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El Germinal español: Las elecciones que trajeron la Segunda República
El Germinal español: Las elecciones que trajeron la Segunda República
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Libro electrónico725 páginas12 horas

El Germinal español: Las elecciones que trajeron la Segunda República

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El 12 de abril de 1931 se celebraron unas elecciones municipales en España que cambiarían el curso de nuestra historia. No se trataba de un plebiscito sobre el régimen, tampoco de unas elecciones generales que decidiesen la suerte de un parlamento, ni de unas elecciones a Cortes Constituyentes. ¿Cómo fue posible que unas elecciones municipales abocaran al cambio de un régimen secular y aparentemente tan sólido como la monarquía borbónica?El Germinal español enmarca el contexto histórico en el que se celebraron dichos comicios y revisa cuál fue su resultado con todo detalle, claves para comprender la proclamación de la Segunda República. El autor relata cómo en las grandes urbes, y en muchas no tan grandes, un amplio movimiento liberal interclasista, liderado por las elites culturales del país, pedía democracia y cómo, tras aquellos comicios, la multitud invadió las calles, promoviendo una auténtica fiesta popular jamás presenciada en España. El régimen, roto e incapaz de gestionar la crisis, optó por pactar un final de trayecto. Era 14 de abril. Era 24 de Germinal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2024
ISBN9788446053842
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    El Germinal español - Francisco Sánchez Pérez

    1. De la Gran Vía al bocio endémico: la España de los años veinte

    LOS FELICES AÑOS VEINTE Y SUS LÍMITES

    Es imposible entender lo que sucedió en esos días decisivos de abril de 1931 sin hacer un balance de lo que supuso la década precedente a nivel socioeconómico y sociocultural, la década conocida como «los felices años veinte». La palabra, obviamente, es un tanto engañosa, porque la sociedad europea, y en particular la percepción de las elites sociales, no volvió a ser la que había sido en el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, la llamada Belle Époque, y en realidad se estaba incubando ya lo que sería la devastadora Gran Depresión de los años treinta. Pero si se la compara con la precedente Primera Guerra Mundial y la inmediata posguerra, Revolución rusa incluida (1914-1921), y con lo que sucedió a partir de 1929 –la mayor crisis económica y social que el mundo había conocido–, la ascensión del nazismo y las agresiones militares que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, obviamente es comprensible que estos años les parecieran «felices» a los contemporáneos.

    En el caso de España, fueron la culminación de una época de crecimiento económico y modernización social y cultural clave que se extiende a lo largo del primer tercio del siglo XX, pero que se hizo particularmente visible en esa década. Como ese periodo vino a coincidir con el principio y el final de una dictadura militar, se hizo muy visible socialmente que la España de 1923 no era la de 1930-1931, cuando parecía que España debía recoger el fruto político del cambio social y cultural acumulado en esos años. El desfase entre esta modernización social y cultural acelerada en los años veinte y el régimen político de Primo de Rivera resulta tan llamativo que han sido numerosas las comparaciones con el desarrollismo y la dictadura franquista. De la misma manera en que España se modernizaba en los años sesenta y setenta mientras seguía presa de unas estructuras políticas que parecían más propias del periodo de entreguerras, los cambios de la década de los veinte, sobre todo en las ciudades, fueron dejando obsoleto el primorriverismo y con él la monarquía que lo amparaba: «La gran transformación del tejido social de los años veinte casi igualó, y en algunos aspectos superó, la experimentada durante el boom franquista»[1]. El problema es si estos procesos de cambio transformaron tan a fondo el campo español como lo hicieron los de esas décadas del franquismo. La respuesta evidente sería que no, aunque sí desde luego fueron suficientes para revolucionar las ciudades grandes, e incluso muchas medianas, y ahondar sobremanera la brecha entre estas y las áreas rurales.

    Porque el problema evidente es que gran parte de estos cambios, que a veces en ciencias sociales se conocen como «modernización» o «advenimiento de la sociedad de masas», y que han conformado en gran medida el mundo de hoy, se hicieron particularmente visibles en las ciudades, particularmente las grandes –de más de un millón de habitantes– conocidas como metrópolis, hasta el punto de que el transporte subterráneo que las iba a caracterizar recibe en España el nombre de metropolitano (que inauguraba su primera línea en Madrid en octubre de 1919). Esto quiere decir que gran parte del campo, las áreas rurales y las pequeñas localidades, que entonces todavía concentraban una parte muy mayoritaria de la población, y que vivían directamente de la agricultura y la ganadería, no se modernizaron tanto –si es que lo hicieron en absoluto–. Y en este sentido los desfases sociales y, por tanto, los políticos existentes entre las grandes urbes y el campo español se intensificaron mucho en el primer tercio del siglo y se hicieron particularmente visibles el 12 de abril, y a continuación se encarnaron en gran parte de los problemas que tuvo que afrontar la república. La república simbolizaba en grado extremo la modernidad urbana, más laica e igualitaria, y el triunfo de las clases medias promotoras y beneficiarias de estos procesos, frente al atraso rural, ligado por el contrario a un mundo clientelar y caciquil, basado en valores más tradicionales y conservadores. Téngase en cuenta que en España el proceso de urbanización en el siglo XIX no había sido muy potente y las auténticas metrópolis no surgieron hasta la década de los treinta: la primera en rebasar la barrera del millón de personas fue Barcelona, en vísperas de la república, y después Madrid, en vísperas de la guerra. Pero estos cambios fueron lo suficientemente poderosos para llegar a localidades mucho más pequeñas como Cuenca o Huesca. Que llegaran a las pequeñas localidades y áreas rurales de sus respectivas provincias es otra historia muy diferente, como vamos a ver a continuación.

    CADA VEZ MÁS GENTE: CRECIMIENTO Y DESEQUILIBRIOS

    España inició en el primer tercio del siglo XX la transición al ciclo demográfico moderno. Se considera un ciclo demográfico moderno aquel en el que las tasas de natalidad y mortalidad se equilibran, pero en tasas muy bajas, a diferencia de lo que ocurría antes de la industrialización, donde también se encontraban más o menos niveladas, pero a tasas mucho más elevadas. La primera tasa que de forma natural debe descender es la mortalidad, particularmente la infantil, y esto es exactamente lo que ocurrió en este periodo, y en particular en los años veinte. La mortalidad pasó de cerca del 29 por 1.000 en 1900 a un 23 por 1.000 en 1920 y, en particular, a algo menos del 17 por 1.000 en 1930, una vez superada la epidemia de gripe de 1918-1919. Bajó seis puntos en dos décadas para bajar la misma cantidad en la mitad de tiempo en los años veinte. Y la esperanza de vida media pasó de aproximadamente 35 a 50 años en el mismo tiempo (mejoró en nueve años tan solo en la década de los veinte). Para un país que tenía las tasas de mortalidad infantil más altas de Europa junto a Rusia hacia 1900 (solo un 63% de los nacidos llegaban a cumplir los 6 años, por un 80% en 1930) fue un logro muy destacable. Aun así, esta reducción de la mortalidad se produjo con un retraso de 25 años respecto a los países más industrializados[2].

