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El Niño Que Quería Morir
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El Niño Que Quería Morir
Libro electrónico69 páginas59 minutos

El Niño Que Quería Morir

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La vida ha sido una amiga silenciosa y triste que me ha acompaado siempre en todo este camino. S que con ella jams llegar a recuperar a mis padres en la distancia. Ellos murieron hace mucho, mucho tiempo y nunca pude conocerlos, verlos, acariciarlos, sentir el aroma del lado derecho de la mejilla de mi madre y poder en alguna noche cualquiera dormir en brazos de mi padre o soar con su beso. Existe un dolor agotado y profundo dentro de mi vida y mi corazn. La nica forma de encontrarme con ellos es muriendo, pero existe alguien que me lo impide, Elisa. Siempre ella me conmover la existencia y el alma. Junto a Elisa encontrar el amor, la dicha, la vida; junto a ella podr sentir cmo mi corazn se extiende en latidos constantes.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento18 ene 2012
ISBN9781463316556
El Niño Que Quería Morir
Autor

Claudia Arbizú Lavagnino

Fue un domingo a las seis de la tarde de un 4 de Julio de 1971 cuando mis pies salieron de mi madre, como queriendo correr y así sentir por primera vez este mundo. A la edad de casi cuatro años muere mi padre, lo cual me causó hasta la fecha un dolor ahogado e inexplicable. Mi nuevo padre ha sido una inspiración y un agradecimiento a la vida por llenar esa carencia. Mi madre, la más bella de todas las madres, la más llena de vida, me enseñó a amar las letras y a vivir la sensibilidad en los lienzos de Klimt, Modigliani, van Gogh o Monet. Crecí en un país con guerra, con muros en las casas para poder sobrevivir a lo normal que es el disparo, helicópteros sonando en nuestro cielo tan intenso y azul como no existe otro en el mundo, a balaceras y enfrentamientos entre la Guerrilla y la Fuerza Armada Salvadoreña. Me gradué de periodista en la Universidad Católica de El Salvador, UCA. Al correr los años estudié inglés y luego con la idea de querer explorar el mundo me fui a Francia a estudiar francés. Me casé con Marco, la persona más buena, comprensiva e inteligente. Mi pasión por la pintura nace mucho más al nacer mis dos hijos, Sofía durante el huracán Mitch en Tegucigalpa, Honduras y Marco André en el terremoto del 2001 en San Salvador, El Salvador, ellos son mi inspiración constante y mi felicidad entera. Actualmente vivo en el Distrito Federal, México, ya hice cuatro exposiciones de pintura, muchas de ellas están tanto aquí como en Alemania, Chile, Suiza y El Salvador. Sueño con vivir en un país sin la violencia acostumbrada, sin la bala perdida, deseando siempre regresar a casa en un día cualquiera. Y mientras sueño con vivir en sociedades sin la corrupción respirada, entre camas que tender, loncheras que preparar, niños que dormir, escribo cada noche, mientras la madrugada me permita derramar en letras cuentos e historias que contar. Claudia Arbizú Lavagnino. Octubre 24, 2011. México, DF.

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    El Niño Que Quería Morir - Claudia Arbizú Lavagnino

    Dedicatoria

    A Marco, mi eterno beso

    A Sofía, mi eterna existencia

    A Marco André, mi eterna sonrisa

    A Nora, mi madre

    A Carlos, mi padre.

    Julio de 2011

    I

    El niño que quería morir

    «En las tinieblas, escucho el silencio; y en la soledad, el murmullo de las voces lejanas; allá en la distancia, es más claro y preciso». Así pensaba Marco todas las noches, en plena oscuridad, debajo de su cama, con los ojos bien cerrados. Planeaba, desde que tenía seis años, la hora exacta para morir. Así de simple y cierto, como cuando la hoja del árbol se deshace del último deseo de la rama por sostenerla, así, al desprenderse desciende inevitablemente atraída hacia el suelo. Así de simple, Marco planeaba morir.

