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Bajo nuestros pies
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Bajo nuestros pies

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PREMIO FOROLIBRO 2018: mejor novela del año
«Y aunque mi increíble empresa lograra terminar de modo satisfactorio, no crea que habremos escapado por tanto de nuestro terrible final, pues no es posible huir de aquello que no puede ser evitado». Esas fueron las últimas palabras que John D. Lindgren leyó del puño y letra de su mentor, el profesor Kleinman.En Salem (Massachusetts), durante 1921, aún con un espléndido futuro académico por delante, el profesor guillotinaría su destino tras recibir una inesperada carta anónima. La misiva incluía una oferta que no podría rechazar, pues hundía sus garras en el más flaco de sus puntos débiles: la curiosidad. En torno a ambos personajes se va gestando una historia de horror sobrenatural llena de giros sorprendentes donde la ilusión se torna en angustia; la curiosidad, en miedo; el conocimiento, en locura.Francisco Javier Olmedo ofrece al lector la posibilidad de seguir los pasos del profesor y su alumno más privilegiado con una novela que cuida la ambientación y el rigor histórico. En torno a las cartas de Kleinman, se estructura una trama llena de sobresaltos y de preguntas que encontrarán respuestas tan inesperadas como espeluznantes.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2019
ISBN9780463654279
Autor

Francisco Javier Olmedo Vázquez

Francisco Javier Olmedo Vázquez es un autor cordobés nacido en 1980 y enamorado de la literatura de terror, digamos, "outsider" –alejada del hastío comercial–. Allá por sexto curso de la antigua E.G.B., su profesora de lengua admiraba la imaginación que solía mostrar, aunque no acababa de convencerle sus temáticas de corte tétrico y lúgubre al no ser apropiadas para un chiquillo de tan corta edad. Intuía –la profesora– en el autor una facilidad para la escritura y la inventiva, por lo que le invitaba –por no decir «obligaba»– a escribir las obras de teatro que se representaban en su colegio cada año en navidad. Años después, ya en el instituto, el autor se encontró fortuitamente con su profesora. Tras el entusiasmo por tan emotivo encuentro, esta mujer preguntó «¿has seguido escribiendo? ». La respuesta, lamentablemente, le produjo cierta decepción. Y es que sí, escribía, pero no más allá de las historias de fantasía que hacían de guía para las partidas de juegos de rol a las que jugaba con sus amigos del "insti". Sus hazañas como escritor novel cesaron durante el lapso de tiempo que comprendió entre la adolescencia y los dieciocho años, pues no encontraba la vía adecuada para dar rienda suelta a su creatividad. En el año 1998, el autor comenzó la carrera de Ingeniería Informática –pues aunque siempre amó la lectura y la escritura, prefirió el estudio de la ciencia–. Fue ahí, en la primera semana del primer curso cuando conoció a su amigo Juan Luís Pérez, el cual le presentó a uno de los grandes de la literatura de terror: Howard Phillips Lovecraft. Lovecraft puso ante el autor las herramientas para encauzar ese ideario irreal que tenía en mente atrapado desde la infancia, esa imaginería del inconsciente a la que no podía dar rienda suelta. Quedó fascinado por su cosmogonía, por la mitología que se creó a su alrededor. Tras leer la práctica totalidad de su narrativa, fue explorando su círculo de autores más reconocidos: Derleth, Howards, Ashton Smith, Bloch, Poe, Machen, W. Chambers, Ligotti, etc. Con estas recién adquiridas herramientas, el autor comenzó a escribir un conjunto de historias de tono lovecraftiano, escritos en un principio para él y para todo aquel de su círculo de conocidos que quiso leerlos. Nunca se le ocurrió que sus relatos salieran más allá de ese círculo. Fue la insistencia continuada de los que le leyeron, y el descaro que aportan la edad y la experiencia, los motivos principales...

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    Bajo nuestros pies - Francisco Javier Olmedo Vázquez

    PREFACIO

    «M

    i querido amigo, creo que ya he empezado a comprenderlo todo». Así comenzaba la última carta que recibí del profesor Ernest Kleinman el 3 de diciembre de 1921, con su característica caligrafía casi ininteligible, y que yo leí sobre el amplio escritorio de roble de su despacho en la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Allí poseía un puesto cum laude en el Departamento de Ciencias del Trastorno Mental, en el área de Medicina Psiquiátrica, y ejercía de docente de algunas de las asignaturas de carácter optativo más interesantes e insólitas del grado de psiquiatría, a saber: Historia de los Tratamientos Prohibidos, Esoterismo en la Psiquiatría Moderna, y el Método Schultz, asignatura esta en la que me di a conocer como su alumno.