    El origen del descenso de la mortalidad está relacionado con la mejora de la calidad general de vida, es decir, la alimentación, la vivienda y el vestido, y el incremento de los servicios sanitarios e higiénicos. Y bajó, aunque persistiese la incidencia de algunas enfermedades infecciosas de alta mortalidad, como la tuberculosis, junto al paludismo y la sífilis –estas dos últimas muy presentes durante la Guerra del Rif (que se llevó unas 25.000 personas, pero que terminó en 1927)–. La natalidad, aunque se recortó algo (unos cinco puntos), sobre todo en las ciudades como efecto de la incorporación de la mujer al trabajo no doméstico y a la difusión de la educación y la información, se mantuvo alta. A la altura de 1900 la diferencia entre la tasa de natalidad y mortalidad favorable a la primera era de cinco puntos solo y pasó a ser casi de doce en 1930, es decir, más del doble. Por ello, el ritmo de crecimiento vegetativo o natural (es decir, el producido por el saldo entre nacimientos y defunciones) más que se dobló de 1919 a 1930 (del 5 al 11 por 1.000 anual), en apenas diez años. El factor que lo había lastrado hasta entonces, la emigración, sobre todo a Iberomérica –que había alcanzado máximos hacia 1914–, se frenó, con incluso retornos a la península en los años treinta. Por lo que el crecimiento real del país se mantuvo en un 1% anual en los años veinte, tasa jamás vista y que no volvió a repetirse hasta los años sesenta.

    El crecimiento fue claramente desigual, en la línea de lo que hemos mencionado: cada vez más gente en las costas, los archipiélagos y Madrid, y cada vez menos comparativamente en el interior. Cada vez más en las regiones urbanizadas e industrializadas y cada vez menos en el campo: Cataluña, Madrid, el País Vasco y Galicia tenían más del doble de densidad que la media nacional. De abarcar la mitad de la población del país, el campo pasó a ser un tercio en 1931: más del 40% del total ya vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes, aquellas donde los resultados del 12 de abril más se van a decantar hacia los republicanos. Había once ciudades de más de 100.000 habitantes en 1930, la primera, como ya veíamos, de más de 1.000.000: Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Málaga, Zaragoza, Bilbao, Murcia, Granada, Córdoba y Cartagena, por orden de magnitud. En todas ellas ganaron (y en varias arrasaron) los republicanos el 12 de abril; la república, en gran parte agradecida a su apoyo masivo, y atendiendo a la representatividad de la población, las convertiría en distritos electorales por derecho propio para las primeras elecciones generales de junio de 1931[3]. Que el cambio social y cultural viniese de las grandes urbes, y con ambos llegase el cambio político, está muy lejos de ser casual.

    El desequilibrio demográfico se incrementaba y, con él, también, el desequilibrio de poder. Bilbao había doblado su población en treinta años; cerca de doblarse estuvieron Barcelona, Madrid o Zaragoza. Solo en los años veinte Barcelona creció más de un 40%, y Madrid y Valencia, más de un 25%. La densidad media española no llegaba a 50 personas por kilómetro cuadrado en 1930, pero más de cuatro veces esa cifra tenían las provincias de Barcelona y Vizcaya, más del triple las de Madrid y Guipúzcoa, más del doble Pontevedra (en torno a Vigo) y muy cerca de los 100 habitantes por kilómetro cuadrado estaban Alicante, La Coruña y Valencia. Hay cambios muy significativos que señalan el nuevo peso de la periferia costera (más Madrid): la provincia de Guipúzcoa tenía menos población en 1900 que las de Ávila o Valladolid (esta con casi 100.000 habitantes más); ambas estaban por debajo en 1930, Ávila con 80.000 personas menos. Lo mismo vale para Salamanca, con más población que Vizcaya en 1900 y 100.000 personas menos en 1930. Las nueve provincias que hoy forman Castilla y León pasaron de 2,3 millones de habitantes en 1900 a 2,4 en 1930, mientras las cuatro de Cataluña pasaban de 1,9 a casi 2,8 en la misma época. El sorpasso además se produjo en la década de los veinte. Pero esto oculta el dato real: de las cuatro provincias catalanas tres perdieron población en los años veinte; solo la muy urbanizada Barcelona sumó los 450.000 nuevos catalanes. Era el triunfo de la gran urbe.

    LA PROMESA DE UNA VIDA MEJOR

    Esto también tiene un reflejo en lo que se ha dado en llamar «la edad de plata de la economía española» entre 1914 y 1936. Tras la recesión de posguerra en 1922 y hasta 1929 el Producto Interior Bruto (PIB) aumentó al 3,8% anual y el PIB per capita (riqueza media por persona), al 3%. La riqueza por persona conseguida en 1929 (calculada en dólares norteamericanos de 1990) no se volvió a alcanzar hasta 1955 (y la de 1932-1935 hasta 1952). Hay que añadir a estos datos que otros países también se recuperaron notablemente tras la Segunda Guerra Mundial (y más deprisa que nosotros). Por eso es mucho más significativo resaltar nuestro atraso comparativo respecto a Europa occidental (los 15 países que formaban la Unión Europea en los años ochenta [UE-15]): si en 1932, durante la república, estaba España a 27 puntos por debajo de la media europea (72,9 sobre 100), durante las décadas siguientes solo mejoró ese registro un año, en 1975 (73,2 sobre 100), más de cuarenta años después, y no lo volvió a superar, ya definitivamente, hasta 1988 (73,7 sobre 100), transcurridos más de cincuenta y cinco años. Huelgan comentarios sobre la posición relativa que tenía el país al entrar la década de los treinta y la que tuvo en los cincuenta años siguientes, pese a la percepción distorsionada que tienen algunas personas. En consonancia con la mayoría de historiadores de la economía puede afirmarse que «en España la Gran Depresión del siglo xX no ocurrió como en los otros países capitalistas entre 1929 y mediados de los años treinta, sino entre 1936 y 1950». De hecho, en 1950 o en 1960, en plena dictadura franquista, es cuando nuestro PIB per capita llegó a ser de menos de la mitad que el que disfrutaban en los países de la UE-15 (49,1 y 47,1 sobre 100, respectivamente, en ambos años), lo nunca visto en todo el siglo[4].

    Sea como fuere, los años veinte fueron, en conjunto, una etapa de bienestar y crecimiento económico y todos los indicadores lo señalan, incluido el crecimiento de las inversiones (formación del capital fijo) a tasas anuales medias del 11%. Un crecimiento naturalmente desigual: el sector agropecuario se estancó y perdió peso a nivel de empleo, que se trasladaba a las ciudades, a la industria y a los servicios. Cayó en torno a quince puntos porcentuales hasta los años treinta, en términos de empleo, pasando del 55% al 41% entre 1919 y 1935, es decir, dejando de ser el sector que ocupaba a la mayoría de la población[5]. Bien es verdad que toda la agricultura no se comportó igual: hubo una muy competitiva, consagrada a la exportación, centrada en las frutas, la huerta, las naranjas, las almendras, el vino y el aceite, que conoció una importante expansión a costa de los cereales, y que era fundamental para la balanza comercial española (venía a ser más de la mitad de las exportaciones). Con esto se financiaban las importaciones que la industria necesitaba. Aun así, el peso de una agricultura tradicional bastante atrasada seguía siendo muy grande, y acorde a esto el peso político de la sociedad que la amparaba. Pero el sector agrario ya no ocupaba a la mayoría de la población activa. El dato contrasta poderosamente con lo que ocurrió tras 1939, cuando el país se «reagrarizó» y volvió a la mula y al trabajo manual en el campo, con datos de antes de 1914. El empleo agrario no volvería a menos del 50% hasta los años cincuenta.

