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Antes De Ti... En La Mar
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Libro electrónico366 páginas6 horas

Antes De Ti... En La Mar

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He aqu una serie de relatos sumamente originales enlazados dentro de una trama que, con su ameno discurrir, evoca a las Mil y Una Noches. Barcos, mares y tierras de cinco continentes conforman el vasto y variado escenario de esta sugestiva novela que, escrita por un hombre de mar desde una perspectiva sutilmente ntima, describe como ninguna otra las costumbres, las aventuras y las veleidades de la gente de mar de los tiempos contemporneos.
Desde la soledad de su retiro, un viejo capitn de barco que acaba de perder a su esposa, contempla meditabundo una puesta de sol cuando, de repente, recibe una visita inusitada que le devuelve el nimo para seguir viviendo. A partir de entonces, en cada ocaso del sol, la etrea visita vuelve para hacerle compaa durante el breve lapso de luz crepuscular. En cada encuentro, el viejo marino le va narrando a su aorada visitante las aventuras de sus viajes por el mundo, hasta que una llamada telefnica, que le anuncia la muerte de un entraable colega, le da un nuevo giro a su vida. Durante el sepelio de su amigo, el viejo lobo de mar recibe, de improviso, una propuesta: la de capitanear un barco que debe zarpar prontamente hacia un puerto de la India. La acepta y vuelve a hacerse a la mar para llevar a cabo el ltimo viaje de su vida, el cual lo lleva a un recndito lugar donde lo espera un desenlace totalmente inesperado.
Lo humorstico, lo picaresco, lo ertico, lo inslito y lo conmovedor se conjugan magnficamente en esta sorprendente novela, cuyas pginas atraparn al lector de principio a fin.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento30 ago 2013
ISBN9781463363451
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    Antes De Ti... En La Mar - Eduardo Neira

    1

    Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece

    Eurípides de Salamina

    L a tarde caía y la brisa traía un frescor tan agradable que los pájaros lo celebraban con su alegre trinar, a cuyo ritmo las plantas y los arbustos se mecían en danza armoniosa. El sol acababa de besar el límpido horizonte marino y parecía sumergirse allá en la lejanía, entre el celeste aéreo y el turquesa marino, cual barco cósmico en su devenir de transitorios naufragios perennemente recurrentes. En innumerables ocasiones a lo largo de su vida Alberto había visto ponerse el sol, algunas veces de maneras tan bellas que resultaban casi indescriptibles, no sólo en aquel hermoso mar océano que contemplaba, sino también en los océanos Atlántico e Índico y en mares como el Mediterráneo, el Caribe, el Rojo, el de Bengala; pero esta vez era tan diferente, pues no gozaba del espectáculo desde el puente de mando de un barco, sino desde el porche de su casa, la que, hallándose estratégicamente ubicada sobre una colina en las afueras de un tranquilo pueblito de pescadores, disponía a su alrededor de una magnífica y esplendorosa vista: del mar, hacia el oeste, y de la verde campiña circundante, hacia el resto de puntos cardinales.

    Horas antes, Alberto había abierto el vetusto baúl en el que guardó, a lo largo de los años, una diversidad de objetos acumulados durante sus viajes, tales como libros, cartas, casetes de música y suvenires. Al tiempo que el sol acababa de ocultarse, Alberto terminó de leer un pasaje del diario de sus primeros años de navegante, que minutos antes había extraído de aquel baúl, de modo que decidió hacer una pausa para contemplar el mar.

    Los colores del crepúsculo empezaban a entregarle la posta a la oscuridad nocturna y, atrás, en el cielo oriental, asomaba ya la luna, radiante y llena. Una puesta de sol más…, en una de éstas veré llegar el ocaso de mi propia vida y querré no despertar a otro día más en esta insoportable soledad, pensó, mientras daba esporádicos sorbos a su taza de té, sentado en su silla mecedora. Luego de algunos minutos de haberse abstraído en divagaciones, se levantó para subir el volumen de su equipo de música, pues empezaba a sonar una de sus obras favoritas, la sonata Claro de luna de Beethoven.

