría.

    Por fin, debo un agradecimiento especial a Carlos Díaz y Caty Galdeano, que desde que tuvieron las primeras noticias de la investigación que iba a convertirse en este libro, lo incluyeron en los planes de Siglo XXI dándome un respaldo muy necesario en un proyecto tan incierto; y a Marisa García, por supuesto, por el trabajo de edición preciso y sensible de siempre.

    Buenos Aires, diciembre de 2021

    [1] Es imposible nombrar a todos los participantes de los proyectos que impulsamos desde el Centro de Historia Intelectual con temática latinomericana, de quienes aprendí muchísimo; cito los libros que surgieron como resultado, en los que están todos comprendidos: Carlos Altamirano (dir.), Historia de los intelectuales en América Latina, Buenos Aires, Katz, dos tomos, 2008 y 2010; Adrián Gorelik y Fernanda Peixoto (dirs.), Ciudades sudamericanas como arenas culturales, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016 (edición brasileña en portugués por Sesc Edições, 2019); Sergio Miceli y Jorge Myers (orgs.), Retratos latino-americanos. A recordação letrada de intelectuais e artistas do século XX, San Pablo, Sesc Edições, 2019.

    Advertencia para los lectores

    La bibliografía completa y un índice de nombres están disponibles en la página web de Siglo XXI Editores Argentina:

    Apertura

    El ciclo de la ciudad latinoamericana

    Emilio Duhart, edificio de la Cepal, Santiago de Chile, c. 1965, Archivo Enrique Albertz. Fotografía sin autor conocido, que Duhart regaló a Albertz, encargado de la construcción, para la inauguración de la obra en 1966. Reproducida en Jannette Plaut y Marcelo Sarovic, Cepal 1962-1966. United Nations Building, Emilio Duhart, arquitecto, Santiago de Chile, Constructo, 2012.

    Combinando pureza geométrica, simbología histórica y exaltación geográfica, el edificio produce un análogo de la apuesta por un camino autónomo para el desarrollo que realizó la Cepal, la usina de pensamiento más original de América Latina.

    El futuro de América Latina es en cierta medida susceptible de elegirse deliberadamente.

    John Friedmann, 1968[2]

    América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta.

    Ángel Rama, 1982[3]

    Difícil encontrar dos figuras más contrastantes entre las muchas que pensaron América Latina y actuaron en ella en la segunda mitad del siglo XX. John Friedmann y Ángel Rama nacieron ambos en 1926: uno, en Viena, de donde debió emigrar muy pronto a los Estados Unidos, su país adoptivo (en 1940, su padre Robert, historiador y filósofo, logró escapar con la familia luego de haber sido encarcelado en una redada antisemita); el otro, en Montevideo, conocería la experiencia del exilio mucho más tarde, con la llegada de la dictadura militar uruguaya en 1973 (en el momento del golpe militar, Rama estaba dando clases en Venezuela y ya nunca pudo regresar a su país). Aparte de esas coincidencias biográficas azarosas, todo parece diferenciarlos. Friedmann fue un planificador que participó en algunos de los más avanzados núcleos de elaboración del pensamiento urbano y regional en los Estados Unidos; se convirtió en experto internacional a partir de una larga trayectoria de trabajo profesional en América Latina en las décadas de 1950 y 1960 (en Brasil, Venezuela y Chile), donde produjo algunas hipótesis importantes para el debate sobre el desarrollo, como la teoría de desarrollo polarizado, en directa relación con las teorías de desarrollo desequilibrado de otro europeo norteamericanizado y devoto de América Latina, Albert Hirschman. Rama fue una de las figuras estelares de la llamada generación de 1945 en Uruguay, como parte de esa plataforma cultural e ideológica extraordinaria que fue la revista Marcha; un intelectual que lideró tanto el proceso de modernización de los instrumentos de la crítica literaria como el sucesivo de radicalización ideológica y de conversión de la crítica literaria en crítica cultural y política, medio de indagación de los dilemas de América Latina, contribuyendo como pocos con la construcción del continente como un espacio intelectual común en las décadas de 1960 y 1970. Figuras muy diferentes, sin duda. Sin embargo, las voces del experto estadounidense y del intelectual latinoamericano suenan curiosamente unánimes en el optimismo voluntarista de las dos citas iniciales, que muestran la similar confianza de ambos en el carácter proyectivo, maleable, plástico de América Latina.