    La producción industrial fue, en cualquier caso, la principal protagonista del impulso económico de la década, con crecimientos del 1,85% anual entre 1914 y 1936, pero del 5,6% entre 1922 y 1929. La desigualdad también es notable: el crecimiento lo protagonizaron sobre todo la industria pesada y la producción de electricidad (envuelta en una oleada de creación de grandes centrales hidroeléctricas y de embalses para producirla, que se ha comparado con el boom ferroviario de un siglo antes), y se concentró notablemente a nivel territorial, pues casi la mitad de la producción industrial se encontraba en Cataluña y el País Vasco[6]. En cualquier caso, más de la mitad de la producción industrial siguió anclada en la fabricación de artículos de consumo o, por mejor decir, alimento, vestido y calzado, más los muebles y el papel, aunque generalmente se renovó tecnológicamente y se ligó sobremanera al suministro del tejido urbano y de los puertos de exportación. A esto le acompañó un importante boom de la construcción residencial, que atraía mucha mano de obra poco cualificada a las ciudades y las estaba realmente transformando. Mientras el campo permanecía con gran parte de su atraso secular, se construían la Gran Vía en Madrid (no totalmente terminada en 1932) o la Vía Layetana en Barcelona, frontispicios de la modernidad que rompían física y estéticamente con la ciudad tradicional. La Exposición Universal de Barcelona (que inició sus obras en 1917) y la Iberoamericana de Sevilla (que las comenzó en 1911), desplegadas simultáneamente entre 1929 y 1930, y las construcciones que generaron, cambiaron la fisonomía de ambas ciudades y sirvieron de banco de pruebas de los nuevos estilos arquitectónicos, así como fueron importantes generadoras de empleo[7].

    En la misma línea, la creciente urbanización y la elevación de los niveles de renta expandieron el uso del automóvil (se multiplicó el número de vehículos por diez en los años veinte y hasta por veinte en los treinta) y la red de carreteras, que más que dobló su extensión entre 1910 y 1935. El consumo de petróleo por habitante siempre se encontró muy lejos del de economías europeas más industrializadas y estaba a la par que el de Italia o Portugal hacia 1913, pero en 1935 superaba claramente a ambos países. Como en otros datos que hemos visto, las diferencias regionales eran abisales (Cataluña consumía 81 kilos por habitante, mientras que Andalucía, 11). Pero, en cualquier caso, «el paisaje dominado hasta entonces por caballerías, diligencias y carros daba paso aceleradamente a los ómnibus y ca­mio­nes»[8]. El automóvil familiar, por supuesto, seguía siendo un vehículo de lujo, incluso a nivel urbano, la luz eléctrica no pasaba de las ciudades grandes y medianas, y las primeras compañías aéreas nacieron precisamente en la década de los veinte, con lo que su aportación al transporte de mercancías y pasajeros resultaba aun escasa. También creció de forma muy elevada en esta década el uso del teléfono (en régimen de monopolio) y la radio, pero siguieron siendo artículos que estaban aun escasamente presentes en los hogares, salvo los muy acomodados. Son significativos los problemas para comunicar por teléfono con otras partes de España que tenían incluso los ministros, tanto el general Berenguer, que era presidente del Gobierno, como el marqués de Hoyos, que era ministro de Gobernación, durante las jornadas críticas del 12 al 14 de abril[9].

    Y, sin duda, también cambió el sector servicios no solo cuantitativamente, sino en su composición interior. Los contribuyentes censados como industriales o comerciantes aumentaron un 63% entre 1923 y 1928, y con ellos los estudiantes universitarios en general y los matriculados en escuelas de gestión de negocios en particular, atendiendo a las nuevas salidas profesionales en la banca, las compañías de seguros, las oficinas de las nuevas sociedades anónimas y la administración pública. El servicio doméstico, sector de empleo básico en las ciudades, sobre todo entre las mujeres, comenzó un lento declive como en otros países de Europa. Este declive empieza por la queja ante la falta de fidelidad de los sirvientes, que ya no obedecen a los amos. Tanto Romanones como Gabriel Maura citan este factor para explicar algunos resultados en los barrios pudientes de Madrid en sus propias versiones del 12 de abril, porque «hasta las elecciones de 1931, abundaron aún, incluso en grandes capitales, los dependientes de comercio, criados del servicio doméstico u obreros de pequeñas industrias, que, sin coacción ninguna abusiva […] votaban invariable, espontánea y gustosamente, la candidatura que en cada ocasión sabían más grata al principal, al amo de la casa o al patrono». Pero como síntoma de los cambios de la última década «el mercantil distrito del Centro, el aristocrático de Buenavista y el palatino de Palacio, comenzaron a dar el triunfo, sección tras sección, a las candidaturas antimonárquicas, porque dependientes, obreros y criados, hasta los de la Casa Real, votaban ya con los suyos»[10].

    En las grandes ciudades como Madrid se ha estudiado cómo en los años veinte las nuevas clases medias asalariadas pusieron las bases de una incipiente sociedad de consumo adquiriendo bienes considerados hasta entonces como exclusivos, de lujo o de absoluta modernidad: máquinas fotográficas, gramófonos y discos, aparatos de radio, bicicletas, máquinas de escribir y de coser, plumas estilográficas, todo tipo de productos enlatados y los relacionados con la cosmética y la moda femenina. Todos estos artículos eran anunciados a través de una cada vez mayor publicidad en los diarios de la época y en las revistas ilustradas[11]. En este sentido, surge la venta a plazos y los grandes almacenes de varias plantas abiertos para todo el mundo (pero muy especialmente para las mujeres, libres de la tutela masculina) como, por ejemplo, los Almacenes Rodríguez o los Madrid-París, abiertos en la Gran Vía madrileña en 1921 y 1924, res­pectivamente (inaugurados ambos con presencia del rey). O los Gran­des Almacenes El Siglo en las Ramblas de Barcelona, que eran bastante más antiguos, pero que, tras varias expansiones, llegaron a su máxima expresión en esta década, hasta el incendio de su edificio en 1932[12]. Sus tentáculos llegaban mucho más lejos, merced a la venta por catálogo. Lo más emblemático de esta expansión comercial probablemente eran los escaparates, que Bartolomé Cossío usó para ejemplificar su concepto de cultura difusa en las grandes ciudades frente al campo, porque a los habitantes de las ciudades, por analfabetos que fueran, «la instrucción y las diversiones les entran sin quererlo por los ojos y oídos, porque hasta los escaparates de las tiendas se convierten allí en diversión y enseñanza»[13].

    Esto en realidad ocultaba las grandes diferencias de poder adquisitivo que existían no solo con respecto al campo, sino dentro de las propias ciudades. Pero lo importante es la fascinación y atractivo que simbolizaban de una promesa de bienestar colectivo para todos. Es indudable que el consumo generaba indudables expectativas no solo entre las clases medias, sino entre los trabajadores, acerca de una vida mejor y que era posible alcanzar, sin tener que servir, es decir, una vida de mayor igualdad y mejores oportunidades. Esto es clave para entender a toda una generación y, en particular, a los jóvenes de orígenes humildes de finales de los años veinte. Muchos decidieron que los tiempos habían cambiado y que su vida no sería como la de sus esclavizados padres. Y es una idea que terminó llegando al campo, extendiéndose en la década siguiente. Así narraba un miliciano extremeño, que contaba con 21 años el 12 de abril, porquerillo, zagal y cabrero en su infancia y adolescencia en Valdecaballeros (Badajoz), el final del sueño colectivo. La escena transcurre en 1944, cuando sale de prisión y se encuentra con una amiga de la infancia en Madrid: «Nos habíamos criado juntos los dos de la misma edad. Yo quería a su familia lo mismo que ella a la mía. La [sic] dije: —¿Qué haces aquí? —De criada con unos señores. —De eso juíamos [huíamos] y no nos ha servido»[14].