    Volvió a sentarse en su mecedora, cerró los ojos y empezó a recordar vivencias que venían a él sin ser llamadas. Recordó sus primeros viajes interoceánicos, las agradables veladas escuchando música clásica y conversando en la sala del capitán Martínez, cuando él y su esposa doña Panchita, aquella culta y amorosa dama a quien llegó a tomar profundo afecto, lo invitaban a departir por las tardes durante las largas navegaciones en ruta al Japón. Ellos tenían gran cantidad de discos LP de música clásica; recordó en especial la colección completa de las sonatas para piano de Beethoven, interpretada magistralmente por Claudio Arrau, compilación que copió íntegra en casetes. Estos eran, por entonces, la gran invención fonográfica que, por primera vez en la historia, proporcionó a los marinos la posibilidad de escuchar música en cualquier momento y lugar. Hasta hacía pocos años sólo existían los discos de acetato, que sólo podían ser escuchados durante mar calmo. Cuando se desataba el temporal, el brusco balanceo del barco no permitía escuchar discos en la radiola, pues la aguja del tocadiscos se saltaba y resbalaba sobre la superficie del disco, lo que imposibilitaba su funcionamiento; también solía perderse la señal de las emisoras de radio y entonces no se podía escuchar más música que la que ferozmente desataba el viento sobre las jarcias y ventanales al ritmo desacompasado del golpe de las olas sobre el casco de la embarcación, hora tras hora, día tras día, hasta que la calma volvía. Con el advenimiento del casete, la vida del marino se alegró, pues al fin podía escuchar música en sus momentos de ocio, así lloviera, tronara o relampagueara. Y si el estruendo de la furia de la naturaleza allá afuera molestaba, los audífonos –también de reciente invención- eran la solución.

    Volvió su vista al baúl y recordó que por largos años lo había dejado en casa de su mamá, desde el día en que ella se lo regaló poco antes de hacerse a la mar; en él almacenaba ciertos recuerdos íntimos, como cartas y fotos, de las mujeres que alguna vez amó. Casi tres décadas después de habérselo regalado, ella le preguntó que si pensaba llevárselo algún día. Fue entonces cuando Alberto lo llevó a su propia casa para embodegarlo en el desván, en donde permaneció otra decena de años, hasta ese día, en el que decidió bajarlo para revisar su contenido.

    Hurgando en el baúl, se topó con unos treinta casetes, la mayoría de los cuales estaban marcados con el año en el que los había adquirido o recibido, lo que lo animó a darse a la tarea de ordenarlos cronológicamente para ponerse luego a escucharlos de atrás para adelante en el tiempo, de modo que pudiera ir rememorando vivencias progresivamente. La idea le pareció buena, pues observó que pocos eran los años entre 1968 y 1989 –la época más aventurera y añorada de su vida de marino- que no estuviesen marcados en alguno de aquellos casetes. Se alegró de ver que muchos de ellos, además del año, tenían escrito el nombre de un puerto o de una chica: Barranquilla 1971, Patricia 1974, Nueva York 1977, Hamburgo 1978, Liza 1976, etc.

    Hurgó nuevamente y tomó el cofrecito de madera labrada que Marina -su amada esposa- le había regalado y que él fue llenando con sus cartas, tarjetas y demás recuerdos de ella. Allí estaba todavía el sobrecito amarillento que contenía la nota que ella le había dedicado al entregarle el cofre: Mi amado pirata de los mares, éste es el cofre del mejor de los tesoros que en tu vida hallarás: mi eterno amor. Guárdalo hasta el fin de tus días. Cerró los ojos al tiempo que las lágrimas humedecían sus mejillas y mentalmente le decía a Marina: Sí mi amor, tú lo sabías desde entonces, tú eres el mejor de los tesoros que jamás hallé, pero ya no estás…, te me fuiste justo cuando empezábamos a estar juntos para el resto de la vida. Marina había partido a destiempo –toda partida es a destiempo cuando es el ser amado el que se va- hacía apenas dos semanas, de un súbito paro cardíaco que le había dado mientras se divertían corriendo y jugueteando juntos en la playa. Grande había sido la sorpresa de los tres lugareños que los encontraron tendidos en cruz, de espaldas e inermes, ella encima de él, y al acercarse habían comprobado que sólo él respiraba. En la soledad de la inmensa playa, Alberto había clamado a gritos por ayuda después de largos y desesperados minutos de haberle administrado reanimación cardiopulmonar y de haber visto que todos sus intentos por salvarla eran infructuosos. Al ver que nadie acudía, la había puesto sobre sus hombros y cargado unos doscientos metros en dirección al pueblo hasta caer desmayado.