    El acuerdo se vuelve más llamativo si se piensa en la disparidad de las fechas: un 68 en que el optimismo desarrollista todavía no se había apagado por completo cuando ya llegaba como relevo ese otro, incluso más futurista, el revolucionario, ante un 82 en que apenas comenzaba a disiparse el clima ominoso de la frustración política en que derivó la radicalización setentista, con la evidencia trágica de las dictaduras del Cono Sur todavía muy presente.[4] Pero la idea de una América Latina vanguardista, campo de prueba a medida para experimentos intelectuales, una idea que marca períodos completos de la imaginación social sobre el continente, se sostiene casi idéntica en ambas citas, lo que sin duda ofrece tantas pistas como interrogantes.

    Este es uno de los temas principales que aborda este libro, o mejor, su paisaje de fondo: el modo en que ese optimismo latinoamericano dio forma a uno de los períodos más ricos y enmarañados de América Latina. Y si en términos generales son bastante conocidos los derroteros más amplios que componen su mapa intelectual, desde las teorías del desarrollo hasta las de la dependencia, desde el reformismo modernizador hasta la radicalización revolucionaria, Friedmann y Rama nos ayudan también a presentar el prisma particular con que los vamos a examinar aquí: el de la ciudad latinoamericana como figura de la imaginación social, una figura que jugó, entre las décadas de 1940 y 1970, un rol fundamental en la estructuración de aquel mapa y en la conformación de sus programas políticos y sociales, en el mismo momento en que las principales ciudades latinoamericanas, en su realidad urbana, se constituían en los escenarios de aplicación de esos programas y en los motores de las transformaciones a las que ellos se referían.

    Por supuesto, aun bajo este prisma siguen siendo personajes muy diferentes, pero así pueden ayudar a entender, marcando sus bordes, el amplio arco de voluntades que la imaginación urbana traccionó en esos años: expertos e intelectuales, economistas y críticos literarios. Con una irradiación en muchos campos disciplinares desde un círculo más específico que concentró sectores de lo más novedoso y experimental de las ciencias sociales de la época, la interrogación por la ciudad prohijó la integración de una comunidad internacional de especialistas, en un escenario cultural latinoamericano muy dinámico y fluido, marcado por una presencia estadounidense dominante –ideas, estudiosos, instituciones–, lo que no hizo más que exasperar la cuestión siempre candente de las relaciones entre los Estados Unidos y los países latinoamericanos.

    La propia manera de abordar la cuestión urbana no podría haber sido más distinta entre Friedmann y Rama, no solo por el aspecto más esperable de los enfoques divergentes del planificador y el hombre de letras, sino por el tempo en que lo hicieron.

    Friedmann fue acompañando con sus intervenciones teóricas y prácticas todo el despliegue de la cuestión casi desde sus primeros momentos, un despliegue que fue también el de una maniera norteamericana del pensamiento urbano y regional a lo largo del continente, y el de una red de instituciones latinoamericanas que se fue creando muy rápidamente, síntoma de la creciente madurez de la región para abordar sus desafíos con instrumentos propios.