    Los años veinte también fueron prometedores para los trabajadores manuales en las ciudades. Aunque los salarios no subieron en demasía, se contuvo la inflación que tanto había agitado a los trabajadores entre 1914 y 1923, por lo que el poder adquisitivo no sufrió recortes drásticos. El crecimiento económico generó mejores posibilidades de empleo, atrayendo población rural. La jornada de ocho horas (desde 1919), ya estaba muy extendida en la industria y los servicios, y permitía más posibilidades de ocio y mejor formación para todos. Los comités paritarios de la dictadura canalizaron en buena medida la conflictividad social, dando más poder a los sindicatos dispuestos a colaborar. Como es sabido, muchas de estas mejoras no habían llegado aún al campo, o no en la misma medida. De hecho, Largo Caballero, como ministro de Trabajo desde abril de 1931, pretendería extender al campo lo que entendía eran los beneficios de las relaciones laborales de las ciudades y las industrias (desde los jurados mixtos, sucesores de los paritarios, a las ocho horas).

    Todas estas tendencias no solo se dieron en España, de ahí lo de happy twenties, pero es innegable que están relacionadas en gran medida con las políticas económicas del régimen de Primo. Paternalistas y desarrollistas, se basaron en incrementos del gasto público en infraestructuras, obras públicas, casas baratas, industria pesada, energía hidroeléctrica y redes viarias y de comunicaciones (el crecimiento del gasto público fue el doble que el de la renta nacional)[15], y se sustentaban en unas relaciones laborales más o menos corporativistas, que obligaban a entenderse a patronos y trabajadores. Como es sabido, carecían sin embargo de una adecuada política fiscal y monetaria keynesiana, o más claramente y para que se entienda, de unos impuestos directos redistributivos y de calado suficiente para nutrir semejantes inversiones, es decir, de un Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) que nunca se abordó. De ahí que tuviera serios problemas y muy poderosas limitaciones ya a partir de 1928, bastante antes de que llegaran a España los efectos de la Gran Depresión. De hecho, las dificultades económicas, el hundimiento de la peseta y lo que se veía en 1930 como una imperiosa necesidad de volver a la ortodoxia económica y acabar con la sangría presupuestaria de las políticas de la dictadura tuvo alguna relación con su final. Pues se incrementó notablemente el descontento entre 1929 y 1930 ante las inciertas expectativas económicas (y las políticas, con un régimen en declive de popularidad) entre buena parte de la clase media profesional y las propias empresas, muy particularmente las pequeñas y medianas, cansadas de la tutela corporativa y los comités paritarios del régimen. El frenazo en seco presupuestario (o giro, si se prefiere) que supondría el Gobierno Berenguer, que sucedió al de Primo de Rivera, mantendría, sin embargo, e incluso incrementaría, este descontento. No hay nada peor que la quiebra de expectativas tras un periodo de crecimiento sostenido, es decir, cuando se dan, en términos técnicos, «puntos de inflexión de la fase alcista de la economía», algo que se ha estudiado para determinadas crisis políticas y sociales, anteriores y posteriores[16].

    LAS VANGUARDIAS DEL CAMBIO: EDUCADAS Y EDUCADOS

    También los niveles de alfabetización y educación mejoraron indudablemente durante la década, en paralelo a la mejoría de los niveles de renta, algo con lo que se sabe está estrechamente relacionado, en particular la alfabetización femenina. El analfabetismo pasó de un 63,6% en 1900 al 52,2% en 1920 y al 42,2% en 1930 (prácticamente había bajado lo mismo en los años veinte que en los veinte anteriores), mientras el femenino descendió del 71,4% al 47,5% en el mismo periodo, basándonos en las cifras oficiales de los censos[17]. Bien es cierto que las estadísticas oficiales suelen incluir a los menores de diez años, algo que ya advirtió en su día el pedagogo Lorenzo Luzuriaga, que abogaba por separarlos del resto, rebajando las cifras de 1920 a un 42,6%, casi diez puntos menos[18]. Siguiendo ese razonamiento, el analfabetismo real en España andaba en 1930 por el 23,6% entre los hombres y el 38,1% entre las mujeres. Estas medias ocultaban la extrema dualidad del país entre las ciudades y el campo: la tasa de analfabetos varones en las capitales de provincia era solo del 10,8% por un 27,1% fuera de ellas (una diferencia de 17 puntos); en el caso de las mujeres la diferencia llegaba a los 22 puntos, un 21,5% urbano por un 43,1% rural[19]. Estos datos son esenciales para entender el 12 de abril y la interpretación que se le dio. En cualquier caso, lo cierto es que España estaba en 1920 muy lejos de Francia, un país de nuestro entorno, que solo tenía un 4% de analfabetos[20].

    Sea como fuere, son datos de disminución bastante relevantes, si se tiene en cuenta que la población española era entonces muy joven de media: en 1930 los menores de 25 años (es decir, sin edad legal de votar por entonces) rondaban el 51% de la población. Y es relevante en particular porque la población en edad escolar (es decir, de seis a catorce años) creció significativamente en esos años y en particular en los años veinte. Hacia 1930 se ha estimado la cifra en más de 3,4 millones de escolares potenciales. Por entonces la franja de edad con menor analfabetismo se situaba entre los 11 y los 30 años (entre el 18 y el 20% en los hombres y entre el 25 y el 30% entre las mujeres)[21]. Esto es relevante políticamente porque no se podía votar con menos de 25 años. O, dicho de otro modo, gran parte de los españoles más alfabetizados no pudo votar el 12 de abril. Por el contrario, y paradójicamente, el principal argumento para que las mujeres no votasen era su escasa preparación y su elevado analfabetismo. Denota claramente que el esfuerzo educativo ya había comenzado antes de los años treinta, pero no refleja aún menos que era claramente insuficiente, y explica por qué la educación se convirtió en la preocupación máxima de la república, que sin embargo heredó un parón presupuestario sin precedentes por parte del Estado, al que hemos aludido. Así como una falta de fondos en general, con el añadido del caótico endeudamiento generado por los sistemáticos desequilibrios presupuestarios, y sobre todo los extrapresupuestarios, desplegados por Calvo Sotelo, principal responsable de Hacienda en el régimen de Primo. En cualquier caso, es significativo que las analfabetas hubiesen dejado de ser mayoría entre las mujeres en vísperas del 12 de abril. La mejora en la formación de las mujeres tuvo sin duda serias repercusiones en los procesos de socialización y en los cambios de mentalidad, que se plasmarían en particular en la legalidad republicana de los años treinta, cuando consiguieron nuevos derechos políticos (voto), y civiles, como miembros de una pareja (divorcio) y como madres (el derecho a la herencia paterna de sus hijos, estuvieran o no casadas).