    Hacía tres meses que, junto a su esposa, Alberto había empezado a gozar de su retiro allí, tal como lo habían soñado y planeado desde aquel día -doce años atrás- en el que encontraron aquel idílico lugar para construir la casa para el resto de sus días. Se había acogido a la jubilación apenas cumplidos los sesenta años de edad, después de haber dedicado la mayor parte de su vida a la profesión de marino mercante navegando por todos los mares del mundo. Ese día, en el que Marina cumpliría cuarentaiocho años, había planeado sorprenderla con una cena estilo hindú que el mismo prepararía. Aquel fatal acontecimiento le había trastocado sus planes y expectativas futuras; ahora se sentía solo, abrumadoramente solo, como nunca antes en su vida lo había estado.

    Manteniendo cerrados los ojos, Alberto evocaba; sus lágrimas no cesaban de rodar y se filtraban, saladas como gotas de mar, por entre sus labios. De repente, un penetrante olor a jazmín le volvió de sus abstracciones. Abrió los ojos y enseguida pensó en Marina; el jazmín era su flor favorita y su perfume el olor que más le gustaba; tanto así que, para complacerla, él había sembrado dos arbustos de jazmín en el jardín. Ese era el lugar donde ella solía pasar buena parte de su tiempo, cuidando de las plantas, o simplemente sentada en una cómoda banquita bajo la sombra del árbol de acacias: ora leyendo, ora contemplando el panorama.

    Los jazmines están distantes de aquí, hace un par de horas les eché un vistazo y no están en flor… ¿de dónde viene el olor?, se preguntó. Impulsivamente, acercó a su nariz el cofrecito abierto y olfateó su contenido, pero comprobó que el olor a jazmín que alguna vez tuvo, debió haberse extinguido hacía muchos años. Miró a su alrededor pensando encontrar a algún visitante que había llegado sin avisar y que traía consigo flores de jazmín; caminó por la casa, echó un vistazo hacia afuera por las ventanas, abrió la puerta y miró a todo lado sin poder ver a ninguna persona. Intrigado, caminó de regreso a su asiento en la sala y, al pasar frente al retrato de Marina, el olor a jazmín se acentuó aún más. En ese momento, Alberto sintió su presencia, tan ciertamente, que exclamó: ¡Marina! Y enseguida vio cómo una forma vaporosa del tamaño del retrato, de unos cincuenta centímetros de alto, se desprendía del cuadro y se movía flotando en dirección hacia él. La forma etérea se detuvo a escasos treinta centímetros al frente suyo, inundando sus sentidos con aquella maravillosa fragancia. Sin dudar un instante, Alberto estiró los brazos e introdujo sus manos en ella, percibiendo la agradable sensación de un diáfano frescor sobre su piel. Emocionado, volvió a exclamar: ¡Marina, estás aquí!, y, sumido en un estado de éxtasis, permaneció así –sus manos bendecidas por el roce etéreo de su amada- por espacio de casi un minuto, al cabo del cual la forma vaporosa se movió hacia un costado y se posó sobre el asiento del sillón que ella siempre ocupaba cuando por las tardes y noches se sentaban a escuchar música y a departir.