    Era mi último curso del grado de medicina especializada en psiquiatría cuando decidí asistir por morbosa curiosidad a una de sus clases, pues corrían entre el alumnado ingratos rumores sobre el contenido de su materia, tachándola, la más suave de las veces, de insanas patrañas. No obstante, fueron bastantes los años en los que el profesor Kleinman mantuvo con orgullo su puesto de docente. Además, gozaba de buena consideración entre la mayoría de sus colegas científicos, salvo alguna contada y lógica excepción. Fue esa sombra de misticismo creada sobre el académico la que alimentó el morbo por lo antinatural que motivó mi asistencia.

    Ese es el momento en el que comienza la historia que pretendo presentarle a través de estas líneas, querido lector. Una historia que probablemente no creerá aunque le dé mil veces mi palabra de honor. Incluso me atrevería a apostar a que interrumpirá indefinidamente la lectura de este relato a mitad de camino, pues se sentirá invadido por blasfemos pensamientos que pondrán a prueba sus dogmas de fe. No obstante, le propongo algo. Acompáñeme. Sea testigo junto a mí de este descenso a los insondables pozos de la locura. Quédese conmigo hasta el final. Le prometo que, a partir de entonces, percibirá el mundo bajo sus pies como nunca antes ha sido capaz de percibirlo.

    Este relato es un homenaje al profesor Ernest Kleinman y a su ímprobo esfuerzo por intentar evitar lo que no puede ser evitado.

    INTRODUCCIÓN

    Camina despacio, luego detente.

    Descálzate y posa tus pies desnudos sobre la tierra.

    Cierra tus ojos. Inclina la cabeza en señal de veneración.

    Siente ahora cómo el mundo palpita bajo tus pies.

    —Thimotée 6:13-16

    E

    l Dr. Kleinman, rondando por aquel entonces el medio siglo de vida -aunque no por eso mal conservado-, con su corta barba gris cuidadosamente arreglada, su estrecha nariz aguileña y sus ojos oscuros, su pipa de ébano y su semblante circunspecto, consiguió despertar mi interés nada más comenzar con su exposición sobre los principios del Método Schultz. El profesor aseveraba que el psicoanálisis freudiano, tan revolucionario por estas fechas, no es más que un conjunto de astutos tecnicismos elaborados con mimo por un pobre atormentado por el amor no correspondido de su madre, al menos, no correspondido en el modo que a él le hubiera gustado, y que trabajó para enmarcar su lascivia antinatural en un conjunto de doctrinas científicas que invitaban a determinar que su personalidad depravada de pervertida sexualidad no sería blasfemia, ya que podía ser medida en términos científicos estrictos.

    El Dr. Dustin R. Schultz afirmaba en sus polémicos estudios, aunque certeros según el profesor, que la raíz de todos los trastornos de la mente humana se encuentra en una terrible experiencia sobrenatural sufrida por algún antepasado nuestro, una vivencia tan poderosamente traumática que acaba dejando una imborrable impronta en lo que el botánico Wilhelm Johannsen ha venido a denominar herencia genética. Una suerte de marca generacional imborrable que acaba afectando en mayor o menor grado a los descendientes del afectado en un número indeterminado de generaciones posteriores.

    Con una presentación mucho más prolija y vehemente de lo que yo acabo de procurarle, amigo lector, el profesor Kleinman captó con facilidad la atención de los pocos alumnos allí presentes y nos mantuvo pegados al asiento hasta la última de sus afirmaciones. Decidí, así, completar el curso y matricularme en el resto de sus asignaturas.

    Esta experiencia docente me permitió acercarme al profesor Kleinman y conocer sus sombrías inquietudes sobre los insondables recovecos de la mente humana. Me sedujo en tal medida que decidí reconducir mi carrera profesional hacia la colaboración en su controvertida labor de investigación.