    En las universidades, a donde habían ido tradicionalmente la mayor parte de los gastos educativos del Estado español, también se dejaron sentir los avances de las mujeres en los años veinte, aún en grado modesto. En España había una docena de universidades. Por riguroso número de inscritos (hacia 1931): la Central de Madrid, única en donde se impartía el doctorado, según un sistema educativo muy centralista y piramidal, y que concentraba ella sola a más de la cuarta parte del alumnado del país, las de Barcelona, Murcia, Valladolid, Zaragoza, Granada, Sevilla, Valencia, Santiago y Salamanca, y a bastante distancia de estas, Oviedo y La Laguna (en Tenerife). Téngase en cuenta que a las mujeres solo en 1910 se les abrió la puerta legal de la universidad de forma explícita, y en 1920 apenas pasaban del 3% del total del alumnado oficial y libre (algo más de 700 de un total de más de 23.000 alumnos)[22]. En 1931 eran más de 2.200 universitarias, se habían triplicado en números absolutos, mientras que el total de universitarios, que andaba por los 35.000, solo aumentó un 52%. Por entonces, las alumnas eran entonces el 6%, el doble en porcentaje que diez años antes. En cualquier caso, si reparamos en 1928, cuando el estudiantado universitario alcanzó su cénit de entonces (unos 45.000 alumnos), podemos hacernos la idea de que en ocho años casi se duplicó el alumnado. A eso hay que sumar las escuelas técnicas (arquitecturas, ingenierías), entonces no englobadas en las universidades. Esto, como se verá más adelante, tuvo consecuencias no solo sociales, sino, como no podía ser de otra manera, políticas. Para empezar, todas las ciudades universitarias, salvo la insular, votaron república.

    Lamentablemente, pero de forma muy significativa, hasta 1931 (en el ejemplar publicado en 1933), no se interesaron las autoridades estadísticas por mostrar el número de «plazas docentes universitarias». Aquí el cambio es aún más radical: si seguimos a los Anuarios solo había 7 docentes universitarias en 1929 de un total de más de 1.100 docentes (un 0,62%), que pasaron a 18, solo dos cursos después; es decir, casi se habían triplicado. Aun así, debe decirse que el porcentaje seguía siendo paupérrimo (un 1,5%) y de ellas más de la mitad (11) se encontraban en la Universidad de Barcelona; fuera de Barcelona y Madrid solo había cuatro, y eran cinco las universidades españolas que carecían todavía de esta figura. La situación siguió progresando geométricamente con la república: en 1933 ya eran 64 de un total de casi 2.300 plazas docentes (2,8%). No es menos significativo que el profesorado se había doblado respecto al de cuatro años atrás, pero las mujeres se habían triplicado. La Central de Madrid pasó de 3 a 29, siendo la universidad de España que más mujeres docentes tenía por entonces (algo más del 5%, sin contar las vacantes) y aún había dos universidades sin ninguna (Murcia y La Laguna) y tres con apenas una (Salamanca, Valladolid y Se­villa)[23]. Por supuesto que, al agrupar escuelas de enfermería, matronas, etc., las estadísticas no muestran toda la realidad: no eran un profesorado de facultad equiparable al masculino, todo lo más personal auxiliar o ayudante, pues –hasta donde he podido comprobar– no existían en 1931 catedráticas en las universidades españolas. No es menos significativo que en Derecho, el vivero de la clase dirigente del país, no se encuentre ninguna docente en las estadísticas, pues tenían vedadas las oposiciones a la administración, y entre otras a notarías, registradores de la propiedad, procuradores o secretarios municipales (que la república les abriría) o a policías, militares, jueces o fiscales (que ni la república les abrió)[24]. De hecho, las primeras licenciadas en Derecho que empezaron realmente en los años veinte a ejercer la profesión en Madrid, Victoria Kent y Clara Campoamor, acabarían siendo las dos primeras diputadas de la historia de España en un parlamento libre en 1931. Junto a ellas, las otras cuatro únicas colegiadas en Madrid antes del 12 de abril para ejercer la abogacía (vedada a las mujeres hasta 1920): Carmen López Bonilla –la pionera absoluta, aunque entrara más tarde por motivos económicos–, Matilde Huici, Concha Peña y Carmen Cuesta del Muro. A excepción de la última, que estuvo en la asamblea corporativa promocionada por la dictadura en 1927 y era partidaria de la educación católica y segregada, todas las citadas abogaron por la venida de la república y luego van a cooperar con ella a distintos niveles, para después ser depuradas, expulsadas de la abogacía o acabar en el exilio con la dictadura franquista. Incluso Carmen Cuesta, que era poco sospechosa para las nuevas autoridades, residió un tiempo en Iberoamérica y no regresó a España hasta 1953[25]. Aunque en realidad la mujer emblemática de la época fue una «alumna becaria de la Universidad Central y primera mujer que alcanza en España el doctorado en Ciencias Educativas». Generó tal impacto social que hasta a Camilo José Cela, que había sido censor franquista, no le quedó otra alternativa que evocarla como la encarnación de una ilusión y una época que se veían irremisiblemente perdidas allá por 1951. Se llamaba Natalia Valdés, Nuestra Natacha, y la creó Alejandro Casona en 1935[26].

    En 1926 se creó el Lyceum Club Femenino, un club exclusivo, elitista y laico, de mujeres preparadas e ilustradas, cuyo objetivo explícito era la defensa de los intereses de la mujer a todos los niveles, y que recogía a la vez sensibilidades muy progresistas y las cada vez más conservadoras de, entre otras, su presidenta e impulsora, María de Maeztu. Con tamaña heterogeneidad y carencia de un programa coherente, nunca se convirtió en una asociación muy reivindicativa en el tema de la igualdad entre sexos, y ni siquiera se la puede llamar sufragista, pero sí contribuyó a dotar de identidad a la causa de la mujer en esos años y le proporcionó una red de sociabilidad y solidaridad/fraternidad propia basada en el género, aunque muy restringida a las elites educadas. Por lo que se la puede llamar feminista en el contexto de la época, y sobre todo muestra hasta dónde había llegado la toma de conciencia de la mujer culta en este periodo. Su lista de socias es una nómina de muchas de las mujeres que iban a desarrollar algún tipo de actividad cultural o política relevante en la década siguiente, en el ámbito de la clase media y alta (es decir, desde fuera del movimiento obrero, aunque algunas hubo, ligadas a esta causa). No por casualidad, y pese a las diversas sensibilidades que arropaba, fueron muy numerosas las que apoyaron activamente a la república y se identificaron con ella (Kent, Campoamor, Huici, Concha Méndez, Isabel Oyárzabal, María Lejárraga, Zenobia Camprubí, Elena Fortún, María Teresa León y una larga lista de mujeres casadas a su vez con intelectuales o políticos repu­blicanos)[27].

    Si descendemos un poco de las cumbres y atendemos a los datos de las mujeres estudiando el grado medio, las diferencias entre Madrid o Barcelona (donde casi un tercio de los bachilleres era femenino en 1930) y el resto del Estado español, donde no superaba el 20%, son también muy notables, muestra de esta sociedad dual. Hay que tener en cuenta que los institutos públicos donde se podía estudiar lo que entonces se llamaba segunda enseñanza se limitaban en 1920 a uno por capital de provincia, con algunas excepciones como Madrid (que tenía dos), y los que había en Reus, Figueras, Mahón, Jerez de la Frontera, Baeza, Cabra, Santiago, Gijón y Cartagena (en todas estas poblaciones, salvo Cabra y el empate de Jerez, ganó la república el 12 de abril). Y la enseñanza privada de pago, muy frecuentemente a cargo de instituciones católicas, también se concentraba en los grandes núcleos de población. En los años veinte, en línea con todo lo antedicho, pasaron a ser 89, más o menos la misma cantidad de liceos que tenía Francia en 1865 (!!!) Alguno de ellos (en Madrid) segregados, es decir, solo para «señoritas», siguiendo las ideas ultraconservadoras del régimen[28]. Catedráticas de instituto había una antes de 1920, que yo tenga conocimiento, que pasaron a ser 19 en vísperas del 12 de abril (casi todas a partir de 1928)[29].