    Maravillado, sin quitarle la vista a la aparición de Marina, se sentó en el sillón ubicado diagonal al de ella. Sintió su corazón acelerarse con una mezcla de asombro y emoción, hasta que, ya seguro de que no estaba soñando, le habló: Amor, ¡cuánto te extraño!… Me parece escucharte decirme que me vas a acompañar, que no vas a dejar que me muera de tristeza aquí sin ti… ¡Ven, ven siempre, y mantenme vivo y feliz con tu presencia!. La forma se le acercó nuevamente, esta vez rozándole el pecho y la mejilla izquierda –tal como solía hacer cuando lo abrazaba-, luego se movió hacia el baúl y se posó sobre éste por un momento; finalmente, se desplazó otra vez en dirección a su acostumbrado asiento, sobre el que se quedó posada; parecía como que, con esos movimientos, ella quería darle a entender algo. En ese instante Alberto recordó que, días antes de su muerte, su esposa le había pedido que le contara la historia de la primera mitad de su vida en el mar (la segunda la conocía bien) y él le había respondido que lo haría en cuanto tuviera ordenado cronológicamente el baúl de sus recuerdos; lo que, justamente, se hallaba haciendo ese día.

    ¡Amor! ¡Ven cada tarde a la puesta de sol y te contaré mi vida entera!… Me demoraré mil y un crepúsculos, como hizo Sherezade para mantenerse con vida, hasta que un vendaval piadoso me arranque la memoria y le diga a la parca que me lleve de nuevo a ti, le dijo emocionado, mientras se aprestaba –con su viejo diario, cartas, casetes y demás recuerdos a la mano- a empezar su relato.

    2

    M i madre nos concibió, a mi hermano mayor y a mí, entre los sobresaltos que le causó la segunda guerra mundial (salí de su vientre el día que los aliados entraron en Berlín); decía que tal vez por eso habíamos resultado tan inquietos y con espíritu aventurero. Mi tía Maruja le daba la razón, aunque añadía que ese espíritu lo habíamos heredado de mi papá, cuya alocada juventud tal vez se debió a que también fue concebido durante otra guerra mundial, la primera. En todo caso, debo a mi padre una niñez llena de incontables viajes y paseos aquí y allá, que emprendíamos, la mayoría de veces, en nuestra camioneta Chevrolet o, cuando con ésta no era factible, en cada tipo de transporte que la ocasión nos presentaba: en esos buses que llamábamos chivas, en tren, en lancha y a lomo de caballo. Aquellas jornadas infundieron en mí un insaciable ánimo de viajero que al paso de los años me llevaría, por aire, mar y tierra, a dar la vuelta al mundo.

    Mi primer contacto con el mar lo conozco por boca de mi madre. Durante una de aquellas hermosas veladas en las que nuestros padres nos contaban anécdotas de nuestra niñez, ella rememoró la de aquella vez en la playa cuando, a mis dos años de edad, en un descuido suyo yo me había escapado de su mirada vigilante e ido a jugar en la orilla del mar sin mostrar ningún temor por las olitas que llegaban a mi regazo. Ese fue el primero de tantos sustos y preocupaciones que ella tendría a causa del mar y yo. El siguiente fue a la edad de seis años: habíamos ido a la playa de Data, un caserío cerca del puerto pesquero de Posorja, en donde el mar llenaba las depresiones de la amplia playa formando unas lagunas de regular tamaño y profundidad que, al carecer de olas, eran ideales para nadar. Mi hermano mayor acababa de entrar al agua y nadaba alejándose de la orilla. Imaginando que yo ya sabía nadar, me lancé tras él dispuesto a darle alcance; en cosa de segundos, chapoteé, tragué agua y casi me ahogué, si no hubiese sido por el oportuno rescate de mi papá, que rápidamente acudió en mi auxilio ante el angustioso grito de mi mamá. Aquella fue una experiencia crucial para mi futura relación con el mar, ya que afortunadamente no le cogí miedo y más bien empecé a respetarlo y admirarlo, como se respeta y se admira a una madre. A las pocas semanas de eso aprendí a nadar.