    El caso de Rama es tan diferente que, en rigor, la obra que nos permite incluirlo en este contingente –La ciudad letrada, de 1984– es un producto único, solitario y tardío, el ramalazo postrero de los enfoques radicalizados que a mediados de los años setenta señalaron el fin del ciclo. Como se ve, La ciudad letrada es una obra póstuma en más de un sentido, ya que su mirada destemplada sobre la ciudad vino a encarnar magistralmente un estado de la opinión que había alcanzado su mayor productividad intelectual y política entre finales de la década de 1960 y mediados de la de 1970, cuando la ciudad dejaba de ser pensada como el laboratorio principal para el desarrollo de la región, palanca para su transformación modernizadora, y comenzaba a verse con desconfianza, como obstáculo principal a cualquier transformación efectiva –es decir, revolucionaria para las representaciones dominantes de entonces–: se descubría que nunca había dejado de actuar como agente principal en la producción y reproducción del poder. Es cierto que la preocupación de Rama por encontrar una alternativa regionalista a las literaturas producidas por las vanguardias urbanas cosmopolitas del continente –tal cual nos enseñó Gonzalo Aguilar– se ubica en el mismo inicio de este cambio de actitud ante la ciudad que se va a experimentar a comienzos de los años setenta, con la reanimación, a través de teorías como la del colonialismo interno, del viejo tópico latinoamericano de la oposición campo/ciudad.[5] Pero La ciudad letrada se escribe casi diez años después de que ese período haya extenuado su productividad, cuando comenzaba a abrirse una nueva fase de la imaginación urbana en la región, una suerte de giro cultural en el que todavía estamos, tan diferente de aquella producción anterior que va a volver prácticamente invisibles o ininteligibles sus realizaciones. Y aquí yace un malentendido fundamental en la recepción del libro de Rama, en especial en la academia norteamericana, donde se lo leyó con los códigos de los estudios culturales que se abrían, sin comprender hasta qué punto era el resultado de los presupuestos sobre la ciudad de una época que ya se había cerrado.

    Justamente por eso Rama es tan importante para definir los alcances de nuestro prisma urbano, porque habiendo desarrollado toda su trayectoria de crítico literario al margen de esos temas, su último libro señala la magnitud de la onda expansiva con que la interrogación por la ciudad llegó a los más diversos rincones del espacio intelectual y académico latinoamericano. Y porque en su contraste con una figura como la de Friedmann permite entender todo ese período como un ciclo unitario de la imaginación social sobre América Latina. Esto difiere de las perspectivas más habituales de la historia política o cultural que nos han acostumbrado a pensar aquel tiempo escindido en dos períodos bien diferentes, que, aunque se solapan algo en la década de 1960, parecen encerrar épocas aisladas, la del modernismo desarrollista que viene de los años cincuenta y la de la radicalización revolucionaria que se desenvuelve en los catorce años prodigiosos –como los llamó Claudia Gilman–, entre la revolución cubana y el golpe militar en Chile.[6] En cambio, el prisma urbano pone en evidencia los fuertes hilos que conectan ambas épocas, hilos que en buena medida vienen de atrás, proyectando visiones e ideologías reformistas desde los años treinta, que se prolongan primero sobre las convicciones desarrollistas y luego sobre el ánimo revolucionario en un no siempre sutil cambio de posiciones, pero que va a estar protagonizado por similares actores e instituciones y que va a sostener un común repertorio de problemas.[7]

    Señalé una inspiración similar en las frases de Friedmann y Rama, como evidencia de un optimismo que, en cada una de las fases del ciclo, pudo ser alternativamente modernizador o revolucionario. Al aplicarse a la cuestión urbana, sin embargo, esa inspiración confiada se tradujo en muy diferentes estados de ánimo, ya que, mientras el primer optimismo produjo una mirada esperanzada en las posibilidades de la ciudad, el segundo se invirtió en una decepción sin atenuantes sobre el rol jugado por la ciudad y la cultura urbana en la conformación del statu quo latinoamericano que debía ser puesto patas para arriba; y que sea coincidente en Rama el momento en que pronunciaba aquella cita inicial sobre Latinoamérica como proyecto intelectual vanguardista, con aquel en que escribía el libro donde desarrollaría casi como una letanía el alegato más devastador sobre el rol de los intelectuales como productores del dominio de la ciudad sobre las regiones interiores y sobre las clases populares del continente, esa coincidencia no hace más que agregar complejidades, pero también certidumbres, sobre la existencia de los lazos que conforman tal ciclo. Lo cierto es que esa inversión de posiciones en el pensamiento urbano cierra el ciclo, en cuanto clausura la productividad que la ciudad venía teniendo a lo largo de todo su desarrollo como disparador de intensos desafíos políticos e intelectuales.

