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La ciudad que viene
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La ciudad que viene

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Ya que la proporción de población urbana en todos los países es actualmente del cincuenta por ciento, sería tentador decir que la ciudad ha triunfado en todas partes. ¿Pero es esta una afirmación pertinente? ¿Podemos decirlo sin abusar del idioma? A través de un recorrido que va desde Mesopotamia hasta las actuales metrópolis, Marcel Hénaff ha escrito un libro acerca del sentido de la ciudad. Si en el momento en que nos parece que el mundo deviene ciudad, la ciudad deja de ser un mundo, el sentido del espacio construido solo puede ser el del espacio común, ese que aún conserva la vida de barrio.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento20 mar 2014
ISBN9789560005144
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    La ciudad que viene - Marcel Henaff

    Helmer

    Apertura

    Se dice que desde sus naves espaciales, cuando entran en la zona nocturna, los astronautas ven las luces de la Tierra como nosotros vemos las estrellas: archipiélagos centelleantes en Europa o en las costas este y oeste de América del Norte, islas luminiscentes en las grandes metrópolis de América del Sur, África o Australia, racimos que aparecen aún más compactos en Asia (de India a China y de Indonesia a Japón). La tierra habitada aparece así como una galaxia urbana. Es como si el universo estrellado alrededor del globo se hubiera proyectado sobre él en forma de ciudades. Como si en la noche, los humanos reflejaran al cosmos su imagen de las luces que reciben de él. Como si después de siglos de civilización técnica, hubiésemos logrado, bajo la forma del espacio construido, hacer del conjunto de nuestros artefactos otra naturaleza; ya no una serie de ciudades microcósmicas, sino realmente un mundo edificado a la escala misma del planeta.

    Sin embargo, esto solo es una imagen, aunque sea elocuente. Regresemos sobre la tierra. Lo sabemos: un 80 % de la población de los países industrializados vive ahora en ciudades; la de los otros países sigue la misma tendencia. Sabemos también que, en medio siglo, casi no habrá más población propiamente rural. Las estadísticas recientes dan las siguientes cifras: la proporción de la población urbana de todos los países, sin distinción, es actualmente de 50 % (así pues alrededor de 3000 millones sobre 6000); en 1800 era de 8 %; en 1900, de 10 %, en 1950 pasa a 30 %. Por lo tanto, hay más habitantes en las ciudades hoy día de los que había en el planeta entero en 1950 (que contaba entonces con 2500 millones de habitantes); el aumento de la población urbana es actualmente de alrededor de 65 millones por año y, para los tres cuartos, este crecimiento concierne a las megalópolis de Asia, África y América Latina (donde se encuentra más de la mitad de las veinte ciudades más pobladas del mundo). Sería tentador decir que la forma urbana ha triunfado en todas partes. ¿Pero es esta una afirmación pertinente? Esta extensión del espacio construido solo puede ser considerada como perteneciente a la idea de ciudad si aceptamos llamar así a toda aglomeración importante de lugares de vivienda asociados con edificios comerciales y administrativos o áreas recreativas. ¿Podemos decirlo sin abusar del idioma y sin admitir no entender nada de lo que ha sido la ciudad desde milenios, de lo que fue la lógica de su aparición y expansión, de lo que probablemente es la ciudad todavía?

    La pregunta es entonces esta: o hay efectivamente un devenir-ciudad de todas las civilizaciones, y se puede, en ese caso, considerar la Tierra como un planeta urbano, o el crecimiento del mundo habitado, formando esos archipiélagos de espacios construidos, evocados anteriormente, no tiene nada que ver con la idea de la ciudad como totalidad orgánica y como imagen del mundo, la cual hemos conocido desde sus orígenes. Si bien tal era el caso se debería entonces valorar la paradoja siguiente: es en el momento en que nos parece que el mundo deviene ciudad, cuando precisamente la ciudad deja de ser un mundo. En resumen, o la idea de ciudad se extendió por el mundo en su totalidad y modelizó su organización e imagen o ella se disolvió en él a pesar —o quizá a causa— de la extensión del espacio construido. Si tal es el caso, hay dos hipótesis a considerar: que esta disolución debe ser comprendida como el inicio de una evolución caótica, de una pérdida de todo proyecto arquitectónico y de toda exigencia de organización del espacio urbano, lo que sería la constatación de un fracaso irremediable, o que se trata de entrar en un nuevo paradigma que falta evidenciar. Se puede ver que la apuesta de estas preguntas es considerable no solo como comprensión de las evoluciones en curso, sino como reflexión que podría, a partir de ahora, determinar políticas de urbanismo y decisiones sobre la planificación del espacio construido.