    Creo que todo lo expuesto hasta ahora muestra en cifras a dos de las fuerzas sociales emergentes que más iban a apostar por el nuevo régimen: las mujeres jóvenes y educadas de clase alta y media de los medios urbanos, y los estudiantes de enseñanza superior y profesores universitarios en general. Un gran homenaje a su importancia histórica se lo hizo este autor ultramonárquico y reaccionario, que por supuesto los detestaba:

    Este nuevo tipo de estudiante engreído, antipático, pedante, que luce gafas de concha y capa castiza y solo admite enseñanzas cuando provienen de Moscú. Asimismo, ha aparecido la burguesita altanera, independiente, pintada, peinada y vestida como una «estrella» de cine, que sigue carrera universitaria y alardea de simpatizar con el comunismo porque no pone trabas al amor libre [… y, en general,] estudiantes de ambos sexos [que] hacían gala de profesar el más absoluto desdén por la moral y la religión, recabando una absoluta libertad de pensamiento y de conducta en materias sexuales[30].

    Minorías sociales, bien es verdad, pero de una enorme influencia cultural y política. Y estuvieron muy presentes el 12 de abril, incluyendo a las mujeres que, aun no pudiendo votar, sí se movilizaron repartiendo octavillas y papeletas de voto el mismo día de las elecciones en las calles de las grandes ciudades. Parece bastante razonable pensar en cualquier caso que, como en otros aspectos que hemos visto aquí, de no haber sobrevenido la dictadura franquista, la presencia de la mujer en la universidad y la vida pública españolas se habría desarrollado mucho antes y mucho mejor de lo que lo hizo.

    Paradójicamente, siendo la Universidad Central de Madrid la más numerosa y la monopolizadora a nivel nacional del doctorado, sus instalaciones se habían quedado antiguas y pequeñas, otro telón de fondo de las numerosas protestas universitarias que iban a estallar desde finales de la década de los veinte. En 1927 se creó la Junta constructora de la Ciudad Universitaria, que venía a reconocer esto, y que estaba destinada a gestionar los fondos, diseñar el conjunto urbanístico de las nuevas facultades planeadas en terrenos de La Moncloa y supervisar las obras de lo que iba a suponer un mayúsculo salto adelante, empezando por Medicina y su Hospital Clínico, alojados todavía en el vetusto caserón de San Carlos (en Atocha). Este edificio, como veremos, será el centro neurálgico de las protestas universitarias contra Primo y Berenguer, y, por extensión, contra el rey.

    Junto a las universidades, importantes instituciones científicas y de debate e investigación habían recogido toda la herencia regeneracionista de las décadas anteriores, impulsada por la pionera Institución Libre de Enseñanza (ILE), muy influyente a todos los niveles, llegando a su apogeo por esos años: la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE, 1907), el Institut d’Estudis Catalans (1907), el Centro de Estudios Históricos y el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales (1910), la Residencia de Estudiantes (1910), la Residencia de Señoritas (1915), el Instituto-Escuela (1918). De hecho, si algo caracteriza estos años fue la penetración de los investigadores de la JAE, particularmente en la Universidad Central, llegando a ocupar el 75% de las cátedras en los años treinta. La universidad española se renovó a partir de la investigación científica que se hacía fuera de ella, con planteamientos liberales y laicistas, no desde el oficialismo católico. Bien sabido es que la base del pensamiento moderno, del pensamiento libre y de la democracia es la Revolución científica[31].

    El problema es que la libertad intelectual y de pensamiento, y los planteamientos que llevan aparejados, chocaban de lleno con la falta de libertades políticas, la persecución directa de otras lenguas que no fueran el castellano y el estrecho dirigismo y confesionalismo estatal que se vivió en el país en los años de la dictadura. Esto explica en gran medida el importante papel que las universidades, los intelectuales y los científicos van a tener en la caída de Primo y en los resultados del 12 de abril, y más tarde en los primeros pasos del nuevo régimen. Sus quejas contra la monarquía no solo se referían a la falta de libertades, sino también a las limitaciones profesionales, las estrecheces presupuestarias y la falta de medios adecuados y de bibliotecas, muy en particular, si se atiende a lo que se invertía en la dictadura en presupuestos estrictamente militares frente a los educativos. Los presupuestos estatales invertían a mediados de los años veinte el triple en defensa que en educación, para pasar a finales de los veinte a algo más del doble. En 1933 aún eran un 50% más importantes que las inversiones educativas[32]. Lo que hemos visto respecto a otros muchos indicadores es obvio que se puede extender al ámbito educativo más general: el porcentaje de estudiantes de primaria y de secundaria respecto a la población española que había en el país en 1935 no se superó de hecho hasta mediados de los sesenta, casi treinta años después[33].

    LAS LIBERTADES (LIMITADAS) Y LAS CIUDADES: lOS INTELECTUALES, LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y EL OCIO

    Pese a los obstáculos políticos y la represión a las libertades fundamentales de expresión y cátedra que caracterizaron a la dictadura, en los años veinte convergieron tres generaciones de pensadores, creadores y científicos, que dieron forma a la que se ha llamado edad de plata de la cultura española, eufemismo que oculta lo que no fue sino la edad de oro de la cultura nacional como tal, salvo para los que pretenden que España era ya una nación en el siglo XVII y que el atraso científico no tiene importancia a la hora de definir una cultura, puntos de vista que este autor no comparte en modo alguno. Una generación de fin de siglo, ya entrada en años, la entonces madura generación del 14 y los jóvenes de los años veinte, que iban a desplegarse plenamente en la década siguiente. Cada generación es más nutrida que la anterior, más abierta a Europa, al mundo moderno y a las novedades, y más republicana, democrática y con más presencia de mujeres, en una línea ascendente de la cultura y la ciencia españolas. Y no solo encontramos escritores o artistas, sino biólogos, médicos, físicos, matemáticos, ingenieros, filólogos y especialistas en las ciencias sociales. En la primera, que andaba por los 60 años en la década de los veinte, 50 los más jóvenes, destacan Unamuno, «Azorín», Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Antonio Machado, Valle-Inclán, Benavente, Ignacio Zuloaga, Manuel de Falla, Menéndez Pidal, Rafael Altamira o Asín Palacios, con algunos supervivientes de la generación anterior (la llamada generación de 1880), que andaban por los 70: Ramón y Cajal, Torres Quevedo o Antoni Gaudí. De la del 14, entre los 15 y los 30 años, tenemos a José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Eugenio d’Ors, Gabriel Miró, Manuel Azaña, Salvador de Madariaga, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Bosch Gimpera, Ramón Carande, Flores de Lemus, Pablo Picasso, Pau Casals, Joaquín Turina, Blas Cabrera, Julio Rey Pastor, Esteban Terradas o Juan Negrín. Los jóvenes de los veinte y los treinta incluyen a personajes que fueron estudiantes en al menos una buena parte de esas décadas: García Lorca, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Alejandro Casona, Max Aub, Xavier Zubiri, María Zambrano, Josep Pla, María Moliner, Rosa Chacel, María Teresa León, Miguel Mihura, Jardiel Poncela, Salvador Dalí, Joan Miró, Maruja Mallo, Luis Buñuel, Ernesto y Rodolfo Halffter, Joaquín Rodrigo, Severo Ochoa y, entre los más jóvenes, Miguel Hernández, Margarita Manso, Grande Covián, López Aranguren o Jaume Vicens Vives (que tenían entre 20 y 22 años en abril de 1931)[34].