    Unos cuatro años después me metí en otro apuro acuático, esta vez no fue exactamente en el mar sino en el río Chilintomo, un hermoso riachuelo a cuyas sinuosas márgenes quedaba nuestra hacienda, donde habíamos ido a pasar unos días. Yo había cogido una batea que era usada para dar la comida a los animales de corral y me había ido a jugar con ella en la orilla del riachuelo; haciendo de cuenta que se trataba de una canoa –la forma era exacta, difería sólo en el tamaño, que era de alrededor de un metro de largo-, la lanzaba al agua en un recodo y corría por la orilla para recogerla algunos metros aguas abajo. En una de ésas me falló el cálculo y la batea pasó antes de que la pudiera alcanzar. En mi afán de recuperar la batea, seguí corriendo paralelo al río hasta que vi un recoveco en la orilla y allí esperé a que llegara para agarrarla. En ese sector el riachuelo era más ancho y correntoso; no obstante, al ver venir la batea por la mitad del río, decidí lanzarme al agua en pos de ella. Logré asirla, pero la corriente me arrastró durante un par de larguísimos minutos, hasta que, más de cien metros río abajo, pude llegar a la orilla, bien agarrado a mi improvisada canoa de juguete. El gesto de estupor y el grito de mi madre cuando me vio venir empapado con la batea bajo el brazo es una de aquellas imágenes de mi niñez que quedaron bien grabadas en mi memoria, ya que recién en ese momento me di cuenta del riesgo al que me había expuesto a causa de mi desobediencia. Ella me había advertido que no me metiese al agua ya que, semanas atrás, en ese mismo río un niño mayor que yo se había ahogado al ser arrastrado por la corriente. A pesar de que a esa edad ya era un buen nadador, recuerdo esa experiencia como una que me asustó y aleccionó mucho, pues en mi esfuerzo por llegar a la orilla había sentido la desesperación del que lucha por salvar su vida.

    Era un ávido hacedor de barquitos de papel, a los que solía lanzar en cualquier estanque o flujo horizontal de agua que encontraba. Con el tiempo empecé a hacerlos de madera, usando serrucho, navaja y lija. Mi favorito era una réplica de balandra que hice con un pedazo de balsa que había encontrado tirado en la playa; con mis herramientas lo dividí en tres partes: dos piezas delgadas iguales, las de los costados, y una más ancha y plana que iba al medio. Luego de darles forma y pulirlas, las uní por medio de sendos palitos transversales atados a ambos extremos; en la proa fijé un armazón de dos palos cruzados en forma de una equis, reforzado en su parte superior por un travesaño del que pendía la vela, bien representada por un pañuelo amarrado al armazón por las cuatro puntas. Lo probaba en una lagunita que en temporada de lluvias se formaba al pie de un cerro no muy lejos de nuestra casa. Algunos de mis amigos hicieron sus propias balandras. Nos divertíamos mucho viéndolas cruzar la laguna de una orilla a la otra. Al principio se nos volcaban con facilidad o perdían consistencia en la velocidad al no poder mantener la dirección, pero después descubrimos que, adaptándole a cada balandra un peso transversal en el centro y ajustándole bien el armazón que sostenía la vela, conseguíamos que el viento las impulsara sin que se volcaran.