    Para aportar elementos de respuesta a estas preguntas complejas, propongo, en este corto ensayo, el enfoque siguiente:

    Trataré en primer lugar de analizar el modelo de la ciudad como mundo, o sea, de la ciudad tal como fue concebida, desde sus diversos orígenes en numerosas culturas, como monumento: como un vasto conjunto edificado o, más aún, como una totalidad arquitectónica que quiere ser imagen del cosmos; ahora bien, eso supone —se olvida frecuentemente— que ese conjunto original sea concebido no solo como monumento, sino también como máquina (que produce, gestiona, organiza, transforma) y, finalmente, como red (con sus ejes de vías, sus dispositivos de circulación de personas, sus medios de transportación de materiales o de flujo de energía; sus lugares de intercambio de mensajes y de bienes). Estas últimas dos dimensiones —máquina, red— se han vuelto hoy día cada vez más evidentes, pero ellas existían plenamente desde los principios.

    A continuación, confrontaré el resultado de esta encuesta con el concepto del espacio público comprendido primero en un sentido muy amplio. Interpretemos por eso que en el espacio urbano, por su visibilidad y su función oficial, algunos edificios (palacios principescos, edificios administrativos, fortalezas, templos) se distinguen netamente de las residencias privadas y de lugares de actividades individuales. A esta concepción podrá oponérsele otra, central en la tradición occidental, según la cual la fórmula «espacio público» indica primeramente una esfera de información abierta y de debates libres, cuya expresión institucional es la asamblea elegida que decide públicamente cuáles serán las leyes de la ciudad, las formas de su justicia y sus elecciones de guerra y de paz. Tal era esencialmente el modelo griego —al menos su ideal—, del cual se siguen reclamando herederas las democracias occidentales, y cuyo espacio urbano llevaba y lleva todavía el testimonio continuo. Sin embargo, habrá que preguntarse si este concepto del espacio público puede ser o no aplicado o atribuido tal como es a otras civilizaciones y estar asociado a la visibilidad monumental de los antiguos reinos de Medio Oriente, de la India, de China o de otros Estados que le sucedieron. Nada es menos seguro. Esta es la razón por la cual será esencial, con relación a la ciudad, enfatizar otro nivel más informal y más cotidiano de la experiencia social, y, por lo tanto, indudablemente más universal: el de la esfera común. Propondré entenderlo como un orden estrictamente local de relaciones citadinas —principalmente las de vecindad— ya sean aleatorias u organizadas, marcadas por variedades de actitud con respecto a las cortesías o los modos de vida ligados a las relaciones entre sexos, generaciones, profesiones; a ciertos usos de la lengua y formas religiosas, a su vez enlazadas con opciones alimentarias, indumentarias u otras expresiones de particularidades. Por consiguiente, se trata de un orden vernáculo cuyas prácticas están sujetas a diferencias de expresión notables según las ciudades y los barrios, e incluso considerables según las culturas. En todo caso, nos parecerá esencial, para comprender las evoluciones en marcha, abandonar la oposición público/privado. El espacio común —cuyo emblema podría ser la calle— no está simplemente entre esos dos términos. Los atraviesa y los subyace. Es diferente aun de lo que se llama lo social y la sociedad civil. Su relación muy distanciada con las instituciones políticas —en ciertas tradiciones más que en otras— puede invitarnos a concebirlo como la manifestación de rechazo a toda forma de espacio público o una indiferencia prudente hacia él. Sin embargo, sería concebirlo como la expresión de una carencia, aquello que no es. No es una expansión de lo privado ni la disminución de lo público. Tiene que ver sin duda con la especificidad de la zona urbana como un lugar donde la diversidad humana encuentra más que en cualquier otro lugar la oportunidad de ser reconocida y valorada. Así que es el espacio público el que debe ser repensado. Ahora bien, es precisamente este concepto, en su acepción canónica en Occidente, lo que el nuevo dispositivo planetario de información y de intervención, en el cual se encuentran las ciudades modernas, pone a prueba y tiende a refundir; y lo hace en este mismo movimiento por el cual este dispositivo cuestiona la planificación del espacio construido.

    Al terminar esta doble investigación, quizá será posible proponer una respuesta —al menos parcial— a la pregunta inicial sobre la permanencia o desaparición del clásico modelo urbano, si suponemos que este término se puede aplicar a civilizaciones muy diferentes; y así quizá será posible también considerar la aparición de un nuevo paradigma que nos permitirá descifrar las mutaciones en marcha y las evaluaciones por asumir, y, por último, considerar la ciudad que viene.