    Friedmann y Rama, entonces, aparecen como términos de dos cuestiones clave de este libro: la idea de un ciclo en que la ciudad latinoamericana funciona como una figura potente de la imaginación social en –y sobre– el continente; y la cuestión de las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos, en las que el prisma urbano también parece poder incidir, no solo cuestionando las periodizaciones habituales, sino especialmente la visión convencional que la Guerra Fría cultural ha dejado de ellas.

    La producción de la ciudad latinoamericana

    La función integradora y el valor simbólico de Brasilia para el Brasil, el impacto geopolítico de la carretera de la selva en el Perú, las grandes rutas que unen el interior del Paraguay y Bolivia con los puertos del Brasil y de la Argentina, la ruta Panamericana, los grandes proyectos hidroeléctricos en todas partes, la concepción regional de Venezuela afirmando la vigencia de un nuevo y gran polo de desarrollo en su Guayana, demuestran que América Latina está avanzando hacia sus propias fronteras. Y nuevos centros de vida y un esquema de urbanización complementario al existente sin duda surgirán como expresión de una nueva América Latina que se desprenda de los límites del pasado y busque en la idea de integración la expresión de su modernización.

    Jorge Enrique Hardoy, 1965[8]

    ¿Qué significa abordar la ciudad latinoamericana como categoría, como figura de la imaginación social? Sabemos que, como ocurre con cultura latinoamericana o incluso con Latinoamérica, la idea de ciudad latinoamericana aparece tanto más clara cuanto más lejos estamos de cualquier referente real. ¿Qué ciudad cabría con claridad en la categoría: La Habana o Caracas, Montevideo o México, Cusco o Buenos Aires? Lo que singulariza a una difícilmente sirva para explicar la otra. Y lo mismo ocurre si miramos dentro de cada país: ¿cómo hacer lugar en una misma categoría a Ouro Preto, San Pablo y Brasilia, en Brasil, o a Cartagena de Indias, Medellín y Bogotá, en Colombia? ¿Qué clase de ciudad latinoamericana encarnaría cada una de ellas? ¿Qué mapa sale del conjunto? Si cada ciudad presenta cualidades distintivas que dificultan su integración sin más en una categoría abarcadora, más absurdo todavía sería tratar de resolver el problema definiendo la ciudad latinoamericana a través de un ideal de representación de la mayor cantidad de cualidades supuestas para ella, como una especie de Frankenstein urbano; tan absurdo que por ese camino llegaríamos rápidamente a la conclusión de que la única ciudad latinoamericana realmente existente es Miami. No se trata de una boutade: la clásica indiferenciación de la retícula urbana estadounidense, que se percibe diferente de cualquier ciudad latinoamericana real, ha permitido sin embargo que en las últimas décadas se desarrollasen en Miami múltiples fragmentos de culturas urbanas latinoamericanas, de modo que, desde la Little Habana en adelante, la ciudad puede recorrerse como un parque temático ciudad latinoamericana. Así como la cultura del entretenimiento ha construido en Las Vegas un enorme hotel como una Nueva York análoga (con la estatua de la Libertad y los edificios más emblemáticos en escala), la cultura de las migraciones ha convertido a Miami en esta especie de capital latinoamericana análoga.

    Si exceptuamos las etapas iniciales de la Conquista, cuando la ciudad en América formó parte de un designio centralizado por la voluntad imperial y, más específicamente, por la regularidad de un clarísimo sistema de prescripciones respecto de cómo debía ser la fundación de ciudades, lo que caracterizó el desarrollo urbano en América Latina fue, como mostró José Luis Romero, la progresiva diferenciación de las ciudades en función de las necesidades y las posibilidades que aparecieron luego en cada lugar y cada circunstancia.[9]