    Las vacaciones escolares eran siempre el acontecimiento más esperado por la familia; los momentos más memorables de mi niñez transcurrieron indudablemente durante dichos maravillosos meses de ocio, los que casi siempre pasábamos en General Villamil, un pueblo de pescadores más conocido como Playas. Con cierta frecuencia, algunas semanas de nuestras vacaciones las pasábamos en la sierra, en la acogedora ciudad de Cuenca, o en nuestra hacienda, ubicada en la región oriental de la provincia del Guayas; ambos eran lugares en los que también disfrutábamos mucho. Fue en esos largos períodos vacacionales que mi papá nos introdujo a la lectura de una manera muy amena y motivadora: un día nos trajo una hermosa colección de literatura juvenil y nos pidió que cada fin de semana, cuando él llegaba desde Guayaquil para pasar con nosotros, le contáramos acerca de lo que habíamos leído. La tarea nos encantó, puesto que nos daba ocasión para tener hermosas conversaciones en torno a las aventuras de los personajes, y se volvió una costumbre que duró hasta que terminamos el colegio. Lo primero que leí fueron los cuentos de Las mil y una noches, que encendieron mi imaginación de tal manera que mi mundo de fantasías se prolongó hasta casi llegada mi adolescencia, cuando -de golpe- dejé de volar en alfombras voladoras, de creer en genios salidos de lámparas maravillosas y de viajar como Simbad, para tratar de entender el mundo sin ellos. No obstante, mi imaginación continuó llenando mi mente de aventuras que yo fantaseaba vivir, como cuando gocé acompañando a Phileas Fogg en su Viaje alrededor del mundo en ochenta días. Desde entonces, las obras de Julio Verne se volvieron mis favoritas, aunque también disfruté mucho de las de Salgari, Stevenson y Twain; mis personajes predilectos fueron el sagaz Marco Polo, Robinson Crusoe, con su leal amigo Viernes, y, por supuesto, el ingenioso hidalgo de La Mancha. Muchas de esas obras, cuyas versiones para niños guardaba como un tesoro, volví a leer durante mis viajes de navegante y, pródigas en buenos recuerdos, las disfruté tanto como cuando niño.

    La mayoría de las vacaciones de aquellos años las pasamos en El botecito, una modesta casita cuyo piso alto mis padres solían alquilar para vacacionar en la temporada invernal en Playas. La vivienda era de construcción mixta –ladrillo, madera y caña- y pertenecía a un pescador llamado Lucho, con cuya familia llegamos a trabar una entrañable amistad a lo largo de las seis temporadas de vacaciones escolares a año seguido que ocupamos su casita. Durante esos períodos, que duraban tres meses, ellos se acomodaban en los dos cuartitos que habían adaptado en la planta baja usando parte del espacio de la bodega en la que guardaban madera de balsa, redes y demás aparejos de pesca; el resto del área de la planta baja lo ocupaba una tiendita de víveres que atendía Juanita, la esposa de Lucho. La planta alta tenía dos pequeños dormitorios, cada uno con ventana a la calle y vista al mar; el uno lo ocupaban mis padres con mi hermana menor, y el otro lo ocupábamos mi hermano mayor, nuestra nana y yo. Entre las habitaciones había una salita que, en vez de ventana, tenía un balconcillo del que colgaban algunas plantitas; un sillón, dos sillas de madera y dos hamacas era todo el mobiliario que allí había. Hacia atrás quedaba el comedor, conformado por un rústico juego de una mesa, seis sillas y un pequeño aparador, en donde se guardaba los platos y cubiertos. A un costado quedaba la cocina, que tenía un fogón de madera, una cocineta de kerosene, un guardafrío¹ y un refrigerador criollo –hoy diríase ecológico-, que no era sino un cajón de madera elevado sobre cuatro patas, en cuyo interior –que se forraba con latón galvanizado- se ponía un bloque de hielo que conservaba los alimentos y provisiones a una temperatura más o menos adecuada, dependiendo esto de la cantidad de hielo que se alcanzaba a mantener adentro. Las ollas y demás utensilios colgaban de la pared en clavos. Más atrás, en un cerramiento cuadrado de un metro por lado, quedaba el retrete, que consistía en una taza de madera sobre cuyo asiento Lucho había pintado unas fauces abiertas de tiburón, con tal realismo que mi papá no tardó en reemplazarla por una de losa (en verdad más por razones de higiene que por el susto que causaba sentarse allí). A continuación se abría una especie de terraza de piso de caña partida, desde donde se veía el patio trasero de las casas vecinas; ese era el sitio donde teníamos dos tanques de 55 galones que utilizábamos para mantener nuestra provisión de agua, los que llenábamos cada vez que llovía o cuando pasaba por el vecindario alguno de los camiones tanqueros abastecedores de agua. Allí, en esa terracilla a cielo abierto, nos bañábamos: sacábamos agua de los tanques con un balde y, ya bien enjabonados, nos lo echábamos encima.