    El profesor decía encontrarse en un punto clave de sus pesquisas. Afirmaba que el Dr. Schultz acabó lamentablemente varado en el culmen de sus investigaciones, debido a que carecía de la reputación necesaria para acceder a aquellos casos reales de trastornos que harían el colofón de su labor, que demostrarían fehacientemente la veracidad de sus afirmaciones y que darían a su trabajo la consistencia científica necesaria para que su tesis no quedara relegada a un número insignificante de ejemplares autoeditados, repartidos entre un par de bibliotecas y universidades, como fue el caso, tristemente.

    Por lo que se sabe, Dustin R. Schultz murió a temprana edad a causa de unas fuertes fiebres a las que no supieron dar remedio, desgastado por el rechazo de sus colegas y el desmoronamiento de una prometedora carrera de investigación. Sus libros y apuntes fueron apilados en el interior de un pequeño arcón, cuyo contenido fue arbitrariamente repartido, más tarde, entre la biblioteca pública de Chicago y la de San Antonio (Texas), y las universidades Johns Hopkins (Baltimore, Maryland) y Miskatonic (Arkham, Massachusetts), hasta que el profesor Kleinman pudiera reunir todo el material y trasladarlo a la Universidad de Pensilvania, hará de eso quince años.

    EL CASO CHARLES MORRIS

    Le regalarás tus dones y Él te otorgará los Suyos,

    entonces tu carne será Su carne, y Su espíritu, el tuyo.

    —Thimotée 15:21-22

    A

    pesar de haberme convertido en su leal colaborador, el Dr. Kleinman compartía conmigo los resultados de sus estudios de manera muy dosificada, haciendo uso de una extrema prudencia, relegándome en numerosas ocasiones a un papel de mero espectador. A pesar de esta mesura, cada pieza de información que recibía de mi mentor la saboreaba con extremo placer, pues me regalaba una nueva pista que me hacía escarbar entre temas de índole mística, rozando en muchas ocasiones el esoterismo, y obligándome a bucear entre viejos tomos e incunables polvorientos que se pudrían olvidados en sótanos de biblioteca.

    —Mi joven amigo —el profesor me trataba más como un amigo que como un compañero de trabajo, el tono paternal que usaba en algunas ocasiones me situaba en el rol del hijo que nunca tuvo, ya que acabaría sus días (si es que acabaron) en la soltería, dedicado plenamente a una vida de estudio e investigación—, a la altura en la que nos encontramos de nuestra investigación, me arriesgaría a afirmar que el Dr. Schultz llegó a conclusiones que iban más allá de sus intenciones originales.

    El profesor, en pie y apoyando el codo en un saliente decorativo de la chimenea, con su pipa bullcap asida en la misma mano y la otra en el bolsillo opuesto, hizo una reflexiva pausa sin dejar de mirar el fuego del hogar.

    —En sus inicios, como bien sabe, nuestro doctor pretendía establecer un conjunto de reglas que ayudarían a profundizar en la psique del paciente hasta hallar el punto de conexión con el trauma ancestral que motivaba su trastorno. Este conjunto de medidas se establecerían en un método bien determinado que se aplicaría a cada uno de los individuos a tratar. Entiendo que conoce las técnicas, ¿cierto? —El profesor las enumeraba señalando los dedos de su mano libre con el pisadientes de la pipa—. Mesmerismo, hipnosis regresiva, espiritismo, técnicas mediúmnicas, exposición a dosis controladas de potentes alucinógenos… —se detuvo mirando de reojo al techo del despacho intentando recordar algún elemento más de su enumeración—, sé que me dejo alguna técnica más, pero, sin duda, esas eran las más importantes. ¿Me sigue, doctor? —Asentí con vehemencia; no había perdido la atención en ningún momento—. Pues bien, ya sabe también que el mayor lastre que tuvo el Dr. Schultz en su progreso fue la dificultad en el acceso a pacientes adecuados para su investigación. Lamentablemente, la fama de su polémico estudio empezaba a precederle. Como ya conocemos, los sanatorios mentales se encuentran dirigidos en su mayoría por doctores de marcado renombre, por lo que consentir las peticiones del doctor podría acabar repercutiendo negativamente en sus respectivas reputaciones. Es por esto que muchos hospitales psiquiátricos acabaron negando cortésmente la solicitud escrita de nuestro doctor para entrevistar a alguno de sus pacientes, y otros ni siquiera respondieron a sus peticiones. Incluso hubo un caso, como recoge el doctor en su diario, en el que le respondieron, y cito textualmente: «mi estimado colega, pienso que el mejor individuo a entrevistar sería usted mismo, pues creo que está tan demente como los pacientes a los que pretende estudiar».