    De allí que la ciudad latinoamericana no pueda tomarse como una realidad natural –como tampoco podría serlo la ciudad europea o la ciudad asiática, por cierto–, menos que menos como una categoría explicativa de la diversidad de ciudades realmente existentes en América Latina. Y, sin embargo, si se examina la producción intelectual sobre la ciudad en nuestro continente, es imposible no constatar que la ciudad latinoamericana existe, pero de otro modo: no como una ontología, sino como una construcción cultural, como una idea que durante un período específico de la historia tuvo la capacidad de funcionar como una categoría del pensamiento social, una figura del imaginario intelectual y político en vastas regiones del continente. Y como tal puede ser estudiada y pueden ser reconstruidos sus itinerarios conceptuales e ideológicos, sus funciones políticas e institucionales en esa coyuntura específica de la región. En verdad, no es muy diverso de lo que podría decirse de la propia América Latina: la propuesta de estudiar estas categorías en su producción y realización históricas podría tomarse también como una propuesta más abarcativa para los estudios sobre el continente.

    Pero detengámonos en esta definición de la ciudad latinoamericana como construcción cultural. Pese al carácter artificial de la categoría, la idea de construcción cultural busca ofrecer también una alternativa a la noción de invención, tan en boga en los estudios históricos cuando se trata de poner en evidencia procesos de construcción cultural que han sido opacos para sus propios protagonistas y que la historia ha naturalizado (esto es, la invención de la nación). Pero en el contexto latinoamericano, invención, como noción aplicada por el historiador, corre el riesgo de no poder hacerse cargo de la notable conciencia con que las élites políticas e intelectuales propusieron una y otra vez la necesidad de la invención como proceso connatural a la baja consistencia que encontraban en la realidad latinoamericana, una conciencia que, a su manera, continuaba aquella representación inicial de América como campo necesariamente abierto a la experimentación. Podría decirse que hay pocas cosas en América Latina –más aún en la ciudad desde su propio origen– que no se hayan planteado como invenciones, con una certidumbre sobre la operación que el uso de la misma categoría con fines analíticos puede llegar a opacar. ¿No había propuesto Sarmiento inventar habitantes con moradas nuevas como fórmula político-urbana para la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX? ¿Y no es una análoga voluntad –y la análoga conciencia de ella– lo que parece pasar del constructivismo de los fundadores de la nacionalidad moderna a los desarrollistas y vanguardistas del siglo XX, como vimos con Rama?

    Lejos, entonces, de funcionar como el descubrimiento ingenioso del historiador o el crítico, la noción de invención debería remitirnos a una tradición intelectual latinoamericana, obligándonos a problematizar, al mismo tiempo, los supuestos ideológicos que subyacen en ella en la larga duración: la idea de América como continente nuevo, sin historia; la idea consiguiente de continente vacío, tanto en sus vertientes pesimistas (el fatalismo telúrico del ensayo de identidad), como optimistas (la visión de América como laboratorio de experimentación social y política); la idea de que toda innovación y todo progreso se abre camino en estas tierras a través de una productiva violencia cultural (la propuesta de implantar la civilización de gajo, como quería el pensamiento decimonónico); la convicción de las élites de su gran capacidad de maniobra para imponer esas nuevas realidades a medida. Con el agregado fundamental, que le pone límites estrictos a toda tarea hermenéutica, de que esos programas y esas visiones ideológicas han tenido la capacidad, como profecías autocumplidas, de producir efectos muy palpables en la realidad, transformándola de modo radical, aun cuando los resultados nunca hayan coincidido con los designios originarios.

    Por ejemplo, es notable la relación entre la propuesta, típica de los intelectuales decimonónicos en el sur de América, de implantar la civilización de gajo y las políticas inmigratorias que se realizaron en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX en países como la Argentina. Y así como el balance del proceso inmigratorio que realizaron los grupos dirigentes fue desolador, también las ciudades y las regiones afectadas por aquel proceso cambiaron de raíz, introduciendo nuevos problemas y nuevos programas. De modo que la conciencia, muchas veces trágica, de ese desfasaje entre proyecto y realidad es otra constante de la historia intelectual latinoamericana, y la ciudad en este continente es, desde su propio origen de gajo, el mejor ejemplo de esta relación rica y contradictoria entre voluntad proyectual y existencia real.