    Había ocasiones en que se nos acababa el agua antes de que llegara algún tanquero; era entonces cuando Carlos –mi hermano mayor- y yo partíamos en bicicleta en busca de uno. Cuando lo encontrábamos, le dábamos alcance y gritábamos al conductor: ¡Agua para el botecito por favor!. Él nos daba una señal de comprendido con su mano y nosotros regresábamos a casa satisfechos por la misión cumplida; el tanquero no tardaba en llegar con su tripulación de aguateros, compuesta por tres o cuatro musculosos jóvenes que, a toda velocidad, con un balde lleno en cada brazo, rellenaban los tanques en pocos minutos.

    Luis y Juanita eran muy generosos y serviciales, siempre nos tenían pescado fresco y a veces Juanita nos obsequiaba con algún delicioso plato que había cocinado. Eran muy afables también; solíamos intercambiar visitas vespertinas que disfrutábamos mucho, especialmente cuando venía Jacinta, mamá de Juanita y asidua visitante a su casa, cuyas amenas historias solía contarnos entre risas, dejando ver una dentadura incompleta y mal cuidada; la vimos reír tantas veces que Carlos y yo habíamos llegado a contar el número de dientes y muelas que le quedaban. Cuando los conocimos tenían dos hijos: Luchito, que era unos tres años menor que yo, y una niña cuyo nombre no recuerdo bien, aunque estoy casi seguro que se llamaba Juanita, como su mamá. Cada año Juanita cargaba un nuevo bebé en brazos, de modo que el último año que pasamos en su casa eran ocho los hijos que tenía. En ese lapso nuestra familia también creció y llegamos a ser seis hermanos. Supongo que la expansión demográfica de las dos familias fue la razón por la que dejamos de alquilar el piso alto de su casita, ya que no había dónde más poner otra litera, ni para nosotros, arriba, ni para ellos, abajo.

    ¡Cómo gozábamos del mar! Carlos y yo pasábamos horas metidos en el agua, nadando y jugando con las olas, mañana y tarde. Nuestro horario en la playa generalmente era de nueve de la mañana a seis de la tarde, con descansos de dos a tres horas para el almuerzo, el que no siempre era en casa, ya que a veces almorzábamos en un comedorcillo en la playa. Nos habíamos hecho clientes frecuentes de un hermano de Juanita llamado Fermín, quien, bajo una toldilla de unos cuatro metros por lado, solía improvisar en la playa un sencillo pero exitoso comedor cuya especialidad (era lo único que preparaba, que yo recuerde) era la lisa, frita o asada al carbón, que cubría con cebolla encurtida en limón y complementaba con arroz y patacones: ¡una delicia! A Fermín lo apodaban Patepato (pata de pato), debido a la forma y descomunal anchura de su pie derecho, el mismo que, tal vez por una extraña malformación genética, se ensanchaba en forma de abanico desde el talón hacia los dedos, parte en la que medía por lo menos unos quince centímetros de ancho. El otro pie también era ancho, aunque nada comparable al derecho. Un día no me aguanté la curiosidad y le pregunté por qué su pie era tan ancho; me respondió que nunca en su vida había usado zapatos, lo cual era evidente a ojos vista, y que por esa razón le habían crecido así los pies. Yo le repliqué que esto último no le creía, puesto que casi todos los aldeanos andaban la mayor parte del tiempo sin zapatos y ninguno los tenía tan anchos; entonces él se rió y me dijo que cuando pequeño la rueda de un camión le había pasado por encima del pie y desde entonces había quedado así. Eso sí le creí y, desde ese día, a cada amigo o familiar con quien me topaba en Playas lo llevaba donde Patepato para que probara sus deliciosas lisas y para que, de paso, mirara cómo queda un pie después de que le ha pasado un camión por encima.