    El profesor Kleinman frunció el ceño mientras marcaba una severa pausa.

    —No se crea, no, mi joven amigo, que esto hizo cejar en su empeño al Dr. Schultz; solo sirvió para que pusiera en marcha el motor de su ingenio. —El profesor relajó el entrecejo al tiempo que me lanzaba una cómplice sonrisa entrecerrando sus ojos—. Desarrolló un alter ego que le permitiría romper las barreras levantadas contra el Dr. Schultz. Con paciencia, trabajo, y la ayuda de individuos de dudosa reputación, nuestro investigador falsificó las titulaciones y acreditaciones que el impostor Dr. Hans Rommel, estudioso de la psiquiatría en la prestigiosa Universidad Alemana de Heidelberg, necesitaba para acceder a los pacientes que le fueron negados al Dr. Schultz. Por desgracia, en el papel de Rommel, el doctor pudo visitar no más de cuatro sanatorios antes de ser víctima de las fiebres que se lo llevarían junto al Creador, aunque cabe decir que con la última de sus entrevistas hubiera sido suficiente para culminar su obra.

    El profesor volvió a hacer una pausa levantando el dedo para llamar mi atención.

    —La historia que le voy a contar a continuación está sacada directamente de los informes de campo del Dr. Schultz y de su diario personal.

    Haciendo uso de su innato sentido del melodrama —magnífica herramienta didáctica que usaba como catalizador de sus enseñanzas—, fue la primera vez que oí hablar del caso Charles Morris, en el polémico Hospital Deva, en Chester, Pensilvania.

    El Caso

    Tras tocar dos veces la puerta, el Dr. Rommel —otrora Dr. Schultz— pasó al despacho del director, el Dr. Irvin M. Deveau, que por aquellas fechas regentaba el Hospital Psiquiátrico Deva, en Chester, Pensilvania —me explicaba el profesor mientras localizaba en un archivador los documentos que acreditaban la historia que iba a contarme—. El Sr. Deveau invitó a sentarse a nuestro protagonista tras un breve saludo de cortesía, mientras que el Dr. Rommel sacaba de su maletín un puñado de falsos credenciales que depositaba con calma sobre el escritorio. El doctor se sentó adoptando una postura cómoda y relajada cruzando una de sus piernas con la pretensión de mostrar autodeterminación a su interlocutor.

    El experimentado director escrutaba a través de unos pequeños anteojos cada uno de los papeles que nuestro germano investigador le había dejado sobre la mesa. Un viejo reloj de pared encima de un polvoriento sinfonier marcaba las horas con un pesado tictac de una cadencia inusualmente larga, el cual encajaba perfectamente con la atmósfera de padecimiento y decrepitud que se respiraba en el lugar.

    * * *

    Desde el momento en que accedió a las instalaciones cruzando la puerta principal y atravesando el amplio antepatio, el Dr. Rommel tuvo que poner a templar sus nervios. La imagen general del sanatorio era desoladora; todo lo que alcanzaba la vista llamaba al hastío y al desamparo. Dos grandes alas del edificio flanqueaban una larga sección central transversal, coronada en su centro con una torre de media altura que terminaba en una puntiaguda techumbre a cuatro aguas, y que hacía las veces de respiradero. Adustas paredes de ladrillo se alzaban enmohecidas por la caprichosa pareja que forman el devenir y el descuido; extensos jardines poblados de brozas y salpicados de fresnos yertos, con erráticos patrones dibujados en el suelo mediante parterres ahora abandonados. El olfato quedaba terriblemente atufado por una brisa de mefíticas emanaciones de orina, heces, y otros restos orgánicos en descomposición, infructuosamente enmascarada tras vapores de amoníaco, formol y etanoles. Al oído llegaban lejanos coros de lamentos y apagados cantos de locura.