    Con todas sus notables diferencias personales, muchos de estos personajes van a confluir en la necesidad de una profunda regeneración del país que solo se produciría con cambios políticos drásticos, y, como vamos a ver, su influencia para que el 12 de abril se convirtiese en el 22 de Germinal terminó siendo considerable. En ese sentido, la transformación científica y cultural que estaba viviendo el país se acabó reflejando en los cambios políticos e institucionales que iban a sobrevenir, dado el alto grado de compromiso político que iban a tener estas capas medias relacionadas con la universidad, la ciencia, las profesiones liberales (y sus colegios profesionales, como el de abogados), el periodismo, los ateneos o las academias. No hay que olvidar que 45 catedráticos y 47 escritores o periodistas participaron en las Constituyentes de 1931.

    El aumento de la renta disponible, la disminución del horario laboral y el crecimiento de la alfabetización que hemos visto anteriormente, combinados con las transformaciones en los medios de comunicación, con la prensa, la radio, el cine y el mundo editorial a la cabeza, transformaciones a las que retroalimentaban, dieron forma a un tsunami cultural que se iba a transmutar en político el 12 de abril. No bastaba con crear cultura, había que difundirla y extenderla. Es importante destacar aquí la labor de Nicolás María Urgoiti, que funda El Sol (1917), la editorial Calpe en 1918 (luego Espasa-Calpe, 1925) o la Casa del Libro (1922) en la Gran Vía de Madrid (una librería que permitía el libre acceso del cliente al libro). Siendo ya muchas de estas iniciativas de marcado tinte progresista, la creciente oposición a la dictadura incrementó notablemente la difusión editorial y el número de lectores, a lo que nos referiremos posteriormente. Se ha hablado del «hambre creciente de lectura y de cultura que tenían los españoles en vísperas de la república». Pero la dualidad persistía: mientras que la biblioteca popular del barrio de Chamberí tuvo en 1928 más de 30.000 lectores, la de Segovia había recibido la visita de 103[35].

    Aunque la prensa languidecía por la impenitente censura, particularmente la política, en los años veinte se asentó el modelo de los grandes diarios de información general, con tiradas de cerca de más de 100.000 ejemplares (pasaron de tres en 1920 a seis en 1930), como El Liberal, Heraldo de Madrid, La Vanguardia, La Voz o ABC y, entre los nuevos, aparte de El Sol, ya mencionado, La Libertad (1919), que, aunque se lo apropió Juan March a mediados de la década, siguió siendo militantemente republicano. También surgieron nuevas revistas y semanarios, tanto para un público de minorías (Revista de Occidente, en 1923, o La Gaceta Literaria, en 1927), como centradas en reportajes y noticias de sociedad, con gran despliegue gráfico (Estampa, en 1928, y Crónica, en 1929). Mi opinión subjetiva no como investigador, sino como lector, y que quiero que conste aquí, es que la prensa de la época al inicio de la década es absolutamente maravillosa, simplemente indescriptible, con y –a ser posible– sin censura. Y buena parte de ella refleja en papel la misma alegría de vivir que impregnaba todo lo demás en la vida española de las urbes de 1931.

    Los nuevos tiempos de la sociedad metropolitana de masas irrumpen en esta década. Llegan a España nuevos bailes y ritmos como el charleston, el foxtrot, el tango o el jazz, considerados básicamente pecaminosos, particularmente para las mujeres[36]. Nos llevaría mucho espacio explicar aquí el impacto que suponía en la España de entonces ver danzar eso «que se baila con música de negro»[37] a una mujer sola (porque cuarenta años antes del twist ya existió el charleston), con minifalda (que no se inventó, sino que se reinventó, en los años sesenta) y sin cubrirse el pelo… aunque solo fuese en la gran pantalla. Muy particularmente en la España rural, donde eran como imágenes venidas de Marte. No hablemos de mujeres que fumaban, conducían, hacían deporte, vestían pantalones o portaban armas, como mostraban el cine de Hollywood o algunas revistas de moda. En la realidad cruda de la España de la época, el mero hecho de pasear sin sombrero por la Puerta del Sol, en pleno centro de Madrid, podía suponer para una mujer muy serios problemas de orden público, hasta el punto de que para las jóvenes bohemias de la época quitárselo en público era el mayor gesto de rebelión que podían concebir (se ha usado de hecho el término Las Sinsombrero para definirlas)[38]. Pero es que precisamente los nuevos espectáculos de masas como el music hall o el cine sonoro difundían esas nuevas costumbres. El mayor mito erótico de la gran pantalla lo encarnó la norteamericana Louise Brooks (Lulu, como en su célebre personaje de la película alemana La caja de Pandora, 1929), que peinaba à la garçonne, hacía acrobacias siempre que podía, mostraba las piernas, fumaba y bebía, no parecía muy interesada por el matrimonio, por no hablar de crear una familia, y, en mi opinión, lo más crucial: no parecía que estuviera actuando en absoluto, sino proyectándose en la pantalla (bien es verdad que generalmente en los guiones siempre terminaba mal, es decir, castigada; hasta ahí podíamos llegar).

    Sobre los cines, sabemos que se duplicaron en todo el país a lo largo de la década. Solo en Madrid abrieron el Real Cinema en la Plaza de la Ópera (irónico, pero significativo) en 1920, el Monumental en la calle Atocha (1922), el Palacio de la Música (1926), el Cine Callao (1926), el Avenida (1928), el Palacio de la Prensa (1929) o el Rialto (1930), todos en la Gran Vía, a menudo unos enfrente de otros (y luego abrirían el Coliseum, en 1932; el Capitol, en 1933; y el Madrid-París, tras cerrar los almacenes del mismo nombre, luego Imperial, en 1935). Una particular «Cinelandia» que podía juntar más de 12.000 espectadores en muy pocos metros, rodeada a su vez de cafeterías y bares de estilo norteamericano (Zahara, Miami, La Granja Florida, Hollywood, Tánger), como paradas obligatorias para los espectadores, emulando a Nueva York, encarnación absoluta de la ultramodernidad en todo el imaginario colectivo[39]. No todo era el centro de la ciudad, pues también se abrió el Cinema Europa (1929) en la barriada obrera de Cuatro Caminos, con más de 2.000 asientos (uno de los más grandes de Madrid) y que «se convirtió en un auténtico casino para los vecinos del barrio» (tenía jardín, billares, salón de tertulia y bar), ocupándolo la CNT en la Guerra Civil[40].

    Junto al cine, encontramos la expansión de la radio, que en España prácticamente fue simultánea. Se creó Unión Radio, la primera cadena de radio española, dirigida por Ricardo Urgoiti, hijo de Nicolás María, en 1925 (las primeras emisiones son de 1924), que construirá prácticamente un monopolio de hecho sobre el nuevo medio hacia 1929. Una cadena sobre todo de entretenimiento, que fue marcando hitos a lo largo de la década (primera transmisión de una corrida de toros, de un combate de boxeo, de un partido de fútbol) y que la dictadura miraba por encima del hombro y no se molestó en apropiarse. Retransmitió en directo la llegada de la república hasta el punto de que el primer discurso de Alcalá-Zamora desde Gobernación en la Puerta del Sol el mismo 14 de abril fue ante un micrófono de la emisora[41]. La diferencia con Primo de Rivera, que tardó siete meses en darse a conocer por el mismo medio desde que se hiciera con las riendas del país (en abril de 1924), no puede ser más elocuente de los cambios que habían sobrevenido en el país en tan solo siete años, uno más de los muchos que estamos viendo. La identificación de la muletilla con la que abrían sus programas («Aquí, Unión Radio») con todo lo que había pasado en los años treinta llevó al franquismo a incautarla y cambiarla de nombre, la Cadena SER (Servicio Español de Radiodifusión)[42].

