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El Camino De Las Águilas
El Camino De Las Águilas
El Camino De Las Águilas
Libro electrónico175 páginas2 horas

El Camino De Las Águilas

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Información de este libro electrónico

La vida es una constante bsqueda, un caminar continuo; donde aprendemos, descubrimos, encontramos, asimilamos, desechamos y ms.

Historias, realidades e imaginarios que pretenden darnos respuestas para conjugar al tiempo, la existncia y su razn; Proyectando hacia la felicidad o bienestar.

Sin embargo El camino de las guilas rompe los paradigmas prestablecidos, pues no somos quienes pensamos que somos. Nos confunde el caminar cuando no somos dueos de nuestro pensamiento, si no el de nosotros.

Nos cuesta entender que el amor perfecto no es el que construimos con nuestra mente; es el que se manifi esta cuando te conviertes en consciencia.

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento19 sept 2012
ISBN9781463336608
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    El Camino De Las Águilas - Carlos Martínez

    Copyright © 2012 por Carlos Martínez.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    423764

    Contents

    Prefacio

    Día 7

    Una Especial Invitación.

    Diez Mil Cosas.

    El Último Pensamiento.

    Día 8

    Miedo A Vivir.

    La Pelicula Mental.

    Día 9

    El Camino Correcto

    La Presencia De Dios

    Vivir El Momento

    Día 10

    La Gracia Homeopática

    Día 11

    Ukho, El Pozo Interior

    Encuentro

    El Secreto Encanto De La Memoria.

    Día 12

    Al Otro Lado

    Día 13

    El Universo Respira Tu Propio Aliento

    El Éxtasis Sensorial

    Química Del Matrimonio.

    Día 14

    Ahora, Ahora, Ahora.

    Ilusiones Y Desilusiones.

    Día 15

    Despegarse Del Apego.

    Los 2437 Pasos

    Día 75

    Pastillas Para Soñar.

    Entre Rejas Imaginarias

    Día 76

    Ese Peso Psicológico

    El Verdadero Adiós

    ¡Vamos, Grita Más Fuerte!

    Día 77

    El Dolor También Es Fortaleza

    El Lazo Maternal

    Día 78

    El Lazo Paterno

    Fácil Mirar Afuera

    Día 120

    Esencia De Dios

    El Último Primer Capitulo Final

    La Amistosa Crueldad

    Autor

    Prefacio

    Dice el gran escritor Jorge Luis Borges que el prefacio es aquel rato del libro en que el autor es menos autor. Es casi ya un leyente y goza de los derechos de tal; es decir, goza-luego de haber escrito ya su libro- de un cierto alejamiento de aquello que escribió. Por esto mismo, Borges agrega que la prefación está en la entrada del libro, pero su tiempo es de posdata.

    Tal me ocurre a mí, sabiendo, sintiendo, vivenciando que este prólogo es la posdata de un camino recorrido; primero, en la travesía de una experiencia personal, de profundo cuño espiritual; luego, escribiéndola. Y escribir es el don de dar, de ofrecer lo propio al mundo. De estar –en el momento mismo de la lectura- en el aquí y ahora del lector.

    El camino del águila expresa una elección de vida, que he decidido abrazar, al cabo de muchas anteriores travesías, en busca de poder hallar aquello que los grandes maestros y guía buscaron. En mi caso particular, mi busca ha sido –y aún lo sigue siendo puesto que estoy vivo- poder estar en el mundo desprendiéndome cada vez más del Ego que tanto nos esclaviza llenándonos de cosas que creemos más que necesarias pero que, en realidad, nos alejan de la esencia divina: la gracia del estar aquí y ahora. Sólo ahí, decidimos estar en armonía con el Universo. Como aconsejó, hace miles de años, Basho, un viejo monje poeta a sus discípulos: No sigas las huellas de los maestros, busca lo que ellos buscaron; ésta es una enorme enseñanza que me dejó mi guía espiritual, -a quien, en este libro, le he cambiado el nombre real por el de Peter- y quien me transmitió antiguas enseñanzas de otros maestros que, pienso, son hoy en día, de una urgente actualidad. Al menos para mí, y espero que al cabo de la lectura de este libro, lo sea también para mis lectores y lectoras, a quienes yo, aquí y ahora, -como dice Peter- humildemente se los transmito.

    Mi deseo es que estas páginas sean El camino del águila de todos y cada uno de ustedes. Creo haber hecho el camino correcto – como ya verán a lo largo de estas páginas la importancia del camino correcto- aquel que, y tal como dice Peter transmitiendo a los antiguos sabios, es el más corto y el más seco; en esta oportunidad, mi camino correcto ha sido llevarles mi largo viaje espiritual a ustedes a través estas páginas.

    Carlos Martínez

    Día 7

    UNA ESPECIAL INVITACIÓN.