    * * *

    El Sr. Deveau leía con atención y en silencio la documentación que acompañaba al Dr. Rommel, continuando con una retahíla de meticulosas interrogativas sobre los estudios del doctor y sus orígenes germanos, cuestiones que su interlocutor satisfacía con elocuencia cuidando siempre de mantener un conseguido acento teutón propio del papel que representaba. El director preguntaba sobre su oriundez, el objetivo de sus estudios, su currículum vitae y un largo etcétera. El papel del Dr. Rommel fue minuciosamente elaborado sin dejar cabos sueltos, por lo que no hubo demasiado inconveniente en satisfacer la curiosidad del Sr. Deveau.

    —Y bien —concluía el director—, usted dirá en qué puedo ayudarle.

    —Mi estimado colega —le contestó el doctor—, ha llegado a mis oídos el rumor de que se haya en su residencia un interno con una suerte de extraño trastorno al que no han sabido dar solución, ni tan siquiera con las técnicas más modernas de terapia electroconvulsiva.

    Cierto, doctor. Se trata de un caso bastante peculiar, si me permite la expresión —respondía el Sr. Devau.

    —Sobra decirle que toda información que pueda aportarme resulta de un grandísimo interés para nuestro proyecto.

    El Dr. Rommel consiguió convencer al Director Deveau de que había sido contratado por una famosa y puntera empresa alemana de farmacología con la intención de promocionar un nuevo producto revolucionario que estaban desarrollando, por lo que recorría los sanatorios más prestigiosos de Estados Unidos en busca de aquellos casos de pacientes desahuciados, con la intención de estudiarlos y valorar su inclusión en el conjunto de individuos sobre los que se ensayaría el nuevo producto.

    El director, recostándose ligeramente en el regio sillón orejero que tenía junto a un pequeño minibar de ébano, ajustó los anteojos sobre su nariz para facilitar la lectura de los documentos que previamente había sacado de un desgastado archivador metálico, y que ahora apoyaba sobre su regazo.

    —Charles Morris lleva con nosotros cerca de una década. Es oriundo de Charlestown, Rhode Island, —comenzaba a exponer el Sr. Deveau ojeando sus informes mientras golpeaba suave y repetidamente su mentón con una pluma estilográfica Sheaffer que mantenía entre sus dedos.

    »Gastaba unos magníficos diecinueve años cuando nuestro paciente trabajaba como aprendiz en la carpintería que su padre regentaba. Una tarde, Charles Morris senior recibió un atípico encargo escrito en un papel que venía en manos de un joven indígena de la tribu… —El Sr. Deveau arrugó el entrecejo y se acercó un poco más los anteojos deslizándolos con cuidado sobre su nariz, fijando su atención en un desgastado y amarillento documento, espere, nagan…, narragan…, nag... —se detuvo con un gesto de frustración—, bueno, algo así, una tribu amerindia, entiéndame —El director intentaba justificar su inesperado trabalenguas—. Existe en la más alejada periferia de Charlestown una reserva indígena ocupada por una tribu mestiza medio na-rra-gan-sett —añadía una pausa en cada sílaba— medio paw-tu-xet. Según indica mi informe, en la aldea habitaban por aquellas fechas un anciano extremadamente longevo, una pareja de avanzada edad, seis parejas de adultos y sobre quince o veinte muchachos, desde neonatos hasta púberes. Por lo que leo, el recadero del que le he hablado era el más mayor de los adolescentes.

    »El papel contenía lo que parecía ser el esquema de fabricación de una extraña pieza con unas notas en un tosco inglés que indicaban hacer imagen bien dibujar líneas bien iguales respotar (sic) formas bien iguales madera tkachit. Por cultura local, el señor Morris sabía de la madera que se mencionaba en la nota, pues era la forma en la que los narragansett llaman al arce rojo americano. Se trataba este de un encargo complicado e inusual, ya que los trabajos de carpintería a los que Charles Morris senior estaba acostumbrado iban en la línea de la ebanistería funcional, más que de la talla ornamental. Tras referir al chico que no le saldría barato, el joven ofreció al carpintero un suculento adelanto. —El director hizo una reflexiva pausa arqueando levemente su ceja izquierda en una muestra de perplejidad.

    —Según indica mi documentación, al Sr. Morris se le entregó casi una onza de oro en forma de pepitas en bruto, por lo que aceptó el trabajo sin vacilación.