    Otro signo característico de los tiempos fue el crecimiento del deporte profesional como espectáculo de masas. El fútbol se profesionalizó, comenzando la Liga en febrero de 1929, y con ella los grandes fichajes, los ases del balompié, y también se exaltó a la selección nacional (medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes en 1920) como la Furia española. A diferencia de otros aspectos de la nueva sociedad de masas, mucho más inquietantes, como la androginia y la emancipación femenina, algunos deportes como el fútbol o el boxeo exaltaban lo masculino y lo viril, ritualizaban la guerra y el combate, y acrisolaban el vigor y virtudes del macizo de la raza, lo que se consideraba privativo del varón[43]. Esto explica que la dictadura de Primo (como todos los ultranacionalismos autoritarios) exaltase estas actividades «modernas» frente a otras, lo mismo que la de Franco, en versión corregida y aumentada. En ese sentido el deportista más popular de la España de la época fue probablemente el guardameta Ricardo Zamora, que fichó por el Real Madrid en 1930 por 150.000 pesetas, una cantidad enorme para la época, y debido a su appeal más allá de lo deportivo protagonizó incluso películas (Por fin se casa Zamora, 1926). Aunque el deportista español de mayor éxito internacional en los años veinte fuera sin embargo el boxeador Paulino Uzcudun, una auténtica roca y varias veces campeón europeo de los pesos pesados. Pero incluso Zamora o Uzcudun, paradigmas e iconos de virilidad, se afeitaban con asiduidad para posar en las fotos, algo que se impuso entre la mayoría de los jóvenes varones de clase alta y media en las ciudades, algo que no dejaba de ser andrógino y una novedad respecto a quince años atrás. Y, con todo, las mujeres también encontraron una manera de infiltrarse en el deporte: la tenista Lilí Álvarez, primera representante española en unos Juegos Olímpicos ex aequo, jugó tres finales consecutivas en Wimbledon, aunque no las ganara (entre 1926 y 1928).

    Es evidente que estas novedades no pueden ocultar la realidad de un país en el que todavía eran muy populares, sino mayoritarios, el cuplé, la zarzuela, el teatro amable tradicional y los toros, por no hablar de la canción española popular y el flamenco, y que esto es lo que se conocía y disfrutaba, particularmente fuera de las grandes ciudades. Otro ejemplo: aunque se dobló el consumo de cerveza en Madrid en los años veinte (de 7 a 13 millones de litros entre 1920 y 1930), todavía estaba a mucha distancia del consumo de vino común (más de 76 millones de litros en 1929)[44]. Pero no es menos cierto que hay síntomas evidentes del declive relativo de alguna de estas actividades (el Teatro Apolo de Madrid, la «catedral» de la zarzuela y el sainete, cerró en 1929) y del intento de adaptarse a las nuevas sensibilidades de otras, así como amoldarse a los requisitos de un espectáculo moderno. Por ejemplificar, y en el caso de los toros, las plazas en las ciudades se iban a convertir en el imán por definición del mitin político de masas (cuando empiece a permitirse), la cartelería taurina entra en la modernidad y en su edad de oro, mientras que en el espectáculo en sí mismo se intentan limar algunos de sus aspectos más brutales (se decidió proteger a los caballos de los picadores para evitar que fuesen destripados constantemente en 1927). Esto estaba también relacionado con una promoción de la imagen de una España más moderna en el exterior, con vistas a la potenciación del sector turístico, que puede decirse sin dudar que comenzó en los años veinte, con la creación del Patronato Nacional de Turismo (1928) o la red de paradores (el primero en Gredos en 1927), algo que continuaría la república[45].

    La pregunta del lector poco avisado puede ser: ¿qué tiene que ver todo esto que hemos expuesto con un cambio político como el propiciado por el 12 de abril? La respuesta la va dar un autor para el que dicha fecha fue un drama cósmico, muy consciente de la existencia de este paralelismo: «No es, pues, extraño que esta juventud arrancada a la grata frivolidad de la vida moderna, a la exaltación deportiva, los bailes exóticos, las películas americanas y el vanguardismo literario, se haya sentido de pronto envenenada por las más absurdas utopías sociales»[46].

    LA ESPAÑA ABISAL Y LAS DÉBILES TERMINALES DE LA CIVILIZACIÓN

    Pero no todo el país estaba cambiando al mismo ritmo. Mientras se producía el desarrollo económico, las pautas de la nueva sociedad de masas y los cambios culturales estaban creando nuevos comportamientos y redes de sociabilidad en el tejido urbano, el campo era algo muy diferente y el ritmo de penetración de la modernidad mucho menor, a veces imperceptible, particularmente en una España con un secular problema de comunicaciones, agravado por el relieve. No se trataba solo de miseria, subdesarrollo, analfabetismo y sumisión, con ser esto tan importante, sino, además –y quizá por encima de todo–, de aislamiento. Probablemente la realidad de dónde se encontraba España realmente hacia 1931 se encuentre en algún punto intermedio entre ambos mundos, en alguna ciudad de provincias más modesta que Madrid o Barcelona. Que el fiel de la balanza lo establezca el lector, porque ahora vamos a echar una mirada en ese otro extremo, en buena parte del campo español, que estaba en otro planeta –por no decir en otra galaxia–.

    Cuando la república advino, ya se era muy consciente de esto. Una comarca famosa por sus enfermedades endémicas, analfabetismo, atraso y miseria eran Las Hurdes (Cáceres), que habían visitado, y cuya situación habían denunciado, Unamuno, el doctor Marañón o el antropólogo francés Maurice Legendre, que le dedicó su tesis en francés en 1927 (y que leyó Luis Buñuel para hacer en 1933 su Las Hurdes [tierra sin pan]). El propio Alfonso XIII la había visitado a caballo en 1922 para testificar su situación de primera mano[47]. Sin centrarse en una comarca concreta, el periodista Luis Bello dedicó en plena dictadura una serie de artículos en El Sol a sus múltiples visitas a todo tipo de aldeas y pueblos de la España rural, mostrando su grado de aislamiento, atraso y abandono. Su objetivo no era hacer antropología o un libro de viajes, sino visitar centenares de escuelas y de maestros rurales que las dirigían, convertidos en su relato en auténticos héroes voluntaristas, últimos y perdidos terminales de la red de la civilización occidental (y, por tanto, también nacional). Ascuas del progreso, rodeados de un medio hostil, y en muchos casos abandonados, faltos de presupuesto, apoyos y medios por parte del Estado nacional y la sociedad española, que los habían enviado a esos lugares remotos, a veces con el único apoyo del cura de aldea, si se daba el caso. Estos artículos fueron recogidos hasta en cuatro volúmenes con el explícito título de Viaje por las Escuelas de España entre 1926 y 1929, aunque se quedaron cortos para compilar todos sus artículos[48]. «Azorín» le hizo un intenso homenaje definiéndolo como un «misionero», un «santo laico», que recorría «caminejos» a caballo o en carros, y que «ha hecho más por la patria, está haciendo más por España, que quienes pronunciaron en un Parlamento centenares y centenares de discursos», porque «la patria son los niños»[49]. No cabe duda de la influencia de sus escritos, su ejemplo y sus preocupaciones educativas, que compartían las numerosísimas elites pensantes que iban a abrazar el Germinal del 12 de abril, empezando por

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