    En este sentido es que sostenemos que la ciudad latinoamericana es una figura de la imaginación social: existió mientras hubo voluntad intelectual de construirla como objeto de conocimiento y acción, mientras hubo teorías para pensarla y mientras hubo actores e instituciones dispuestos a hacer efectiva esa vocación. Y esas condiciones especiales, esa particular coyuntura histórica, tuvo lugar en un momento preciso: entre las décadas del cuarenta y el setenta del siglo XX.

    Una coyuntura histórica

    No es que la ciudad no haya sido siempre muy importante entre los temas del pensamiento social de los países latinoamericanos. Pero hasta la década de 1940 había sido siempre considerada en sus contextos nacionales, como se puede advertir tanto en el ensayo romántico –para el que la ciudad encarnaba un ideal cívico hacia donde encarrilar el sentido de la organización estatal-nacional y la producción de una ciudadanía moderna– como en el ensayo de identidad de la década de 1930 –para el que los males de la ciudad aparecían como cifra de los males de la nación. Por otro lado, desde la década de 1980 la ciudad latinoamericana ha dejado de expresar una realidad teóricamente productiva, atravesada por una ambivalencia paralizante entre dos polos. Hablamos de ciudad latinoamericana cuando nos referimos de modo general a las grandes metrópolis y sus problemas acuciantes: pobreza y marginalidad, fragmentación y violencia, tugurización de los centros históricos, urbanización descontrolada del campo, desequilibrios regionales. Y por otra parte, en los últimos años hemos desarrollado una importante cantidad de estudios (históricos, sociológicos, antropológicos, urbanísticos) sobre ciudades particulares de América Latina, que suelen demostrar la imposibilidad o, al menos, la improductividad, de las comparaciones y las generalizaciones. Así que cuando hablamos de la ciudad latinoamericana nos movemos en el registro de la denuncia catastrofista pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de mantener cierta distancia escéptica de la propia posibilidad de la enunciación, ya sea porque sabemos que los argumentos que usamos están idiosincráticamente apegados a la ciudad que mejor conocemos o, viceversa, porque esta nos resulta irreconocible en ellos. De tal modo, nuestras apelaciones a la ciudad latinoamericana oscilan entre la necesidad política de la identidad y la denuncia, y el escepticismo académico de la diferencia y la ponderación.

    Entre las décadas de 1940 y 1970, en cambio, la ciudad latinoamericana no solo existió, sino que funcionó como un imán para una serie de figuras, disciplinas e instituciones que estaban conformando el nuevo mapa intelectual, académico y político del pensamiento social latinoamericano. Una peculiaridad que marca la coyuntura es la sincronía entre el nuevo protagonismo de la ciudad en América Latina, a partir de las migraciones masivas desde la década de 1940 (la explosión urbana, de acuerdo con la terminología de la época), y la extraordinaria productividad intelectual de la cuestión: la simultaneidad de los procesos de conformación de la ciudad como problema demográfico, social y político, la elaboración de políticas específicas para la ciudad y el territorio acordes con el conocimiento internacional disponible más avanzado, y la tematización de la ciudad en las ciencias sociales y humanas.

    Así aparece con claridad en el ejemplo de Caracas y, más en general, del sistema urbano-territorial venezolano: entre las décadas de 1940 y 1960 Caracas sufre su crecimiento explosivo, por el que casi se duplica en cada década (de 350.000 habitantes en 1941 a 690.000 en 1951, 1.300.000 en 1961 y 2.200.000 en 1971), y de forma casi simultánea, desde la segunda mitad de los años cuarenta, los temas de la planificación urbana y regional van a recibir un examen sistemático, al día con las principales líneas del debate internacional, con la creación de instituciones como la Comisión Nacional de Urbanismo en 1946, la Corporación Venezolana de Fomento en 1947 y la Oficina Central de Coordinación y Planificación en 1958.[10] Ya que, gracias a la inestimable ayuda de la riqueza petrolera que, desde la dictadura de Pérez Jiménez, se volcó en buena medida en obras públicas de vivienda e infraestructura urbana y territorial, Venezuela pudo contar con la presencia de figuras internacionales, desde Maurice Rotival, en la tradición del urbanismo francés, hasta Francis Violich y John Friedmann en las diferentes camadas de planificadores norteamericanos contemporáneos. A diferencia de las giras de promoción de sus ideas de los urbanistas destacados en la primera mitad del siglo, estos se instalaron por largos períodos y realizaron estudios y propuestas en interacción con los técnicos y las instituciones locales.[11]