    »Más adelante, nuestro paciente sería el encargado de llevar la figura tallada a la tribu indígena, momento en el que su curioso trastorno comenzó a florecer. Sin embargo, mi querido colega, me detengo aquí pues no quiero desvelarle la parte más sustanciosa de esta historia, prefiero que lo averigüe usted a través de la entrevista a nuestro paciente, el señor Charles Morris jr.

    * * *

    El profesor Kleinman detuvo un momento la interpretación de su papel como narrador de las insólitas vivencias del Dr. Schultz en el rol del Dr. Rommel para dirigirse hacia un viejo arcón victoriano lleno de documentos, libros usados y otros artículos de desconocido interés. Tras un rato en el que estuvo rebuscando con esmero entre todo el material, sacando y volviendo a meter repetidamente paquetes con carpetas y otros papeles, cuidando de no alterar el aparente orden preestablecido, el profesor acabó sacando —con el tacto de la madre primeriza que coge por primera vez a su hijo recién nacido— un objeto envuelto meticulosamente en un paño de gruesa tela de color parduzco, atado a lo ancho y a lo alto con un fino cordón de lino teñido de negro y al que se le habían dado varias vueltas sobre la pieza.

    —Hijo, quiero enseñarle algo.

    El profesor Kleinman colocó con mimo el paquete sobre su escritorio y comenzó a desenvolverlo. Mi expectación crecía de la mano de mi impaciencia, pues el profesor parecía disfrutar con cada tramo de cordel que desliaba. Tras no menos de una decena de giros, mi mentor acabó dejando el cordón a un lado para continuar con la cubierta de tela. La abrió separando las distintas hojas con el cuidado de un maestro florista que poda uno de esos árboles enanos japoneses, bonsáis. Ante mí quedaba expuesta una, cuanto menos, singular figura de madera. No dejaba lugar a la duda de que se trataba de algún tipo de arácnido, aunque representado de una manera muy rudimentaria, en cierto modo esquemática, pero no por torpeza del tallador —las curvas y detalles estaban magistralmente elaborados—, sino por lo extraño de su morfología, por la curiosa disposición de lo que debían ser la cabeza y las patas, asimétricas estas últimas y desproporcionadas las unas de las otras, rematadas en puntas redondeadas. Se apoyaba de manera desbalanceada sobre cuatro de las diecinueve patas que llegué a contar; podías empujarla con un dedo en cualquier dirección para desplazar su centro de equilibrio a un lado o a otro, pero siempre quedaba apoyada por cuatro de los insólitos apéndices. No se podía negar que el diseño era tremendamente ingenioso además de poco común, pues algunas de las patas se cruzaban sobre otras para lograr tan insólito a la par que fascinante sistema de equilibrio. En lo que podríamos denominar abdomen del arácnido se hallaban claramente grabados un conjunto de caracteres completamente desconocidos para mí. El profesor me aclararía más adelante que pudo mostrar una copia manuscrita de la simbología de la figura a algunos de sus colegas lingüistas, aunque no pudieron llegar a ninguna conclusión más allá de que se atisbaban ciertas semejanzas no determinantes con la escritura sumeria arcaica del período Jemdet Nasr, aunque esta era cuneiforme, por lo que quedaban automáticamente descartados los ribetes curvos que podían observarse en muchos de los tallados de los pictogramas, cuestión esta que invitaba a otros expertos a decantarse por una tosca divergencia del fenicio más primitivo. Los académicos más controvertidos y valientes se atrevieron a aseverar que se trataba de la lengua yith.

    El profesor hizo un ademán con la mano que asía su pipa invitándome gentilmente a coger el objeto mientras que con la otra se sujetaba la solapa de su chaqueta. Desconozco si me encontraba sugestionado por la historia que estaba escuchando, o es que realmente había algo más allá de lo extravagante en las formas de ese caprichoso diseño, algo ancestral, algo esculpido en el fondo más inaccesible de nuestra psique, pero al sopesar la pieza de madera mis piernas quedaron presas de una lasitud repentina, y una tremenda sensación de vacío, de caída libre, me atrapó con tanta fuerza que un leve grito quedó entrecortado en mi garganta; en mi cabeza retumbaba un zumbido sordo, angustioso y oscilante, que alcanzaba tonos tan graves que hacían que te vibrara el alma misma. Solo duró un instante, un momento infinitesimal de tal intensidad que quebró mi percepción del tiempo, alargándolo hasta una artificiosa

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