    Primer enfoque: Monumento, máquina, red

    En un libro que ha marcado una etapa importante, publicado en Italia en 1966 y titulado La arquitectura de la ciudad¹, Aldo Rossi, en oposición a una visión entonces dominante desarrollada sobre todo por los urbanistas americanos², que tiende a reducir el fenómeno urbano a un aspecto del problema del medio ambiente, sostenía con fuerza que solo podía teorizar estrictamente la cuestión de la ciudad manteniendo el carácter central de su realidad arquitectónica. A pesar de ello, Rossi no olvida la pregunta del sitio o, más bien, de eso que él llama locus, noción que incluye aquella del medio ambiente, pero enmarcándola en una concepción del paisaje urbano reconocido en su singularidad estilística. Esa insistencia de Rossi en el conjunto construido y en la monumentalidad característica de toda ciudad ha sido importante para preservar la especificidad de las investigaciones sobre la ciudad. Sin embargo, el acercamiento de Rossi, por valioso que sea, tiende a olvidar que la ciudad también es siempre un medio de concentrar una población, de organizarla, de permitirle producir, intercambiar, de garantizar su vida material; en resumen, que la ciudad es un poderoso dispositivo de transformación técnica y que, desde este punto de vista, ese monumento es necesariamente máquina. Eso no es todo: ese lugar de visibilidad arquitectónica y de actividad técnica es sobre todo un espacio de circulación, de conexiones, de intercambios y de información; por lo tanto, la ciudad es también una red e incluso una red de redes, y lo es desde sus primeras apariciones. Es según esa triple dimensión que se podría decir que ella forma un mundo. Porque un mundo no es solamente una totalidad como imagen, es decir, un espacio ofrecido a la mirada, es también un espacio poblado, una población que vive según ciertas reglas, que trabaja (a menudo en el sufrimiento), que cambia su medio ambiente (y a veces lo destruye), que acumula experiencias, genera saberes y tecnologías, produce obras; en fin, un mundo son grupos e individuos que se desplazan, se comunican, discuten, se oponen, luchan —a veces hasta la muerte—, e intercambian bienes e información. No obstante, no bastará con señalar estas tres dimensiones esenciales. Será necesario evaluar:

    cómo ellas son indispensables para la comprensión del fenómeno específicamente urbano;

    cómo ellas permiten entender las transformaciones de este fenómeno en el tiempo;

    cómo ellas ofrecen herramientas conceptuales que permiten elaborar una hipótesis sobre la formación de un nuevo paradigma ligado a las mutaciones de la vida actual.

    Monumento: la ciudad como totalidad y como imagen del mundo

    La aparición de las ciudades es muy antigua, diez milenios —o quizá más—, dicen los arqueólogos, lo que es a la vez mucho en comparación con nuestra civilización y muy poco con la del surgimiento del homo sapiens. El fenómeno urbano aparece de manera independiente en lugares diferentes del planeta y en épocas muy distantes; por ejemplo, no hay pruebas de que las ciudades aparecidas primeramente en el Creciente Fértil hayan sido el origen del fenómeno urbano en el valle del Indo o en China. Igualmente, es claro que la formación de ciudades en las civilizaciones mesoamericanas (olmeca, tolteca, maya, azteca) no le debe nada a ninguna otra civilización fuera de las Américas. Que el fenómeno sea sui géneris indica claramente que está vinculado con ciertas condiciones capaces de hacer posible su surgimiento. Sin embargo, no constituye un hecho universal: algunas civilizaciones —pocas, es cierto—, que siguen siendo contemporáneas, no lo han conocido. Entonces, necesitamos plantearnos de nuevo la pregunta: ¿por qué las ciudades? ¿Cómo sucede que los hombres, que habían aprendido perfectamente, hace decenas de milenios, a vivir y sobrevivir juntos según maneras muy diversas en sociedades de cazadores-recolectores y, luego, mucho más tarde, de agricultores o ganaderos nómades (o según formas mixtas como aquella de la horticultura itinerante) comenzaran, en ciertos lugares del planeta, a cohabitar en espacios limitados para construir residencias imponentes o modestas —ya fueran de tierra, madera, ladrillo o piedra —

    y erigir allí monumentos?

    El caso de las primeras ciudades conocidas: Creciente Fértil, Mesopotamia

    Hasta la fecha, los casos más antiguos y bien documentados de la construcción de ciudades son aquellos de Mesopotamia y el conjunto del Creciente Fértil. La documentación en este campo comienza a ser abundante y de gran calidad. Podría ser muy instructivo retomar algunos elementos suministrados por la arqueología³. Disponemos de buenos criterios de análisis que conciernen a las condiciones materiales del cambio de hábitat, la mutación de las técnicas de construcción, el propósito de los edificios y, finalmente, la diferenciación social del espacio construido. Retomemos estos puntos diferentes.

    El primer dato aceptado por todos los investigadores es el siguiente: el fenómeno urbano apareció en las sociedades sedentarias agrícolas. Esto no constituye una convicción reciente; los arqueólogos lo

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