    En este preciso momento en que escribo esto, Marco ya cuenta con gigantes doce años, tiene enormes ojos café, el rostro tapizado de pecas y la sonrisa siempre dispuesta; ya lleva seis años planeando su muerte. A lo mejor, te suene muy macabro pensar sobre el tema, pero en verdad, él sabía muy bien que la muerte era tan parte de la vida misma que no le tenía miedo alguno a nada, como tú o como yo, tal vez, no le temía a nada que lo sorprendiera por primera vez, de día, de tarde o de noche, estuviera donde estuviera o fuera adonde fuera.

    Lo más curioso del caso es que estaba tan obsesionado con querer atravesar ese puente misterioso, y que no nos permite ver más allá de lo que tenemos enfrente, que Marco ya veía a los que estaban al otro lado, pero no podía comunicarse con ellos. Más de alguna vez lo había intentado, pero al hacerlo, las imágenes que en un momento estaban claras de repente desaparecían de manera inexplicable.

    Un día, mientras estaba sentado en la silla del consultorio del dentista, que quedaba en el lugar donde vivía en la enorme casa, observó una pintura llena de muchos colores que colgaba en la pared que tenía justo enfrente de él. Cuando el doctor de cara redonda se le acercó enfadado para revisarle los dientes, Marco le interrumpió al preguntarle la edad en que había muerto el niño que había pintado esa pintura. A lo que el adulto asombrado le respondió, como suele responder la gente grande que cree conocer todo:

    —Ese niño no ha muerto, ya es todo un profesional y padre de familia —le dijo.

    A lo que Marco respondió de manera muy incrédula.

    —Qué raro —Y mientras decía esto, le guiñaba el ojo derecho al niño muerto que tenía enfrente de él.

    Luego abrió tanto la boca como cuando los hipopótamos bostezan, y sus dientes eran parecidos a los de un artiodáctilo también. En verdad, el niño que había pintado los globos había muerto unos meses después de terminar el último globo rojo que quedaba en un pequeño espacio del extremo izquierdo del lienzo. ¿Cómo lo descubrió Marco? Pues como descubren los niños la mayoría de las cosas, de la manera más simple, sabiéndolo todo desde antes de nacer.

    Era tanta su fascinación por conocer qué había al final de la vida que ya llevaba varios intentos para lograr tan anhelada hazaña. A sus escasos seis años, cuando al fin obtuvo el permiso para subir a las puntas de los árboles más altos del enorme jardín que rodeaba la enorme casa en donde vivía, se soltaba de las ramas que sujetaban sus delgados deditos y se dejaba caer, como cuando se desprenden las manzanas del manzanero de la manera más rápida. Siempre ocurría algo diferente al plan original; a veces se le atoraba la ropa en alguna rama o el zapato se le quedaba sostenido en algún lugar del árbol, lo que le impedía bajar a la velocidad que tenía que hacerlo para cesar con la vida y comenzar el camino que quería recorrer. Las sacudidas que recibía con las caídas eran extremas, ya que se había quebrado setenta y siete veces la rodilla izquierda; treinta y cinco, el brazo derecho; y catorce veces y media, las costillas. Te cuento que fueron catorce veces y media las costillas, porque una de ellas no logró romperse por completo. Lo bueno de todo eso es que se hizo el más rápido en subir los árboles y, por consiguiente, el más veloz en bajarlos.

    Un día desistió de ese método de subirse a los árboles y caer desde lo más alto: se le ocurrió inventarse otra forma más innovadora y, quizá, menos dolorosa. La siguiente vez, a la edad de ocho años y un poquito más, se fue a nadar al lago que rodeaba el enorme jardín de la enorme casa. Ahí nadó y nadó hasta quedar de lo más exhausto. Justo en ese momento, se amarró a la cintura una piedra grande que había dejado a la orilla del muelle y se dejó sumergir hacia lo más profundo de las hermosas aguas que los lagos tienen por dentro. En cada tarea, descubría una variedad infinita

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