    En este sentido, la experiencia del polo de desarrollo de Ciudad Guayana a comienzos de los años sesenta, desarrollada por el Joint Center for Urban Studies del MIT y Harvard debería considerarse uno de los experimentos mundiales más avanzados de su tiempo. Y desde la creación de la Sociedad Venezolana de Planificación en 1958 y del Centro de Estudios del Desarrollo (Cendes) en la Universidad Central de Venezuela en 1961, todos estos procesos fueron monitoreados, analizados y criticados por diferentes camadas de expertos en ciencias sociales, en una intensa y productiva confraternidad latinoamericana e internacional con el auspicio de la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe (Cepal) y la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP). Son notorias, por ejemplo, las estadías de estudio y trabajo en el Cendes de figuras como Fernando Henrique Cardoso y Milton Santos, o los cursos de economía espacial de Walter Isard, en un marco de orígenes nacionales ya muy diversificado, comenzando por el hecho de que el centro fue fundado por el chileno Jorge Ahumada (que venía de Cepal), en una situación que se extremaría en los años setenta a partir de las dictaduras militares en el Cono Sur, ya que Caracas, con México, fue uno de los principales sitios de refugio para el exilio intelectual.

    Así, el sistema urbano y territorial venezolano, en el mismo momento en que se transformaba de modo radical, funcionaba como un laboratorio para las teorías que se estaban elaborando contemporáneamente y para la consolidación de una suerte de internacional latinoamericana de expertos en ciencias sociales y urbanas (que tenía en Chile, como veremos, otro foco de conformación). Es sabido que ciudades como Buenos Aires, Montevideo o San Pablo ya eran metrópolis importantes en los años cincuenta, pero también su conversión en casos para una teoría de la ciudad latinoamericana se hace posible en el marco de la explosión urbana en todo el continente y de la preocupación por la planificación territorial en cada uno de esos países, en los que las ciudades mayores comienzan a verse como partes de una red urbana mucho más compleja, a la que se aspiraba articular.

    En esos mismos años, el historiador italiano Leonardo Benevolo iniciaba una de las primeras historias del urbanismo europeo de los siglos XIX y XX con la constatación pesimista de que la historia del urbanismo moderno es al comienzo una historia de hechos desnudos, ya que la reflexión sobre la ciudad surge siempre a posteriori y solo puede pensarse como intervención reparadora.[12] Producto de los cambios introducidos por la Revolución Industrial, Benevolo señalaba ese destiempo como el pecado original del urbanismo; para el pensamiento urbano progresista de la época, se trataba de una de las razones principales de su crisis: la propia empresa de hacer la historia de una disciplina de pretensiones científicas como el urbanismo surgía de esa percepción de un estado de crisis, puesto en evidencia para todos los contemporáneos con las intervenciones en las ciudades europeas destruidas por la segunda guerra. Este contraste con el ánimo con que en América Latina se experimentaba la sincronía entre transformación urbana y pensamiento planificador permite entender la fuerte atracción internacional de la ciudad latinoamericana, el optimismo que irradiaba entre los técnicos que se acercaban de todas partes. Y también permite comprender mejor la afirmación de José Medina Echavarría y Philip Hauser en uno de los primeros seminarios sobre la urbanización en América Latina, realizado en Santiago de Chile en 1959, no como una frase de ocasión, sino como una convicción de época: si el desarrollo de la urbanización en los países más avanzados se hizo en forma no querida, regulada tan solo por las fuerzas espontáneas del mercado, lo que redundó en un elevado precio en sufrimiento humano, en los países en desarrollo, en cambio, una planificación inteligente y previsora podría aminorar en lo posible todos sus aspectos negativos.[13]