    Ya estábamos en el séptimo día de esta experiencia, y habíamos llegado por fin hasta el páilon de piedra después de una extensísima caminata por un sendero que, a medida que subíamos, se hacía más y más pedregoso y estrecho, alejándonos del camino inicial. Sin embargo, la sensación era que aún nada había comenzado. Nada. Todo el tiempo me preguntaba qué estaba haciendo en este páramo al que habíamos llegando -y yo, con la lengua afuera-, muerto de frío, con ese viento que no paraba de soplar, furioso, temerario, como si se llevara al mundo por delante, y a nosotros como premio. En algún momento del camino, Peter dijo que quien injuria contra el viento, injuria contra sí mismo. No dije nada, y traté de dejarme llevar lo más calmo posible. Al cabo de un rato, como si captara mi propósito, Peter sonrió señalando las hojas, las ramas, diciendo que debemos aprender de ellas, amigas insoslayables del viento. Insoslayables. Eso dijo. Y agregó al cabo de unos pasos –de unos esforzados pasos subiendo la pendiente- que las hojas y las ramas y el mismo pasto tienen responsabilidad de esa amistad. Que por eso, son insoslayables del viento, hasta las últimas consecuencias. Callé, estaba agotado, y preocupado, pues para colmo del viento y el polvo que por momentos casi no me dejaban ver, las nubes, cada vez más espesas y negras, anunciaban una tormenta de aquellas que dan ganas de estar adentro de la casa, en la camita, envuelto en las frazadas, bien calefaccionado. Peter, parado contra el viento y como si adivinase lo que me estaba pasando, me gritó el lugar dónde estábamos. Al fin, me dije, ¡al fin se acabó esta caminata! Dejé de dar vueltas luchando contra el viento. Me detuve. Respiré profundo. Parados en el páilon al que habíamos llegado, podíamos divisar el páramo donde iríamos a acampar; se veía intrigante, como si cada cosa, y el viento mismo, dejaran su signo para revelarse en ese inmenso verde que no cesaba de agitar y envolver al paisaje tan fresco, tan lleno de vida con su largo e inquieto arrollo zigzagueando como la cola misma del diablo. Desde el páilon se podía ver un enorme paredón de piedra que iba en ascenso desde la explanada en donde estábamos parados, con sus plantas creciendo por las uniones de las rocas y así, de cara a la luz del sol, nutridas de la humedad que se escurre desde allí. ¡Qué maravilla –me dije- como si todo se pusiese de acuerdo en ser todo, como si todo siguiera la ruta de cada uno y como si cada ruta fuera la de todos! Estaba absorto con sólo estar allí, cuando Peter me dijo que era exactamente aquí donde ocurriría lo que veníamos a ver, y algo en mí supo que así era. Sin más, empezamos a colocar las cámaras en lugares estratégicos para poder capturar toda la acción, pero conservando una distancia prudente. Pusimos una cámara arriba de un gran árbol lleno de ramas. Y con pusimos quiero decir que Peter escaló el gran tronco y la colocó allí. Este hombre parece un mono- pensé- subyugado por la ligereza de sus movimientos. Peter me indicó que colocáramos un par de cámaras atadas de los árboles más pequeños, y que yo pusiera la otra entre dos rocas grandes. No me fue nada fácil, de cara contra el viento y luego teniéndolo sobre mis espaldas.

    Recién cuando terminamos con las cámaras, empezamos a armar el campamento. Traíamos víveres y agua para un par de semanas, y dos pequeñas tiendas de acampar que debíamos situar lo más cerca posible de las cámaras para poder estar atentos a cada movimiento del vuelo de nuestro esquivo visitante.

    Luchando contra el viento sacábamos, como podíamos, las cosas de las mochilas hasta que de pronto se hizo una oscuridad tal que parecía haberse tragado al sol. El cielo daba miedo, parecía que se nos iba a venir encima.

    -¡Estamos con la cabeza en las nubes! –me gritó Peter mientras trataba de sostener unas varillas, con una sonrisa de oreja a oreja. Ni contestarle pude: el viento me arrancó de las manos el cobertor térmico que quedó atascado en la copa de un árbol. Flameaba como una bandera. ¡Dios mío, ¿quién me mandó a estar acá!?, me dije. Y el viento me contestó: caí sentado como un niño que tiene malos pensamientos. Refunfuñé, pero le hice caso al viento y ahí me quedé, refunfuñando, con los brazos cruzados, tiritando. Peter, entre comprensivo y divertido, me dijo que dejara, que no valía la pena escalar ese árbol para bajarlo. Ya habría tiempo. ¡No, por Dios, voy a congelarme esta noche!, pensé. Y una vocecita interior me dijo: entrégate a las cosas, suéltalas. OK, me dije, OK.

    Decidimos usar una de las tiendas para guardar los alimentos y todas nuestras cosas, mientras que la otra sería nuestro lugar de descanso.

    Nos llevó trabajo poder encontrar en esta montaña, tan rocosa y húmeda, un lugar plano que nos permitiera tener una vista amplia y clara del lugar donde habitaba el águila, nuestra invitada de honor. Una vez instalados no pude dejar de pensar en eso. ¿Nuestra invitada de honor? ¿Es el águila nuestra invitada de honor? ¿O los invitados somos nosotros? Como un gigante, que de un paso salta una montaña, apareció por encima del pico más alto desplegando sus alas y dejando ver su pecho emplumado, abierto. El cielo y su cuerpo parecían de la misma materia plomiza y ligera; su mirada, tan brillante, uno la podría fácilmente confundir con los resplandores del sol asomando por entre las nubes.

    Aterrizó en el centro del pailón con la tranquilidad que tienen los grandes, sabiendo que estábamos en su territorio, bajo el cielo de su vuelo. Y fue en ese momento que lo entendí: el águila era nuestra anfitriona, y nosotros sus invitados. Como si supiera mi descubrimiento, caminó hacia el borde del precipicio, quedándose allí parada, de espaldas a nosotros, como un terrateniente entrado en años que muestra sus posesiones, indicándonos las rutas de su territorio, un territorio en donde arriba-abajo, vacío-lleno, no eran más que diferentes perspectivas de su ser. Y lo primero que vino a mi mente fue llamarle Vida. Así llamé a nuestra magnífica anfitriona.

    Como si su aparición hubiera hablado con la tormenta, calmándola para sus nuevos huéspedes, el cielo casi por arte de magia se despejó, y justo a tiempo para dejar ver los últimos rayos de luz que se

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