    Cada vez que los pescadores empezaban a jalar, desde la playa, la enorme red orillera de arrastre que momentos antes desde un bote habían lanzado al agua, Carlos y yo nos sumábamos al numeroso grupo que lenta y acompasadamente iba recobrando los cabos a cada extremo de la red, acortando distancias entre sí hasta tenerla completamente en la orilla. Ése era el momento más esperado por nosotros: entonces aparecían ante nuestros ojos una amplia variedad y cantidad de criaturas marinas, desde lenguados y pulpos hasta tiburones y tortugas, que observábamos con mucha curiosidad mientras los pescadores se daban a la tarea de separarlas por especie y tamaño. En cuanto terminaban de seleccionar la pesca, la embarcaban en camiones que esperaban parqueados a pocos metros de allí. Los pececillos más pequeños eran devueltos al mar o, si ya estaban muertos, eran abandonados en la playa, de donde mujeres y chiquillos los recogían en baldes para sumarlos a la cena en su hogar; nosotros también los recogíamos, no para la cena sino con el propósito de divertirnos lanzándolos al aire para ver cómo las tijeretas hábilmente los agarraban y engullían al vuelo.

    Me encantaba mirar el retorno de las balandras a la playa al terminar sus faenas de pesca, y observar cómo las empujaban hacia tierra firme haciéndolas deslizar por encima de unos cilindros de madera de balsa que utilizaban a manera de ruedas portátiles.

    Gozábamos cuando Lucho nos llevaba de paseo mar adentro en su balandra; sentir el roce del viento sobre la piel mientras escuchaba el sonido del agua al suave surcar de la balandra, me daba una sensación de gozo y paz interior que podía disfrutar por horas. Aquél fue un verdadero y exclusivo deleite que Lucho nos ofreció algunas veces, aunque con menor frecuencia de lo que anhelábamos. A pesar de que me gustaba tanto, a menudo tenía que contenerme de pedir a Lucho que nos llevara en su balandra, ya que papá nos había advertido que tuviésemos cuidado en no tomarla como un objeto de diversión, pues ése era el instrumento de su trabajo, y que el hecho de que de vez en cuando él dejara a un lado sus horas de trabajo o de descanso por llevarnos de paseo, comprometía una especial gratitud de nuestra parte; gratitud que se la demostrábamos solícitamente a la menor oportunidad de ayuda que él requería.

    Las vacaciones en Cuenca también eran muy hermosas; nuestros familiares cuencanos, hospitalarios y afectuosos, nos colmaban siempre de atenciones que por lo general se trataban de invitaciones a comer o paseos al campo. Nos encantaba ir a sus fincas, en donde a veces permanecíamos por semanas enteras, gozando de la vida campestre; además de andar a caballo y explorar los alrededores, aprendimos a ordeñar a las vacas y a hacer quesos, así como a cultivar y cosechar variedad de hortalizas. Mi dedo pulgar mocho es un recuerdo de las faenas de corte de alfalfa, las que hacíamos con un filudo machete empernado en su extremo a una base de madera, sobre la que pasábamos los hatillos de alfalfa para desmenuzarla con movimientos verticales del machete. En una ocasión adelanté demasiado mi mano y descendí el corte sobre la punta de la falange de mi pulgar izquierdo; afortunadamente el tajo sólo cercenó la carne, mas no el hueso y, para mi admiración, en pocos meses una nueva carnosidad creció y recubrió el extremo del dedo, que quedó sólo unos pocos milímetros más corto.

    Una aventura memorable fue la que pasamos –mis dos hermanos, un amigo y yo- al trepar la montaña que estaba frente a la finca de un amigo de la familia, en donde estábamos pasando unos días. Partimos muy temprano en la mañana, pues teníamos que caminar un buen trecho antes de empezar el ascenso, el que resultó más largo y cansado de lo que habíamos imaginado. Cerca de la cima encontramos el ojo de un manantial, de cuyas aguas bebimos y llenamos nuestras cantimploras. Cuando al fin coronamos la cúspide, nos inundó ese hermoso sentimiento de triunfo que debe sentir todo montañista al llegar a su meta; la vista bajo el límpido cielo vespertino era espectacular y hubiésemos querido permanecer más tiempo allí, pero la tarde empezaba a caer y

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