    En este sentido, la ciudad latinoamericana (como categoría del pensamiento y como realidad urbana, social y cultural) no solo ilumina aspectos poco conocidos del período, sino que le da una nueva inteligibilidad, al ofrecer claves de sus derroteros, mostrar las instituciones que se conformaron en él, sus redes intelectuales y sus proyectos de intervención, como la pieza faltante que permite entender todo ese período como un ciclo de la imaginación social latinoamericana, desde el optimismo modernizador de la planificación a su inversión crítica radical.

    Ese ciclo se produjo en una encrucijada de factores. Por una parte, la consolidación de la sociología funcionalista y la teoría de la modernización, que le otorgan a la ciudad un rol central como agente inductor dentro de la definición weberiana de la modernidad: la ciudad comienza a ser vista como motor de la modernización social, en íntima relación con el desarrollo de las fuerzas productivas y la consolidación de poderes políticos centralizados. Por otra parte, la explosión urbana en el Tercer Mundo, gran novedad sociológica de la posguerra a la que las teorías de la modernización y las políticas del desarrollo iban a dedicar sus principales energías. Hoy podemos ver hasta qué punto ambas dimensiones, la del pensamiento y la de la dinámica urbana, forman una ecuación de época; el modo de procesar en términos funcionalistas esa peculiar explosión urbana en países que no tenían análogos desarrollos industriales o políticos implicó una interpretación necesariamente parcial de Weber, de modo que lo que había sido originalmente pensado como un proceso histórico-cultural occidental (la modernidad), se convirtió en un complejo técnico de difusión de la civilización industrial como modelo de desarrollo universal (la modernización).[14] Es entonces cuando la ciudad puede aparecer como máquina de tracción de pautas modernas de vida en regiones que carecían de ellas, como polo de desarrollo, por utilizar un término de la época.

    Esa coyuntura es internacional y se pueden encontrar propuestas similares para los más diversos sitios del entonces llamado mundo en desarrollo; más aún, dentro de él, serían algunos países asiáticos, mucho más que los latinoamericanos, la prioridad para los organismos internacionales y la política de asistencia estadounidense en la segunda posguerra, ya que se consideraba que iba a ser en aquel continente donde se iba a definir el nuevo diseño del mundo que surgiría después de la guerra. Sin embargo, cuando dentro de esa agenda de temas del desarrollo enfocamos en la cuestión urbana, notamos que Latinoamérica aparece bajo una luz especial, como una región privilegiada para el cambio y como un campo de prueba a la medida de la hipótesis modernizadora. Porque, a diferencia de lo que ocurría en los países asiáticos y en otras regiones del Tercer Mundo, en América Latina no solo se estaba llegando a una proporción de población urbana similar a la de las regiones más desarrolladas, sino que, todavía más importante, se trataba de una región que había sido incorporada ab initio a la modernidad occidental a través de la ciudad, la región en la que, posiblemente por primera vez en la historia humana en esa escala, la ciudad había cumplido el rol de avanzada civilizadora en un territorio extraño.[15]

    Ese es el marco en el que se formaliza el desafío para las políticas modernizadoras en el continente: ¿cómo acelerar la urbanización sin exacerbar los problemas asociados con el crecimiento urbano?[16] Los dos estadios atribuidos a la ciudad por el pensamiento social de la época, el deseado y el que se verificaba en la realidad de la urbanización latinoamericana, fueron identificados con extrema transparencia por Marcos Kaplan en un comentario a la obra de Jorge Enrique Hardoy, una de las figuras principales en la constitución de la red de pensamiento urbano latinoamericano. Por un lado, señalaba Kaplan, se partía de la premisa de que la ciudad

    puede y debe cumplir un papel central y positivo. Puede constituir en sí misma la expresión y el resultado de un desarrollo autosostenido, actuar como agente y como mecanismo de cambio

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